martes, 30 de junio de 2009

Apuntes recordatorios

En la elaboración de los planes urbanísticos, al principio, hay que plantear los criterios y objetivos que se pretenden y presentar públicamente las distintas opciones generales que se contemplan para el desarrollo del municipio. Esta exigencia legal tiene por finalidad que la ciudadanía conozca las alternativas viables y participe en la toma de las decisiones básicas a partir de las cuales, posteriormente, se concretarán las determinaciones urbanísticas precisas. En la práctica, es muy poco habitual que esos procesos de participación pública sean otra cosa que un mero trámite que hay que cumplir; rara vez se busca involucrar de verdad a los ciudadanos (quienes sí "participan" son los que tienen intereses inmobiliarios concretos). En el proceso de planeamiento que me está tocando coordinar, sin embargo, hemos llevado a cabo unos cuantos "experimentos". Entre ellos, presentar respecto a ciertos temas (el crecimiento de los núcleos urbanos, los posibles usos y conformación volumétrica de ciertas áreas singulares, determinadas intervenciones viarias, etc) distintas alternativas, todas viables y compatibles con los criterios y objetivos del Plan. A costa de un esfuerzo agotador durante dos meses, estas alternativas se han presentado y explicado a la población con el compromiso de los responsables municipales de asumir lo que resulte de la participación ciudadana. El pasado sábado, el Pleno del Ayuntamiento (con un comportamiento vergonzoso de la oposición) aprobó, en cada uno de los más de cincuenta temas que se habían abierto al debate, la correspondiente alternativa en base a la cual se desarrollará la ordenación pormenorizada. Profesionalmente, la experiencia me ha parecido de lo más instructiva; de otra parte, con todas sus imperfecciones, creo honestamente que ha sido un ejercicio de profundización en llevar a la práctica unos principios de participación pública en las decisiones sobre el futuro urbano que no suelen pasar de lsu enunciación teórica. Por supuesto, habría mucho que discutir y el debate sería rico y fructífero. Sin embargo, lo que me ha dejado desagradablemente sorprendido, es que quienes más deberían entusiasmarse en este debate y exhibir mayores dosis de rigor, mis colegas profesionales que se dedican al urbanismo, son quienes, en una gran mayoría, han descalificado de plano la experiencia. Con el argumento de que no es admisible que "la gente" sea quien decida, se han dedicado (sotto voce, eso sí) a denigrar el proceso tildándolo de demagógico, sin siquiera querer conocer los detalles de cómo se ha llevado a cabo. ¿Temor, quizá, a la pérdida de poder o prestigio? Es un asunto sobre el que me gustaría reflexionar más extensamente.


Stash. Phish (A Picture of Nectar, 1992)


Con relativa frecuencia, tanto en blogs que leo como en conversaciones privadas (en ambos casos, con interlocutoras femeninas), me encuentro con una más o menos explícita reivindicación de la intensidad emocional, del apasionamiento. Recientemente, mi ex-mujer me escribió un correo en el que me recordaba esa "necesidad" suya de sentimientos intensos, que la arrastraran tumultuosamente, como un huracán. Mientras lo leía revivía viejas crisis, pasadas sensaciones de torbellinos emocionales de los que salía (salíamos) golpeados y, a mi modo de ver, sin avanzar un ápice en nuestro "crecimiento personal" (perdóneseme el término tópico, pero ahora mismo no se me ocurre otro). Tras mi crisis de pareja, en un proceso largo de sufrimiento (las heridas, cuatro años después, sé que no están completamente cerradas) tuve ocasión de pensar mucho sobre ello y, consecuentemente, aprender a reordenar en mi interior muchos de estos factores. A estas alturas, desconfío enormemente de las pasiones y, por el contrario, ansío la serenidad como uno de los valores supremos. Niego que el sentir (y piénsese en cualquier sentimiento, el amor incluido, por supuesto) sea mejor cuando es tumultuoso; al contrario, estoy convencido de que sólo la paz interior permite vivir las emociones con verdadera (y fructífera) intensidad. Cuestión distinta es la necesidad de "chutes" emocionales, subidones pasionales que suelen confundirse con "sentir". Pero lo que pienso (y siento) sobre estos asuntos nunca logro expresarlo adecuadamente ni convencer a mis interlocutoras; aun así, me gustaría volver a intentarlo con más calma.


Poor Heart. Phish (A Picture of Nectar, 1992)


Cuando oímos sobre la corrupción urbanística, jueces que "destapan" turbias operaciones inmobiliarias vinculadas a planes urbanísticos, desde nuestra ignorancia de los detalles tendemos a pensar que ése, el del urbanismo, es un mundo lleno de chorizos. En términos generales, el sistema legal de que disponemos propicia necesariamente las corruptelas, toda vez que se basa en atribuir a unos terrenos (las mal llamadas "recalificaciones") unas potencialidades económicas que suponen el enriquecimiento, con frecuencia exagerado, de sus propietarios. La cosa es que esta "moda" de "judicialización" del urbanismo, pasando rápidamente de la esfera contencioso-administrativa a la penal, está teniendo algunos efectos preocupantes, no siendo el menor de ellos la parálisis de las administraciones. A veces, ante iniciativas de algunos jueces, uno no puede evitar pensar que están motivadas por el afán de notoriedad y echa en falta que haya un mínimo sentido común que, ante situaciones carentes de fundamento, impida dilapidar dineros públicos y generar molestias y preocupaciones innecesarias a las personas. En una de esas situaciones me han envuelto, junto con casi cincuenta personas más, hará cosa de un mes. Resulta que estoy imputado por delitos contra la ordenación del territorio y prevaricación por haber pertenecido a un órgano colegiado que hace casi diez años (no me acuerdo de nada) aprobó un plan general de un pequeño municipio de la isla de La Palma. El tema es tan surrealista que, si no fuera porque estas cosas no pueden tomarse a chacota, no merecería la mínima atención. Pero me afecta, claro, y me gustaría contarlo.


Llama. Phish (A Picture of Nectar, 1992)


Hay una expresión que me retrotrae a mi infancia: "bajarse del burro". El burro es la terquedad, el orgullo, la ofuscación. Mientras uno está subido en el burro es incapaz de ver con una mínima objetividad la realidad y, mucho menos, si se refiere a sus propios comportamientos, actitudes. Bajarse del burro, por tanto, es condición necesaria para conocerse y entender los conflictos. Sin embargo, en la línea tan castellana del castizo mantenella y no enmendalla, solemos preferir seguir aupados en nuestros burros personales, con el lamentable resultado de que, por más hostias que nos llevemos, no terminamos de enterarnos de por dónde van los tiros y, menos todavía, aprendemos lo que la vida nos está enseñando. También en las relaciones de pareja es harto frecuente que uno o ambos se nieguen a bajar del burro y cuando dos personas que se aman se enfrentan subidos en sus respectivos burros no sólo no hay amor (en esos momentos) sino que contribuyen inevitablemente a erosionarlo. El diálogo (que no es tal) desde los burros sólo es un ejercicio dialéctico más propio de un tribunal que de una pareja que se quiere, en el que cada uno trata de "ganar", que quede a salvo su "posición", sin dejar que las palabras del otro entren de verdad en su interior; nos negamos a meditarlas, a admitirlas amorosamente para reflexionar sobre su verdad, para entender los sentimientos del otro que llevan consigo, y las rechazamos como una pared de frontón devuelve casi inmediatamente la pelota. En los últimos días también, a ratos sueltos, me han venido estas ideas a la cabeza.


The Landlady. Phish (A Picture of Nectar, 1992)


En fin, los cuatro anteriores (y alguno más del que ahora no me acuerdo) son temas de los que me gustaría escribir algo más pausadamente. Valgan de momento estas notas apresuradas a modo de recordatorio personal.

domingo, 28 de junio de 2009

Cuatro mujeres

Piel negra, brazos largos, pelo crespo. La espalda fuerte, capaz de aguantar el dolor, tanto dolor infligido una y otra vez, y otra vez, y otra vez … Tía Sarah es mi nombre; así me llaman.

Azafrán tostado es mi piel, melena larga. Vengo de la frontera entre dos mundos. Mi padre era rico y blanco; una noche, ya muy tarde, violó a mi madre. Siffronia es mi nombre; así me llaman.

Mi piel es bronceada, mi cabello hermoso, mis caderas te seducen, mis labios saben mejor que el vino. ¿De quién va a ser esta preciosidad? Tuya, cariño, si es que tienes dinero. Mi nombre es Cosita Dulce; así me llaman.

Canela es mi piel y áspero mi carácter. Mataré a la primera madre con la que me cruce porque mi vida ha sido demasiado dura. Soy hija de esclavos y ya sólo me queda resentimiento. Mi nombre es Melocotones; así me llaman.


Four Women. Nina Simone (Wild is the Wind, 1966)

Desgarradora, tremenda canción de la grandísima Nina Simone. Poquísimas palabras para presentarnos cuatro mujeres negras de los Estados Unidos, cuatro personajes simbólicos que, en su voz, en su piano, se hacen angustiosamente, acusadoramente, reales. Nina, una joven cantante negra de éxito, ya se había comprometido en la llamada "lucha por los derechos civiles". El tema es de Wild is the Wind, album de 1966; sin embargo, si los datos consultados no son erróneos, ya lo había cantado antes del disco, el año anterior, al menos en el Festival de Jazz de Antibes. Arriba puede escucharse la versión de estudio; abajo un video del Festival de Antibes.


CATEGORÍA: Canciones y otras líricas

sábado, 27 de junio de 2009

Amar desde nuestro punto de vista

Casi nunca queremos saber de verdad cómo piensan, qué sienten, las personas que nos rodean. Incluso en el amor, aunque menos, es así. Amamos a alguien; es decir, deseamos su bien, su felicidad. Sin embargo, lo hacemos desde nuestro punto de vista, desde nuestros sentimientos, desde nuestra forma de ser. Supongo que no somos capaces de ponernos en el lugar del otro, de asumir de verdad (con las tripas, no con la cabeza) que los deseos, las necesidades, las ansias de la persona amada pueden ser distintas de las nuestras. No hay mala intención en absoluto; al contrario, amamos con toda nuestra mejor voluntad, queremos darle a esa persona, con todo nuestro amor, los actos y cosas que pensamos que han de hacerle feliz. Y lo pensamos porque son esos actos y cosas los que a nosotros nos harían feliz.

Naturalmente, la mayoría de esos actos y cosas que nacen de nuestro amor hacia la persona amada contribuyen a su felicidad. Si no fuera así, la relación no aguantaría casi nada: ¿cómo soportar a alguien (aunque sepa que me ama) cuyos actos de amor hacia mí me molestan? Los problemas aparecen de vez en cuando, en asuntos puntuales, pocos pero con tendencia a repetirse. Se trata de aspectos del otro que no entendemos, incluso parecería que no queremos entender. Por ejemplo, puede haber algo que al otro, si se lo diéramos, le haríamos feliz y que nosotros no consideremos importante, siempre juzgado desde nuestro punto de vista. Naturalmente, como amamos a esa persona, ni se nos ocurre plantearnos conscientemente que no le damos lo que le hace feliz; en un plano no consciente (sin hacernos explícitos los pensamientos subyacentes) damos por sentado que eso es una tontería.

Creo que la principal causa, como decía antes, es nuestra incapacidad de ponernos en el lugar de la persona que amamos, de no juzgar desde nosotros mismos. Un argumento usual que nos hacemos (insisto: no en el plano consciente) sería algo así como: ¿por qué desea ese algo para ser feliz cuando yo no lo necesito? Y, dando un paso más, ¿por qué me pide ese algo, cuando yo no se lo pido a él/ella? Esta línea argumental no explícita suele derivar hacia planteamiento compensatorios del tipo de "en cambio, le estoy dando tantas otras cosas que son las que le deberían hacer feliz". Claro está, consideramos que esas otras cosas son las que deben hacerle feliz porque son las que a nosotros nos harían felices o, simplemente, porque encajan con nuestra idea de lo que debemos (y queremos) dar al que amamos. Y las damos con amor, que quede claro. Pero es el amor tal como nosotros lo entendemos que puede no coincidir al 100% en cómo lo entiende el otro.

Por eso justamente, porque amamos a la persona amada y queremos hacerla feliz, es muy fácil que cuando se producen desajustes del tipo de los descritos, nos sintamos injustamente tratados. Si se nos hace notar que la persona amada quiere que le demos algo que no forma parte del repertorio de nuestro amor, nos sentimos dolidos. ¿Acaso no te basta con todo lo que te doy que me pides esa tontería que, además, no tendrías que quererla? Y el otro, sabiendo que le amas y amándote a su vez, se queda con esa pequeña espinita de la incomprensión, de no ser capaz, él/ella tampoco, de hacerte ver algo que le haría feliz, aunque no forme parte de cómo tu entiendes el amor; de hacerte ver que eso no quiere decir que tu amor no sea maravilloso. Y piensa que, en el fondo, ni siquiera en el amor, queremos de verdad saber cómo piensan, qué sienten los otros.

En todo caso, como bien dice Chrissie Hynde, el amor es un misterio (y dentro de diez días, en el Auditorio de Tenerife, oiré ésta y otras canciones).


Love's a Mistery. The Pretenders (Break Up the Concrete, 2008)

domingo, 21 de junio de 2009

Una cita accidentada

En un blog que he leído recientemente preguntaban por la peor cita que se hubiera vivido. Me puse a recordar algunos de esos “primeros encuentros” que mantuve pasados unos meses de mi separación y me di cuenta de que, vistos con la distancia del tiempo, me tocaron unas cuentas situaciones que como poco cabe calificar de esperpénticas. No obstante, salvo en uno o dos casos, me lo pasé bien, fueron casi todas personas interesantes (incluyendo sus “rarezas”, pero quién no) que contribuyeron, cada una en su estilo, a que me fuera recuperando de mis heridas y aprendiendo a reconvertirlas en estímulos para cambiar muchas cosas de mí mismo que necesitaban ser cambiadas.

Una de esas citas especialmente “movidas” fue con una mujer llamada Elena, una profesora de primaria en un colegio del sur de la Isla. Nos conocimos a través de Internet, y tras unos cuantos correos y muy poco chateo (se me da fatal), acordamos tomarnos un aperitivo en la terraza de la plaza de El Médano. Llegué yo antes y me senté de modo que quedara bien visible el naranja chillón de mi camiseta, mientras me mantenía atento a ver si aparecía una morena de 1,65 con un bolso de playa muy grande y a rayas de todos los colores. No tardó demasiado, nos dimos los besos protocolarios y ambos pedimos cervezas. La conversación desde el principio fluyó con mucha naturalidad. Elena era parlanchina y de discurso ameno, pero también dejaba tiempos al interlocutor; además, tenía humor e ingenio y resultaba fácil sentirse relajado y a gusto con ella. Por eso, cuando llevábamos ya como una horita de agradable charla, le propuse que fuéramos a almorzar a un restaurante de unos amigos, a unos kilómetros de allí.

El Médano es un pueblo costero tremendamente ventoso. Cuando estábamos a punto de levantarnos, una ráfaga huracanada golpeó la enorme sombrilla que protegía nuestra mesa y la abatió. Tuve justo el tiempo (y los reflejos) de dar un tirón al brazo de Elena y atraerla hacia mí, un instante antes de que la barra de hierro cayera sobre la mesa, la volcara e hiciera añicos una de las copas, regando al aire multitud de cristalitos. Pasado el susto y la escandalera, a ambos nos vino la risa tonta, la que libera los nervios tras un momento de tensión. Por poco, le digo, y va ella y me contesta: sí, no sabes cuantas de éstas me ocurren; mis amigos dicen que soy un imán para las catástrofes. Bromeé para quitarle importancia (ya será menos) y nos fuimos a mi coche. Cinco minutos después, ya en la carretera de salida del pueblo, tuve que dar un frenazo para evitar que se me empotrara un salvaje que salió a toda velocidad de una calle lateral, haciendo caso omiso del stop. Ves, me dijo, tienes que tener cuidado conmigo, soy gafe.

Sin otros contratiempos llegamos al restaurante. Nos dan mesa, pedimos la comida y enseguida nos traen el vino y algo de picar. Elena habla alegremente, se la nota contenta, ambos nos reímos frecuentemente. De pronto, abre la boca y los ojos con expresión de angustia: se ha atragantado con una aceituna. Intenta desesperadamente tomar aire a la vez que empieza a dar golpes con las manos a la mesa y a hacer unos movimientos extraños, casi convulsiones. Me asusto y me levanto para ayudarla, pero no sé cómo; hago ademán de darle golpes en la espalda y ella me hace gestos negativos con la cabeza, mientras emite unos inquietantes ruidos guturales y su cara se va poniendo violácea. En ese momento, un señor que estaba sentado a la mesa vecina se levanta como un rayo, le pasa ambos brazos por detrás y le oprime violentamente la boca del estómago. Inmediatamente, con una especie de tos, Elena escupe la aceituna al plato y enseguida empieza a recuperar el color. El hombre nos explica que ante un atragantamiento hay que actuar rápido porque, si no, la persona se asfixia y puede morir o sufrir daños cerebrales irreparables. Es enfermero, nos dice, y lo que ha hecho se llama maniobra de Heimlich. Pues menos mal que estaba ahí; le agradecemos de corazón su ayuda y, acabado el espectáculo, el restaurante recupera la normalidad.

Superado el trance, Elena recupera el buen humor como si nada, e incluso se dedica a hacer bromas con lo que hubiera podido pasar. A ver qué hacías, me dice, si la hubiera palmado; te habría tocado localizar a mis padres (que vivían en Asturias), menudo papelón. A mí, la verdad, me había bajado el ánimo y no me hacían demasiada gracia esos chistes. Pese a mis burlas previas sobre sus cualidades cenizas, ya no las tenía todas conmigo; a ver si es verdad que hay personas que atraen los malos farios, pensaba. Así que, pese a su buen humor, el almuerzo no siguió tan bien como prometía, y eso que la comida fue excelente. Hacia las cinco de la tarde la llevé de vuelta al Médano, nos despedimos y regresé hacia mi casa. Mantuvimos todavía el contacto durante unos meses, tanto telefónicamente como a través de correo electrónico, pero no volví a quedar con ella. Era una mujer muy agradable pero, quita, por aquellos tiempos lo que yo menos necesitaba eran emociones fuertes.



If it wasn't for bad luck. Ray Charles

Buscaba alguna canción para acompañar este post y encuentro una que hacía bastante que no escuchaba: el viejo Ray quejándose de su mala suerte, algo que no logra entender. Así que la subo y aprovecho para dedicársela a Lansky.

CATEGORÍA: Recuerdos

viernes, 19 de junio de 2009

¿Me das un par de plátanos?

Llevo ya casi la mitad de mi vida en Canarias, pese a lo cual sigo (y seguiré) siendo identificado como foráneo (godo). El motivo es, obviamente, mi acento que, por más que (influido por los muchos años aquí) ya no sea un peninsular normal, dista mucho de la forma de hablar de los nativos del archipiélago. Cuando voy a Madrid, por ejemplo, los viejos amigos me hacen notar unas cuantas de las influencias canarias en mi acento: la entonación, no tan cortada como la castellana; tiendo a aspirar la jota; no pronuncio del todo el fonema zeta (aunque tampoco digo "sapato") … Aun así, son más las diferencias que las aproximaciones, seguramente porque estos aspectos del habla de cada uno se consolidan en lo fundamental durante la adolescencia. Y eso que, inintencionadamente, tiende a adaptárseme la entonación a la que oigo en el entorno, sobre todo si se trata de acentos muy marcados. Me ocurre, por ejemplo, en mis estancias en Cataluña o en el País Vasco y cuando hace casi tres meses estuve una semana en México (casi todos los días en interminables reuniones con mexicanos) me sorprendía a cada rato con un parloteo cantarín, para cachondeo de mis compañeros españoles. Pero por mucho que se me peguen los acentos, sufro una incapacidad fonética que creo que es común a los peninsulares y que consiste en la imposibilidad de pronunciar la ese canaria (o la del castellano de América); no sé precisarlo en términos fonéticos, pero cualquier canario o hispanoamericano distingue inmediatamente que la forma de pronunciación de la s por los peninsulares (sobre todo los de Castilla) es netamente diferente y les encanta remedarla exagerando el sonido (algo así como sh).

Las peculiaridades léxicas del archipiélago, a diferencia del acento, las he asimilado de forma natural y para ello no he tenido ningún impedimento. Sustituyo sin ningún esfuerzo (sin pensarlo) el vosotros por el ustedes (conjugando, por supuesto, en tercera persona, no el desagradable ustedes qué hacéis de los andaluces). Uso habitualmente las palabras propias de aquí: no se me ocurre decir autobús (guagua), me sale antes decir botar que tirar, compro bubangos y no calabacines, y así con varios ejemplos más. Donde fueres haz lo que vieres, me decía mi madre de pequeño; y aunque no me esfuerzo conscientemente en emplear los vocablos canarios, ese consejo popular me parece de lo más acertado. Hay por supuesto quienes no comparten este criterio y, por el contrario, parece que se esfuerzan conscientemente en que no se les peguen palabras canarias. Pienso ahora, por ejemplo, en una amiga madrileña que lleva aquí unos cinco años y no sólo no usa el ustedes (que entiendo que cueste más habituarse), sino que se empeña en decir autobús, palabra que suena absolutamente forzada. Me dice que se siente incapaz de decir guagua (así como el resto de términos autóctonos), que se nota ridícula y que para ella es una "cuestión de principios" mantener su forma de hablar.

Hay, sin embargo, algunas expresiones canarias que me resisto a emplear. Sé perfectamente cómo usan, lo que significan pero … ¡Nada! Pongamos una que se me presenta con mucha frecuencia; hace un rato, por ejemplo. La oigo y siempre me la traduzco por el significado que para mí tiene y tardo un instante en darme cuenta de que quien la usa le está dando otro. La digo y quien me oye piensa que quiero decir algo ligeramente distinto. Se trata de "un par de …" que para mí son exactamente dos cosas, mientras que aquí quiere decir un conjunto de un número indeterminado (pequeño, eso sí) de cosas. Vas a la tienda y pides un par de plátanos y te dan tres o cuatro o, si les gusta la precisión, te preguntan cuántos. Y, en ese momento, me doy cuenta de que sigo sin asumir esta expresión. Algunas más hay. En fin.



Don't Think Twice, It's All Right. Barb Jungr (Every Grain of Sand)

Quien canta es Barb Jungr, una mujer inglesa de padres checos que he descubierto recientemente. El tema es de Dylan y la versión no está nada mal. Excusa decir que no tiene nada que ver con el post (pero me apetecía ponerla).

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

miércoles, 10 de junio de 2009

El espejo y el gorrión

Tendría yo seis o siete años, creo que fue antes de mi primera comunión porque para entonces ya mi padre nos había dejado. Era invierno, eso seguro, pues en mi recuerdo veo con claridad el paisaje de la calle nevada desde la habitación grande de la planta baja, esa en la que pasaba casi todo el tiempo entretenido con mis juegos y fantasías. Desde esta repugnante vejez que sufro sigo contemplando la majestuosidad de aquel salón, negándome a admitir que la percepción de un niño exagera las dimensiones. Hará dos veranos un viaje de trabajo me acercó a mi ciudad natal y en una tarde tonta me dejé arrastrar hasta mi barrio, hasta aquella casa, un chalecito anticuado de proporciones modestas con algunos detalles patéticos de pretencioso arribismo. Pero, claro, siéndolo, no era esa la casa de mi infancia. No hay más remedio que aceptar que ni la casa ni el niño existen ya, por más que la lógica adulta diga lo contrario.

Serían las cuatro, las cinco de la tarde a lo sumo. Yo estaba sentado en el suelo, con mis pantaloncitos cortos y ese odioso delantal que mi madre me obligaba a vestir, el babi lo llamaba, prenda que hería mi dignidad masculina. Jugaba a cuidar al gorrioncillo que esa misma mañana mi padre había recogido del jardín, un pajarito herido, con las alas rotas o quizá (ya no lo recuerdo) caído del nido. Lo acariciaba, intentaba que comiese, observaba maravillado sus breves saltitos titubeantes, lo vigilaba … De pronto oí un ruido fuerte, no, dos ruidos distintos pero tan seguidos que se fundieron en un único sonido: una voz humana mitad grito mitad gemido (¿la de mi madre?) y la explosión seca de un portazo. Y enseguida por las escaleras bajó mi padre; mi padre en calzoncillos y camiseta.

Debo aclarar que mi padre siempre, absolutamente siempre, vestía traje y corbata. Era un señor mayor, muy mayor (tendría poco más de treinta) muy serio e imperturbable. Nunca se reía, nunca hacía aspavientos, nunca gritaba o cambiaba el tono de la voz. Hablaba en un volumen suave y gestos pausados, en los breves intermedios entre sus idas y venidas. Porque siempre se estaba yendo o viniendo para volver a irse. Venía poco antes de la hora de la comida, al acabar de comer se iba al dormitorio de mi madre (luego ella, al acabar de fregar la loza, subía también), después volvía a salir (papá se va a trabajar, grumete, me decía), a veces, no siempre, aparecía antes de que mamá me diera la cena y entonces los tres nos sentábamos juntos a la mesa, pero otras muchas me había de ir a acostar sin verle regresar. Mi madre siempre venía a darme el beso del sueño y yo le preguntaba dónde dormiría papá esa noche; aquí, en casa, dónde si no, me decía, pero al día siguiente no estaba, es que ya se ha ido, cariño, me aseguraba mi madre. Lo que sí es verdad es que nunca me daba el beso del sueño, ni siquiera cuando cenaba con nosotros y era él, con su voz tan tranquila, tan neutra, el que me mandaba a la cama; entonces yo me levantaba e, ignorando a mamá (porque ella subiría enseguida), me acercaba hasta él e inclinaba la cabeza a su regazo para recibir una leve caricia en el pelo, algo así, pensé años después, como la unción de un rey a su súbdito.

O sea que yo apenas reconocí a mi padre en ese hombre semidesnudo que bajaba las escaleras, apenas pude hacer nada salvo sentir una opresión desconocida que me atenazaba por dentro, suspendiéndome todo movimiento, hasta el parpadeo, hasta la respiración. Mi padre pasó junto a mí, sin el mínimo gesto, como si no existiese, y se paró ante la mesita camilla del rincón, enfrente justo del espejo alto y alargado; así, quieto, ligeramente inclinado hacia delante, los brazos rígidos, los puños apoyados sobre la mesa, la mirada fija en su reflejo, como si quisiera perforarse, atravesarse, cruzar el espejo. De improviso, impulsándose con los brazos y flexionando el cuerpo, como una rana, saltó hasta la mesa y quedó allí subido, en cuclillas.

Y empezó a gesticular, a distorsionar exageradamente los rasgos de la cara. Abría los ojos y parecía proyectar hacia fuera las órbitas a la vez que bizqueaba, forzaba la boca alargando hasta límites inusitados la longitud de los labios, inflaba y desinflaba las mejillas como si unas bolas le bailaran por dentro, fruncía la nariz y dilataba las fosas que se convertían en agujeros vibrantes de apariencia tenebrosa, retorcía la alineación de las cejas, arrugaba y desarrugaba la frente ... La cara de ese hombre que había de ser mi padre era el escenario de rostros continuamente cambiantes, todos caricaturescos, distorsiones extremas que me producían un pavor creciente. Esa aterradora sucesión de monstruos diversos, ese catálogo de máscaras diabólicas que mi padre iba ensayando, duró unos cuantos minutos, un rato largo durante el cual mi cerebro, todo yo, quedó paralizado por el miedo más absoluto, más irracional. ¿Qué estaba pasando? Pero ese niño asustado ni siquiera acertaba a formularse la pregunta.

Acabó por fin su exhibición mímica y se bajó de la mesita. Sólo entonces me miró; una mirada fofa, inexpresiva, la de un ser sin alma. Luego la mirada cayó a mis manos, al pajarillo que en su hueco albergaba. Se acuclilló junto a mí y muy despacio, con la más completa suavidad, cogió el gorrión. Con la mano izquierda atrapó su cuerpecillo, mientras que la derecha, la palma hacia abajo, la cerraba sobre la cabeza. Entonces giró ambas manos en sentidos contrarios; sólo fue un instante, como si se tratara de un truco mágico. E inmediatamente las separó y abrió la izquierda: en la palma yacía el pajarito inerme. De nuevo muy despacio, con completa suavidad, depositó el gorrión en mis manos, se enderezó, me dio la espalda y subió las escaleras hasta el dormitorio de mi madre.

No guardo memoria de los minutos siguientes. El miedo tuvo que convertirse en angustia y mi cerebro ha debido borrar los siguientes recuerdos. Bastante después, esa misma tarde –mi padre o quien hubiera poseído su cuerpo ya no estaba en la casa– me veo acurrucado en la cama de mi madre, apretado contra ella y llorando en silencio, todavía con el gorrioncillo muerto entre mis manos. Horas después, ya anochecía, volvió mi padre, con su ropa de siempre, con sus gestos de siempre, con sus maneras de siempre. Traía una cajita de madera. Ven, me dijo con su voz suave, casi cariñosa. Y salimos de la mano al jardín trasero y escarbó en la nieve y luego en la tierra húmeda. Me pidió el pajarito y lo metió en la caja. Luego me la dio y con gesto solemne señaló el agujero. Deposité ahí el pequeño ataúd y él volvió a cubrirlo de tierra que compactó con los pies. Yo no hablé nada, el miedo permanecía dentro, apretándome el estómago. De la mano volvimos a la casa.

Poco después volvió a irse. Llevaba una maleta que, no sé como, había aparecido sobre la mesa camilla de la habitación grande. Nunca más volvió. Tampoco nunca más, ni mi madre ni yo, volvimos a mencionar su nombre. Muchos años después, en mis últimos meses del bachillerato, sentí la acuciante necesidad de saber qué había pasado esa tarde en el dormitorio de mi madre, qué era lo que explicaba la aparición de ese desconocido en ropa interior, que gesticuló ante un espejo y mató un gorrión inválido, qué había pasado con mi padre. Pero para entonces mi madre ya había muerto.


Lord, Protect my Child. Susan Tedeschi (Nokia Theater, NY, 2006)

CATEGORÍA: Ficciones

viernes, 5 de junio de 2009

Educado para matar

La mayoría eran niños de la calle, aunque también podían aparecer muchachos de familia normal. Pero todos, desde luego, eran psicópatas; cómo, si no. Los captaban entre los catorce y los dieciséis, raras veces un poco más jóvenes o mayores. Había unos cuantos especialistas, no más de diez, oficiales enmedallados, expertos en descubrir almas de asesino en los caracteres infantiles. Estos eran quienes daban el visto bueno, el permiso de acceso a la academia. Pero la búsqueda de los futuros sicarios era tarea de todos los integrantes del ejército; en todos los cuarteles, bien distribuidos por el país, cada uno de los soldados sabía que parte de su deber era observar a esa población que merodeaba, de la que formó parte, pero ya no, ahora entre ellos estaba el enemigo, ellos eran el enemigo, seres de otra especie. En la paranoia de la guerra interna como forma de vida había que observar a los campesinos para detectar los actos del enemigo, a ser posible antes de que los hiciera; pero también a chicos que podían servir. Se fijaban y los señalaban, la cadena de mando funcionaba, no tardaba en aparecer por ese rincón de la selva o por ese valle perdido en la montaña uno de aquellos oficiales y entonces, si era que sí, el chaval dejaba esa aldea, para siempre.

El curso duraba seis meses. Medio año encerrados en unos bunkers subterráneos de los que casi no salían nunca. Ahí también había dependencias de la contrainsurgencia, las salas de tortura, inevitables en esa guerra, el enemigo no son personas, no entiende otro lenguaje. Los muchachos veían y oían, también olían; el hedor -heces, vómito, carne quemada- nunca cesaba. Pero era como música de fondo, se imponía por su propio peso, algo incuestionable; eso es lo que hay, estamos en guerra y tú estás de este lado, porque, si no, pasarías a estar de ese otro, serías de los que mueren entre aullidos. Pero no hacía falta hablarlo, no formaba parte -digámoslo así- del programa académico. O sí, porque quizá lo más característico de ese curso era lo que no se se incluía en las asignaturas pero las impregnaba todas; el ambiente del bunker, la música de fondo.

Tampoco es que hubiera establecido un programa de asignaturas, ni horarios o calendarios. Cada remesa de críos aprendía según los instructores que les tocaban. Claro que, mejor o peor, con más o menos lagunas, siempre estaban las materias básicas, en la teoría y en la práctica. Lecciones de anatomía para saber manipular los flujos que son la vida, y para saber sobre todo detenerlos con eficacia. Manualidades, hacer la soga de los dos nudos, por ejemplo, con la que en un momento se quiebra la tráquea, el hilo de pescar amarrado a un palo para el estrangulamiento instantáneo y silencioso; y más, tantos más. Armas, blancas y de fuego, cuánto les atraen a los chavales, qué rápido aprenden a montar y desmontar una ametralladora rusa, un fúsil semiautomático. Si hasta geografía e historia aprendían, hay que conocer la patria a la que van a servir, la que los necesita y les reclama sus sacrificios, convirtiéndolos en héroes, aunque hay que serlo en silencio, sin alardear, ya llegará nuestro día.

A los pocos días de la llegada cada chico recibía un perrito de uno o dos meses. Habían de cuidarlo, educarlo, lo que se hace con una mascota. Hacia la mitad del curso les pedían que trajeran los perros al aula, un salón grande de piso y muros de hormigón desnudo. Entonces el instructor, con voz calma pero inflexible, les ordenaba que cada uno degollase a su cachorro, que sacasen el machete y les rebanaran el pescuezo, sin dudar, de golpe. No todos obedecían, claro, pero sí la mayoría. El instructor se acercaba a los que se habían quedado congelados, incapaces de matar al animalito —algunos lo apretaban contra sus pechos, lloraban— y de un sopapo los aventaba al suelo a la vez que les arrebataba el perro. Sujetadle, decía, y ante los ojos del chiquillo reventaba la cabeza del animal contra el muro, y luego ordenaba a los compañeros que le dieran una tunda de golpes. Esos, los pusilánimes, eran expulsados; mientras siguieran vivos nunca hablarían de la academia.

El del perro podía considerarse el examen de medio curso, el de graduación era un asesinato. Lo cometían ya fuera del bunker, en el plazo de los tres primeros meses. Tenía que ser un crimen sin motivos, la víctima seleccionada al azar, que su muerte no diera demasiado que hablar y menos todavía que levantara sospechas sobre relaciones con el ejército. La mayoría de los muertos eran indigentes urbanos que a nadie importaban o vagabundos de los remotos confines rurales. Quien me contó esta historia, sin embargo, había preferido una pareja de enamorados que se besaban ajenos a todo en un parque. Le fue muy fácil, me dijo, acercarse por la espalda y rajar la yugular del tipo sin que se diera cuenta de nada. Le gustó que la sangre saltara hacia la chica, ver sus ojos desorbitarse, abrir la boca para el aullido del terror absoluto que el brutal puñetazo abortó. Le excitó su bautizo y no pudo resistirse a violarla, aun estando inconsciente. Empezó a despertar y le abrí las tripas mientras me venía, me dijo, para revolcarme también en su sangre. Allí dejé los cuerpos, todo duró muy poco.

Tenía diecisiete años y fue el alumno más aprovechado de su promoción. Con tan buenas notas, enseguida pasó a los comandos de élite, los vengadores de la sombra los llamaban. Era un secreto a voces que sus operaciones se vinculaban a la inteligencia militar, que el ejército estaba involucrado, pero nada se podía probar. La mayoría de los crímenes ocurrían en aldeas perdidas, sospechosas de amparar a los guerrilleros terroristas. Las cosas cambiaron hacia los últimos años de la guerra, cuando los remilgados izquierdosos de los derechos humanos se dedicaron a incordiar más de lo debido. También éstos empezaron a caer en emboscadas de mortales resultados, y no eran muertes cómodas, al fin y al cabo tenían que servir de advertencia, tenían que agravar el miedo para que esos comemierda no perdieran el respeto, no se salieran del tiesto.

En esos últimos años matamos a muchos que no debían haberse tocado, creo que los jefes se equivocaron, me dijo, se pasaron de la raya, ya ni siquiera los gringos podían hacer la vista gorda. El inhumano crimen de la cooperante danesa, la chica que trabajaba con las comunidades del interior, también fue obra suya. Se pensaban que tenía información de las actividades de la contrainsurgencia y que estaba en contacto con los de Amnesty; tenía que morir, eso no se discutía, pero los jefes querían que hablara antes, que contara todo lo que sabía. Fuimos tres, me dijo; interceptamos su camioneta en una trocha de la selva, en un momento matamos a los dos indios que la acompañaban, ella iba con su niño, un crío de dos años, lo improvisé sobre la marcha, qué mejor que torturar al hijo para que la madre hablase, total, también tenía que morir. Habló, sí, pero tampoco dijo demasiado, seguramente tampoco sabía casi nada, seguramente tampoco era tan peligrosa como los jefes pensaban. Al final, hizo más daño muerta que el que hubiera podido hacer viva.

Quien todo esto me contaba era un joven que no llegaría a los veinticinco. Estábamos en el confesionario de mi iglesia, en un suburbio de Los Ángeles. Me gustaría estar arrepentido, pero no lo estoy, me dijo. Sé que Dios no me puede perdonar, como tampoco me pueden perdonar quienes ya han decidido mi muerte. Es más que seguro que ya han llegado a esta ciudad, son de los míos, mis iguales. Me encontrarán y me matarán, pero no me harán sufrir, ese es el pacto, así era desde el principio. No creo que pase de esta semana que esté en el infierno. Se levantó y se fue, en silencio, como había llegado. Me quedé solo, rezando.


License to Kill. Maria Muldaur (Yes, We Can, 2008)

CATEGORÍA: Ficciones