miércoles, 29 de junio de 2011

La torre giratoria (2)

Antes de aventurarnos a bajar a la pasarela dejamos rodar hasta ella una pesada piedra a fin de probar su resistencia y, confirmada ésta (ni la más ligera vibración generó el impacto), le tocó a Bailey, el bocazas de la propuesta, apoyar muy despacio su peso, embutido, eso sí, en un arnés del que pendían tres sogas, cada cabo sujeto por uno de los que estábamos sobre "tierra firme". Caminó nuestro compañero con pasos cautelosos pero cada vez más confiados a medida que el puente le mostraba absoluta indiferencia y así llegó en poco rato hacia la mitad, momento en el que no se le ocurrió sino ponerse a saltar, bravuconería inútil y peligrosa porque los botes no hicieron ningún efecto en la rigidez de la estructura pero en cambio, como la superficie era extremadamente pulida, en uno de ellos Bailey resbaló y se desequilibró, quedando con medio cuerpo suspendido en el vacío, a punto de caer al rugiente mar tan lejano allá abajo. Menos mal que las cuerdas lo sujetaron y nos permitieron devolverlo a la plataforma, donde se enderezó a medias con el rostro lívido y ya sin ninguna gana de seguir la aventura. Comenzó entonces a desandar lo avanzado, encorvado el cuerpo como si en cualquier momento fuera a ponerse a gatear, el miedo y el vértigo en sus ojos. En cuanto llegó al borde, brincó ansioso fuera del puente y se tiró sobre la hierba con las palpitaciones todavía aceleradas y ajeno a las chanzas y sarcasmos que a cuenta de su valor nos regodeamos en dedicarle. Pero salvo disminuir el nerviosismo que nos colmaba, nada ganábamos con burlarnos de Bailey y enseguida nos dimos cuenta de que otro de nosotros, menos asustadizo y poco dado a sufrir de vértigo, amén de algo más prudente, debería cruzar enteramente la pasarela y examinar de cerca esa extraña torre, trayéndonos sus observaciones para que en discusión conjunta reflexionáramos sobre la naturaleza y finalidad del misterioso artefacto. Cuando se preguntó si alguien se atrevía, animado de un impulso súbito, me ofrecí voluntario y, una vez pertrechado con el arnés que tan providencial se había revelado, bajé hasta el puente y caminé despacio pero sin pausas (y sin ninguna tontería) hasta el borde extremo de la pasarela, apenas separado una pulgada de la superficie cilíndrica de la torre.

Toqué esa superficie. Era lisa, extremadamente lisa, más incluso que el pavimento del puente. El tacto era muy suave, acogedor, como si invitara a ser tocado, acariciado. Desde luego, esa pared tenía que estar hecha de algún material metálico, pero no se me ocurría cuál podría ser pues no se asemejaba a ninguno de los que yo conocía. Probé su dureza intentando rayarla con una piedra puntiaguda que llevaba en el bolsillo, pero pese a que la apreté intensamente no quedó ninguna seña (tampoco oí el más leve chirrido) y la pequeña roca, en cambio, se desmochó completamente. Sin embargo, cuando apoyaba las palmas de la mano percibía la impresión de que éstas se amoldaban levemente, como si presionaran una materia mullida. Empujé con el índice derecho y el tacto me decía que lo estaba hundiendo en una sustancia casi gelatinosa mientras la vista me mostraba que no se producía la más mínima distorsión en la forma de la superficie metálica. Un espejismo sensorial, sin duda, pero no sabía de cuál de los sentidos. Luego estaba el problema de la temperatura, pues me era difícil decidir si esa pared estaba caliente o fría, que tan pronto me parecía una cosa como la otra, y no eran pequeñas variaciones sino de ardores quemantes a fríos gélidos, pero con tanta rapidez en sus cambios que uno no llegaba a estar seguro de si sentía lo que sentía, que además las oscilaciones térmicas parecían corretear velocísimas por toda la superficie haciéndome sentir una cosa en una mano y otra en la otra. Al poco de mantener las manos sobre el cilindro empecé a pensar que esos movimientos y oscilaciones térmicas eran la muestra de una energía que animaba la torre. Me vino a la cabeza la extraña idea de que estaba tocando la piel de un ser vivo, por la que corrían millones de partículas frenéticas; a lo mejor, lo que notaba equivaldría a células transportadas por algo similar a un flujo sanguíneo o a los impulsos eléctricos de un inmenso sistema nervioso. Fuera lo que fuera, como ya dije, uno se sentía muy a gusto apoyando las palmas sobre la superficie de la torre; a través de ellas me llegaba una especie de vibración de bajísima frecuencia que imaginaba (así lo sentía, al menos) que me subía por los brazos y desde ambos hombros se repartía por todo el interior de mi cuerpo, relajando las vísceras, suavizando los huesos, tonificando los músculos y, sobre todo, dejándome una sensación de paz, de abandono feliz, de somnolencia. No he mencionado todavía la cualidad más llamativa de esa pared curva: que, como habíamos alcanzado a ver desde la isla, se movía, muy despacio pero se movía. Como tenía las palmas de la mano apoyadas, se me iban desplazando siguiendo la rotación de la torre, pero tan lentamente que casi ni me percataba. De hecho, inconscientemente, iba moviendo mis pies hacia la izquierda para mantener la perpendicularidad de los brazos y no despegar las manos, hasta que, al cabo de un rato, los gritos de mis compañeros me sacaron del peligroso ensimismamiento que me embargaba y me di cuenta de que ya un pie rozaba el borde lateral de la pasarela; un poco más y me habría precipitado al abismo marino.

No era tan benévola la sensación de paz que transmitía esa extraña torre, me dije mientras retiraba las manos de su superficie y rectificaba mi posición hasta el centro del puente. Me tomé unos momentos para obligarme a despertar todos mis sentidos, a espabilar mi inteligencia. Pensé que, como primera medida, habría de tomar algunas medidas, tratar de averiguar las dimensiones de la torre, la velocidad a la que rotaba. Ya sabía que era enorme, pues apenas se apreciaba la curvatura de la pared; también había comprobado que el giro era muy lento, pues se habían necesitado cinco o seis minutos para que mi cuerpo se desplazase la mitad del ancho de la pasarela, de unos cinco pies. Pero se me ocurrió que no bastaban burdas aproximaciones, que precisábamos estimar con mayor exactitud las dimensiones físicas de la torre para encontrar en ellas algunas explicaciones. Además, me consideraba suficientemente buen científico como para confiar en resolver, si no todos, sí unos cuantos de los enigmas que derivaban de la existencia de esta construcción cilíndrica. Mientras todas estas ideas me rondaban la cabeza (y algunas otras que es preferible omitir de momento) me había sentado en el centro del puente, algo separado de la torre, y la miraba fijamente a la espera de que su presencia, su movimiento, me sugirieran posibles hipótesis de trabajo. Pasé así un buen rato, entre media y una hora, calmando más de una vez la impaciencia de mis compañeros asegurándoles que no pasaba nada y pidiéndoles que me dejaran en mi observación algún tiempo más. Por fin, cuando estaba a punto de levantarme para regresar, con la intención de discutir con el grupo los métodos e instrumentos necesarios para proceder a las mediciones (que habríamos de posponer hasta el día siguiente pues ya comenzaba el ocaso), vi aparecer por la derecha una hendidura en la pared curva. Era como si en la superficie cilíndrica, hasta ahora absolutamente lisa y homogénea, se hubiera recortado un rectángulo. ¿Se trataría de una abertura, de un vano de acceso al interior de la torre? Todavía no se podía distinguir bien, lo que me parecía un hueco estaba a unas tres yardas del puente y a la exasperante lentitud de la rotación pasaría un buen rato hasta que llegara hasta mí, hasta que pudiera examinarla de cerca, mirar a su través. Presa de gran excitación, consideré que era muy importante que uno o dos de mis compañeros estuvieran a mi lado cuando la presunta puerta, la abertura al interior de la torre, llegara frente a la pasarela. Estimando que contaba todavía con más de media hora, crucé casi corriendo el puente y expliqué breve y acaloradamente al resto de mi grupo lo que había vivido. Pese al escepticismo que identifiqué en sus ojos, los dos que eran más de mi confianza, equipados con algunos instrumentos, se prestaron a volver conmigo hasta la torre. Sólo habrían pasado unos veinte minutos y la abertura todavía no era accesible desde el extremo del puente. No obstante se distinguía mucho mejor que antes y ahora, sin ningún género de dudas, podía asegurarse que, efectivamente, el metal había sido recortado. Lo que aún no se alcanzaba a ver era nada del interior. Esperamos un buen rato y por fin (todo llega) la "puerta" entró en el espacio del puente. La teníamos delante de nuestros ojos, podíamos verla, tocarla incluso …


Sea of Tranquility - Gordon Lightfoot (Songbook, 1999)

Esta canción, por su título, habría correspondido mejor al post anterior, pero cuando lo publiqué estaba de viaje y no la tenía a mano. En todo caso, Gordon Lightfoot, cantautor canadiense de larga trayectoria y muy recomendable pese a ser poco conocido en España, no se refiere a ningún mar de aguas quietas como el que yo describía, sino a la región de la Luna conocida bajo ese nombre.

lunes, 27 de junio de 2011

La torre giratoria (1)

Más de tres horas de subida —serpenteando la ladera, abriéndonos paso entre la maleza a golpes de machete— hasta alcanzar la planicie cimera, amplia extensión de pastos bajos donde unas cabras salvajes (o a ellas se asemejaban), nada más vernos, escaparon a rápidos y breves saltos, sin llegar a esconderse, manteniéndose distantes, precavidas, como vigilando nuestros movimientos. Un sol ya no tan vertical y además la altura, así que la temperatura era notablemente más agradable que el agobiante calor con el que habíamos iniciado el ascenso. A nuestro grupo (siete personas) le había tocado marchar hacia el oeste, atravesar la isla transversalmente desde la bahía de la costa oriental en la que había fondeado el bergantín. Que esta extraña tierra con la que habíamos topado era una isla casi lo podíamos jurar, a pesar de haber fracasado en los dos intentos de rodearla. Este mar ignoto por el que discurríamos desde hacía ya un par de meses era una fiel metáfora de la muerte o de la eternidad o de la nada: agua infinita inmóvil, siempre igual, ni la más mínima variación en su coloratura, ni un rizo espumoso en su superficie, ni una brizna de brisa que la agitase y mucho menos cualquier forma de vida animal. Exagero, claro, que algo de viento corría, en especial hacia el atardecer, cuyo aprovechamiento para mover la nave requería de toda nuestra pericia marinera, y gracias a ella algo avanzábamos pero a lentitud exasperante, tanta que la desesperanza nos iba calando a todos (más de uno enloqueció, pero omito ahora los trágicos sucesos de esos días previos) y diezmando la tripulación en inexorable cuentagotas. Tampoco era completamente inexistente la fauna y flora marinas, pues muy espaciadamente atrapábamos en los curricanes de popa algunos peces de escamas casi pétreas e infestados de espinas de los cuales el cocinero, con infinita paciencia, extraía terrones carnosos que guisados hasta sabrosos se nos antojaban; y las redes también recolectaban unos singulares moluscos de caparazones espirales que parecían chillar cuando se vertían en cacerolas con agua hirviendo y unas algas herbáceas que bien sazonadas recordaban vagamente el sabor de la escarola. Pero estas capturas eran mínimas y, pese al férreo racionamiento impuesto por el capitán, cuyos efectos se revelaban en nuestra progresiva demacrada delgadez, la disminución de los víveres en conserva era ya alarmante. Con tal panorama, no costará imaginar la alegría que nos desbordó cuando en medio de ese desierto de agua avistamos la silueta verde y montañosa de la isla en la que ahora me encuentro escribiendo estas notas.

Había de describir la inaudita calma de este mar odioso para que se entendiera cabalmente lo que sigue. A la cansina velocidad habitual la nave llegó a la cara oriental de esta ansiada isla, atracando en una rada con grácil forma de concha, ribeteada por una cinta de arena dorada y tras la playa el fondo verde de un bosque frondoso. Muchos quisimos precipitarnos hacia el que creíamos un paraíso pero el capitán, prudente por su cargo, nos detuvo y obligó a que el piloto rolara hacia babor para circunvalar la isla y reconocerla en previsión de sorpresas desagradables. Costeamos hacia el sur, hasta un saliente rocoso que remataba esa fachada de la isla. Pero en cuanto la proa surcó la prolongación imaginaria de la bisectriz del cabo, la balsa de aceite convirtió instantáneamente en un fragor de aguas embravecidas, un remolino de estrépito infernal, que nos zarandeaba con salvaje violencia, no sólo impidiéndonos el paso sino amenazando incluso con echarnos a pique si no nos apurábamos, como hicimos, en voltear el rumbo. Enfilamos entonces, siempre aterrados, en dirección norte hasta alcanzar en el otro extremo un promontorio parecido y encontrarnos con idéntico fenómeno al de la punta simétrica. Nadie aventuró ninguna explicación sobre qué extrañas fuerzas regían tan radicales cambios del mar y todos sentimos en las tripas un pánico denso, agobiante, ante algo que intuíamos ajeno a las leyes naturales. Pero fuera lo que fuera y por mucho miedo que tuviéramos, el hambre y el anhelo por pisar tierra primaban y además había una sensación generalizada de inevitabilidad, de que ocurriría lo que hubiera de ocurrir, hiciésemos lo que hiciésemos. Así que, de vuelta al centro de la bahía, el capitán organizó tres grupos expedicionarios: dos para que trataran de hacer a pie por la costa, cada uno en un sentido, la circunvalación que había sido imposible por mar, y un tercero, el nuestro, para que cruzáramos por el interior. Un cuarto contingente fue encargado de montar un campamento en la playa e intentar recolectar víveres o cualquier bien que pudiera resultarnos útil. El resto de la tripulación se mantuvo en la nave, ocupada en tareas de vigilancia.

Eso había ocurrido el día anterior y ahora, unas treinta horas después, estábamos aquí, en un paisaje que me recordaba al de Teno Alto, en la isla atlántica de Tenerife, uno de mis primeros destinos cuando, simple marinero de una compañía mercante, transportaba vinos canarios y de la isla de la Madera a Southampton. Estaríamos, según nuestros cálculos, algo por encima de los tres mil pies sobre el mar que se abría a nuestra vista como telón de fondo confundido con el cielo. Caminamos despacio hacia ese horizonte azul, subiendo la muy ligera pendiente de esa meseta. De pronto, el blando prado que pisábamos, se interrumpía en un acantilado brusco, cortado tan verticalmente como si un hacha gigantesca hubiese sajado ese trozo de la isla, el que debía ser la ladera opuesta de esa montaña. Probablemente algún episodio geológico explicaría el desmoronamiento de esa parte de la isla pero en ese momento ante nuestros ojos apareció algo tan sorprendente que nos restó toda importancia a esa cuestión. Justo enfrente de nosotros, sobresaliendo de la superficie marina, se erguía una extraña torre cilíndrica, de dimensiones enormes y hecha de algún material reflectante, de apariencia metálica. Desde el borde del acantilado hasta las paredes curvas de tan extraño edificio habría unas veinticinco yardas, y esta distancia la salvaba una pasarela que, anclada en la roca vertical, apenas dos pies debajo de nosotros, se proyectaba en voladizo hasta la torre. Largo rato estuvimos pasmados, mirando y admirando el misterioso artefacto, preguntándonos quiénes lo habrían erigido y cuáles habrían sido los materiales y técnicas empleados, que no se asemejaban a nada que hubiésemos ninguno visto (y todos éramos viajados de sobra). Las aguas en su base se arremolinaban en oleajes vivos, aunque no tan violentos como los de los cabos de la otra cara de la isla, pero sí lo suficiente para impedir que la vista buscara el fondo en el vano esfuerzo de descubrir cómo y dónde se cimentaba la torre y si era mucha o poca su longitud submarina. En algún momento de este observar atemorizado, alguno de nosotros hizo notar al resto que la pared circular del cilindro se movía en lenta rotación. Al cabo de un rato no nos quedó duda de que no se trataba de un espejismo, de que, en efecto, esa superficie curva giraba en el sentido de las agujas de un reloj, muy despacio, sí, pero giraba sin detenerse, animada por no sabíamos qué misterioso motor. Crucemos la pasarela y lleguémonos hasta allí, sugirió el más audaz entre nosotros, y no nos pareció una propuesta insensata porque todos pensamos que en descifrar el significado de esa torre insólita radicaba nuestro destino.


Flute Thing - Blues Project (Projections, 1966)

Post Scriptum (que nada tiene que ver con el relato anterior): Hoy descubro que Google ha incorporado una búsqueda de imágenes. Pruebo con una de las portadas de disco del concurso de hace unos días y en un instante me dice, acertadamente, de qué imagen se trata (era la carátula de la banda sonora de Tommy, de los Who). O sea, que si se me hubiera ocurrido tan sólo unos días después, mi jueguecito habría carecido de todo interés. La verdad es que es impresionante; no debe ser nada sencillo inventar un algoritmo para identificar imágenes (supongo que irán pixel a pixel ... qué sé yo). El tema que pongo, por cierto, proviene de uno de los discos de ese concurso.

martes, 21 de junio de 2011

Cuentito que a sí mismo se cuenta un celoso

Me he caído del barco. Había salido a cubierta a despejarme mientras en el salón principal todos bailaban. Tú también bailabas, con todos bailabas, dejando que te ciñeran estrechamente, alimentando el deseo de cada uno de esos desconocidos como ya a mí no me lo haces. Así que me alejé y hace un momento estaba ahí arriba, en la cubierta de ese enorme trasatlántico que se va alejando, que cada vez se empequeñece más, que ya no es sino una luz borrosa que se pierde en el azul inmenso, en el azul que la noche que llega va tornando negro.

La noche es oscura y el agua está helada. Ay, pobre de mí, nadie me va a salvar. Ola tras ola el mar me llevará hacia mi inevitable y trágico destino, ola a ola no me queda sino resignarme a mi desgraciada suerte. Y mientras en el balanceo de las olas espero mi fatídico final me pregunto si te habrás dado cuenta de mi ausencia o si, más probablemente, seguirás bailando muy apretadita al jovenzuelo de turno, con los ojos cerrados, dejando que manos extrañas te acaricien distraídamente. Pero ahora qué me importa; maldita seas, no obstante.

No, no importa, qué puede importarme cuando el mar, ola a ola, me ha traído a esta isla maravillosa. Yazgo en la arena, el cuerpo extendido al sol que me seca el cuerpo y también las lágrimas del alma mientras miro el paraíso que se despliega en torno a mí. Hay palmeras y bambúes, cientos de pájaros de coloridos plumajes y trinos melodiosos, una brisa suave que me acaricia la piel. Y ahora llegan bellísimas mujeres que me saludan alegres y me abrazan y me besan, todo entre cánticos y músicas de ritmos embriagadores. En una litera alfombrada de hojas perfumadas me transportan al poblado y me ceden la cabaña principal.

Llevo aquí ya largos meses plenamente adaptado a mi nueva vida. En buena hora me caí del barco, en buena hora dejaste de amarme. Bendito el mar que, ola a ola, me ha traído hasta este edén. El naufragio me ha regalado la felicidad que tú no me dabas.
... ... ...

Manolo, despierta, que estás como abobado, mira que quedarte dormido aquí, y con esa sonrisa bobalicona en la cara, pero qué estarías soñando, siempre en las nubes. No sé para qué te empeñaste en que hiciéramos este crucero, una segunda luna de miel, dijiste, pues no se te ve muy animado. En fin, que como veo que no se te quita esa expresión de muermo me vuelvo a seguir bailando. Hay unos chavales jóvenes divertidísimos, ya te los presentaré, pero cambia de actitud que me dejas en evidencia, y si no mejor te vas al camarote a dormir …


Onda su Onda - Bruno Lauzi (Una Vita in Musica, 1995)

PS: Sigo recurriendo a inspiraciones inmediatas o, si se prefiere, comportandome como el más abyecto de los plagiarios. En este caso, la víctima de este absurdo e infantil divertimento es una de las canciones más conocidas del cantautor italiano Bruno Lauzi, no tan popular como otros de sus colegas contemporáneos, pero con una obra bastante digna. A quien le interesa la letra del tema, aquí.

domingo, 19 de junio de 2011

El décimo de lotería

A Antonio de Castro, pidiéndole permiso.

Nota previa: Este relato surge directamente de la lectura del estupendo "De regreso", que es la fuente no sólo de inspiración sino incluso de descarado plagio. Confío en que Antonio no se moleste y sea indulgente con este inofensivo divertimento. Por supuesto, para la mejor digestión de mi historia (de confesos tintes borgianos), recomiendo vivamente que antes se lea la de Antonio.

Era ya tarde, casi de noche. Como todos los días hacía mi caminata por la carretera que sale de detrás de la estación, con Ras, mi perro, acompañándome a su aire, perdiéndose y volviendo a aparecer entre los matorrales, convocado por ininterrumpidas urgencias olfativas. A esa hora la carretera estaba desierta y cada vez más oscura, pero el choque tenía que haber ocurrido pocos minutos antes. Un coche ya viejo (ese modelo tendría unos quince años, pensé), matrícula de Madrid (alguien de fuera), el morro estrellado contra el tronco de un árbol, el capó hundido en su lado izquierdo, el parabrisas manchado de sangre … La puerta del conductor estaba abierta y éste, un cuarentón (el caso es que la cara me sonaba), tenía medio cuerpo fuera, en una posición retorcida, extraña, como si hubiera querido salir del vehículo pero la fuerzas le hubiesen fallado. Estaba muerto, eso se veía enseguida, pesaba en el aire la presencia ominosa de la muerte que lo atemorizaba todo, hasta a Ras, con el rabo encogido. Tenía que avisar y, como había salido sin el móvil, no me quedaba otra que seguir caminando hasta el cuartelillo de la Guardia Civil, poco más de un kilómetro en esa misma carretera. Pero no sé por qué (curiosidad de averiguar quién era ese tipo que me resultaba vagamente familiar), en vez de seguir como un tiro, abrí la portezuela derecha y, sin meterme en el coche, la guantera. Ahí estaba, sí, la típica funda de plástico verde con el permiso de circulación, los recibos del seguro, los demás papeles. Marante, ese apellido era de los propios del pueblo, a lo mejor el hombre era uno que vivía fuera y había pasado unos días con la familia y ahora, cuando se volvía a Madrid … Pero todo eso lo averiguaría la Guardia Civil y ya me enteraría por el periódico y en el bar, sobre todo en el bar, que seguro que este asunto daría para los chismes de una semana completa. Me dije que mejor llevaba conmigo los papeles al cuartelillo (así justificaría mis huellas en la guantera, es curioso cómo uno, ante estas situaciones, se pone a pensar "a la defensiva", a buscar coartadas "por si acaso") y entonces, al cogerlos, vi que debajo había un décimo de lotería y también lo cogí, así sin pensarlo, un gesto instintivo.

En la oficina de denuncias, un cuartucho minúsculo con una mesa de madera mala y una máquina de escribir (¿todavía sin ordenadores?), estaba solo Carmelo, el cabo. Le conté el accidente, que había un muerto, y le solté la funda verde (pero no el décimo). Vaya, dijo, juraría que éste es el nombre del tipo que ha llamado apenas hace veinte minutos para denunciar que le habían robado el coche. Qué rápido vamos a haberlo encontrado, y sonrió irónicamente, o quizá fuera el suyo un gesto de sarcasmo, parecido al del perro aquél de los dibujos animados que veía de niño, pulgoso creo que se llamaba. Y poco más me quedaba a mí, dejar mis datos en calidad de único testigo (de momento) y ver cómo se desencadenaban los acontecimientos. Carmelo avisó una ambulancia (así que está muerto, ¿verdad?), llamó al juzgado, salimos de la oficina y se ofreció a llevarme en el jeep hasta el choque, pero le dije que no, que prefería terminar mis diez kilómetros diarios y que para cualquier cosa ya tenía mis señas. Y volví para mi casa, pero no por la misma carretera, que de pronto me dio aprensión aparecer de nuevo en el accidente y asistir a la escenografía tétrica de los trámites administrativos de la muerte, sino por la senda que baja hasta el río y lo cruza por el pequeño puente de troncos. Ruta más larga y poco adecuada para esas horas, ya noche cerrada, pero la conocía bien. Pues cuando estaba como a mitad de camino, yo diría que a la altura, si saliera hasta la carretera, del punto del accidente, sentí el crujir de la hojarasca, el ruido de un cuerpo que se abre paso entre las ramas, y hasta me pareció entrever la sombra evanescente de una silueta que se alejaba a toda prisa por una trocha transversal. Me asusté, no tiene ninguna lógica, pero me asusté. Sentí como si esa presencia fantasmal, desaparecida sin dejar rastro, me reclamara algo; me llevé la mano al bolsillo del chándal para ver si ahí seguía el décimo y sí, ahí seguía. Enseguida la sensación extraña pasó y el aire pareció recuperar su levedad habitual (qué fantasioso me estoy volviendo, me dije). Avancé entre los árboles hasta sentir la arena bajo los pies. La marea estaba subiendo, las olas rompían contra los acantilados en el límite de la playa. Soplaba viento nordeste. Contemplé por unos instantes la costa y las luces de los barcos que faenaban en la boca de la ría y luego entré en mi casa.

Al día siguiente se sabía todo, claro. Bastó un rato en el bar, mientras desayunaba, para enterarme. El muerto era el mismo Marante y sí, era del pueblo, hijo de un pescador muerto, ya hacía algunos años, que llevaba mucho tiempo en Madrid pero acababa de volver, recién divorciado y en el paro, porque Novoa, amigo suyo desde la escuela, le había ofrecido curre en el hotel que iba a abrir. Pero entonces, pensé, ¿para qué llamó a denunciar el robo del coche? Idéntica duda tenía mosqueado a Carmelo, el cabo, que apareció por el bar cuando estaba a punto de irme; ¿podemos hablar? No era una pregunta, claro, ni siquiera me pedía permiso, así que nos sentamos en una de las mesitas de mármol del rincón, el reservado como le llamábamos, y me contó que algo no cuadraba, que si yo recordaba haber visto algo sospechoso en el accidente. Mira Juan, me dijo, cuando tú llegaste hacía nada que se había dado la hostia, iba demasiado rápido, como si tuviera que hacer algo, acudir a una cita, qué sé yo. Y esa llamada … Porque fue él, te lo aseguro, no sólo porque me dijera su nombre sino que le reconocí la voz, anteayer habíamos estado hablando. La cabeza no para de darme vueltas, de inventar teorías a cual más extravagante. De momento, me quedo con que Marante se iba a deshacer del coche, pongamos que entregándoselo a alguien, y quería que constara que se lo habían robado, quizá porque iba a ser usado en algún delito. E intuyo que la cita que imagino debía ser muy cerca de donde el accidente. Tiene su lógica, atiende: yo, por teléfono le había dicho que tenía que personarse para la denuncia, así que entregaba el coche un trecho antes del cuartelillo y seguía a pie. Mientras el cabo me explicaba sus hipótesis, me venía el recuerdo del fantasma del bosque y a punto estuve de soltárselo (pues fíjate, luego volviendo a casa, me pareció oír y hasta ver a alguien entre los árboles, puede que se tratara de tu hombre), pero me calle, creo que porque las tripas me decían que la presencia que sentí no era ningún cómplice de ningún futuro delito, así que para qué hablar, sólo valdría para que Carmelo recelara de mí, o recelara más si es que ya lo hacía. No, le contesté, no vi nada raro, ni a nadie, desde luego. Pues qué putada, eras mi única esperanza, ¿sabes? Te voy a pedir un favor, Juanito, olvídate de lo que te he dicho de la llamada de Marante; de pronto se me ocurre que puedo haberlo soñado y si es así mejor ni mencionarla; menos líos en todo caso. No te preocupes, Carmelo, a mí no me has dicho nada, y le palmeé la espalda, ese estúpido gesto de camaradería entre hombres, mientras me levantaba para irme. Ah, por cierto, añadió cuando nos separábamos, el Marante este estaba gafado, ¿sabes que Villar, el de la gasolinera, le acababa de regalar un décimo que en el sorteo de ayer ganó el tercer premio? Puede que ni llegara a enterarse de que le había tocado un buen pellizco. Ah, y del décimo ni rastro, curioso, ¿verdad?

Salí del bar consciente de que tenía la cara rojísima, confiando en que Carmelo no se hubiera dado cuenta. Llevaba el billete en el bolsillo de la chaqueta y lo sentía caliente, tanto que notaba como si me estuviera quemando el pecho. Me acerqué hasta el kiosco del muelle y compré el periódico y busqué a hurtadillas los resultados de la Lotería y sí a Marante le habían tocado veinticinco mil euracos, que no le habrían venido nada mal, y que tampoco me vendrían nada mal a mí, que volvía a estar con más agujeros de los que daba abasto a tapar. Pero con la Guardia Civil al loro, cualquiera se acercaba a cobrar la pasta y menos podía ir a la caja de ahorros y depositar el décimo. Pero en el fondo, no eran esas las cuestiones que me preocupaban porque, de una u otra forma, ya sabría como conseguir el dinero. No, lo que me jodía era que no paraba de pensar que estaba mal que cobrase ese décimo y el pensamiento era de lo más angustiante, qué carajo sé yo por qué. No se explicaba que a estas alturas tuviera yo remordimientos por robar, que no era la primera vez y además al muerto ningún daño le hacía. Sin embargo tenía que ver con el muerto, como si me estuviese advirtiendo que algo malo iba a pasarme si cobraba el décimo. Debo de estar haciéndome viejo, pensé, porque si no no se explican estas fantasmagorías en mí, que siempre he sido un tío racional, con los pies en el suelo, ajeno a cualquier historieta de espíritus y zarandajas similares. La cosa es que estaba nervioso y decidí que me convenía dar una vuelta, conducir un rato, que cuando conduzco tienden a aclarárseme las ideas. Así que me fui paseando hasta las afueras, al complejo de apartamentos donde Luís tenía el negocio de alquiler de coches con la intención de pedirle que me dejara alguno durante un rato. Pero Luís no estaba, aunque ahí, en el aparcamiento interior del complejo, había varios coches. Me metí en uno blanco, matrícula de Madrid, un modelo ya viejo, pero es que era el único que estaba abierto y con las llaves en la guantera. Al cogerlas, aproveché para colocar ahí mismo, bajo la funda de la documentación del coche, el décimo premiado, que me daba mal fario llevarlo pegado al cuerpo. Arranqué y enfilé hacia la estación; iría por la carretera de ayer, a lo mejor hasta paraba a hablar con Carmelo en el cuartelillo.


Voglio Vivere - Ultima Spiaggia (Disco dell'angoscia, 1975)

jueves, 16 de junio de 2011

Portadas de discos

La imagen que sigue (clik para agrandarla) la he compuesto ordenando en una malla de 3x4 las carátulas de doce discos (LPs que serían antes, aunque algunos son tan recientes que sólo se han editado en CD), adecuadamente retocadas a fin de suprimir sus títulos. Por recuperar la buena costumbre de los acertijos, os propongo identificar cada uno de ellos. Se trata de dar el nombre del cantante (solista o grupo) y el nombre del album. Para evitar estropear el juego a los demás y que, al mismo tiempo, vayamos viendo los progresos (si es que alguien quiere jugar), os pido que, en vez de dar las soluciones, se dejen comentarios en los que sólo se digan las claves de las portadas descubiertas (A3, B2, por ejemplo). Cuando alguien haya llegado a un mínimo de 10, o cuando esté claro que os habéis aburrido, daré las soluciones y los acertantes.

Qué yo sepa, todavía no hay un buscador de imágenes, así que el concursillo se me antoja bastante difícil, salvo para los muy expertos o que tengan gustos musicales casi idénticos a los míos. Así que doy una pista: de todos estos discos he puesto alguna canción en el blog durante los últimos doce meses. A lo mejor, si da de sí, añado más pistas. ¿Premios? Pues no sé … Por ejemplo, a todo aquél que saque sobresaliente (de 9 aciertos en adelante) le paso en mp3 cualquier album que quiera de los aquí puestos (u otro que haya sonado en el blog). Venga, a jugar, que ya es fin de semana.

Pistas del viernes

Para ahorraros repasar los posts, iré añadiendo una pista por album. Aquí van las tres primeras:

1. Esta es la canción más comercial del cantante del cual he puesto un album recopilatorio póstumo:


2. Joven cantante europea de jazz que adquirió fama tras grabar un disco (anterior al que he puesto) con un conocido guitarrista norteamericano.

3. Now he is deaf. Now he is dumb. Now he is blind.

Pistas del sábado

A la vista de los comentarios y asumiendo que no yerran, de momento Lupita va en cabeza con 7 aciertos, seguida de Antonio con 3 y Chófer Fantasma con 2. El resto tiende a declararse vencido a priori, cuando es menos difícil de lo que parece (aunque tal vez no sea muy entretenido). Doy tres pistas más correspondientes a tres nuevos discos, de los cuales dos ya han sido adivinados por Lupita (pista indirecta, a la que añado que de las tres pistas de ayer una casa con un disco que todavía nadie ha descubierto). Allá van:

4. El más grande, reciente septuagenario.

5. Parole, parole, parole, parole parole soltanto parole, parole tra noi.

6. Rock progresivo italiano de los setenta (aunque siguen en activo).

Pistas del domingo

Veo que el fin de semana se dedica al relax y la mailia y nadie quiere resolver acertijos; qué mal, qué mal :) No obstante, he aquí las tres siguientes pistas:

7. Guitarrista tejano de blues-rock que se mató en un accidente de helicóptero.

8. Banda neoyorkina cuyo primer disco lo grabaron en vivo en el Cafe Au Go Go del Greenwich.

9. Antes que cantante folk, este/a canadiense se define como pintor/a.

Pistas del lunes

Y con éstas acabo; dentro de poco las soluciones. Ánimo que queda poco para resolver el acertijo.

10. El título es casi idéntico al del más famoso monumento megalítico inglés

11. Grupo vocal de Detroit formado a principios de los sesenta

12. El verdadero apellido de esta cantante (no el artístico) es Edkvist.

lunes, 13 de junio de 2011

Cinco fotos, una vida

Un niño que rondará los dos años. La imagen es de 1900 y fue tomada en Valencia, supongo que en un estudio fotográfico, en cuyo caso el difuso fondo con apariencia de paisaje agrario sería un decorado. A lo mejor también es artificioso ese vestidito, más de niña que de varoncito; quizá (mis conocimientos del folklore levantino son nulos) se trate de un traje huertano o a lo mejor era la prenda más de gala que tenían sus padres. Tengo el vago recuerdo de que este niño era el primogénito pero puede que me equivoque; puede que tuviera una hermana mayor y hubiese heredado el vestido, al menos para la foto oficial. Supongo que ésta debe ser la primera que le tomaron (al menos no nos han llegado más antiguas). Ya es un chiquilín sanote, que ha superado los riesgos de muerte de los primeros meses. Sería entonces, digo yo, cuando la costumbre mandara hacer la primera fotografía, ésa que en marco ovalado ocuparía la mesilla de noche de su madre. Costaría unos dineros la foto, imagino, un gasto extraordinario, como corresponde a un acto señero. Prácticamente nada sé de los padres del niño, aunque sí que no andaban sobrados de recursos; ah, y también sus nombres: Vicente y Justa Manuela. ¿A qué se dedicarían? ¿Serían agricultores y por eso escogieron ese fondo para la foto? No lo puedo descartar pero no lo creo. Me los represento viviendo en la parte vieja de la ciudad y caminando por las callejas de trazado árabe al oriente de la Catedral, el matrimonio con el niño en brazos (¿y la hermanita?), a lo mejor también algunos parientes porque después de la sesión irían todos a celebrarlo en una merienda, y a beber horchata. Puede que ese mismo día, antes de llegar al estudio del artista, le hubieran comprado a Eduardito, que así se llamaba el crío, el aro que sostiene. Hay más seguridad en las manos asiendo el aro que en la expresión de la carita en la que se dibuja un enternecedor estupor infantil. Bonito chiquillo.

Nueva foto de estudio, veinte años después, de la misma persona. Ahora es un chico joven con rasgos y expresión muy distintos del niño de antes. Sin embargo, se identifica fácilmente que es la misma cabeza, que siguen inalterables las formas básicas del modelado facial (las cuencas oculares, el mentón, la frente). Mas el gesto, la mirada … Leo en esos ojos tristeza y también ira, amor propio y desprecio, pero intuyo que son afecciones impostadas. Llevo un rato largo mirando ese rostro que no me devuelve la mirada aun cuando se le nota tan consciente de ser mirado, incluso ahora, casi un siglo después, cuando hace mucho que ya no existe, que de esa imagen quedarán sólo huesos. Llevo un rato largo mirándolo y siento el dolor de alguien que no se quiere; ¿qué adolescente se quiere? Me clavo en los ojos y por momentos los veo a punto de llorar, acuosos. Se me dirá que es la mirada típica del miope y sí, puede que sea eso. En todo caso, la boca, pese a su sensual carnosidad, niega las tentaciones de los ojos y expresa la determinación de que sabe lo que ha de hacer. Seguramente ya por entonces este chaval sabría también lo que había de creer, pero no puedo asegurarlo, como tampoco dónde se tomo esta foto: ¿seguiría siendo Valencia? Supongo que estaría celebrando su acceso al cuerpo de Telégrafos (he de comprobar si ése es el uniforme que usaban tales funcionarios por aquellos años) y también el acontecimiento merecía nueva visita a un gabinete fotográfico. Es probable que estuviera en capilla de recibir destino, de dejar (y sería para siempre) a sus padres y demás familiares valencianos. Que yo sepa, no habría de volver más al Turia, al menos no a vivir. El chico era serio y aplicado, pero no era feliz, no había sido feliz allí, junto al Mediterráneo. Puede que el exceso de sol no le agradara; si fue así, tuvo suerte de que lo enviaran a Orense.

1927, Dictadura de Primo de Rivera, el año que se fundó la FAI, en Valencia justamente. Eduardo no era anarquista, nada podía estar más lejos de sus ideas que expresiones como Ni Dios, ni Amo, ¿ni Patria? Creo que militaba, no sé si por afinidades familiares, en la Comunión Tradicionalista, los carlistas que luego, en la República, habrían de radicalizarse a la más derecha de la CEDA. Eduardo era, desde luego, un joven de orden, respetuoso de Dios, educado. Me lo imagino como el responsable de la oficina de Telégrafos de Cea, donde vivía María Luisa, una chica de familia bien provinciana, algunas tierras en la comarca, nada del otro mundo. Me lo imagino haciéndose presentar a los padres, pidiendo permiso para acompañarlos a misa y luego para cortejar a la niña, que era la mayor de cinco hermanos. Y se casarían en ese año 27, ésta es la foto de boda, también de un profesional. Está hecho un figurín, Eduardo, flaco y alto, pies grandes y una ropa que, sin serlo, parece estarle también grande. El chico de hace siete años parece haber ganado en aplomo y también en paz de espíritu, pese a la pinta un tanto ridícula de señoritingo, sobre todo por el bigotillo (pero tal vez fueran los usos de la época). Puede que estuviera enamorado, pero qué difícil descubrirlo en la mirada miope. También pudiera ser que estuviera haciendo lo que sentía que debía hacer: obteniendo la mujer que le correspondía, la que tenía que ser madre de sus hijos y compañera abnegada. Y lo fue; María Luisa le dio cuatro hijos (uno moriría de niño) y le acompañó a Valencia y luego a Galicia, donde vivieron la guerra, y luego a Gerona, donde se murió, menos de quince años después de la boda. En la foto ese destino no lo imaginan, claro que no.

El niño, el adolescente, el joven es ya un hombre pasado el ecuador y, además, un viudo reciente. Enseguida volverá a casarse, año y medio después de la muerte de María Luisa, porque tiene tres hijos que necesitan ser atendidos. Es probable que esta foto fuera tomada con motivo de la nueva boda, quizá por deseo de la novia, una señora muy cristiana, solterona vocacional a quien su confesor convenció de que más serviría a Dios cuidando a tan triste caballero y a su prole. No fue un matrimonio por amor, eso seguro; no hay más que mirar la cara de Eduardo, esa expresión de desánimo triste, de derrota íntima, profunda. Aunque hubiera ganado la guerra y por eso se fotografía, con todo el derecho brutal de los vencedores, con el uniforme blanco de gala adornado con una medalla, el yugo y las flechas y un símbolo de sugerentes reminiscencias (vuelvo a lamentar mi ignorancia sobre la parafernalia de uniformes y condecoraciones). Pero, idiota él, se negó a cosechar las prebendas del triunfo; qué menos que un mejor destino, una jefatura en el Palacio de la Cibeles, le decían sus correligionarios. Una concepción rígida de la ética que a veces no es fácil distinguir (y menos por el propio sujeto) de la soberbia autocomplaciente, o vaya a saberse qué. Pero tras la guerra fue a Gerona, y allí, a un puesto infame donde él consideraba que más útiles serían sus servicios al frente del telégrafo (eran los años del maquis), arrastró a su familia y allí murió María Luisa. Hubo entonces de pedir un destino en Madrid, ya era demasiado tarde para las exigencias de la primera hora y, además, es probable que el orgulloso Eduardo hubiera pisado algún callo de franquistas sensibles. En la foto veo la decepción, tanto íntima como por el entorno sociopolítico, el sentimiento de que se ha equivocado y ese error ya no tiene remedio. Los rasgos afilados del rostro, la mirada apática, pero, sobre todo, es la mano izquierda, casi exánime, la más clara representación de esa especie de renuncia íntima. No obstante, había que seguir viviendo y haciendo lo que se ha de hacer, aunque ya no se crea en ello. En primer lugar, casarse de nuevo.

Y ya la última, también ésta una foto de estudio (puede leerse el nombre en la parte inferior izquierda), ahora de mediados de los sesenta, algo más de veinte años después de la anterior; demasiado tiempo ha pasado, el hombre es casi un anciano, de hecho le quedan unos diez años de vida. Sin embargo, no lo veo tan viejo para como aparece en mis recuerdos infantiles: ¿tendrá la fotografía algún retoque? En todo caso, también ésta debe tener un motivo celebratorio, la jubilación, tal vez; eso explicaría el uniforme, esta vez más discreto, más "de diario", pero qué sé yo … Sonríe Eduardo y casi parece hacerlo desde el corazón, puede que hubiera encontrado un benigno equilibrio interior; hasta los ojos, pese al engañoso efecto de la diferencia de tamaños debido al tremendo culo de botella que era su lente derecha, hasta los ojos parecen contentos, sobre todo si los comparamos con las tres fotos anteriores. La frente casi igual de despejada que cuando era un chaval veinteañero (apenas perdió pelo, de él no me viene mi calvicie) y el mismo peinado que llevaba al acabar la guerra; hasta un ligero aire de coquetería me parece adivinarle, a él, tan enemigo de las veleidades frívolas. Si acierto y esta imagen corresponde a su jubilación sería a partir de entonces cuando empezaría a construir el tren eléctrico que me regaló hacia mis diez u once años; era espectacular: un circuito ferroviario a través de un paisaje cambiante, con sus estaciones y la máquina y los vagones, todo embutido en una caja de uno y medio por uno y medio que se tapaba con un tablero para convertirse en mesa. Pese al regalo, tan espectacular en aquellos tiempos, no recuerdo que lo quisiera demasiado. Tampoco él supo demasiado bien cómo acercarse y dar afecto a sus nietos en sus demasiado formales visitas a casa. Casi ni nos conocimos entonces y ahora, cuando lleva treinta y cinco años muerto dedico unos ratos largos a mirar los rostros que tuvo y a evocarlo.


Dile a la Vida - Alfredo Zitarrosa (Mis 30 mejores canciones, 1998)

viernes, 10 de junio de 2011

Quienes se dicen poetas

Escucho una canción de Vecchioni de 1975 dedicada a los poetas; él, por descontado un poeta, recita una ácida crítica a esos "profesionales" de la poesía (cabría generalizarla a todos los "intelectuales profesionales"), quienes se arrogan el título de poetas y, con ello, presuntos derechos monopolísticos sobre la poesía, sobre la visión poética de la realidad, y quienes, además, se creen merecedores de honores y lisonjas por ser ellos tan importantes, tan necesarios. Los poetas han visto la guerra con ojos ajenos y tanto han vivido los dolores que escriben llorando (con una cebolla al lado) mientras remojan sus barbas en el vino que les sirven. Los poetas son libres, sí, aunque se arrastren ante reyes y cardenales; los poetas repiten siempre que somos todos iguales mientras fantasean lo que harán el día que les entreguen el Nobel. Los poetas son litros de licor bebidos por aburrimiento para así poder escribir palabras por la mañana mientras se imaginan niñas desnudas que salen del colegio y les dan la mano ...


I Poeti - Roberto Vecchioni (Ipertensione, 1975)

Cinco años después, Pierangelo Bertoli, compone otra canción con el mismo título y muy similar temática. Bertoli era comunista (no sé si también Vecchioni, pero en los setenta el PCI era el partido que albergaba a la gran mayoría de la intelectualidad italiana) y repite, quizá menos metafóricamente (o sea, menos veladamente), similares acusaciones a esos individuos fatuos que debían poblar los círculos intelectuales. Los poetas van a concursos donde ganan con mentiras medallas de oro y te explican que son ellos los poetas. Los poetas son hombres cansados que se levantan a mediodía y desayunan café con leche y huevos que les prepara su mamá. Los poetas no pagan peajes, fingen que entienden algo cuando hablan del valor pero si hay que luchar se esconden en el bar. Los poetas tienen secretos que no revelan a nadie: las fórmulas para vender humo; tienen ese aire astuto que es un privilegio de los artistas. Los poetas son el sol que calienta las esperanzas de los desesperados, aunque ellos no dan ni golpe.


I Poeti - Pierangelo Bertoli (Certi Momenti, 1980)

Oyendo estas dos canciones italianas me viene al recuerdo el poema que Rafael Alberti escribió en el 53 y que popularizaron los Aguaviva en los primeros 70: Balada de los poetas andaluces de hoy. Desde el Río de la Plata el gaditano exiliado se quejaba del silencio en el que se perdían las voces de los poetas andaluces y les reclamaba que cantaran alto, que llevaran su poesía a los hombres, al pueblo. Obviamente, para Alberti, también comunista, la poesía había de imbricarse en la realidad y, en ese sentido, quiero imaginar que compartiría las críticas a los "profesionales" de los cantautores italianos (hechas, además, cuando él vivía en Roma, así que no sería extraño que escuchase dichas canciones). Sin embargo, los textos de los italianos parecen sugerir que nada cabía ya esperar de los poetas, que quienes ostentaban (se apropiaban) de ese nombre carecían de cualquier fuerza revulsiva. En cambio Alberti, veinte años antes, no sólo no renegaba de los poetas, sino que les reclamaba que insistieran en su misión. Y supongo que todavía en los setenta seguiría pensando así, seguiría considerando que, al menos en España, los poetas debían alzar su voz. Ciertamente, por esos primeros setenta la poesía, los poemas musicados, fueron vehículos para expresar el deseo de que las cosas cambiaran, y así el éxito de ese famoso disco de Aguaviva y la visita de la banda al poeta en su exilio romano. Mis padres tenían el LP, junto con otros cuantos que entonces se etiquetaban como "canción protesta" y que guardaban con cierto aire de trasgresión (y mis padres no eran en absoluto conspiradores antifranquistas). A principios de quinto de bachillerato (año 1973), fui sacando de extranjis estos discos para grabarlos en cassette en el equipo de un amigo; el de Aguaviva era uno de los que más valorábamos por entonces, un grupito de críos de veleidades rojillas.


Pero la denuncia de los poetas acomodaticios y ajenos a la realidad (que no es la de Alberti sino la de los dos cantautores italianos citados) tiene un antecedente ilustre que no es otro que Atahualpa Yupanqui quien, probablemente por fechas no muy lejanas de las que fue escrita la balada albertiana (y en parajes tampoco muy lejanos) compuso la canción El Poeta, en la que interpela airadamente a uno de esos "profesionales" retratados por Vecchioni y Bertoli. Crees que eres distinto porque te dicen poeta y de tanto mirar la luna ya nada sabes mirar; vive junto al pueblo, no lo mires desde afuera; vete a mirar los mineros, los hombres en el trigal y cántales a los que luchan por un pedazo de pan.


El Poeta - Atahualpa Yupanqui (Soy Libre Soy Bueno, 1968)

Tengo la impresión de que en estos tiempos de "derechos de autor" seguramente proliferarán más que nunca esos poetas denunciados por don Ata. Casi pareciera que autoproclamarse poeta (o autor, ya puestos) es un primer paso para dejarlo de ser. No casan demasiado con esos retratos críticos las almas de poetas a que alude la estupenda Mariza en su canción de 2002: las almas de los poetas andan perdidas en la vida como las estrellas en el aire; sienten gemir al viento y escuchan llorar a las rosas. En todo caso, suscribo plenamente (y apasionadamente) los famosos versos de Celaya: poesía necesaria, como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto ... Sí, sin duda es necesaria la poesía, aunque sobren muchos que se llaman poetas.

lunes, 6 de junio de 2011

Cartas de amor

Como Pessoa, crees que no es vivir lo importante sino crear, soberbia diabólica. Y te esfuerzas por construir un universo nacido de tus delirios; un universo en el que las cosas están fatigadas de ser y doloridas. Buscas la inspiración en las estrellas y no comprendes que están muertas, no adviertes la tristeza de su brillo inútil, de su brillo lejano. Te lo tomas todo muy en serio, claro, tanto que ni pensar en el amor, ese sentimiento ridículo, del que no cabe sino reírse desdeñosa, compasivamente.

No entiendes nada. No entiendes que hay más vida en la más nimia de las chácharas que en todos tus textos ampulosos. Has olvidado que había más verdad en aquellas cartas que alguna vez escribiste, hace ya tantos años, y que hoy te parecerían ridículas. Y sin embargo, que las hayas escrito es lo único que te redime, lo único que puede albergar el hálito de tu esperanza. En cambio, preferiste soltar sus manos y decirle cualquier excusa tonta para dejarla, para poder dedicarte a tus labores serias …

Llegará un día (o eso espero, por tu bien) en que comprendas. Entonces volverás a escribir de amor, incluso a escribir cartas de amor. Hasta puede que te atrevas a hacer algo más que escribir; o sea, a tocar, acariciar, besar. Entonces, ese día, te darás cuenta de que sólo con el amor, sintiéndolo, puedes entender y ser, sobre todo ser. Sabrás entonces que no hay que tener nunca miedo al ridículo, que no importa que se rían los hombres serios y grises de este mundo, porque son ellos, quienes nunca han escrito cartas de amor, los que de verdad son ridículos.

Que te llegue ese día, que no te ocurra como a mí. Que no añores recuerdos de viejas cartas de amor, hasta de aquéllas que empezaste mentalmente y no pasaste al papel porque te parecieron ridículas. Que no te vengan los arrepentimientos cuando sea demasiado tarde. Que no digas: ojala estuviese a tiempo; si todavía tuviese tiempo para poderlas escribir …



PS: Por supuesto, este post alude al famoso poema de Pessoa "Todas as cartas de amor são ridículas" que me abstengo de copiar porque es facilísimo encontrarlo en la red. Pero el motivo concreto ha sido la canción de Roberto Vecchioni que podéis escuchar (y ver) en el video supra. Vecchioni hace una interpretación musical del poema de Pessoa y yo, obviamente mucho más limitado, hago mi propia versión plagiando descarada y libremente al cantautor italiano. La letra original de la canción, aquí.

sábado, 4 de junio de 2011

Demasiada gente

Hay demasiada gente. La frase le martillea machaconamente el cerebro: Hay demasiada gente. No consigue anular su eco y tanta repetición mental está a punto, lo nota, de producirle una crisis de ansiedad. La verdad es que sí, que hay mucha gente, demasiada. Pero no más que la que siempre ha habido, así es el mundo que me ha tocado vivir, un planeta superpoblado, se dice Jokin, al fin y al cabo llevo toda mi vida apretado entre demasiada gente, se supone que estoy adaptado a la hiperdensidad demográfica, ¿a qué vienen entonces estas ansiedades?

Jokin se dirige al Centro Judicial de su distrito, a verificar la jornada de MZS-23, su tutelado. Camina por el canal 4, senda pavimentada de primer orden; o sea, más de cuarenta metros de ancho y veinte carriles. Va por uno de los peatonales de velocidad media-alta, manteniendo sus zancadas al ritmo constante de 5 kilómetros a la hora, perfectamente sincronizadas con las del tipo de delante, un hombre que andará en la sesentena (no suelen verse tipos tan viejos por estos carriles), consciente de la pareja que se acompasa a su ritmo justo detrás, dos chavales veinteañeros que caminan abrazados, copando el carril en flagrante violación de la tercera norma de tránsito (me encantaría que pasara un inspector y les cayera una sanción, pensó Jokin, pero cada vez se ven menos inspectores; al menos espero que su tutor valore esta gamberrada). El canal, por supuesto, está a tope, pero eso no es ninguna novedad. Ya no, pero hace tiempo, mientras caminaba, se entretenía calculando la cantidad de gente que circulaba en ese momento por la red viaria de la ciudad. Las cifras casi siempre le salían muy parecidas, pero es que, claro, apenas cambiaba la densidad media, siempre cercana al valor de saturación. Una persona por metro lineal, carriles de dos metros, cada tres personas otra adelantando por la izquierda; las dimensiones superficiales se basan sólo en estimaciones a partir de sus propias observaciones (los mapas están prohibidos): unas ocho mil seiscientas hectáreas la ciudad, un 38% ocupado por la trama de calles. Dando unos márgenes de holgura, a Jokin le salía que casi veinte millones de personas estaban caminando por los canales urbanos al mismo tiempo que él. A partir de ahí, si suponía que, como él, todos los habitantes tenían debrecho (deber y derecho a la vez) a noventa minutos de tránsito diurno, y sumando un porcentaje de habitantes especiales (habría funcionarios del Gobierno, aunque nadie sabía si existía y, de ser así, cómo era su organización), Jokin aventuraba que la ciudad rondaría entre los 150 y los 200 millones de residentes, una densidad media por encima de 2 millones de habitantes por kilómetro cuadrado.

Las ciudades más densas del planeta a mediados del siglo XXI, fecha de la que datan las últimas publicaciones en papel, rozaron apenas los 3.000 habitantes por kilómetro cuadrado (esto Jokin lo sabe por su trabajo en la biblioteca del distrito); recuerda un editorial del New York Times: el redactor clamaba contra el insoportable agobio del exceso demográfico en Manhattan. Insoportable, Jokin se sonríe, y todavía había vehículos por la calles y los edificios dejaban enormes espacios libres entre ellos y apenas unos pocos pasaban de las cien plantas; ¿qué diría ese buen señor si viviera hoy? Intuye Jokin que, además, las dimensiones de su ciudad no son un caso singular, ni siquiera piensa que sea de las más populosas que pueda haber en el planeta. Por supuesto, no tiene ni idea de cuántas otras ciudades hay; por no saber, ni siquiera sabe en qué parte del mundo se encuentra (por lo que ha leído en las enciclopedias del XXI piensa que debe estar en algún punto de la Europa mediterránea, pero es difícil estar seguro; hoy en día todo lo que se percibe, incluyendo el clima, esta manipulado, artificializado). No obstante se atreve a aventurar: el mundo a mediados del XXI rondaba los siete mil quinientos millones de habitantes; elucubra que haya habido un proceso de concentración demográfica en menos pero mucho más densas ciudades. Toma como referencia el área metropolitana neoyorkina, que es de la que ha obtenido más bibliografía: si la población del estado de Nueva Jersey y de la parte sur del de Nueva York, unos treinta millones de personas en el 2048, se concentraran en una ciudad equivalente proporcionalmente a ésta en la que vivo, entonces mi ciudad correspondería a un 0,4% de la población mundial, y ésta, por tanto, de unos cincuenta mil millones. A Jokin le hace gracia imaginar lo que habrían pensado de esta cifra los terrícolas de hace apenas tres generaciones: les resultaría inconcebible, seguro.

Y, sin embargo, será porque siempre he vivido así, a mí, salvo algunos momentos de ansiedad, no me parece raro. En todo caso, quizá mis cálculos yerren demasiado. Qué sé yo de lo que hay fuera de los muros del perímetro urbano: nunca he salido y no es previsible que lo haga en toda mi vida. Pero tengo el pálpito de no andar muy desencaminado; la imagen que me hago del planeta se me antoja bastante verosímil. Una población en torno a los cincuenta mil habitantes concentrada en su casi totalidad (habrá quienes se tengan que ocupar de los espacios no urbanos) en ciudades no muy distintas a la mía, pongamos entre 200 y 300. Tomando el tamaño de esta ciudad como media, la superficie urbana mundial apenas cubrirá un 0,03% de la total terrestre, y eso considerando una razonable reducción de la extensión de la tierra firme a causa de la subida del mar, que ya habían advertido a mediados del XXI. Por más que a Jokin le parece que hay más que suficiente proporción de suelo no urbanizado, le fallan algunos aspectos. El suelo agrícola, por ejemplo. En el 2025 un tercio de la superficie terrestre era potencialmente agrícola; por más que ahora se hayan aumentado y puesto en producción los terrenos cultivables, los índices de productividad tendrían como mínimo que haberse septuplicado respecto al siglo XXI para dar de comer a toda la población actual, y un incremento tan brutal a Jokin, de rigurosa formación numérica, le parece difícil de admitir. No obstante, hay rumores de inmensos campos de cultivos en varios niveles y también que gran parte de los menús estándares que se proporcionan en las gastrotecas son de origen sintético (gran invento las esencias saporíferas, sin duda).

Hacer cálculos mientras camina es algo que a Jokin le relajaba, le hacía más llevadero mantener el ritmo. Era algo automático, que no le hacía descuidar la atención a la marcha ni le provocaba tropezones de catastróficos efectos cuando el flujo se ralentiza o cuando, como ahora, el de delante, ese sesentón que bastante ha aguantado ya por el carril de velocidad media-alta (5 kilómetros a la hora) aprovecha una abertura de escape a la derecha para pasar al carril adyacente, el de velocidad media (4 kilómetros por hora): seguro que se ha cansado o quizá no, quizá es que le falte poco para su destino y comience la desaceleración carrilera. Pero ya no, lo de hacer cálculos, ahora Jokin prefiere no pensar, sólo imaginar cielos azules, como los de sus sueños, y controlar su respiración, inspiraciones profundas, espiraciones lentas. Eso hace Jokin mientras camina, como esta tarde, como ahora, cuando todavía le queda un buen rato (en minutos) o un buen trecho (en kilómetros) hasta llegar al acceso B2 del Centro Judicial. Pero antes, dentro de unos siete minutos y medio (o de algo más de 600 metros, si se prefiere), ha de dejar la ruta 4 y pasar a la 23, un canal de segundo orden, que Jokin opina que deberían haberlo calificado de tercero pues sólo tiene ocho carriles, aunque es verdad que cuenta con dos de bandas motrices, que se agradecen, más porque aligeran la percepción de agobio que en la ruta 23 es especialmente notoria. Así que Jokin, toma la siguiente abertura a la del sesentón y luego la siguiente y luego ya se mantiene caminando despacio unos cuantos metros hasta que llega a la que desciende hacia la ruta 23 en sentido oeste y baja las escaleras para incorporarse al carril lento de este canal, para empezar a ir cambiando hacia la derecha hasta situarse como todo un señor en la banda motriz (le bajará el crédito de su chip, pero se lo puede permitir) y así disfrutar de unos minutos de descanso. Antes, ya no, aprovechaba las bandas para otro de sus entretenimientos: contabilizar las ventanas de los edificios de vivienda y estimar las densidades habitacionales de su ciudad. Los resultados confirmaban siempre la misma conclusión: hay demasiada gente.


Gente Metropolitana - Pierangelo Bertoli (Oracoli, 1990)

jueves, 2 de junio de 2011

La muerte de Rino Gaetano

Hoy hace treinta años que murió Rino Gaetano, un cantantautor que, en mi opinión, fue el ejemplo más interesante de la producción musical italiana de la década de los setenta. Combinaba textos cargados de poesía absurda e irónica con arreglos musicales bastante más elaborados y sugerentes que los habituales del género por aquellos años. Había nacido en Crotone, ciudad calabresa fundada por los aqueos (ahí nació el médico pitagórico Alcmeón en el siglo VI antes de Cristo) en una familia humilde. Con diez años, se mudan a Roma, donde el padre, un hombre con problemas cardiacos, consigue trabajo de portero. Desde muy crío se entusiasmó con la música y cantaba, tocaba la guitarra y empezaba a componer, para disgusto de los padres, de mentalidad tradicional y provinciana. Pero la vocación, cuando existe, no se puede parar y tras diversas peripecias actúa en el Folkstudio (el más importante templo romano de la vanguardia musical e izquierdosa durante los sesenta y setenta) y es "descubierto". Empieza pues su carrera comercial en 1973 que comprenderá la escasa cifra de 6 albumes de larga duración. Con "Ma il cielo è sempre più blu" y sobre todo "Gianna" (que cantó en el Sanremo de 1978, pese a su oposición ideológica a ese famoso festival), alcanzó bastante éxito popular, si bien nunca llegó a ser masivo. Pasados tantos años desde su muerte, las canciones de Gaetano siguen teniendo un público apasionado en Italia; incluso hay quien opina que ahora se entienden mucho mejor que en vida del autor. Yo apenas hace un mes que he empezado a interesarme por la obra, vida y milagros de Rino (conocía algunas canciones, pero poco más), así que no soy nadie para pronunciarme, pero sí tengo la impresión de que sus textos son perfectamente aplicables a la Italia berlusconiana (y tampoco chirrían demasiado en nuestro entorno sociopolítico).


La noche del 1 al 2 de junio regresaba a casa de sus padres con quienes vivía conduciendo su coche, un Volvo 343, cuando en la Via Nomentana se sale de la calzada y choca contra un camión que circulaba por el sentido contrario. Parece que la ambulancia acudió enseguida y lo recogieron vivo pero extremadamente grave. Y entonces ocurre lo que hace inexplicablemente extraña la muerte de Gaetano: la ambulancia se llega hasta a cinco hospitales y en todos le deniegan la atención; en el camino hacia el sexto Rino muere. Il Messaggero de Roma del miércoles 3 de junio lo remarcó así en titulares: "Trágico fin al alba del «cantautor impertinente» / Rino Gaetano muere estrellándose con su coche: como Buscaglione". Y la breve crónica decía: "Rino Gaetano ha muerto al alba de la mañana de ayer como Fred Buscaglione, en un espantoso accidente de tráfico. El cantautor volvía a su casa por la vía Nomentana cuando, poco antes de las 4, su coche, debido a causas todavía no aclaradas, se salió de la calzada. El auto quedó a contramano en el otro carril mientras en sentido contrario llegaba un camión. El choque fue violentísimo y el coche de Gaetano quedó convertido en un amasijo de latas. El cantautor, con graves lesiones en el cráneo y en el resto del cuerpo fue llevado al Policlínico en estado de coma, y murió una hora después, sin que se pudiera encontrarle una cama en ningún otro hospital que tuviera una sección de traumatología craneal. Rino Gaetano tenía 31 años".

En realidad, salvo que todas las fuentes que he consultado sean erróneas, todavía no había cumplido los treinta y uno, pero esa posible errata es lo de menos. Lo llamativo es que no lo atendieran en cinco hospitales, algo que, sin duda, debería haber requerido una investigación qué despejara los motivos de tan grave y repetida incompetencia. Pues parece que nunca se aclaró este misterio y todavía hoy se sigue elucubrando sobre lo que pasó esa madrugada romana con el joven e "impertinente" cantautor; y subrayo este calificativo que le da Il Messaggero, porque ahí radica una de las fuentes de una teoría bastante extendida sobre su muerte: la de que fue resultado de una conspiración criminal. Rino Gaetano era ciertamente un personaje incómodo para muchos, y la mayoría de estos teóricos enemigos se asentaban en los círculos del poder político y económico. Al joven calabrés le encantaba ser "políticamente incorrecto" y sus boutades, más de una vez, molestaban a quienes no se tomaban a bien ser molestados. El ejemplo más conocido es la canción Nuntereggae più (que puse en el post del pasado 23 de mayo), en la cual denuncia la corrupta vida italiana citando a veintisiete personajes reales; uno de ellos, el conocido presentador televisivo Mauricio Costanzo, en su programa, expresó claramente su malestar burlándose repetidamente del cantante y prediciendo que su próximo éxito sería una canción copiada de las páginas amarillas. Por cierto, este Costanzo, como puede oírse en el video de ese programa que acompaño, al acabar Rino de cantar dice que, durante la canción, un pez ha intentado sucidarse, pero eso debe ser algo normal entre peces … Se está refiriendo al acuario que tienen delante (y que daba nombre al programa) pero también podría interpretarse como que estaba lanzando una velada amenaza a Gaetano …


A Rino Gaetano pues lo habrían matado para quitárselo de en medio. Por supuesto no hay ninguna prueba que avale esta hipótesis, pero así es como tiene que ser si se acepta que el asesinato fue ordenado por una mano negra todopoderosa que controlaba las más altas instancias del poder italiano (y mundial incluso). Tan omnipotentes criminales han de tener recursos para conseguir que el coche del cantante se salga de la calzada y se empotre contra un camión que venía por el otro sentido; ¿o quizá parece demasiado difícil? Será casualidad (y luego citaré unas cuantas más) pero pocos días antes Rino, esta vez acompañado de un amigo, había tenido un accidente muy similar del cual ambos salieron milagrosamente ilesos, pero el coche quedó completamente destrozado. Casi como retando al destino (o a los asesinos secretos) el cantante se compró otro exactamente igual. Lo que no parece tan difícil, si se admite la teoría conspiratoria, es que ninguno de los cinco hospitales a los que se acudió negaran la asistencia. En todo caso, que después de treinta años no se haya aclarado a ciencia cierta esta múltiple negligencia es probablemente el pilar más firme de quienes sospechan de manos negras. Hay otra coincidencia desconcertante en esta historia: se trata de la letra de una canción del propio Rino, la ballata di Renzo, en la cual cuenta la muerte de un amigo al cual atropellan y llevan sucesivamente a tres hospitales sin que en ninguno lo acepten ("… fueron al San Camillo y allí no lo aceptaron puede que por el horario; luego al San Giovanni y allí no lo quisieron porque estaban en huelga; era ya el alba cuando llegaron al Policlínico, pero de ahí lo echaron porque faltaba el subdirector …") Lo curioso es que esta canción, compuesta en 1970, nunca fue publicada y sólo hace unos años, bastante después de la muerte de Rino, ha sido conocida. Lo primero que a uno se le ocurre es que Gaetano, subconscientemente quizá, tuvo un presentimiento de su propia muerte (tan exacto como que la ambulancia fue a los tres hospitales citados en la canción). En otra interpretación, la de los teóricos de la conspiración, de coincidencia nada; que los asesinos, en una cruel burla, quisieron que su letra resultara profética; lo cual hace pensar que tenían acceso al círculo de Rino, que conocían esa canción.


La Ballata di Renzo - Rino Gaetano (Live&Rarities, 2009)

Un bloguero italiano señala como responsable de la muerte de Rino Gaetano al grupo masónico de la Rosa Roja (la Rosa Rossa), una organización casi todopoderosa en Italia que son parte de los famosos Rosacruces. Son abundantes las muertes atribuidas a los Rosacruces, normalmente de personajes pertenecientes a su círculo (o favorecidos por ellos) que luego han pretendido desligarse de sus compromisos. Algo así le habría ocurrido, según este bloguero, a Gaetano y en apoyo de esta hipótesis aporta un buen número de "coincidencias" que resultan cuando menos curiosas. Entre ellas, cita unas cuantas letras de canciones que habrían de interpretarse como alusiones veladas a los símbolos masónicos así como otras tantas declaraciones enigmáticas que hizo el cantante en vida y de las que cabe deducir que sabía lo que le podía pasar y que esperaba que en el futuro se entendiera el mensaje de sus canciones. Naturalmente todas estas interpretaciones "encajan" a posteriori; es decir, sólo si se parte de la relación de Rino con la masonería se "ven" los correspondientes significados. De otra parte, no prueban nada, lo cual no quita que sean coincidencias curiosas que requerirían alguna explicación; en todo caso, como toda teoría conspiratoria, una lectura entretenida.

Un último asunto extraño relacionado con Rino Gaetano es el telefilm de su vida que la RAI emitió en febrero de 2008. Como había encontrado varias referencias muy críticas a esta producción, me lo bajé y lo he visto este pasado fin de semana (como película es bastante mala). El retrato que hacen del cantante es, a mi modo de ver, bastante poco favorecedor: lo pintan como un tipo de tendencias autodestructivas que, pese al éxito que obtiene, se empeña en estropear las relaciones con sus amigos, incluyendo a su novia y una amante; de tal forma que su muerte (que no llega a aparecer porque la peli acaba justo el día antes) se nos presenta como la consecuencia lógica de un proceso de deterioro con alcoholismo incluido: casi como si fuera un suicidio. En la página de la RAI dedicada a esta producción, el director, Marco Turco, dice textualmente: "En el trabajo de investigación y documentación sobre la vida de Rino Gaetano … hemos leído todas las biografías y entrevistado a decenas de personas entre colegas, colaboradores, amigos y familiares; si hubiésemos tenido que seguir la versión de cada uno de ellos habríamos tenido que escribir decenas de historias distintas. Cada uno guarda en su memoria su Rino personal y es justo que así sea. El film no es pues una reconstrucción documental de los acontecimientos de la vida del cantautor calabrés sino, reelaborando y a veces inventando, como exigen las reglas de la ficción, intenta devolver al público la "diversidad" de Rino. Al hilo de sus canciones e imaginando los distintos estados de ánimo que había detrás de esos textos, se narra la esencia de un joven antihéroe, su pensamiento, su alma y su música. Se puede decir que en el film no está la realidad biográfica de Rino Gaetano, pero sí está su verdad".

Tremendamente presuntuosa esta declaración, ¿verdad? Grandilocuentes palabras, pero falsas y, a mi juicio, tremendamente peligrosas si se asumen (tal como parece que hace este señor) como ideario artístico. La ficción "exige" inventar y falsear los hechos para, con su lenguaje, descubrir "la verdad", mejor que la que nos proporcionaría la ajustada descripción de los acontecimientos biográficos. Volvemos al asunto que ya traté en el post anterior y, por tanto, no me queda sino repetir mi posicionamiento claramente contrario a estas paparruchadas. Máxime cuando, como en el caso de este telefilm, se descubre la voluntad manipuladora de director y guionistas: cretinos telespectadores lobotomizados, no os molestéis en investigar por vosotros mismos quién y cómo fue, qué hizo Rino Gaetano, que yo os lo cuento y de manera tal, además, que recibáis el mensaje de moralina edulcorada; besitos a todos. Yo naturalmente no puedo opinar sobre qué tanto se parece el personaje Rino Gaetano de la RAI al Rino Gaetano real; pero su novia de entonces y su hermana sí, y dicen claramente que no ése no era el Rino que conocían y querían; que el hermano y novio era un tipo alegre, para nada depresivo y alcohólico como lo pintan en la ficción. Asumamos, aunque no me lo crea, que en todo caso la descripción del carácter pudo ser muy distinta según las fuentes consultadas. Pero lo que no me parece admisible es cambiar los hechos, desde los más nimios hasta los más importantes. El coche que tiene Rino en la serie no es un Volvo 343, el cantante no vivía en una casa propia muy lujosa sino que seguía en la portería con sus padres, no había roto con su novia (quien por cierto no se llamaba Irene sino Amelia) sino que se iban a casar en pocos días, no era hijo único sino que tenía una hermana … Casi dan ganas de dar crédito a los defensores de la teoría conspiratoria cuando sostienen que esta producción obedece a denigrar el recuerdo del cantante y enterrar el interés por su misteriosa muerte.


Solo con Io - Rino Gaetano (La Storia, 2001)

En fin, en todo caso, era un tío muy interesante, de una gran creatividad y sentido crítico y que seguro habría aportado muchas más buenas piezas al cancionero popular italiano. Una pena. Por mi parte, recomiendo escuchar sus canciones (abundan los videos de las más famosas en la red). Esta última que subo es de las menos conocidas (la compuso en el 79 pero no se publicó hasta después de su muerte en un disco recopilatorio) y con una música divertida nos da, en simpáticas pinceladas irónicas, un autorretrato agridulce. Aunque no tenga tintes políticos, me parece un buen ejemplo del "estilo Gaetano": el empleo inteligente de la irreverencia bromista como arma eficaz de denuncia o, al menos, de "destape" de tantas cosas que olían mal en la Italia de sus años.