lunes, 29 de marzo de 2010

Bárbara Blomberg (2)

Aquel verano selló el destino de Bárbara; la vorágine de acontecimientos se le confunde en la memoria; imágenes de escenas inconexas como delirios oníricos. Ve a Blanca, llorosa, arrodillada en el reclinatorio de la capilla de su palacio, golpeándose el pecho con los puños. Sus pecados han traído el castigo, le acecha el deshonor, el repudio marital y el exilio. ¿Y el emperador? Él te protegerá. Carlos no lo sabe, no debe saberlo, contesta la desgraciada. Ha tenido otros hijos, incluso cuando vivía su reina portuguesa a la que tanto amó; pero siempre han sido de mozas solteras. Mi marido, Bárbara, es un noble católico, uno de los más leales apoyos del César en su cruzada contra la herejía europea. ¿Imaginas las consecuencias? Sólo me queda juntarme a él enseguida y hacerle creer que por fin ha logrado preñarme. Pero no sé en dónde ni por cuánto tiempo lo retienen sus servicios a Carlos, si en Flandes o en Bohemia, si en el Milanesado o en Castilla. Y el emperador, además, no quiere dejarme ir de su compañía hasta que él mismo parta. Temo que acabará expuesto mi secreto y perdida estaré.

La noche ya está ocultando el día y Bárbara recuerda otros cielos sombríos, los que ampararon su primera discusión con Roberto. El joven enamorado rabiaba de celos; sabía del poder de seducción del emperador con las mujeres (lo comprobaba en el entusiasmo de su propia hermana, por más que Blanca nunca le hubiese confesado la verdadera largueza de sus intimidades) y sufría por las frecuentes visitas de su amada a sus aposentos. No le calmaron las protestas de Bárbara por su inocencia. Cada vez más airado exigió a la muchacha que le jurara no volver a su cámara y, ante las razonables palabras de ella, que intentaban hacerle ver lo disparatado de ese propósito y los perjuicios que a todos reportaría cumplirlo, proclamó que se negaba por faltarle amor suficiente. En su desatino, quiso Roberto que se casaran esa misma noche, en una ermita a las afueras que atendía un anciano franciscano. La nueva negativa de Bárbara, ofendida por esa indignidad impropia de su fama y de su rango, precipitó una despedida rencorosa de los amantes. Mientras se alejaba, el imprudente galán dejó oír de su boca insultos al emperador y una críptica amenaza hacia la muchacha: "ya me dirás, cuando ocurra lo que ha de ocurrir, si haces bien en ser leal a ese viejo tirano".

Otra de esas escenas: un grupo de lansquenetes de la guardia imperial entrando a patadas en la casa de sus padres y prendiendo a maese Blomberg, llevándose a rastras al respetado consejero municipal de Regensburg mientras su madre les impreca entre llantos. Luego Bárbara se enteraría de que los más exaltados del partido luterano habían tramado un complot contra Carlos, que aprovechando la presencia en la ciudad preparaban una algarada, que incluso se había hablado de atacar al César o a alguno de sus familiares más cercanos. Roberto –cómo no– era uno de los conspiradores, infelices ingenuos que no supieron disimular sus planes, no lo suficiente para que pasaran inadvertidos a tantos oídos pagados por los Habsburgo. En una misma noche, a sólo dos fechas de la primera de las bodas, Carlos desplegó sus redes y en acciones perfectamente concertadas cazó a todos los conjurados y también a algunos más que no lo eran. Blomberg había sido añadido a la lista sin pruebas, pues no podía haberlas ya que desconocía la trama y, de haberla conocido, la habría desaprobado; pero era luterano, rico y envidiado por más de uno de los espías católicos del emperador. Y así, padre y amante de Bárbara, con catorce más, se vieron encerrados en un sótano oscuro, expuesto a las frías humedades del Danubio.

Llaman a Bárbara para que se retire a descansar, pero la madama no escucha la voz de su criada; sus ojos, fijos en el mar gris, están empañados, lágrimas muy antiguas vuelven a resbalar por sus mejillas igual que cuando era muchacha y comprendió que su vida se la cambiaban para siempre, que no era más que un juguete a merced de los poderosos. La mañana siguiente a la infausta noche, el desconcierto y la desesperación reinaban en la casa de los Blomberg cuando tres golpes perentorios sonaron en la puerta. Era Blanca, la duquesa que, por primera vez, entraba en ese hogar burgués. Venía llorando, exhibiendo un dolor propio que le impedía darse cuenta de la desolación de sus huéspedes. Fuera por la sagacidad de él o por la debilidad de ella, le había confesado a Carlos su embarazo. El católico emperador no admitía que ese hijo naciera sin reconocer su augusta paternidad pero, al mismo tiempo, sus intereses políticos vetaban que se supiera que ella era la madre. Y le había encargado, impuesto más bien, que resolviera ella el dilema, que encontrase una doncella soltera que asumiera la maternidad de su futuro vástago. Por tal motivo había acudido Blanca a la casa de su amiga y tal era el favor que le suplicaba.

Bárbara divisa un rayo lejano en el horizonte que le recuerda la tormenta de indignación que estalló esa mañana en su pecho. ¿Cómo podía atreverse Blanca a pedirle tamaña deshonra? Pensó en su padre, siempre tan orgulloso de ella, tan confiado en su futuro; en Roberto, quien confirmaría con tal falsedad lo que sus celos le impulsaban a creer, quien no sólo dejaría de amarla, sino que la colmaría de odio y maldiciones. Pensó en su futuro, que habría de ser lejos de su amada Ratisbona, criando un hijo que no era suyo y que le recordaría siempre cómo habían destrozado su vida. Todos estos pensamientos, y muchos más, cruzaron vertiginosos la mente y el corazón de Bárbara, y la ira que le producían tuvo el inesperado efecto de despertar su ingenio, amodorrado por el dolor de los recientes acontecimientos. Su intuición, herencia de tantas generaciones de mujeres calladas, le aconsejó no expulsar a Blanca a cajas destempladas sino que, por el contrario, la acogió entre sus brazos y secó sus lágrimas aristocráticas. Sin comprometer ninguna respuesta, logró calmarla y entonces le sugirió que salieran de esa casa, que pasearan un rato y fueran luego juntas a hablar con el emperador.

Caminando hacia el hotel de Carlos por las más recoletas calles de Ratisbona, pudo por fin Bárbara hacerle saber a su amiga la triste situación de su familia. Repuesta de su ensimismamiento egoísta, Blanca reconoció que bastante sabía de lo sucedido, antes incluso, gracias a su privilegiado rol de confidente imperial, de que se hubiesen precipitado los acontecimientos, justificando su silencio en pretendidas obligaciones de lealtad. Así, durante ese paseo, se enteró Bárbara del destacado papel de su amante en el complot y de la más que probable sentencia de muerte que le esperaba y la herida de su corazón se le antojó más dolorosa al pensar en la parte que ella, por más que inocente, pudiera llevar en la insensata decisión de Roberto. Que su padre apareciera ligado a los conspiradores ensombrecía los augurios sobre su suerte, pues era política usual de aquellos reyes preferir suprimir de golpe los riesgos, sin preocuparse de mensurar cuidadosamente las culpabilidades. Así que, antes de llegar al Goldenes Kreuz ya Bárbara había decidido prestarse a la farsa siempre que el emperador estuviera dispuesto, con su clemencia, a pagar el precio.

El frío que sube desde la ría hace que Bárbara, por fin, se anime a tornar a su casa santanderina, volver con su hijo, su nuera y sus nietos (éstos sí verdaderos); y mientras da los escasos pasos que la conducen hasta el portalón entre muros de piedra, por un momento ve la entrada muy distinta del hotel alemán del emperador. Apenas por fugaces instantes le vuelven las imágenes de su última entrevista con Carlos V, que no fue el anciano cariñoso de las pasadas veladas sino el príncipe adusto que discute, desde la arrogancia del muy superior, los negocios de estado, que tales son para esa gente sus asuntos particulares. Ahora, que es una anciana a punto de los setenta y que tanto ha soportado, no puede dejar de admirar a aquella casi niña que supo plantar cara al señor de medio mundo, que se atrevió a negociar la venta de su honra pública y fue capaz de obtener a cambio la vida de las dos personas amadas. Trata inútilmente de disipar las brumas de su memoria preguntándose si aquella muchacha habría medido todo el alcance, en pérdidas y dolores, que su decisión le acarrearía. Seguro que no, como nunca sabemos las consecuencias de nuestros actos y, en todo caso, hizo lo único que le permitieron hacer quienes jugaron con su destino. Con un movimiento brusco de cabeza espanta melancolías estériles y se sienta a la mesa en la que ya está dispuesta la cena.


Lovesick Blues - Bill Frisell (Disfarmer, 2009)

CATEGORÍA: Ficciones

sábado, 27 de marzo de 2010

Bárbara Blomberg (1)

A Cigarra, que parece gustar de los relatos históricos

No es nada bueno toparse con reyes, y menos con emperadores; algo así pensaría Bárbara Blomberg, la madama, en sus postreros días, mientras, desde su casa de Ambrosero, miraba hacia oriente, como si su vista pudiese cruzar las marismas, salir de la ría y volar sobre el Cantábrico, atravesar la Francia enemiga y llegar hasta su Regensburg natal (Ratisbona le dicen en esta lengua impuesta), la capital de la Dieta Imperial. Se acuerda de la muchacha que era, tan alegre, tan bella, de la felicidad de los juegos de niña por las calles empedradas, las carreras hasta la ribera del Danubio. Se acuerda de su infancia feliz, antes de que las herejías del maldito Lutero fueran escuchadas por su padre en las sesiones del Consejo municipal. Cuánto dolor habrían de traerle esas doctrinas insidiosas; si el fraile de Wittenberg no hubiese existido, si al menos su padre no hubiese prestado oídos a sus doctrinas, Bárbara habría vivido feliz, ajena a emperadores y cortes, invisible a sus crueles designios. Aunque, ¿quién sabe lo que habría pasado?

Bárbara alza los ojos hacia las nubes que van cubriendo la bahía y una de ellas se le antoja el rostro ya olvidado de Roberto, el joven hermano de la duquesa Blanca, que no era tal, sino deuda política del duque de Baviera. Qué apuesto era Roberto, y qué encendida su parla, aunque fuera a favor de las ideas rebeldes de los protestantes; oyéndolo hablar con gestos exaltados en el comedor de sus padres, ella se arrobaba y notaba una extraña desazón, para disgusto de su madre, preocupada (y con motivo) por las penas que estos negocios peligrosos habrían de traer a todos. Luego, en la sobremesa, sería la vanidad la que la henchiría por dentro, viendo la cara de atento asombro y placer de Roberto, su admiración sin disimulos, escuchándola cantar y tañer el arpa. Bella era esa chica de diecisiete años, bella era su voz, bella era su alma: ¿cómo no iba el lindo noble local a enamorarse? Bárbara evoca ese otoño de 1545, de hace ya medio siglo; piensa en los paseos de ambos entre los robles de la pequeña isla danubiana y el regreso apresurado de su galán, corriendo a grandes zancadas por el puente de piedra, para llegar a tiempo las sesiones de la Rathaus; cree sentir todavía en sus puños la firme envoltura de las manos de Roberto, en sus labios los peligrosos y audaces besos, en su pelo las caricias que lo despeinaban. Pero no son más que nostalgias de vieja.

Sábado 10 de abril de 1546: llega a Regensburg el emperador. El cortejo, con sus nobles flamencos y españoles, entra por la puerta sur y desfila pausado, entre la multitud expectantes hasta la plaza de la Catedral de San Pedro. Allí, con el grupo de los burgueses, están Bárbara, su madre y sus hermanos, testigos del recibimiento oficial del Consejo de la ciudad libre que, pese a su adscripción al luteranismo, ha de acoger la Dieta Imperial. Palabras en latín y en pomposo alemán, falsas promesas de lealtad y gestos orgullosos de pavo real, bendiciones y muecas hipócritas, música para ensordecer la farsa bajo un tibio sol de primavera. Luego Carlos y su séquito se iría al hotel que le habían reservado, el Goldenes Kreuz, un imponente palacio de ladrillo rojo algo apartado del bullicioso centro urbano. Bárbara, acabada la ceremonia, se encontraría con Roberto, embutido en sus ropas de gala como miembro del Consejo, y aparecería su padre y les sonreiría, y todos juntos, con otros muchos burgueses satisfechos de abultadas barrigas, pasarían esa tarde celebrando los buenos tiempos que venían, ciegos a los oscuros presagios de guerra y crímenes. Pocos días después entra en la ciudad Blanca, la hermana de Roberto; venía con la comitiva del duque de Baviera para asistir a las importantes bodas de estado que habían de celebrarse ese Agosto en Regensburg.

Blanca, la que iba a ser su cuñada, la que se decía su más fiel amiga y a la que quiso con tanta ternura, tendría por aquellos días veinticinco años y se encomiaba como una de las más bellas y deseadas damas del Imperio. Su virtud pública no iba pareja con la privada y Bárbara pronto descubrió, con el asombro propio de su inocencia, que el mismo emperador gozaba de sus favores. Un hombre tan religioso, y tan mayor, y tan feo ... Era una tarde apacible y ambas amigas conversaban reclinadas en una barca que descendía lánguidamente por el río. Blanca reía ante los ojos abiertos y escandalizados de su joven amiga, encantada con el efecto de sus confidencias coquetas. No conoces a los hombres, cariño, todos son iguales, da igual qué tan virtuosos te parezcan. Y Carlos es hombre, el hombre más poderoso del mundo, lo cual eclipsa cualquier otra desventaja. Ser amada por el emperador, estrechada en sus brazos, sentir cómo se derrite contra mi cuerpo quien hace temblar a todos nuestros príncipes, quien aprisionó al mismo rey de Francia, quien es la más firme barrera contra el sultán de los sarracenos, quien llegó incluso a humillar al Papa ... Ay, Bárbara, en esos momentos soy una diosa amada por Zeus y la dicha me colma para muchos días. Y no es tan feo ni tan viejo, mi adorado emperador; bocón, sí, que ni siquiera esa rala barba disimula la mandíbula desencajada, y quizá un poco demasiado achacoso para sus cuarenta y seis años. Pero ni me fijo, sé que le hago feliz con mis caricias, que cuando a mi lado yace las punzadas terribles de la gota no le aquejan, que en mi compañía su frente se distiende como si las graves preocupaciones de estos tiempos convulsos, todas a su cargo, carecieran de peso; y así me confiesa que la paz que en mí encuentra es la que anhela, la paz del retiro a algún lugar apartado, solo con Dios ... y conmigo, añade con una leve sonrisa juguetona.

Hacia finales de aquella primavera, Regensburg acogía un grandísimo número de ilustres visitantes. No sólo estaban los príncipes asistentes al Reichstag sino también numerosos visitantes coronados de todas las esquinas germanas. Por supuesto, sin contar al emperador, los más egregios eran su hermano Fernando, el rey de romanos, y el gran Duque Guillermo de Baviera, feudatario de la ciudad. El rey Fernando traía a dos de sus hijas, Ana y María, para desposarlas respectivamente con Alberto, el heredero de Baviera, y Guillermo, duque de Cleves. Ciertamente se trataba de bodas políticas, urdidas de común acuerdo entre ambos hermanos al servicio de los intereses del Imperio. De las dos, la de la quinceañera María resultaba especialmente significativa y esperanzadora para los burgueses de Ratisbona y tantas otras ciudades que habían renegado de la obediencia a la Santa Iglesia romana. Guillermo era un príncipe protestante, que, además, hacía menos de tres años, guerreaba contra el emperador en alianza con el rey de Francia, su artero enemigo. Verdad era que Carlos lo derrotó y Guillermo hubo de presentarse, con ropajes negros, a solicitar clemencia, renegando del francés y de sus falsas promesas. Que ahora casara con una sobrina del emperador no podía interpretarse sino como señal de cierta tolerancia hacia los luteranos; quizá los Habsburgo empezaban a cansarse de estas guerras de religión que estaban desangrando Europa. Argumentos de esta laya se desgranaban en las tertulias familiares de los Blomberg, a las que además de Roberto, ya casi de la familia aunque todavía no se hubieran pronunciado compromisos, también con frecuencia asistía Blanca. Las mujeres oían y callaban, escépticas ante el entusiasmo de los hombres, algo burlonas de que se tomaran tan en serio la traicionera política, pero, pese a todo, contagiadas en cierto grado de los augurios felices que flotaban en el ambiente.

Sería por aquellas fechas, hacia finales de mayo o principios de junio, cuando Bárbara acompañó por primera vez a su amiga al Hotel de la Cruz Dorada. Blanca le había hablado a Carlos de ella, de su jovial lozanía y de su maestría canora e instrumental y, eso le dijo, el propio emperador había expresado su deseo de conocerla, de disfrutar de una velada con la suave música del arpa. Conoció pues Bárbara al poderoso en esa y otras reuniones casi íntimas, sin la presencia de apenas cortesanos ni príncipes, sólo el secretario Quijada, un austero noble castellano, y algunos familiares que ocasionalmente lo acompañaban. No había pues política entre ellos, aunque los graves y perentorios asuntos de ésta se entrometían casi siempre por boca del español, pero entonces el emperador mandaba salir a las mujeres hasta que los despachaba, como si quisiera apartar a quienes son caros a su afecto de tales suciedades. Recuerda ahora Bárbara, mientras una tenue llovizna cantábrica acelera el ocaso, las miradas casi ensoñadoras que le dirigía el César, no puede evitar esbozar una sonrisa al rememorar las pullas de Blanca, ligeramente celosa por el progresivo encariñamiento que advertía en Carlos. Y, sin embargo, cuán equivocados estaban los temores de su amiga. Pero, ¿cómo iba a saber cualquiera de ellos los perversos avatares que el destino les tenía preparados?


A Hard Rain's A-Gonna Fall - Bill Frisell (East-West, 2005)

CATEGORÍA: Ficciones

miércoles, 24 de marzo de 2010

Tempus fugit

No hay tiempo, o acaso sí. Hablo, claro, de nuestra percepción del tiempo, esa especie de río que nos lleva con su fluir lineal e inevitable. En ese río vamos todos y todo, y sin embargo creemos que hay paisajes inmóviles, sucesos que hemos vivido, como si fueran jalones reales. Los llamamos pasado y son la materia de nuestros recuerdos, la materia, al cabo, de lo que somos. Porque necesitamos contarnos, narrarnos a nosotros mismos para darnos identidad, que no es otra cosa que reconocernos el ser. No hay pasado más que como ingrediente narrativo, presto a modelarse en las infinitas falsificaciones de nuestras mentes. Mas, aún así, sin existir, es lo único (o casi) que vale, lo único (o casi) que merece nuestro aprecio, lo único (o casi) que genera nuestras ansias, que condiciona nuestras emociones, que guía nuestros comportamientos. ¿Por qué somos pasado? No, no somos sino el presente huidizo, la efímera ligazón de átomos y energía y tiempo siempre mutante y siempre a punto de dejar de ser o, al menos, dejar de ser ese ser, si es que cabe denominarlo.

Justo eso, denominarlo, darnos nombre para certificar nuestro ser y así, creer que somos. Sólo a través de contarnos a nosotros mismos, de escribir nuestra propia historia e intentar conservarla en los temblorosos renglones neuronales, podemos engañarnos. Por eso somos nuestro pasado que es como decir que estamos hecho de nada, aunque lo cierto es que algo somos, pero distinto y, sobre todo, inaprensible e informe como un gas sutil que se confunde en más gases tan sutiles; ¿cómo distinguirnos? Dicho está: narrándonos como si fuéramos historiadores de nosotros mismos. Pues como la Historia (con su inicial mayúscula) congela esas burbujas que fueron en titánico e inútil esfuerzo de dotarlas de esencia, así nosotros miramos hacia atrás pretendiendo anclar lo que somos al contarnos (y también a otros) lo que vivimos. Pero nada es historia mientras es, sino apenas nuestros ojos parpadeando, el dulce contacto de nuestros labios con otros, el erizarse del vello, la emoción de un instante que arremolina nuestras células ... Sin embargo, vivimos el presente –los presentes– con la avaricia de atesorarlo para poder ser, para seguir siendo, que es lo mismo que no vivirlo del todo. Porque a ello nos impele el pasado, pero también a tener hambre de futuro, a vivirlo sin vivirlo para poder hacerlo pasado como si, estúpidos pretenciosos, sólo tuviera sentido la vida para confesar que se ha vivido.

Mas no hay otra alternativa o, al menos, no sé de nadie que la haya encontrado. Será que, como le dijo el escorpión a la rana, está en nuestra naturaleza o quizá, siguiendo a Spinoza, sea ésta nuestra manera de ser, el modo en que queremos, como todo ser, seguir siendo. Quizá por ello escribir sea la actividad más humana, plasmar en papel (o ahora en una pantalla) nuestro estéril esfuerzo de identificarnos, nombrarnos; nuestro más elaborado esfuerzo para construir el espejismo de un ser consistente, de una vida con sentido. Lo cual no quiere decir que, haciéndolo, no lo sepamos, con mayor o menor crudeza, pero, ya lo dije, desconocemos otras alternativas. Porque, ¿merece acaso la pena vivir sin la consciencia de que se está viviendo? Y esa consciencia, un pasito más allá, nos convierte en historiadores de nuestro pasado. Se trataría entonces, como siempre, de buscar el huidizo punto de un equilibrio inestable que optimizara vivir al máximo el instante (sin los artificiosos condicionantes del pasado ni del futuro) y mantener mínimamente saciadas nuestras ansias de ser. Vale, pero eso, ¿cómo se hace?


Yunu Yucu Ninu - Lila Downs (La Sandunga)

martes, 23 de marzo de 2010

Afluentes

Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir

Se llama afluente (o tributario) a un curso de agua que desemboca en otro río más importante. Es afluente porque afluye (DRAE) y afluir es, dicho de un río o arroyo, verter sus aguas en las de otro o en las de un lago o mar. Saber que dos cursos de agua "confluyen" no parece, en la mayoría de los casos, presentar demasiadas dificultades pero la duda surge para determinar cuál de ambos es el principal y, consiguientemente, cuál el afluente. Porque, ¿cómo se mide la importancia de un río? Si hemos de ser objetivos, habrá que recurrir a indicadores cuantitativos. Inmediatamente se le ocurre a cualquiera que, contando el caudal que cada uno lleva justo antes de la confluencia, el que más aporte, será el principal. Pero el caudal no es estable e imagino que en muchas confluencias, sobre todo al inicio de los cursos fluviales, serán de similar magnitud. Midamos entonces la longitud de cada río desde la confluencia hasta sus respectivas fuentes y llamemos principal al más largo. Pero no siempre es fácil determinar las fuentes (a eso iré luego) y, además, ¿por qué primar una dimensión lineal? Pensemos entonces en la superficie de las cuencas y que sea más importante el que la tenga mayor. O, mejor todavía, combinemos los tres criterios y decidamos en cada confluencia cuál de los dos ríos es el principal y cuál el afluente; tal era el método habitual para establecer, por convención, que unas aguas son del río que llegará hasta el mar y otras, en cambio, tributarias de aquél.

Parece que en épocas más recientes (respecto a cuando estudiaba geografía en el colegio) se ha convenido en considerar el río principal siguiendo el curso desde el punto más alejado a su desembocadura; es decir (y no carece de lógica), sería el recorrido que hace (o puede hacer) la gotita de agua que comienza a moverse desde más lejos. Creo que este criterio lo impusieron los yanquis quienes juntaron el Mississippi con el Missouri (y éste con el Jefferson) para que alcanzara 6.300 kilómetros y, adelantando al Nilo, pasara a ser el más largo del mundo. Claro que luego resultó que ni siquiera pasaba de ser el cuarto, detrás del Yangtsé (3º), Nilo (2º) y Amazonas (1º). En todo caso, los nombres de los ríos se deben más a la historia que a mediciones cada vez más exactas, y eso hace que, en bastantes casos, un afluente se siga considerando como tal a pesar de sus fuentes puedan estar más lejanas del mar que las del principal del que se hace tributario. Por eso, los geógrafos con afanes medidores han convenido en referirse a sistemas fluviales más que a ríos, lo cual será más preciso pero degrada un poco la poesía de esos viejos ríos con sus tradicionales personalidad cuasidivina (piénsese, por ejemplo, en los europeos).

Pero no acaban todavía los problemas, pues por más que creamos conocer nuestro planeta (y ciertamente, cuando se disfruta del despliegue fotográfico del Google Earth uno piensa que así es), la wikipedia nos señala acertadamente que hay tres factores que dificultan determinar la longitud de un río (o de un sistema fluvial). A mí, el que más me maravilla es el que la medición de la longitud depende de la precisión a que se mide o, para simplificar, de la escala del mapa. Imaginemos que se pudiera delinear la orilla de un río y la fuéramos midiendo con una regla de modo tal que cada uno de sus dos extremos coincidiera con la orilla; acabado todo el proceso sabríamos que el río tiene una longitud igual al producto del número de veces que hemos puesto la regla por la medida de ésta. Pero, como el curso de un río no es recto, es fácil comprobar que cuanto más pequeña sea nuestra regla (o, lo que es lo mismo, cuanta mayor precisión de medida tengamos) más grande saldrá el valor de la longitud total del río. Me entero de que fue un matemático inglés, Lewis Fry Richardson (1881-1953), quien primero hizo notar este asunto (investigando si el grado de conflictividad entre países vecinos guardaba relación con la longitud de sus fronteras comunes) y que la discusión del mismo (¿Cúanto mide la costa de Gran Bretaña? Articulo en Science de1967) significó una de las primeras incursiones de Benoit Mandelbrot hacia la geometría fractal. Y es que, ciertamente, mucho tiene que, ver aunque no simplifiquemos diciendo que la curva de un río (o de una frontera o de una costa) es un fractal.

Luego está la cuestión de la desembocadura, porque no es fácil convenir donde las aguas dejan de ser del río para ser las del mar, lo que en la metáfora de Manrique haría pensar que hay un tiempo (¿días, años?) durante el cual estamos mezclando nuestra vida con la muerte. O, ya puestos, también, aunque más raramente, ocurre que el caudal vaya empequeñeciéndose hasta evaporarse sin llegar al mar: vaya fin de una vida, si volviéramos al poeta.

Y, por supuesto, el que desde Ptolomeo ha sido el gran reto, encontrar las fuentes, establecer el punto exacto dónde aparecía la primera gota del majestuoso río. Recuerdo de mi niñez la lectura de las aventuras de los exploradores decimonónicos ingleses en África, al legendario Burton y a Livingstone y Stanley que inconcientemente siempre asocié con Laurel y Hardy, la pareja cómica de tantas películas de sesión de tarde en blanco y negro. Hace pocos años, me entero ahora, se han vivido similares avatares para identificar la naciente del Amazonas que ha resultado estar en los Andes meridionales peruanos. Así que resulta que cuando, hace más de tres décadas, me bañaba (hasta hice esquí acuático) en el inmenso cauce del río en Iquitos no estaba como creía casi en su nacimiento; claro que ello se debe a que ya no se considera que el gran río empieza en la confluencia del Ucayali y el Marañón, sino que para alcanzar sus fuentes hay que remontarse por el primero hasta las vertientes de Apurímac.

Maravilla contemplar esos chorritos ridículos o esas tenues láminas acuosas que humedecen una ladera o esos charcos que empantanan un prado y pensar que son el nacimiento de algunos inmensos ríos. Hay que creérselo porque así lo consta una placa acreditativa oficializada por la pertinente Sociedad Geográfica o una estatuta que honra al ilustre río, como se conmemora la onomástica de un prócer. Mis modestas experiencias no dan para muchas de esas visitas algo de fetichistas; apenas he estado en las fuentes de algunos ríos peninsulares y otros dos europeos. Pero me basta recordar, apenas hace un par de años, el cañito rotoso del que apenas manaban unas gotas que tras encharcar el árido terreno pasaban por debajo de una carretera de quinto orden a un cauce casi completamente seco: ahí nacía el Tajo, el mismo (¿sí?) que se expande en el inmenso estuario lisboeta. Qué poco atractivo para los turistas, mucho menos que el tan popular (y cercano) nacimiento del Cuervo, afluente de un afluente del Tajo, o sea, un río de tercer orden (salvo que, aplicando los más recientes criterios vaya a resultar que el Tajo no nace donde estuve y hayan de retirar el pomposo monumento que se yergue solitario en la carretera que va hacia Albarracín. Estos contrastes vuelven a llevar el pensamiento (esclavitud de los tópicos) hacia la manida analogía entre la vida y las aguas fluviales, pero que cada uno se componga los propios que siempre serán meditaciones muy gastadas.

En fin, que me ha dado por la geografía física de manual escolar.


Watching the river flow - Joe Cocker (The Songs of Bob Dylan)

domingo, 21 de marzo de 2010

El descarrilamiento del aerovagón

Llevo unos días tratando de conocer a los bolcheviques que hicieron la Revolución de Octubre. La mayoría de ellos, por ejemplo, los que conformaron el Politburó al poco de tomar el poder en Petersburgo, eran menores de cuarenta (Lenin, obviamente, era la excepción) y algunos apenas alcanzaban la treintena. Se trataba pues de personas jóvenes que, no obstante, ya tenían a sus espaldas muchos años de aventuras y penalidades. Llama la atención que casi todos habían empezado sus carreras revolucionarias a edades adolescentes; la Rusia zarista paría abundantes hijos rebeldes.

De los dirigentes del primer Buró Político, cinco murieron prematuramente en los años inmediatos a la toma del poder. Casi todos los restantes, una vez muerto Lenin, fueron ejecutados por orden de Stalin hacia finales de los treinta en la Gran Purga (Trotski, refugiado en México, fue asesinado en 1940 por el comunista español Ramón Mercader). Tan sólo sobrevivieron al dictador georgiano Matvei Muranov y Aleksandra Kollontai, los únicos que "disfrutaron" de una muerte natural. Pocos personajes en la historia deben haber demostrado una necesidad tan sanguinaria de desembarazarse de cualquiera que pudiera hacerle sombra como Stalin.

Uno de esos que no llegaron a vivir el terror stalinista fue Fyodor Sergeyev, un ucraniano, cuyo nom de guerre era Artiom. Nació en 1883 en un pequeño pueblo cerca de la ciudad de la ciudad de Fatezh en la provincia de Kursk. De familia campesina pero que debía tener una economía desahogada, porque el chico estudió en el Instituto Real de Yekaterinoslav, actual Dnipropetrovsk, ciudad ucraniana a orillas del Dnieper, donde se graduó en 1901. Entonces, con 18 añitos, se desplazó a Moscú para asistir a la Escuela Técnica Imperial, el principal centro universitario ruso de estudios tecnológicos (lo sigue siendo). Pero, por lo visto, al poco de llegar se metió en el ambiente revolucionario tan atractivo para los jóvenes de la época y enseguida fue expulsado por encabezar actos de protesta en el campus. Al siguiente año se afilió al Partido Socialdemócrata ruso, antecedente del comunista, que por aquel entonces era casi un recién nacido sin apenas estructura, con sus principales dirigentes en el exilio y apenas unos cuantos jóvenes entusiastas en Moscú y Petersburgo.

Barrunto que la decisión del chaval siguió a la lectura del famoso panfleto ¿Qué hacer? de Lenin que, publicado en febrero de 1902, tuvo un tremendo impacto entre los estudiantes rusos y preparó el ambiente para el Segundo Congreso del Partido que habría de celebrarse en el verano del año siguiente en Londres. En una de las pocas páginas que he encontrado sobre Artiom se dice que, tras seis meses dedicado a la agitación política estudiantil, viajó a París donde conoció a Lenin. Por esas fechas, Ulianov vivía en Londres, por lo que parece más verosímil que el joven Sergeyev cruzara el canal para visitar a quien tanto admiraba (lo mismo hizo Trotski por esas fechas, quien tenía ya por entonces algo más de currículum). No he podido verificar si Fyodor llegó a asistir al importante Congreso de Londres de julio de 1903, pero tiendo a pensar que es bastante probable que así fuera. Desde luego, se alinearía con la facción bolchevique, porque permaneció siempre leal a los postulados y a la persona de Lenin. Fue éste quien le recomendó que volviera a Rusia para trabajar por el socialismo desde dentro.

Los siguientes años fueron muy movidos para Fyodor. Vivió la revolución de 1905 en Ucrania y allí, desde 1906, ejerció una intensa actividad política sediciosa liderando el comité local del Partido. Tras varios arrestos fue finalmente confinado en un campo de prisioneros de Siberia, de donde logró escapar en 1910. Con otros compañeros logró atravesar Corea, China y llegar finalmente, a mediados de 1911, a Brisbane, en Australia; ¿no es alucinante? En ese país estuvo hasta la revolución de febrero; casi seis años, durante los cuales trabajó en diversos empleos, organizó políticamente a los emigrantes rusos (había una colonia de cierta dimensión en Brisbane), fundó un periódico y se afilió al Partido Socialista Australiano, llevándolo a posiciones radicales de corte leninista, especialmente en el posicionamiento frente a la I Guerra Mundial. Puede que fuera en esas campañas antibelicistas cuando conociera a Paul Freeman.

Tampoco de este tipo he encontrado casi información y es que ni siquiera sus contemporáneos sabían mucho de sus orígenes. Se cree que nació en Alemania hacia 1884 pero en su veintena se sabe que trabajaba como minero en Pennsylvania y Nevada, así que es más que probable que se afiliara a la Industrial Workers of the World (IWW), el potente sindicato norteamericano que, desde postulados anarquistas y socialistas, tanto significó en la vida social y económica de los Estados Unidos durante las dos primeras décadas del siglo pasado; la importancia de la IWW la marca la ferocidad con que fue reprimida y la consiguiente estigmatización de las ideologías de izquierda como "antiamericanas" (por cierto, la vida de esos trabajadores vagabundos y apóstoles contra la opresión de principios de siglo queda maravillosamente retratada en la Trilogía USA de Dos Passos). Lo cierto es que Paul Freeman llega en 1911 a Nueva Gales del Sur y encuentra trabajo de minero en Broken Hill, una de las cunas del movimiento sindicalista australiano.

Tenemos pues a dos personajes de edades similares en los mismos años, en los mismos ambientes y en la misma geografía; forzado fue que se conocieran e hicieran amigos. Después de que, en 1917, Sergeyev regresara a Rusia, Freeman adquirió bastante popularidad como agitador en el movimiento antibelicista y por sus actividades sindicales (la IWW había sido proscrita en Australia), la suficiente para que los australianos decidieran deportarlo en julio de 1919. Lo metieron en el Sonoma, el barco que cubría la ruta entre Sidney y San Francisco, pero las autoridades californianas se negaron dejarle entrar; así que Paul cruzó cuatro veces el Pacífico sin poder salir del buque hasta que se puso en huelga de hambre en el puerto de Sidney y consiguió, gracias a las presiones de los simpatizantes sindicalistas (una multitud furiosa de más de 10.000 personas intentó abordar el Sonoma para liberarlo), que el gobierno australiano accediera a dejarle entrar en el país. No obstante, el tipo debía parecerles demasiado peligroso porque en octubre de ese año volvieron a deportarlo, esta vez con éxito, a Alemania.

Cuando Freeman llegó a Europa pasó algún tiempo en Alemania (que estaba inaugurando la República de Weimar después de la resaca revolucionaria que había traído la creación del Partido Comunista y los asesinatos de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht) pero no debió tardar mucho en ponerse en camino hacia la recién nacida Unión Soviética; contaba con credenciales y contactos más que suficientes para ser bien acogido por Lenin y sus camaradas. En esa primavera de 1920, los rusos estaban preparando el II Congreso de la Tercera Internacional y Freeman se postuló como representante de Australia, aunque no contaba con la acreditación de la IWW; se me ocurre que la izquierda radical australiana debía tener bastantes problemas internos como para enviar delegados a 14.000 kilómetros de distancia. Sin embargo, tanto Freeman como Aleksandr Zuzenko (otro ruso que, como Sergeyev, había vivido en Australia dedicado a la política sindical y también había sido deportado, y cuya vida da para un post en exclusiva), aparecen en las listas del 2º Congreso como "delegados consultivos" de la Liga Comunista de Australia, con voz pero sin voto. Es claro que el aparato bolchevique tenía interés en contar con él para futuras actuaciones proselitistas en Australia y, efectivamente, allí lo enviaron con propaganda clandestina. En este primer (y único) viaje como agente del Comintern no consiguió el objetivo de poner orden entre las facciones hostiles del recién creado partido comunista australiano y regresó algo desilusionado a Moscú, justo a tiempo para asistir, ahora ya sí como candidato oficial, al Tercer Congreso de la Internacional (más le habría valido quedarse en Australia).

El Tercer Congreso de la 3ª Internacional se celebró, también Moscú, del 22 de junio al 12 de julio de 1921. Eran malos tiempos para la joven Rusia comunista: acababa de ser exterminada por el ejército rojo la rebelión de los marineros de Kronstadt, el país vivía una hambruna atroz y Lenin acababa de admitir a regañadientes la Nueva Política Económica, que reimplantaba limitadamente la propiedad privada como solución de emergencia. En ese ambiente es difícil imaginar que los delegados extranjeros, pese a sus entusiasmos militantes, encontraran en el modelo soviético una referencia válida, pese a los esfuerzos de los bolcheviques, y de Lenin muy en especial, por presentar muestras de los avances sociales y técnicos del nuevo régimen. Me imagino que en esos años el gobierno animaba cualquier contribución al progreso y eso explicaría el apoyo oficial al invento del tercer personaje de esta historia.

Se llamaba Valerian Abakovsky y era un joven ingeniero letón de veinticinco años que había inventado un vehículo que, equipado con un motor de avión, corría a toda velocidad por un monorail. Llama la atención que un chaval tan joven (¿habría acabado la universidad o era un mecánico aficionado en sus ratos libres como chófer para la Cheka de Tambov?) hubiera conseguido interesar a las autoridades para que le fabricasen el trasto que, por lo que leo, tenía como fin servir para los desplazamientos de los jerarcas comunistas. Apenas he encontrado en Internet, por más que he buscado, unas mínimas referencias al inventor y a su invento, y desde luego ninguna imagen que me permita hacerme idea de cómo era el llamado aerovagón. En todo caso, fue un antecedente (frustrado) de los trenes de alta velocidad que empezarían a desarrollarse después de la segunda guerra mundial, a caballo entre la realidad y la ficción futurista (la wiki cita el M-497 que se probó con éxito en 1966 pero se desechó debido a su escasa viabilidad comercial; ahí va su foto).

Se me ocurre que Fyodor Sergeyev debía de ser uno de los impulsores del invento (recuérdese que veinte años antes había querido seguir estudios técnicos y quizá viera en Abakovsky al ingeniero que él hubiera podido ser de no haberse entregado a los trabajos revolucionarios). Me lo imagino organizando el viaje de prueba desde Moscú hasta las minas de carbón de Tula, casi doscientos kilómetros al sur, e invitando a unos cuantos amiguetes comunistas para la experiencia. No sé si los cuatro que convocó serían los más cercanos o los más valientes, pero entre ellos estuvo Paul Freeman, el compañero de los años de Australia. Asi que Abakovsky, Artyom y Freeman, con tres más, se embarcaron en el aerovagón y partieron a toda velocidad hacia Tula, a donde llegaron sin incidentes. Supongo que se bajarían entusiasmados y quizá se tomaran un té para calmar la excitación, aprovechando de paso que estaban en la capital del samovar. Luego se volverían a montar para iniciar el regreso, cada uno calculando las ventajas que habría de reportarles haber sido pioneros en el esfuerzo modernizador de la Unión Soviética. Seguro que el que más borracho de ilusiones iba era el joven inventor; a lo peor por eso descuidó la atención durante una curva y el aerovagón, a altísima velocidad, descarriló en un instante. Murieron todos. Pocos días después fueron enterrados en el Kremlin como héroes. No es mal final porque, si hubieran sobrevivido, lo más probable es que, años después, Stalin los hubiera ejecutado como traidores.


CATEGORÍA: Personas y personajes

viernes, 19 de marzo de 2010

Una entrada del diario de Nadezhda Krupskaya

Lunes, 12 de marzo de 1923

El viernes Ilych sufrió un nuevo ataque. Ha quedado totalmente paralizado del lado derecho y sin habla, la fiebre le sube intermitentemente y con frecuencia cae en una especie de sopor casi comatoso. Los médicos no quieren hacer ningún pronóstico, pero sus miradas delatan bien a las claras su pesimismo. Lenin se muere.

¿Me arrepiento de haberle contado mi desagradable conversación con Stalin? ¿Pienso que el disgusto haya influido en esta recaída? No, me contesto. El comportamiento de Iosif Vissarionovich conmigo no hizo sino confirmar la opinión que sobre él ya tenía Ilych. A mí sí me afectó esa procaz grosería georgiana, esas insultantes amenazas. Y, sin embargo, supe callar ante Vladímir durante más de dos meses, por más que ardían de cólera mis entrañas.

Desde que nos instalamos en Gorki tenía Lenin el convencimiento de que debía disminuirse el poder de Stalin. La carta que me dictó el 22 de diciembre para el camarada secretario general fue una primera advertencia que, desde luego, no justificaba que Stalin se sintiera tan ofendido. O acaso la brutal indignación que me arrojó por teléfono fuera fingida, calculada para que mis nervios estallaran, para minar a quienes somos las últimas defensas de Ilych.

Ese hombre quiere erigirse en el dictador de la Revolución, ponerla a su único servicio y deshacerse de quienes puedan hacerle sombra. Y ni Kámenev ni Zinoviev se lo impedirán; ya está claro visto sus silencios cobardes. Y tampoco confío demasiado en Trotsky, carente de la determinación implacable de Stalin y que además está enfermo en estos momentos en que (¿cómo no se dan cuenta?) se juega el futuro del socialismo. Sólo Lenin tiene la clara conciencia de los riesgos y comprende, como siempre lo ha hecho, que la principal amenaza es ese hombre rudo y despiadado.

No creo, pues, haber hecho mal, casi al contrario. El lunes pasado, Ilych le escribió una dura carta a Iosif Vissarionovich (se permitió usted hacerle a mi mujer, por teléfono, las más groseras advertencias y luego le riño usted con la misma grosería) pero no la dictó desde la agitación nerviosa. Antes bien, pienso que le alegró la oportunidad de disponer de un nuevo argumento en su principal empeño. Y, de paso, pudo aprovechar para dejar constancia del aprecio amoroso hacia su compañera (no tengo la intención de olvidar tan fácilmente algo que se ha hecho contra mí, y no creo necesario insistir en que considero como hecho contra mí todo lo que se haga contra mi mujer). No descarto que también quisiera regalarme algo de protección para el futuro.

¿Qué será de nosotros si muere Lenin? No hablo por mí; los individuos carecemos de importancia. Sin embargo, todo puede perderse por culpa de individuos, unos que no estarán a la altura de los nuevos retos, otros que perseguirán sus egoístas intereses. Y entre éstos, sé (Ilych también lo sabe) que hay uno especialmente sanguinario y peligroso. ¿Qué será de nosotros si Stalin alcanza el poder? Me temo que sólo podrá evitarse si mi marido se recupera. Y supongo que eso misma piensa Stalin; habremos de cuidarnos de que no se ocupe de acelerar su muerte.

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miércoles, 17 de marzo de 2010

Los cuernos de Ulises

Permitid que me presente, deciros el nombre con el que suelen designarme, ése al que tantas calumniosas falacias se asocian. Soy Pan, el más popular de los dioses menores de la teogonía helena, ¿me recuerdan? Hijo de Hermes y de la ninfa Dríope, a quien el divino tramposo montó transfigurado en un seductor macho cabrío del rebaño de su padre. Así salí yo, feo y monstruoso a más no poder: cuernos en la frente, nariz chata, barbas largas, faz arrugada, ojos pequeños y aviesos, piel lanosa, pezuñas hendidas. Tanto que mi madre me aventó y mi padre, desconsolado entre las burlas de sus olímpicos colegas, no encontró nodriza que quisiera ocuparse de mi crianza.

Patrañas todas, claro. ¿O acaso alguien cree a estas alturas en los dioses griegos? Pues menudos eran Homero y tantos otros que desconocéis para hacer mitologías a partir de cualquier anécdota banal. Siempre previo pago, no seáis ingenuos, pues no eran más que mercenarios del poder y el dinero, como nunca ha dejado de ser, no vayáis a pensar que se ha inventado algo nuevo, que desde nuestros tiempos y aun antes los gerifaltes han ansiado que se glorificaran sus miserias y, como es mi caso, se mutaran con mentiras sus vergüenzas.

Con tantos siglos muerto, poco interés tengo en desmontar esa engañosa imagen mía. Al principio me irritaba un poco, pero es que algunas pasiones, y la vanidad no es la menor entre ellas, son más reticentes a la disolución en la sopa nihilista de la eternidad. Luego hasta me divertía seguir los sinuosos recorridos de la distorsión narrativa, las sutiles deformaciones de la verdad, y descubrir sus reflejos, residuales pero significativos, en casi cada uno de los episodios de mi leyenda. Me sonreía por ejemplo, cuando se hablaba de mi asombrosa potencia sexual y mi insaciable promiscuidad. Pues sí (aunque tampoco exageremos), no anduve corto de goces carnales, y si tanto éxito me atribuyen, ¿cómo es que nadie puso en duda mi fealdad?

Diré que hasta le he tomado cariño a los mitos que me conciernen. Tampoco es que sea un afecto apasionado, que ya he dicho que en la muerte no caben tumultos; ni siquiera podría encontrar palabras comprensibles desde las referencias humanas para explicar qué me mueve, desde este aquí difuso, a reivindicar mi protagonismo, a caballo entre la verdad y la mentira, en la génesis de los cuernos adúlteros. ¿Aburrimiento, nostalgia, desdén ante los lastimosos palos de ciego del autor de este blog sobre el asunto? Así que empecemos a desmitificar desde mi filiación, que mucho ésta tiene que ver con que se asocien los cuernos que yo nunca tuve (por supuesto que no) a los maridos engañados.

¿Os acordáis de Penélope, aquélla tan ensalzada por Homero por su paciente fidelidad? Sí, haced memoria: Ulises se apunta a la guerra de Troya y deja a su mujer en Ítaca, a Ulises se le ocurre la sucia estratagema del caballo hueco que da la victoria a los griegos, Ulises se demora la intemerata en regresar a casa ... Y mientras tanto, su mujer asediada por un mogollón de pretendientes que se instalan en el palacio, convencidos de que el marido ya no volvería y ansiosos por mojar y hasta, si había suerte, asentarse en el trono de la ciudad-estado. El viejo rapsoda les ha contado de la casta Penélope, incapaz de echarlos, se dedicaba a tejer por el día y destejer por la noche la mortaja de su suegro, con la falsa promesa de elegir entre uno de ellos cuando la acabara. ¡Menuda trola! La cruda verdad es bastante menos edificante.

Porque a la preciosa Penny le iba demasiado la marcha, bastante más, desde luego, que la costura. ¿O acaso os parece verosímil que hasta ciento veintinueve jóvenes griegos pudieran alojarse en el palacio del rey en contra de los deseos de su cónyuge y regente? Fue ella quien los convocó, quien encargaba a sus entrenados sirvientes que los trajeran, primando en su selección la apostura y el vigor, que mucho habían de tener para dar la talla ante sus exigencias. Así era mi madre, no una diosa, desde luego, pero con una voracidad sexual que sí merecía la mitificación olímpica. ¿Os preguntáis por mi padre? ¿Acaso no sabéis lo que significa Pan? Pues eso, cualquiera de los ciento veintinueve porque ciertamente que fueran todos es una imposibilidad biológica, aunque a mí me gusta imaginar que el espermatozoide del que provine era de Antínoo, de todos aquellos zascandiles el que mostró luego más entereza, pero ésa es otra historia.

Tuvo que llegar finalmente Ulises para poner fin a la orgía interminable, lo que no me vino nada mal pues mi madre, al poco de haberme parido, me tenía abandonado para dedicarse a sus juergas. No es que a Ulises le importara demasiado que su mujercita no le hubiese guardado las ausencias, pero no podía admitir que se rebajara el prestigio del trono y, la verdad, el comportamiento de la reina y sus amiguitos había rebasado de largo los límites de la discreción. Así que hubo que montar la farsa de la casta mujer acosada y teje que teje y de los disolutos pretendientes mancillando las sagradas estancias palaciegas, y fingir una santa cólera que exigía la matanza de los pretendientes (que no fueron todos muertos, sino tan sólo los de menos posibles y más bajas cunas, pues también de esta venganza hubo Ulises de sacar réditos no poco pingües).

Y puestos a inventar justificaciones, de cara a los aterrados súbditos del reino y con las vistas puestas en la Hélade entera, convenía dejar claro el disgusto de los dioses y, de paso, desembarazarse de mí. Así que me disfrazaron con piel de cabrito y me adosaron pezuñas y cuernos para mostrarme, en multitudinaria asamblea y de lejos, como el monstruoso fruto de las aberraciones cometidas durante la ausencia del monarca legítimo. De tan burda manera se corrió el bulo de que mi madre había sido una cabra de los rebaños reales pero, claro está, la gente no tragó y, de forma pública, se hablaba de los cuernos como símbolo de la depravación castigada pero, entre sonrisillas irónicas, éstos pasaron a representar el deshonor que le había caído al trapichero de Ulises. No deja de tener su gracia que los cuernos que quiso endosarme se recolocaran al final en su propia frente.

Merecido se lo tuvo en mi opinión, por más que ésta sea rencorosa, y motivos tengo pues no tenéis más que leer mi historia para enteraros de cómo me echo del palacio y lo poco que faltó para que me hubiese despeñado. Admito que la posteridad lo ha tratado bastante bien, gracias a la habilidad literaria del cegatón, pero esa fama futura (que dudo que imaginara) no le bastó como consuelo ante el insistente zumbido burlón que provocaba su cornamenta primigenia. Sí, la vergüenza y el descrédito que sufrió fueron las verdaderas causas de que Ulises decidiera volver a sus viajes, aunque también influyeron no poco sus temores a las venganzas de los deudos de sus víctimas. Pero antes nos desterró a mi madre y a mí y dejó al ambicioso de su hijo a cargo de Ítaca mientras él se dedicaba a ir de picaflor por las islitas del Egeo. En fin, no entraré en detalles ni gastaré saliva en desmentir las confusas y siempre falsas versiones de esta última etapa de la vida del marido de mi madre que sólo me interesaba en su papel de cornudo. Baste añadir que algo de verdad hay en el cuento de que fue muerto por uno de sus hijos, pero no fue el vástago de Circe, ese inexistente Telégono, sino yo mismo, que ya adolescente tuve ganas de conocerlo y aliviarle para siempre de su pesada corona.

CATEGORÍA: Ficciones

viernes, 12 de marzo de 2010

¿Curruca o antífrasis?

Al entrar en su casa, dijo un marido:
O la puerta ha menguado o yo he crecido.


Abandono de momento a los cérvidos y su comportamiento sexual (ya volveré ... quizá) pero me mantendré en el proceloso (para mí) ámbito de la fauna, a fin de explorar otra hipótesis sobre el origen de la expresión poner los cuernos. Ya mencioné en el post anterior las teorías que la relacionan con el aprovechado del cuclillo que, como también dije, fue sinónimo de cornudo (y sigue siéndolo en francés y otras lenguas romances). Además, por lo que voy descubriendo (siempre moviéndome en terrenos movedizos) es bastante probable que, con esta acepción, cuclillo (o cuco) sea anterior a cornudo, por más que desde hace muchos siglos la última palabra haya desplazado al pajarito para designar a los maridos engañados. Como prueba baste referirse al Fuero Real (1255) de Alfonso X que, en su relación de injurias verbales susceptibles de ser penadas, incluye el término cornudo pero no, en cambio, cuclillo. O sea, que un siglo antes de que de Boccaccio nos deleitara con sus picantes historias sobre cornudos, la palabra ya debía ser la más recurrida para tal significación (también en Italia), lo que de otra parte resulta obvio. Tanto es así que, pocos años después de que el florentino redactara el Decamerón, Fernando I de Portugal se enamoró de doña Leonor de Meneses, arrebatándosela a su marido, un tal Lorenzo Vázquez de Acuña. En palabras del Padre Mariana, éste "anduvo mucho tiempo huido en Castilla llevando en la gorra, a modo de blasón, unos cuernos de plata para muestra de la deshonestidad del rey y de su afrenta mengua y agravio".

Pero, como digo, parece que llamar cuclillo al marido engañado viene de antes, desde la antigua Roma, incluso. Me remito a la autoridad de uno de los personajes más descarados y atractivos de la cultura europea, Voltaire, quien en su Diccionario Filosófico, bajo la voz adulterio, cita a Plinio el Viejo para argumentar que ya los romanos llamaban cuclillo al pobre marido en cuya casa y cama pone los huevos un hombre extraño. He de advertir que, llevado de mi natural desconfianza, busqué y encontré en internet la Historia Natural del latino y en el capítulo dedicado al cuclillo (Libro X, párrafo 25), si bien describe sus hábitos estafadores, no alude para nada a analogías con los humanos; así que, por mucho que se trate de Voltaire, habré de mantener un cierto escepticismo.

Mucho más locuaz a este respecto es nuestro Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Española (1611) quien, apoyándose en Calepino, sostiene una tesis singular para explicar el origen de la expresión, que el apelativo de cuclillo para designar al cornudo no proviene del ave sino de otra palabra latina que es casi idéntica, cucullus (y no cuculus que es cuclillo). El cucullus era un "gaván o capa aguadera, cuya capilla en punta nos echamos sobre la cabeça, y hace sobre ella como un cuerno derecho". Apoyándose en un verso de Juvenal, nos explica que esta prenda solían usarla las mujeres, para ir más disimuladas, cuando salían a cometer adulterio y que la forma acornada que les marcaba en la frente podría ser el origen de la expresión que nos ocupa. Pero también, obviamente, de que al pasar al romance el término ornitológico heredara la acepción del otro latino tan parecido. Aunque, en mi opinión, resulta demasiado enrevesado para ser cierto, sería francamente bonito que una palabra que no dejó descendencia en nuestra lengua diera origen no a uno sino a dos términos (cuclillo y cornudo) para la misma acepción; y además que cada uno de estos dos términos tuviera, en sus referencias zoológicas, suficientes argumentos para ser plausible en sí mismo. Demasiado ...

Viene ahora a cuento destacar que Covarrubias, para descartar al cuclillo como imagen del marido de la adúltera, usa el argumento que a cualquiera se le ocurre (yo mismo lo mencioné en el post anterior): el pajarito en cuestión sería en todo caso el que engaña, no el engañado, de la misma forma que lo serían los ciervos dominantes de grandes cuernos. Dado que, por tanto, cuclillo o cornudo habrían de significar justamente lo contrario de lo que significan, no procede deducir su origen en base a los animales correspondientes. Como Covarrubias no se arredra, introduce un nuevo pajarillo, el corruco (1), para explicar el enigma con el siguiente discurso: "fúndase en historia natural, que siendo esta avecica, dicha corruca, tan simple que saca los huevos de cualquier otra, poniéndoselos en su nido, el cuclillo de pereza, por no criar los suyos, derrueca en el suelo del nido abajo los huevos de la corruca, o se los come, y déjale allí los suyos para que se los saque y críe. Esto mesmo hace el adúltero, cuando la adúltera ha concebido dél, y el marido cría y alimenta el hijo que pare, creyendo ser suyo". Y añade que el vocablo se corrompió a corruo y de ahí a cornudo. Nuevo ejercicio, a mi modo de ver, de malabarismo filológico que maravilla por su ingenio pero sigue pareciendo poco verosímil. Más creíble resultaría que el vulgo confundiera el nombre del pájaro engañado con el del engañador y de ahí el vocablo cuclillo.

Pero cabe también que llamar cuclillo al marido burlado no provenga de error pues existe la posibilidad de que el significado se haya asentado por antífrasis, como sostiene Voltaire. La antífrasis es una figura consistente en designar algo con voces que deberían significar lo contrario y su empleo (ya registrado en la retórica latina) podría operar en algunas transformaciones etimológicas. Si así fuera, se explicaría que tanto el cuclillo como el ciervo follador de gran cornamenta pasaran a aludir al infeliz cornudo. Hasta es convincente que se escogiera, en los orígenes, estos términos por su connotación irónica pues ciertamente el papel de tales maridos siempre ha despertado el burlón regocijo. Menudo cuclillo que está hecho ése, dirían con una sonrisilla quienes conocieran las andanzas de su mujer ... Y la voz acabaría arraigando.


Romance del Joven Conde, la Sirena y el Pájaro Cucú. Y la Oveja - Les Luthiers (Cardoso en Gulevandia)

(1) El corruco de Covarrubias es en el DRAE la curruca, "pájaro canoro de diez a doce centímetros de largo, con plumaje pardo por encima y blanco por debajo, cabeza negruzca y pico recto y delgado. Es insectívoro y el que con preferencia escoge el cuco para que empolle sus huevos".

martes, 9 de marzo de 2010

Relación verdadera de hipótesis sobre el origen del término cornudo

Tras la mistificadora entrada anterior (que, como bien señaló Dante Bertini no alcanzaba ni de lejos el nivel de Borges, por más que amablemente Vanbrugh la comparara con sus geniales citas apócrifas), paso a recopilar algunas de las teorías que he encontrado sobre el origen de la expresión cornudo, a fin de simplificar futuras búsquedas a otros curiosos. Como se puede comprobar, hay para elegir, como en botica.

Vikingos: Es la más repetida y derivaría de los pillajes y violaciones de los vikingos, aludiendo a los cascos astados de éstos. Pero los cascos de los vikingos carecían de cuernos, así que hay que descartarla. Además, como ya comenté en el post anterior, no casa mucho que se asignara a los ofendidos el atributo de los ofensores.

Derecho de pernada: Durante la Alta Edad Media, los señores feudales nórdicos (y las costumbre se extendería a toda Europa), acostumbraban meterse en las casas de las campesinas que les despertaban la lujuria y, para advertir al marido que no entrase, colgaban de la puerta un cuerno. Es verdad que los nobles podían disponer a su antojo de las hembras bajo su feudo; sin embargo, de tratarse de un derecho como tal (lo que no está del todo claro), se aplicaba a las doncellas recién casadas, no a cualquier sierva, lo cual parece invalidarlo como origen de la expresión. Además, gustara o no la práctica al novio (tiendo a pensar que por más que se considerara motivo de orgullo, el tipo tendría sentimientos encontrados), era un acto puntual en ocasión solemne y, por tanto, es absurdo que hubiera de colocarse nada en ninguna puerta. Para sostener esta tesis, sería necesario encontrar referencias fiables sobre el uso del cuerno (y no
de ninguna otra cosa) como señal de advertencia y por más que he merodeado la red no he tenido ningún éxito.

Esta explicación me parece bastante inverosímil. En primer lugar, no se trataría desde luego de cornamentas de animales, como sostienen casi todas las webs que se apuntan a esta tesis, sino quizá del cuerno de caza que llevaría consigo el señor feudal. Además, me extraña que tuviera la necesidad de colocar nada en la puerta cuando le bastaría con dejar de guardia a sus secuaces de correrías, pues siempre que un noble vagaba por sus posesiones lo hacía en no poca compañía. De otra parte, si tuvo su origen en la Europa nórdica, resulta absurdo que haya logrado tanto éxito en español sin dejar rastros en las lenguas germánicas (ni en inglés ni en alemán, por ejemplo, los cuernos aluden a la infidelidad). Conclusión: por más que sea la opción "más votada" opino que también debe descartarse.

Animales con cuernos: Camilo José Cela, de quien ya conocía su interés por estos asuntos, atribuye en su Rol de Cornudos (1976) el origen de la expresión a la promiscuidad de los animales con cuernos (cabras, ciervos, etc). Así, a bote pronto, se me antoja una chorrada porque dudo que entre la fauna astada haya mayor tendencia a la "infidelidad sexual" que entre otras especies y mucho más que quienes originaran el término así lo hubieran observado. Además, de ser cierto, tanto llevarían cuernos el sufridor como el que fornicaba con la hembra ajena. Vamos, que tampoco me cuadra.

El cuclillo: También cabría bajo la rúbrica zoológica la teoría que hace derivar la expresión del comportamiento de los cuclillos que, como es sabido, pone sus huevos en los nidos de aves de otra especie consiguiendo que éstas los incuben como propios. Ciertamente, en este caso la analogía es pertinente y de hecho calificar de cuclillo al marido burlado sí formó parte del habla popular, como recoge Gonzalo Correas en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627) e incluso fue habitual en chascarrillos populares incorporar onomatopeyas del canto de este pájaro en burlona alusión (¡Cucú, cucú, cucú! Guarda no lo seas tú). Sin embargo, pretender, como por ahí he leído, que los cuernos provengan de cuclillo en virtud de la coincidencia de la primera sílaba es un sinsentido. Simplemente ambos términos compartirían el mismo significado, aunque el del pajarito haya caído en desuso en nuestros días.

Mitología griega: Esta teoría vincula los cuernos con el mito de Pasifae (1), quien engañó a Minos con el toro blanco de Poseidón. Para mi gusto sería la explicación más atrayente, pero me temo que peca de excesivamente cultista para un asunto como el que nos ocupa; aunque vaya uno a saber si algún fraile medieval, recogiendo la leyenda, no sería el propalador del símil. Pero aún salvando esta objeción, queda la misma que ya señalé en relación a los vikingos: no habría sido el cornudo Minos quien tenía los cuernos sino el toro que benefició a su mujer. Es curioso que resultaría más fácil explicar el origen de la expresión si cornudo aludiera a quien los pone y no a quien los sufre.

Geográfica: En la Baja Edad Media se hablaba de un "país de los cornudos" que no era otro que Cornualles (ligeramente modificado como Cornualla), un lejano reino de la antigua Inglaterra que se hizo famoso en las novelas de caballerías. El nombre, gracias a la ficticia raíz común, evoca de inmediato a los cornudos. Sin embargo, es evidente que el término cornudo no proviene del lugar sino que éste fue adoptado como patria de aquéllos sólo cuando la expresión estaba ya consolidada en el lenguaje (baste saber, si no convence la lógica, que las primeras referencias a Cornualla provienen del siglo XV mientras que cornudo es muy anterior).

Y aquí lo dejo, aunque con algunas teorías más me he cruzado. Como puede verse, no soy capaz, por el momento, de resolver el reto de Lansky. Algunas certezas provisionales sí he adquirido, como la de que asociar los cuernos a los maridos engañados ya formaba parte de nuestro idioma hacia el siglo XII y que debió tener un origen autóctono (peninsular o como mucho mediterráneo). En fin, tendré que intentarlo con un poco más de empeño (Janis Joplin dixit), aunque puede que entretanto escriba algunas otras anécdotas relacionadas con los cuernos, ya que bastante material curioso he cosechado.


Try (just a little bit harder) - Janis Joplin (I Got Dem Ol' Kozmik Blues Again Mama)

(1) Minos, muerto su padre, el rey de Creta, erigió un altar a Poseidón y le rogó que le enviara desde el mar un toro, otorgándole así su derecho al trono. El dios le complació e hizo salir de las olas un bellísimo toro blanco. Ya como indiscutido monarca de la isla, Minos prefirió sacrificar en agradecimiento a Poseidón un ejemplar no tan hermoso, afrenta de la que el dios decidió vengarse haciendo gala de la fértil imaginación con que estaban dotados los habitantes del Olimpo. Así que hizo que Pasífae, su esposa, se enamorara perdidamente del animal. A sus requerimientos, Dédalo fabricó una vaca hueca en la cual la mujer se metió de modo tal que pudo ser montada satisfactoriamente por el toro divino, resultado de lo cual dio a luz al famoso Minotauro. Enterado Minos, para evitar el escándalo, ordenó también a Dédalo que construyese un laberinto en el cual encerrar al engendro, al cual posteriormente mataría Teseo.

sábado, 6 de marzo de 2010

¿Por qué se les dice cornudos a los cornudos?

A Lansky

En su brevería del pasado miércoles, Lansky nos retó a los "gozosos etnólogos aficionados" a que averiguásemos las razones por las que "la posesión de cuernos sea una evidencia de ignominia y ausencia de honra". Prometí intentar desvelar el misterio y buscando, cómo no, con Google, la explicación más frecuente, como era de esperar, es la de los vikingos quienes en sus correrías acostumbraban a gozar impunes de las mujeres ajenas; de ahí vendría que se le dijera al marido que le habían puesto los cuernos, por referencia a los cascos de aquéllos. Pero, como es sabido y Lansky ya aclaró, los cascos vikingos carecían de tales ornamentos; además, no casa mucho que se asignara a los ofendidos el atributo de los ofensores. La wikipedia aporta una hipótesis algo más convincente, según la cual, cuando los señores nórdicos, ejercitando sus derechos de pernada, visitaban con lascivas apetencias a alguna campesina de su feudo, colgaban un cuerno de la puerta de su choza a modo de advertencia al marido (o a cualquier otro merodeador). Podría ser, pero no termino de creérmelo porque esos cuernos que le colocaban al villano no eran causa de deshonra sino, por el contrario, motivo de orgullo. Y, de todos modos, ni en la wiki ni en ninguna otra página de las que aporta esta teoría encontré la más mínima prueba o fuente documental que la sostenga.

Así que, por distintas vías, me puse a indagar y se me ocurrió de entrada que probablemente la expresión tendría su origen en los romanos o, si era más antigua, ellos podrían darme alguna pista. Tuve suerte porque no tardé mucho, hojeando el sexto libro de las Epístolas Ad Familiaris de Ciceron, en topar con la frase "cornuum abundantia hospebus expaventaba", que vendría a traducirse como "la opulencia de los cuernos asombraba a los visitantes". No hablaba el viejo Marco Tulio de ningún ciervo de colosal cornamenta sino de la villa de recreo que se había hecho construir en Tusculum uno de los más ricos romanos de su época. Pensé que sería moda entre los romanos decorar las paredes de sus residencias con cabezas astadas (en cuyo caso esa afición habría sobrevivido más de dos mil años en algunas minorías de gusto más que dudoso), pero rebuscando en la monumental Historia de Roma de Mommsen me topé con una esclarecedora frase "ihren Besitz zu füllen zehn Reihen der Hörner" (sus pertenencias colmaban diez hileras de cuernos). Finalmente, pude comprobar en "La vida en la Roma antigua" de Pierre Grimal que ya desde las últimas décadas de la República se había popularizado entre los romanos acaudalados disponer de habitaciones parecidas a lo que hoy llamaríamos vestidores en cuyas paredes disponían cuernos de distintos animales, cuanto más exóticos mejor. Estos cuernos tenían tanto la función de percheros para las túnicas y otras prendas como de soportes de tablas sobre las que se disponían distintos objetos.

En el Bajo Imperio, digamos que a partir del cuarto siglo, los cuernos empezaron a tener distintos significados derivados de su función doméstica por simples procesos de asociación semántica. Si en el paso más elemental, que ya vemos en la cita de Cicerón, los cuernos simbolizan las posesiones y por tanto el estatus económico del propietario, sería inmediato asociarlos, en su desnudez visible, a quienes han sido despojados de ellas. Así, en su apocatástasis, Orígenes se refiere tangencialmente a los ricos quienes, habiendo desoído las enseñanzas de Cristo, se presentarán ante el Juicio de Dios con los cuernos visibles en sus frentes. Seguramente sería a partir de este texto que San Agustín toma la imagen del cornudo como el hombre que ha perdido lo que poseía, no sólo bienes materiales sino también y sobre todo dones espirituales. Así, para el de Hipona perder la Gracia, en especial por contumacia en falsas doctrinas, hace que afloren astas en los pecadores, como apunta en sus invectivas contra los maniqueos al final del Libro Primero De las Costumbres de la Iglesia Católica y de las Costumbres de los maniqueos: "El hombre interior debe renovarse de día en día para llegar a la perfección, y vosotros queréis que comience ya por la perfección. ¡Ojalá fueran éstas vuestras intenciones! Pero, por desgracia, son otras muy distintas. Vuestro afán, más bien que fortificar a los débiles, es la seducción de los incautos. Os envanecéis de vuestras costumbres y no os veis los cuernos que en vuestras frentes crecen porque la Gracia de Cristo os ha abandonado". Incluso más explícito resultará al referirse al diablo en su Consulta a Orosio sobre el error de los Priscilianistas y Origenistas: "Después dijeron que son de un mismo principio y de una misma sustancia los ángeles, los principados, las potestades, las almas y los demonios; y que éstos al rebelarse contra Dios y perder Su Gracia fueron signados con los cuernos y destinados al lugar inferior que les corresponde en conformidad con sus pecados".

No me parece aventurado sentar que, en vísperas de la Edad Media, y gracias al cruzamiento de su doméstica función utilitaria con simbologías cristianas (que provendrían a su vez de fuentes mucho más antiguas como las de la mitología asiria pero que, para no liarla, conviene no remover por el momento), los cuernos eran, al menos en círculos cultos, atributos simbólicos de quienes habían perdido posesiones importantes, especialmente las de naturaleza moral. Ese significado metafórico lo ilustra con sorprendente contundencia un episodio histórico; según nos cuenta Hidacio en su Chronicon, desesperados ante las incursiones de los vándalos en sus feudos, los grandes propietarios hispanoromanos de Gallaecia viajaron en 431 hasta Arles para reclamar la ayuda de Flavio Aecio, el famoso general romano, ante el cual se presentaron todos ellos tocados con unas insólitas cornamentas, en expresión de lo mucho que habían perdido en los frecuentes saqueos bárbaros. Cuenta el obispo de Aqueae Flaviae que Flavio, con bastantes problemas propios como para comprometerse en una campaña en Galicia, los despidió desdeñosamente diciéndoles que "habrían de aprender por sí solos a desprenderse de los cuernos recuperando la virtus perdida" (no está de más recordar que la virtus era el más preciado atributo ético de los romanos que, sin perder su acepción original de valentía, había pasado a ser en esos años, bajo la influencia del estoicismo y también del cristianismo, un concepto moral omnicomprehensivo). Así pues, este episodio muestra que el simbolismo de los cornudos era fácilmente comprensible en sus dos versiones -hombres desposeídos y faltos de valores espirituales- y que, además, ambas se combinaban armónicamente.

Llegado a este punto de mis hallazgos investigadores, la siguiente suposición era evidente. Si la mujer, y más en concreto el derecho de accesibilidad exclusiva a su cuerpo, se consideraba una posesión valiosísima del marido, es de lo más lógico que quien era desprovisto de la misma fuera tildado de cornudo. Esta nueva evolución semántica, que habría consistido no sólo en asignar a los maridos engañados el término de cornudos sino en que se perdieran las otras acepciones más antiguas, tuvo que producirse a lo largo de la Alta Edad Media, toda vez que en la Baja estaba ya plenamente consolidada. Baste como la mejor prueba cualquiera de los diversos cuentos del Decamerón en los que Boccaccio emplea el término con una soltura muy reveladora. Recomiendo, por ejemplo, la lectura del delicioso Lamporecchio, donde el procaz florentino nos relata las aventuras del joven jardinero de un convento de monjas que se las apaña para satisfacer sus apetitos lujuriosos y que acaba rico y feliz, lo que le lleva a afirmar que "así trataba Cristo a quien le ponía cuernos en la cabeza". Pero no basta con acotar el periodo en que nació la expresión (que, para más inri, cubre casi mil años) sino que había de intentar encontrar alguna referencia concreta.

Fisgonear en antiguas regulaciones jurídicas de nuestro país ofrece también algunas pistas interesantes. Así, en la legislación visigótica (Liber Iudiciorum) no se menciona, entre las injurias verbales, imputar a otro la infidelidad de su mujer. En cambio, en la mayoría de los Fueros municipales redactados durante los siglos XIII y XIV, aparece como ofensa grave (y punible) tildar a otro de cornudo. O sea, que no sería hasta la Baja Edad Media que se popularizara la vinculación entre posesión de la mujer y honra. Quizá entre los nobles, esta asociación proviene desde mucho antes, pero no era así entre el pueblo ya que, como comenté más arriba, que tu mujer fuera considerada por otros (y más si eran de superior alcurnia a la tuya) como fembra placentera era tenido por motivo de orgullo. En esa evolución hacia la vinculación entre honor y fidelidad femenina, necesaria para que el término cornudo adquiriera su significación ignominiosa, jugaron un papel significativo los trovadores y, en efecto, es en la Provenza en torno al siglo XII donde encontramos las primeras alusiones en este sentido. Raimbaut d'Aurenga (1147-1173), en un poema algo rencoroso, advierte de los peligros de emparejarse con mujeres proclives al deshonor, capaces de hacer que los cuernos parezcan iglesias o barcos (E que honretz las sordeyors / Per lor anctas las levetz pars / E que guardetz vostres cornas / Que non semblon gleisas ni naus). Más esclarecedora a nuestros efectos es la oda que en los primeros años del XIII dedica Uc de Saint Circ al rey castellano Alfonso VIII y entre cuyas alabanzas leemos que "su frente resplandecía incólume" gracias al comportamiento ejemplar de su amada esposa Leonor de Plantagenet.

Y aunque algunas cosas más he descubierto que no dejan de ser curiosas, creo que con lo hasta aquí expuesto basta para sostener, al menos en una primera aproximación, la tesis que a continuación resumo. Los cuernos se empleaban en la antigua Roma con una función similar a la que tienen nuestros armarios y percheros. De ahí provendría la analogía entre los cuernos y la riqueza y, en una siguiente etapa de evolución semántica, que la desnudez de los mismos aludiera a la desposesión de su propietario. Posteriormente, decir de alguien que tenía cuernos (obviamente imaginarios) pasó preferentemente a significar que los bienes que había perdido no eran materiales sino de índole moral. Durante la Edad Media, el acceso exclusivo al cuerpo de la esposa, que en un principio no importaba demasiado, se convirtió en uno de los principales componentes del honor, probablemente por influencia de los trovadores y a causa de la transmisión de los valores ideológicos de la nobleza hacia el conjunto de la población. En consecuencia, que la mujer propia fuera gozada por otro empezó a verse como un detrimento de la honra, una pérdida que, como otras, hacía que aflorasen los cuernos. La creciente importancia de esta ofensa haría que, hacia el siglo XIV, fuera la única relevante en cuanto a los cuernos y, consecuentemente, el término cornudo se redujo a los maridos que sufrían la ignominia de la infidelidad de sus esposas.



Cuernos - Joaquín Sabina (Hotel Dulce Hotel)