sábado, 30 de junio de 2012

Sobre lengua y nacionalismos

A Lansky, Vanbrugh e Ire

La lectura del reciente post de Lansky y, sobre todo, el seguimiento de los comentarios me ha hecho recordar viejas lecturas (y también viejas discusiones) sobre el reiterativo y sin embargo inagotable asunto de las identidades colectivas, las lenguas, los nacionalismos y demás cuestiones enlazadas. Ciertamente, como bien asevera Lansky, parece que los ejemplares de nuestra especie sienten la necesidad de enraizarse (¿estará en los genes?) y esa pulsión instintiva llevaría a la adscripción a la tribu, la vinculación emocional al terruño, el apego a tantas peculiaridades de la cultura propia, etc. Todos ellos factores debida y machaconamente aprovechados por los nacionalismos que nunca históricamente han sido inocentes pues como numerosos autores se han cansado de demostrar (recomiendo empezar por el Naciones y nacionalismo de Hobsbawm) obedecen, al fin y al cabo, a intereses egoístas de poder. Claro, me dirán, ¿qué movimiento político no? Verdad, pero lo que me hace especialmente antipáticos los nacionalismos (por más que sea ésta una generalización que para ser justa debería matizarse), es su intrínseca voluntad manipuladora (en beneficio de unos pocos) de las emociones más primitivas y burdas de los paisanos, con el consiguiente llamamiento a instintos que para mí radican en nuestro lado oscuro. En un comentario pasado me decía Vanbrugh que cree incompatible que haya nacionalistas inteligentes y honestos; esta frase tan sintética lleva implícita la división en dos tipos de las personas que componen los movimientos nacionalistas: los dirigentes inteligentes y deshonestos (quienes no creen de verdad en lo que predican, pero saben que les es útil) y los acólitos deshonestos y poco inteligentes (o sea, los que creen que existen entidades abstractas colectivas, por ejemplo las patrias, por encima de los individuos y que son incluso sujetos de derechos). Por supuesto, esto no impide que, como han matizado algunos comentaristas del post de Lansky, haya posiciones nacionalistas (porque el término es ampliamente difuso) con las que pueda simpatizar, comprendiendo las mismas como estrategias de acción coyunturales, aunque no pueda evitar una sensación de desagrado ante los esencialismos que siempre subyacen en las mismas.

Ahora bien, aún admitiendo que la tendencia del ser humano a adoptar identidades colectivas que derivan hacia la vinculación de los individuos a grupos celosos de su carácter diferenciador (respecto de los otros grupos, pero homogeneizador en el interior del mismo), en mi opinión (y creo que Vanbrugh vino a manifestar la misma) ello no implica que esa pulsión biológica debamos considerarla buena. De hecho, en gran medida, el progreso de nuestra especie (lentísimo en los aspectos de fondo) supone reprimir o intentar transformar esas tendencias naturales, si bien con frecuencia lo que hacemos es legitimar desde constructos filosóficos esas pulsiones (lo de que si no vives como piensas acabarás pensando como vives). En nuestros días tengo la impresión de que predominan los impulsos en esta segunda línea, pero si lo vemos históricamente (al menos en Occidente) no es algo de muy larga ni ejemplarizante tradición. Yo diría que las raíces filosóficas datan apenas del romanticismo alemán y su invento del Volkgeist como reacción frente al utópico racionalismo universalista de la Ilustración. De esa semilla nacería en España el sustrato ideológico del carlismo y luego los nacionalismos peninsulares y (reactivamente) el nacionalismo español, por más que ambas posturas se volcaran a ejercicios manipuladores de la historia para encontrar en la lejana Edad Media los gérmenes inmutables de las diversas almas nacionales. Porque –no nos engañemos– difícilmente entendería un habitante del territorio que hoy llamamos España anterior a los finales del XVIII las connotaciones que luego tuvieron afirmaciones como "ser (o sentirse) español, vasco o catalán". Toda esa parafernalia ideológica nacida de los cerebros atormentados de unos cuantos alemanes, si bien maravillosamente fecunda en el terreno de las artes, se convirtió en el sustrato justificativo de la construcción nacional en todo el mundo y, reconvirtiéndose lampedusianamente durante los dos últimos siglos largos, sigue vigente hoy en día. Pues bien, esta tendencia natural de nuestra especie a la que me estoy refiriendo y todas las construcciones ideológicas que no hacen sino legitimarla, a mí no me gustan, simplemente (ejerzo mi derecho individual a tener mis propios gustos y hasta a declararlos).

Por el contrario, puestos a recurrir a las tan cómodas como engañosas dicotomías, me siento mucho más a gusto en el lado de quienes, a lo largo de la historia, han propiciado la universalidad frente a los particularismos grupales, incluso en tema tan espinoso (respecto del cual reconozco albergar sentimientos encontrados) como el de las lenguas. Afirma Ire en el post de Lansky que "Francia viene ejerciendo una acción de barrido sistemático de sus lenguas regionales –el bretón, el catalán, el alsaciano, etc–" y no miente; obviamente esa política lingüística (que dudo que sea tanta en la actualidad) no le gusta ni tampoco a mí, en tanto implica medidas coercitivas sobre el derecho de los individuos (bretones, del Rosellón, alsacianos, etc) a hablar lo que les dé la gana. Ahora bien, también se recurre a medidas coercitivas cuando de lo que se trata es de "salvar" una lengua amenazada y eso en la actualidad no nos parece malo. El argumento más socorrido es el cultural: una lengua es un valioso elemento del patrimonio cultural y por tanto estamos obligados a conservarla. Cabría contestar que el latín, una muestra de patrimonio cultural difícilmente igualable por cualquier idioma moderno, ya no se habla (salvo entre cardenales cuando se cuentan a hurtadillas chistes verdes) y, sin embargo, no se ha perdido. Es decir, no se perdería el euskera si en el País Vasco dejara de hablarse; simplemente los habitantes de mi tierra natal se comunicarían en otra lengua. Eso sí –y aquí radica el quid de la cuestión que deja el argumento cultural como una falacia hipócrita– los vascos perderían una seña de identidad (uno de los componentes fundamentales de su Volkgeist, que diría Herder) y el nacionalismo vasco el principal motivo para esgrimir su esencialismo diferencial. Y es que lenguas ha habido (y sigue habiendo) multitud en la historia de nuestra especie y muchas se han muerto, en algunos casos por motivos coactivos y en otros sencillamente de modo natural. Por ejemplo, el propio idioma vasco (que, como cualquiera con una mínima cultura sabe, era el que toda la humanidad hablaba antes de Babel) sobrevivió a duras penas frente al latín, a diferencia de las restantes lenguas peninsulares, y durante toda la Edad Media fue progresivamente decayendo en número de hablantes. ¿Se debió esa agonía a la represión del centralismo castellano? No negaré que hay abundantes ejemplos de medidas coercitivas contra esa "lengua nativa", pero sólo desde una ceguera voluntaria puede sostenerse que el abandono del vasco por muchos hablantes se debiera predominantemente a las mismas. La mayoría de los euskaldunes optaban libremente por aprender castellano (o francés) y educar en él a sus hijos por el evidente motivo de que ese idioma les daba más posibilidades de mejorar sus condiciones de vida. Y no creo errar demasiado si generalizo este mecanismo como común a todos los procesos de decaimiento de las lenguas minoritarias incluso en sus propios territorios nativos. Claro que para la mística victimista de muchos nacionalismos es bastante más atractivo culpar al Estado agresor correspondiente. Por cierto, muchísimos vascos durante la monarquía de los Austrias no tuvieron ningún inconveniente en reclamar su hidalguía originaria en tanto vascos (eran tiempos en que mucho importaba la limpieza de sangre) para, en perfecto castellano, casi monopolizar los puestos burocráticos de la administración imperial; en esos momentos el hecho diferencial no lo esgrimían para salvaguardar su lengua milenaria (que les importaba un ardite) sino para medrar en España. Cuando sus intereses (los de los poderosos, claro) ya no encontraban tan buen acomodo en la España empobrecida de los Borbones surge primero el carlismo (reaccionario a más no poder) y luego el nacionalismo vasco (astutamente financiado por los industriales de la Ría para cuyos negocios con Inglaterra les convenía desligarse del centralismo madrileño).

Han de disculparme porque, como siempre, me enrollo excesivamente. Lo que vengo a sostener es que las lenguas se mueren, como todo, no siempre (ni siquiera en la mayoría de los casos) porque las maten. Y añado que tampoco debería ser eso nada muy grave si ocurriera de la forma más natural posible. Es decir, que por más que sea una blasfemia en la Comunidad Autónoma Vasca, comparto las denostadas palabras del desmesurado Unamuno en los Juegos Florales de 1901 de Bilbao: "El vascuence se extingue sin que haya fuerza humana que pueda impedir su extinción, muere por ley de vida. No nos apesadumbre que perezca su cuerpo es para que mejor sobreviva su alma. La mejor lengua es la propia, como es la mejor piel la que con uno se ha hecho; pero hay para muchos pueblos, como para otros organismos, épocas de muda. En ella estamos. En el milenario eusquera no cabe el pensamiento moderno; Bilbao hablando vascuence es un contrasentido. Y acaso esto nos dé ventaja sobre otros, pues nos encierra menos en nuestra privativa personalidad, a riesgo de empobrecerla". Después de tan escandalizadora propuesta de dejar morir el idioma vernáculo añade: "¿Y el vascuence? ¡Hermoso monumento de estudio! ¡venerable reliquia! ¡noble ejecutoria! Enterrémosle santamente, con dignos funerales, embalsamado en ciencia, leguemos a los estudiosos tan interesante reliquia. Y para lograrlo, estudiémoslo con espíritu científico a la vez que con amor, sin prejuicios, no atentos a tal o cual tesis previa, sino a indagar lo que haya, y estudiémoslo con los más rigurosos métodos que la moderna ciencia lingüística prescribe". Ni que decir tiene que este discurso indignó a los propulsores del entonces balbuceante nacionalismo vasco, empezando por Sabino Arana quien ya desde su juventud le tenía hondo encono a Unamuno (ambos tenían 36 años en 1901) y sigue indignando a todos los nacionalistas (no sólo vascos). Desde luego, los deseos de don Miguel, más de un siglo después, distan mucho de haberse hecho realidad. El vascuence (como él y Vanbrugh lo denominan) ha sido resucitado artificialmente, sin eludir para ello, cuando se ha considerado necesario, a medidas lindantes en lo coactivo. Por cierto, sería curioso saber qué pensaría Unamuno, vasco por sus "sesenta y ocho costados" y euskaldún desde su niñez (en su juventud escribió sensibleros poemas en euskera y opositó a una cátedra de vascuence), del actual batúa, mucho más emparentado con el dialecto labortano que con el occidental que sería probablemente el materno del escritor noventayochista. Supongo que no le agradaría mucho la construcción artificiosa del actual idioma oficial del País Vasco que, al fin y al cabo, es lo que se lleva haciendo desde el siglo XIX cuando se necesita construir un idioma nacional (por ejemplo, el italiano) a costa de sus variedades locales, lo que de nuevo prueba que el argumento de la defensa cultural (proteger una lengua en peligro de extinción) decae ante los verdaderos motivos de instrumentar el idioma al servicio de intereses políticos.

Pero más que su fallida acta de defunción del vascuence, me importa la intención que animaba a Unamuno en ese discurso, declarada expresamente en otros párrafos del mismo. En un estilo algo anacrónico expone su ideal utópico de unidad de la especie humana: "Sobre las razas fisiológicas, basadas en la animalidad, se hacen en labor secular las razas históricas, cuya sangre es el idioma. La unidad del linaje humano, que en sus orígenes soñamos, está puesta al final de él; es el coronamiento de la historia. Cierto es que los pueblos se diferencian y que sólo cultivando su personalidad privativa viven como pueblos; mas no olvidemos que en vía sólo de la suprema armonía tal personalidad se mantiene, que sólo para la integración suprema la diferenciación se cumple". O sea que para Unamuno (y para mí) los pueblos, en tanto colectivos diferenciados, son a lo sumo estadios transitorios de una evolución que fuera hacia la integración, hacia la unidad de todos los seres humanos, sin fronteras ni patrimonios colectivos diferenciales. El ideal sería, claro está, una lengua común que nos sirviera a todos para entendernos y en ese marco hay que entender el "dejad morir al vascuence" unamuniano y, en un utópico futuro (que ni los hijos de nuestros hijos verán), dejemos morir al castellano si a cambio nos integramos en una más amplia comunidad lingüística. El ansia de los mejores de nuestra especie por un idioma común es muy vieja. Perdido el latín como lengua franca (si bien sólo entre los cultivados) a partir del XVII, muchos han sido los esfuerzos por dotar a la humanidad de un idioma común. Cuando pensaba en esto leyendo el post de Lansky me acordé del texto de Borges (en Otras Inquisiciones) a través del cual conocí la "lengua artificial filosófica de uso universal" de John Wilkins, quizá el primer intento de este género. Ha habido bastantes más, de los cuales el más relevante ha sido, sin duda, el esperanto. No deja de ser tristemente significativo el casi nulo apoyo oficial al aprendizaje de un idioma que rompería las barreras comunicativas frente a los ingentes recursos públicos dedicados a "salvar" y fomentar el uso de lenguas que las refuerzan. Aceptando que es bueno que el euskera se siga hablando, ¿no sería todavía mejor que todos los vascos (y todos los habitantes del mundo) aprendieran con la misma dedicación esperanto? Pues no, no van por ahí los tiros y no es necesario ser muy mal pensado para deducir las causas que lo explican. Todo ello por las buenas, claro, que si no hubiera imposiciones (aunque fueran blandas) ya veríamos qué idiomas se mantienen y cuáles van extinguiéndose.

Ya he escrito demasiado, así que aquí me detengo, dejando para posteriores entradas otros asuntos relacionados que me gustaría tocar. Antes sin embargo no me resisto a recordar a Ire que la política francesa tan poco tolerante con las lenguas regionales tuvo su origen tras la Revolución en la voluntad de los jacobinos de acabar con los particularismos reaccionarios de las provincias y, al mismo tiempo, construir una unidad nacional bajo los famosos principios de "liberté, egalité, fraternité", máxime cuando a finales del XVIII en el territorio de Francia apenas un 50% de los habitantes hablaban el francés. Salvando las diferencias en los métodos empleados (explicables por los dos siglos transcurridos), no veo mucha diferencia respecto de las políticas de revitalización y unificación de los idiomas minoritarios en el siglo XX. Como ella misma dice, todo depende desde qué lado (y con qué perspectiva, añado yo) se vea el asunto.

martes, 26 de junio de 2012

Derecho al Registro

Quería registrar. No era yo el único, muchos más también querían. Desde hacía unos meses se venía fermentando un creciente malestar ciudadano, un murmullo sordo, cada vez más explícito, de voces insatisfechas reclamando el derecho de registro. Que nos dejen a todos, era la consigna, y todo apuntaba a una revuelta generalizada de graves e impredecibles consecuencias.

El gobierno, asustado, prometió que se llevaría a cabo una reforma en profundidad para regular el ejercicio efectivo del registro a todos los mayores de dieciocho. Sesiones en el Congreso televisadas con altas audiencias, expectación entre recelosa y optimista en las calles. En pocos días se aprobó la Ley Reguladora: celebraciones masivas, qué gran triunfo de la voluntad popular.

A mi casa vinieron un jueves por la tarde. Dos funcionarios con las hojas verdes, escritas las más de cien opciones de registro. ¿Usted quiere registrar? Sí, claro, contesté, pero pensaba que se abriría un plazo, así, de repente, me pilla un poco de sorpresa. Pero no, tenía que registrar ya, en ese momento; tanto protestar y ahora que puede se nos pone con remilgos, rezongó uno de los funcionarios. Así que registré.

La verdad que no se me quedó muy buen cuerpo, había conseguido lo que quería y sin embargo no me sentía satisfecho. Además, dudaba sobre la opción registrada. En la calle comprobé que a la mayoría le ocurría igual. ¿Eso era todo? Bastantes, incluso, que se habían negado. Registro sí, pero no así, tal fue la nueva consigna que empezó a repetirse, reavivando el descontento.

El Gobierno exhortó a la responsabilidad: se habían cumplido los compromisos, dijo el portavoz, tocaba ahora asumir las consecuencias. Convocaron a los que habíamos registrado. Muchos acudimos, al fin y al cabo, ejercer un derecho conlleva respetar las normas. Pero los radicales se movilizaron. Hubo alborotos, detenciones, se declaró el estado de emergencia y se suspendió la Ley Reguladora.

Ahora la ciudad, el país entero, está en llamas. Hace un mes que no hay gobierno; dimitió al descubrirse, en el asalto al Ministerio durante el primer motín, que las hojas verdes habían sido archivadas, formularios inútiles. Se ha acabado ya el tiempo de la razón, del diálogo; son éstos los días de la violencia y del miedo. Yo, como tantos otros, apenas me atrevo a salir de casa. Pero no me quedan casi alimentos, así que algo habré de hacer.
   
 
Sinfonía nº 7 en La mayor (Op.92) - 2. Allegretto - Beethoven (Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan)

jueves, 21 de junio de 2012

El taxista enciclopédico

La Batalla de Poitiers - Charels de Steuben (1837)
El taxista que me llevó de casa de mi hermana al aeropuerto, un tipo en la treintena, resultó de una locuacidad enciclopédica inusitada. En el corto viaje entre Arturo Soria y la T4 madrileña me soltó no menos de una docena de fechas de acontecimientos de la historia española: 1212, la Batalla de las Navas de Tolosa (que este año deberíamos celebrar su ochocientos aniversario, según él), los tres grandes hitos de 1492 (expulsión de los judíos, conquista de Granada y descubrimiento de América), 1603 y la expulsión de los moriscos por Felipe III (a quien daba el apelativo de "el Santo" hasta que le aclaré que no, que ése fue Fernando III, y me dijo: "veo que usted sabe"), 732 y la victoria de Carlos Martel sobre los musulmanes en la Batalla de Poitiers, la Batalla de Cannas en 216 aC en la que Aníbal con un ejército de iberos (que según mi taxista eran vascos) infligió una cruenta derrota a los romanos ... Y no sigo porque ahora mismo no me acuerdo de las restantes fechas con las que me abrumó. Habrá que reclamar un concurso televisivo para que el hombre pueda lucirse.

La conversación se inició por otros derroteros, cuando a la habitual coletilla "si Dios quiere" (añadida ya no me acuerdo a que frase intrascendente), yo contesté, imprudente y hasta impertinentemente, con un "no creo que a Dios le importe mucho". Muy educadamente pero, a la vez, con gran pasión, me hizo saber que él era profundamente creyente pero, eso sí, respetaba a quien no lo fuera. Me dijo que, aunque me riera (lo cual desde luego no hice) creía con el fervor apasionado de un templario de los que iban a las Cruzadas (ahí soltó la primera fecha: la batalla de los Cuernos de Hattin en 1187). Le señalé que el ejemplo, si bien podía valer para ilustrar la intensidad de su fe (no me iba a meter en polémicas sobre los múltiples intereses que se mezclaban en esas aventuras medievales), poco casaba en cambio con su proclamación de tolerancia. Lo admitió pero enseguida pasó a criticar, en tono amable, eso sí, la religión musulmana, que sí que, dijo, es mucho más intolerante que la cristiana (el argumento era que por qué tenían que usar el velo en nuestro país). Bueno, le contesté, ten en cuenta que, al fin y al cabo, llevan seiscientos años de retraso (mi comentario le vino al dedo para soltar su segunda fecha: 622 y el traslado de Mahoma de La Meca a Medina).

Por un momento se me ocurrió intentar encauzar su verborrea a fin de que me explicara los "mecanismos" de su fe, pero tuve poco éxito. Me aclaró (por si había alguna duda) que el Dios en quien creía era Jesucristo y también en la Iglesia Católica, aunque reconoció que no era nada practicante. O sea, que no iba a misa, vivía con su novia sin estar casado y alguna que otra desviación de la ortodoxia. Lo cual no quitaba para que creyera que la Iglesia era, en su conjunto, algo bueno, poniéndome como muestra la importante labor de Cáritas. La Iglesia, le dije yo, es la comunidad de los fieles y, siendo tantos, sería injusto generalizar una condena; sin embargo, cuestión distinta era la jerarquía, que en mi opinión sí merecía, tanto históricamente como hasta en la actualidad, un juicio bastante severo. Ahí el taxista me dio la razón, pero se notó que no se sentía nada cómodo, y con la amplia práctica de muchas horas de cháchara automovilística se escapó del tema hacia terrenos menos problemáticos y en los que podía lucirse a gusto con sus saberes onomásticos. Así que me quedé sin que me ilustrara sobre los qués y porqués de su creencia religiosa, pretensión la mía que, en todo caso, nunca había confiado en llevar a buen puerto (obviamente no se daban las circunstancias adecuadas).

Si hice el vano intento, aprovechando la singular circunstancia de que se me pusiera a tiro tan singular taxista, fue sin duda, aunque fuera de forma inconsciente, porque todavía debía estar rumiándose en alguna circunvolución de mi cerebro la imputación de arrogancia que hace una semana me hizo Vanbrugh en el blog de Lansky a raíz de un comentario mío. Me hizo pensar que probablemente parte de razón llevara, aunque sólo fuera (que ya es bastante) en el hecho de que pudiera parecer que no respeto algo –la fe religiosa– que para los creyentes (al menos para algunos creyentes honestos) es la cuestión "más vital e importante" de todas las que les ocupan. Que se crea en Dios y se practique esa fe con profundidad y honestidad (intelectual, especialmente) me parece algo digno de admiración y respeto (y, en pasadas etapas de mi vida, de envidia). Traté de explicarlo (y de paso aclararle a Vanbrugh mi posición) en un posterior comentario, con bastante poca fortuna, tan así que a Lansky le pareció "excesivamente compungido". En fin, asunto, el de mi posición respecto de la fe, que me gustaría tratar un día de estos, con calma y meditación previa. Baste por el momento esta anécdota del taxista.
   
 
What good am I? - Barb Jungr (Evey Grain of Sand, 2002)

miércoles, 13 de junio de 2012

Dameros malditos

El domingo me hice el Damero Maldito de El País. Ya no sabe de qué tirar este Panciutti para escribir un post, dirán ustedes, y más que probablemente no les falta razón pero, al fin y al cabo, éste es mi blog y aquí cuento lo que me apetece que (no hace falta ponerse chulo) en todo asunto siempre se encuentran miajillas interesantes. El caso es que llevaba ya bastantes años sin atacar este pasatiempo, yo diría que desde que aparecieron los sudokus allá por el verano de 2005, así que, en el marco de mi cotidianeidad (no es un asunto de Estado, lo sé) casi puedo considerarlo en la categoría de acontecimiento menor, quizá digno de una nota a pie de página en mis Memorias: "esa tarde, acabado el partido de la selección española en la Eurocopa, hecho ya el sudoku y sin ganas de retomar la lectura del último libro de Krugman, acometí tras tantos años el Damero Maldito, esfuerzo que me llevó unas buenas tres horas, no sé si debido al diabólico retorcimiento de la autora en la selección de las puñeteras palabras o a que mis neuronas estaban siendo trasvasadas para regenerar el páncreas". Acabándolo me vino a la mente el vago recuerdo de que en alguno de sus posts Lansky se había referido a los pasatiempos y, en efecto, mi maltrecha memoria no me engañaba pues comprobé que el 26 de junio de 2008 (¡hace ya casi cuatro años!), el superhéroe del barrio, en su tercera entrega sobre El secreto de la felicidad, se refirió a los pasatiempos como milenaria fuente de placer intelectual: mancala, senet, go, ajedrez, backgammon, whist, póker, parchís, crucigramas, cubos de rubik, sudokus ... No citaba nuestro amigo expresamente al Damero, sino que fue Julian Bluff el que, en un comentario, lo trajo a colación ("Recordar aquí, con agradecimiento, los dameros malditos de Conchita Montes. ¡El mejor crucigrama en castellano, ever!"), al cual le contestó el anfitrión que Conchita Montes fue una intelectual interesantísima de una generación interesantísima, a la que quizá algún día le dedicara un post. Como ese día aún no ha llegado y, además, comparto la valoración de Lansky sobre esa bellísima mujer, me dije: ¿por qué no pisarle el tema? Pero no, sería muy poco fair play; lo procedente es hacer lo que ahora mismo estoy haciendo: acicateando su amor propio a ver si se anima a materializar su condicional promesa que seguramente tendría ya olvidada. Pero escríbelo pronto, oh sapientísimo Kalikatres, que tengo ganas de divagar sobre esa mujer y, especialmente, sobre el interesantísimo (en efecto) grupo de gente con el que se codeaba, unos tipos que no "pegaban" nada con la ramplona monotonía cultural de la primera etapa del Régimen. Y, sin embargo, aquí estuvieron (no por muy nobles motivos, pero la de los cuarenta no fue, para la mayoría, tiempo de heroísmos sino de supervivencia), salvando dignamente el teatro, cine y literatura patrias. Por cierto, el Kalikatres auténtico, Ángel Menéndez, fallecido a inicios de este año, fue uno más de los "refugiados" de La Codorniz, la revista en la que Conchita Montes presentó su damero a los españoles.

El Damero Maldito no lo inventó Conchita Montes, sino una profesora de instituto de Brooklyn llamada Elizabeth Kingsley. A sus 62 años (corría 1933) estaba, según cuenta la wiki yanqui, desesperada de que todos sus alumnos quisieran redactar como ese escritorzuelo llamado James Joyce y después de quejarse amargamente en un claustro del triste futuro que auguraba a la literatura en inglés se retiró súbitamente, presa imagino de la musa inspiradora, abrió un rancio volumen de su poeta favorito (nada menos que Tennyson, my God), seleccionó un fragmento del Ulysses (¿una venganza contra Joyce?) y lo transcribió cuidadosamente a una rejilla de crucigrama manchando de negro las casillas correspondientes a los espacios entre palabras. Luego recortó las 178 casillas con letras que le habían salido, cada una con su correspondiente ordinal anotado en chiquitito, y de ellas seleccionó 25 con las que formaba el nombre del autor y el título de la obra (Alfred Lord Tennyson + Ulysses). Con las 153 restantes se propuso combinarlas para formar veinticinco nuevas palabras, cada una iniciada con una de las del acróstico. Cuando lo consiguió debió quedarse un buen rato embobada viendo el original crucigrama que había compuesto y enseguida se daría cuenta de que ahí tenía una mina de oro, máxime en aquellos años de la Depresión y en pleno auge de los crosswords, por aquel entonces con poco más de una década de existencia popular. Así que se puso a componer nuevos double-crostics, que tal fue el nombre que eligió, y tras seis meses de frenético trabajo disponía de un legajo con un centenar de éstos, además de haber desarrollado una maestría asombrosa en la generación combinatoria de palabras. Muy segura de sí misma, en marzo de 1934 se presentó en las oficinas de The Saturday Review of Literature, cuyos directivos no dudaron en ofrecerle un jugoso contrato. Por fin podía liberarse de sus ingratas obligaciones docentes y eso hizo, instalándose sobre la marcha en el Hotel Henry Hudson, convirtiéndolo en su hogar y oficina, donde preparó un "acróstico" semanal durante casi los siguientes veinte años de vida que le quedaron. El puzzle resultó todo un éxito, pasando enseguida a publicarse en el prestigioso New York Times y siguió tras su muerte (hasta la actualidad), primero por la que era su asistente de confianza, y luego, sucesivamente, por otros dos autores. Con toda seguridad, la Kingsley se cuidó de patentar su invento, lo que explica que la confección haya ido escrupulosamente de mano en mano; imagino que, al menos en los USA y probablemente en todo el mundo, nadie puede dedicarse a publicar "dameros malditos" sin previamente pasar por caja y abonar los correspondientes derechos.

Aunque doña Isabel, a quien imagino gruñona, fue la inventora de esta modalidad de pasatiempo, la denominación "doble acróstico" proviene de la Inglaterra victoriana. Según leo en un delicioso libro de Martin Gardner (como casi todos los suyos), a lo largo de la segunda mitad del XIX se pusieron de moda adivinanzas cuyas soluciones eran unas palabras principales escritas en vertical y cuyas letras, unidas mediante otras, formaban nuevas palabras "secundarias" que también había que descubrir. Lo bonito del asunto era que las "pistas" se ofrecían a través de un poema, eso sí, de versos sencillos y rimas fáciles, que tampoco era cuestión de perfeccionismos líricos. Se contaba por Londres que la propia reina gustaba de componer estos juegos de ingenio para sus nietos y lo que no es un rumor es que el ilustre Lewis Carroll era un gran aficionado a los dobles acrósticos y nos ha dejado alguno de cierta dificultad (Carroll poseía una brillante mente matemática). Si mi pobre descripción ha conseguido que se hagan una idea de cómo eran estos pasatiempos victorianos, enseguida habrán caído en que anticipaban los actuales crucigramas y, en efecto, en ellos se inspiró un tal Arthur Wynne, de Liverpool, para elaborar a principios del siglo pasado el primero del que se tiene noticia. Este hombre emigró a los USA y el 21 de diciembre de 1913 publicó el primer word-cross puzzle en la páginas del suplemento dominical del New York World. Tanta aceptación tuvo el jueguecito que diez años después unos chavales jóvenes que querían dedicarse a editores, pese a las burlas de los ya asentados, decidieron iniciar su negocio con un libro recopilatorio de crucigramas; se llamaban Richard Simon y Max Schuster y hasta hoy, incluyendo en sus publicaciones, desde luego, los "dobles acrósticos" de la Kingsley.

He intentado conseguir datos sobre los dameros malditos en otras lenguas; seguro que los hay en todos los países occidentales pero sólo los he confirmado en Polonia (drakrostych), aunque K me asegura que ella los ha hecho en italiano. La historia del nuestro, en cambio, sí puede rastrearse en la red con facilidad. Hacia 1935, Edgar Neville y Conchita Montes se conocen y se enamoran. La chica, veinte o veintiún años y de muy buena familia madrileña, es ya licenciada en derecho y, además de una preciosidad, pletórica de vitalidad e ingenio. A fin de estar juntos (Neville estaba casado), Conchita convence a sus padres para marchar a la prestigiosa Vassar College neoyorkina a fin de completar el dominio del inglés. Allí se aficiona a los double-crostics de doña Isabel, que resolvería (me imagino) en las pausas de esa luna de miel clandestina, en la que Edgar la llevó hasta Hollywood para presentarle a sus amigos del cine y entusiasmarla con mil proyectos para un futuro artístico común. Vuelven a Madrid justo en las vísperas de la Guerra Civil; las ilusiones norteamericanas se hacen añicos al enfrentarse con la violenta crueldad de España. Huyen a la zona nacional y se instalan en San Juan de Luz, pegaditos a San Sebastián, donde Miguel Mihura y Tono se ocupaban de la redacción de La Ametralladora, el antecedente de la futura Codorniz, en la cual colabora Neville. En el 39, con el ingenuo entusiasmo de la victoria, a Edgar le producen los italianos la película "Frente de Madrid", basada en un texto propio, y le da a Conchita, sin ninguna experiencia como actriz, el papel protagonista. A partir de ahí, la Montes empezará una firme y aplaudida carrera pero, al mismo tiempo, se involucrará con toda esa extraña y brillante generación que constituía el entorno natural de Neville. Cuando se funda La Codorniz, Mihura le propone colaborar en la revisión de las traducciones y un día le preguntó si no se le ocurría algún pasatiempo para la revista. Estamos en 1941 y Conchita evoca aquellos acrósticos dobles de Estados Unidos, unos tiempos que parecían ya tan remotos, y le propone adaptarlos al español. No le convenció mucho el formato a Mihura, pensando que no serían del gusto de los españoles de los cuarenta, pero aún así publicó el primero y enseguida comprobó su error: la revista aumentó ostensiblemente sus ventas y enseguida el Damero Maldito se convirtió en una sección fija e insustituible. Lo que no es tan sabido es que Conchita, bastantes años antes de su muerte (1994), se aburrió de confeccionar un damero semanal y le confío su continuidad a Víctor Vadorrey, compañero de la revista, aunque siguieron saliendo bajo el nombre de la primera. Parece que de los publicados en El País, ninguno era en realidad de Conchita Montes, ni tampoco de la inexistente Virginia Montes, sino de Vadorrey. Lo que ya no sé es quien los hace ahora, porque Víctor murió en 1996 (a lo mejor Lansky, que anduvo un tiempo por esa casa, conoce el secreto y puede desvelarlo sin faltar a algún voto de silencio periodístico).

Lo que sí parece claro es que el Damero se ha ido complicando con los años. En el de este último domingo me he encontrado con palabras tan "usuales" como fayanca (postura del cuerpo en la cual hay poca firmeza para mantenerse) o sollastre (pinche de cocina). Nada que ver con el que ilustra este post que, pese a algunos errorcillos, es bastante fácil de sacar. Así que, en contra de lo que comentaba Julian Bluff en el post de Lansky que motiva éste, no en todos los pasatiempos ha descendido el nivel de exigencia. Pero lo que sí parece que se mantiene es un suficiente público devoto a este jueguecito (al que pertenece mi madre, por ejemplo), ya que hace algunos años creo recordar que se suprimió temporalmente y la dirección de El País recibió numerosas cartas de protesta. En todo caso, he de confesar que a mí ya no me pone tanto como hace una década, y eso que soy bastante aficionado a este tipo de entretenimientos ociosos. Aún así, he querido rematar este post ofreciendo como regalo a mis visitantes uno de los primeros (si no el primero) dameros españoles de la Montes. Lo he conseguido a través de una web de GoogleBooks en la que está escaneado parcialmente el libro "La Codorniz. Antología 1941-1978", publicado por EDAF en 1998. Lo malo es que el escaneado es de bastante mala calidad y, además, corta las páginas, suprimiendo las dos columnas de la izquierda de la rejilla. He tenido pues que transcribirlo en una excel y, resolviéndolo, deducir las claves de las casillas borradas (incluyendo las que son cuadros negros). Luego lo he pasado a pdf y quienes tengan interés en hacerlo pueden bajárselo aquí. De nada.

 
Girls just want to have fun - Russian Red (I Love your Glasses, 2008)

domingo, 10 de junio de 2012

Desvaríos desde el hospital

A Vanbrugh, con afecto, a ver si consigo que me comente desde su casa

Lo de que te aten a un dispensador de suero y te confinen a 15 m2 (baño incluido) es, de algún modo, como si te sacaran de la cinta móvil que, a toda velocidad, desplaza cotidianamente tu cuerpo y tu propia vida, si es que tu vida es otra cosa que, justamente, esa cinta, ese movimiento encauzado en sentido único que, como todos los ríos, van a dar a la mar que es el morir. La metáfora de la cinta transportadora, asociada a la imagen de las que se empleaban en los inicios de la producción fabril fordista, es de mi cosecha. Quiero decir, no que nadie antes que yo la haya usado (ridícula idea), sino que se me ocurrió a mi solito, no la leí en ningún lado (por más que sean obvias sus referencias manriquianas, más cuando las Coplas de don Jorge son uno de esos no demasiados elementos fundamentales de mi historia íntima). Puedo asegurar mi autoría porque soy capaz de dejar constancia con casi absoluta exactitud del cuándo, dónde, cómo y porqué de la ocurrencia. El cuándo, minutos después de una medianoche de principios de marzo de 1988. El dónde, en el interior de mi coche de entonces, un opel corsa 1000, ascendiendo por la hipercurvosa carretera que une Los Gigantes con Tamaimo, en el extremo oeste de Tenerife. El cómo, en estado de conmoción emocional, al sorprenderme exaltadamente enamorado de una chiquilla de dieciocho años (yo tenía diez más), a la que llevaba a su casa después de haber cenado con ella hacía un rato y después, hacía sólo unos instantes, de haber tenido que aparcar el coche en el apartadero de una curva para abalanzarnos y fundirnos en un arrebato de besos de ésos que se diría que te juegas la vida. El porqué, o mejor habría de decir el a cuento de qué, fue la vida de Trini, que se me antojó, de pronto, tan absolutamente decidida desde su nacimiento como lo estaba el viejo modelo T en los plannings de la fábrica de Detroit. Nacida en un remoto rincón rural, cuyos modos de vida no habían cambiado mucho desde los cincuenta, lo más que se le había concedido fue poder hacer estudios secundarios (en la lejana y peligrosa La Laguna) y luego un cursillo de secretariado, suficiente para emplearse como administrativa de una empresa constructora (ahí la conocí) y ganarse unas perrillas hasta que el novio de siempre se asentara en el negocio del taxi (le habían dado la licencia apenas hacía un año), terminara de pagar el mercedes llevando guiris desde Los Gigantes al aeropuerto, y entre ambos hubieran juntado lo bastante para, en el solar que les daría la familia, construir con los amigos durante los ratos libres el hogar de la parejita y los futuros y numerosos niños que Trini pariría durante su veintena, mientras engordaba hasta convertirse antes de los cuarenta en la imagen de su madre. Pensé entonces cuan diferentes eran las cartas que nos repartían al nacer y a lo mejor (no me acuerdo) me alegré de la suerte que me había tocado, pues mi vida no estaba amarrada a una cadena de montaje sino abierta a las infinitas posibilidades entre las que mi voluntad libremente eligiera (no creo que fuera tan exageradamente ingenuo, pero quizá). También pensé, claro, que en menudo lío estaba a punto de meterme (y me metí, que sabido es con qué pensamos los hombres) y a modo de autojustificación moral, herencia bastarda de un romanticismo barato y trasnochado, me dije que era mi quijotesco deber salvar a Trini de su cruel destino y ayudarla a escapar de la inexorable cinta transportadora. Y sí, algo debí contribuir a que el futuro de aquella preciosa chiquilla no fuera el que yo creí que estaba escrito, pero también aprendí que las metáforas las carga el diablo. Y heme a mí, más de veinte años después (que se han pasado, eso sí, en un suspiro) recurriendo de nuevo a la cadena de montaje para organizar una intensísima y muy exigente metodología laboral, que me permití frivolizar acompañando las instrucciones procedimentales a las que todos habíamos de sujetarnos con el famosísimo gag de los Tiempos Modernos de Charlot.
    

O sea, como ya he dicho, que siento, he estado sintiendo durante estos días, como si me hubiesen sacado de la cinta transportadora y quizá porque en dicha cinta vamos muy rígidamente encajados o se mueve demasiado veloz o por cualquier otro motivo, el caso es que  no puedes ver otra cosa que lo inmediato, espacial, temporal y hasta circunstancialmente, y además lo que ves casi ni lo ves, en el pleno sentido sensorial de este verbo, pues no se ve de verdad hasta que lo visto se posa en el cerebro, filtrándose y mezclándose con otros posos antiguos a los que colorea y de los cuales recibe, siquiera en parte, sentido y significado. En cambio, cuando estás fuera sí ves, y lo primero que ves es la propia cinta transportadora, el foco acotado a ese tramo en el que hace un momento (unos días) estabas, pero ese tramo enlazado en su conjunto y todo ello en una vista aérea oblicua, como las fotos desde helicóptero, que te descubre el caprichoso diseño del trazado y su inquietante tendido sobre un territorio yermo, un desierto de dunas oscuras, rajado por fracturas geológicas, hacia una de las cuales, algo más adelante (no sabes precisar cuánto más), parece precipitarse mi cinta transportadora, que de repente se me antojan herrumbrosas vías de algún ferrocarril abandonado en los desolados parajes de Arizona o Nuevo México. No se crea que esta visión me entristece que, al contrario, me siento bien, arropado en una reconfortante sensación de paz y, al mismo tiempo –perdóneseme la blasfemia– como si fuese Dios, que es decir que lo entiendes todo al precio de negarte cualquier capacidad de actuación: qué mayor exhibición de omnipotencia. Claro que entender tampoco sea ahora el verbo preciso, no al menos en su acepción cognitivo-racional; quizá baste y convenga mejor repetir ver, esta vez si pleno de sentido. Porque ciertamente veo lo que es, ha sido y hasta habría sido (hablo siempre de mi cinta transportadora), veo pues el ser, mi ser, hecho evidente porque de verdad lo estoy viendo, que no era ver lo que hacemos desde la cinta. Al verlo así, el ser se revela, y esa revelación es la que he llamado entendimiento unas líneas atrás, mas erróneamente, porque entender compete a la razón y esto, sea lo que sea (llamémoslo ver) me parece que más se relaciona con las emociones y ni siquiera con ellas, sino con algún sustrato oscuro, un humus primigenio y húmedo del que éstas brotarían. Son tierras fértiles, abonadas por recuerdos fundidos entre sí, sobre las que es refrescante tenderse, semihundirse en sus texturas de falsas arenas movedizas, adherirse terrones pegajosos como barros medicinales. Es refrescante y divinizador, aunque no pases de convertirte en tu propio y limitado dios personal, pero, ¿acaso no es ya más que suficiente? Aquí, fuera de la cinta, está la arcilla creadora, reproductora y conservadora, la materia de nuestras esencias que, cuando allí, en la cinta, apenas atisbamos fragmentariamente durante los sueños. Ahora, en cambio, sin perder el enfoque fijo en el tramo del cual me han sacado, lo veo todo (los besos con Trini, por ejemplo) con clarividente percepción amorosa.

En este estado de ánimo tan yogui (om mani padme hum) se me hace difícil, pongamos, entrar al trapo rojo que me agita Vanbrugh desde su magnífica prosa bloguera y, en cambio, me emocionan sus evocaciones de exactos rincones donostiarras que, con mucha probabilidad, habremos compartido, sin saberlo, en las mismas fechas. Escribe nuestro amigo de las farolas art nouveau, del puente decimonónico, de las moles del María Cristina y del Victoria Eugenia, de sus paseos por la playa de Gros y yo oteo hacia algún remoto recodo de mi far-west-railway esforzándome en divisar, en alguna de las vacaciones de los últimos sesenta o primeros setenta, si me aparecía cercano un chaval un año mayor, también de numerosa tribu fraterna, ambos con ridículos bañadores arriesgándonos a zambullirnos en las olas de la entonces innominada Zurriola, o tal vez caminando por alguna de las empinadas sendas de Ulía, bajando hacia la punta de Mompás a ver las baterías de las guerras napoleónicas o subiendo hacia el Tiro de Pichón, que en realidad en nuestra infancia era al plato, y ya, desde hace años, creo que simplemente no es (de lo cual me alegro), o puede, se me ocurre, que cruzándonos en el puente del Kursaal, él con sus hermanos mayores, yo probablemente a solas con mi abuelo Salva. A nosotros sí puedo vernos con nitidez y hasta seguir sin dificultad nuestro recorrido: vamos hacia poniente, con el sol de cara, dejamos a la izquierda los jardines tan elegantes y cinematográficos del María Cristina, seguimos por la Alameda un par de manzanas y doblamos hacia la derecha, entrando en lo Viejo por la calle San Juan y allí, en el portal del 21, pasado el mercado municipal (que ya no lo es) y justo antes de la iglesia de San Vicente, subir la estrecha escalera de madera hasta la casa de los Barcáiztegui, en el segundo, y ser recibido por los lametones afectuosos del viejo y gran mastín que casi fue testigo de mi nacimiento y a cuya muerte (en la semana santa del 75, coincidiendo con mi última visita a San Sebastián antes de desplazarme al Perú) tuve el doloroso honor de asistir. A los Vanbrugh, sin embargo, los veo borrosos, no sé muy bien si van a Gros o de Gros vienen, de hecho en esta neblinosa distancia temporal hasta puede que sean otros madrileños distintos, como tantos que hay en esta ciudad cantábrica cursi y pretenciosa, sí, pero tan bella, esta ciudad que llamo mía (mi ciudad natal) aunque, de hecho, también sea yo un madrileño más de veraneo, que además tampoco puede presumir de sonoros apellidos vascos, y a lo más que llego es a ejercer de hincha de la Real, y a agradecer a mi tío Arriaga (ése sí vasco por los cuatro costados) cuando me llevaba al viejo campo de Atocha. Pienso, en todo caso, que mi abuelo y yo adelantaríamos a los Vanbrugh (caminábamos bastante rápido), porque probablemente también ellos estarían cruzando el Urumea hacia el María Cristina, y nuestro amigo tendría vuelta la cabeza hacia atrás, contemplando, quizá por última vez (¿me arriesgo a precisar que se trata del verano del 72?) las fachadas del antiguo casino, ya por entonces muy destartalado, que miraban hacia el núcleo noble de Donosti, lamentando, con el sentimiento silencioso de las piedras haber caído en la orilla equivocada del Urumea y envidiando la buena suerte de sus glamurosos rivales de enfrente. Presumo que tal era la dirección del itinerario de los Vanbrugh al hilo de lo escrito en el comentario que me ha despertado estas evocaciones desvariadas, me refiero a ése de "las opulentas fachadas de los bloques de viviendas burgueses" que poco me cuadran con mis recuerdos infantiles del barrio de Gros, de manzanas cerradas en su gran mayoría de los veinte y treinta del pasado siglo, de unas seis plantas, muchos sin ascensor, y con población, si no estrictamente obrera, más ligada a la baja burguesía del tendero de barrio, capataces de industrias y profesionales que iniciaban su carrera, muy distantes y distintos de los habitantes de la rive gauche y, de ésas sí, sus ostentosas mansiones y hasta palacetes en las laderas frente a la bahía, la de verdad, no esa franja marginal ganada al bravío mar entre Ulía y Urgull, que no era la playa de la ciudad, sino el premio de consolación para los de Gros, muchos años antes, desde luego, de que se conociera el surf o, por los avatares de los cambios urbanos, el barrio llegara a adquirir un protagonismo estelar en la vida cultural donostiarra (y entiéndase cultural con cuantas reticencias y sentidos pueda uno imaginarse).
   

Qué agradable, en fin, la ternura que se siente desde fuera de la cinta. Uno se pasaría toda la eternidad ejerciendo esta visión deífica pero, claro, hay que volver a ese movimiento sinfín que te lleva sin darte opción a que pienses, a que veas. Me temo que mañana me darán el alta, así que lo que habré de hacer, en un futuro no muy lejano, es aprender a saltar con frecuencia hacia afuera, recuperar este estado de paz interna, de contacto conmigo mismo, volver a ser mi propio Dios, el que todos debemos ser.

jueves, 7 de junio de 2012

Pancreatitis aguda

El sábado pasado K y yo rematamos la cena con sendos helados de chocolate comprados esa misma tarde en el supermercado de El Corte Inglés. Son unos helados que "descubrió" K y que habían pasado a convertirse en ingrediente obligado de la lista de la compra. Sin embargo, desde hace un tiempo, los que compraba yo no salían igual de buenos que los de ella y enseguida nos dimos cuenta de que se debía a que los habían dispuesto en las neveras abiertas del Corte Inglés, que no deben mantener las adecuadas condiciones de frío, de modo que estaban algo derretidos, blandengues y con el sabor alterado. El caso es que el fin de semana anterior ya habíamos protestado, y K estaba convencida de que sus deliciosos helados habrían sido devueltos a las neveras cerradas. Pero no, seguían en las abiertas y, pese a todo (no saben cuánto me arrepiento) compramos dos cajas. Y esa noche, como he dicho, nos comimos uno cada uno y a mí (a K, no) me sentó mal desde el primer mordisco. Pronto empecé a sentir unos dolores relativamente habituales que ahora ya sé calificar como epigástricos y opté por acostarme tempranito confiando en que el se desvanecieran con el sueño. Pero no, fueron a más durante la noche y prácticamente no pegué ojo, así que apenas amaneció el domingo le pedí a K que me llevara a urgencias.

El médico de urgencias no le dio demasiada importancia y supongo que hasta imaginaría que exageraba un poco con los dolores. Me cogieron una vía y metieron analgésico hasta que lograron, si no hacérmelos desaparecer, que se atenuaran hasta los límites de lo soportable. Luego me mandaron a casa, indicándome una medicación y una dieta líquida. La tarde del domingo la pasé con molestias, sin llegar a la categoría del dolor pero lo suficientes para dificultarme sobremanera que me concentrase en unos cálculos que debía acabar para el día siguiente. Dormí de un tirón mis cinco horas normales y me desperté con la sensación de que podía ir a currar, que ese lunes además tenía una reunión importante. Sin embargo, hacia las siete y media me quedó claro que no estaba bien, el malestar sordo se tornaba de nuevo en dolores epigástricos, cada vez más intensos. Así que pasé todo el día en la cama, retorciéndome y maldiciendo, y convenciéndome poco a poco (sin tener a K al lado) de que no me quedaba más remedio que volver a urgencias. Eso hicimos hacia las seis de la tarde, para repetir la rutina del analgésico en vena y la novedad de un análisis de sangre que, una hora después reveló que el indicador de mis amilasas marcaba 1200 frente a 200 que es el máximo saludable. Conclusión: tenía una pancreatitis (inflamación del páncreas) y había de ser ingresado ipso facto.

La verdad es que no habíamos previsto que hubiera de quedarme en el hospital. Por supuesto, me causaba (me está causando) un grave trastorno laboral, así como al resto del equipo. Pero cuando te dicen con absoluta crudeza que no hay otra opción, que si no quería palmarla, tenía que detener completamente la ingesta de alimentos y bebidas y engancharme a un dispensador de suero durante unos días, pues lo cierto es que dejas de preocuparte por si vamos o no (que será que no) a cumplir el plazo de la entrega del Plan a finales de junio. Desde el lunes por la tarde estoy en el hospital, con una habitación para mí solo y sin probar bocado. Me han hecho varias pruebas (ecos, TAC, resonancia) y han identificado que las responsables de que mi maldito páncreas amenace mi supervivencia son unas piedrecitas que me han salido en la vesícula biliar y se han colado por conductos pancreáticos. De momento, hay que desinflamar el órgano (lo cual lleva su tiempo, que lo de los dos días ha resultado ser demasiado optimista), luego quitar esas piedras mediante CPR (por lo visto un tipo de endoscopia) y finalmente extirparme la vesícula biliar y a ver si entonces, como dice un amigo, se me va también mi legendaria mala leche. Pues eso, que las pancreatitis y demás parientes se presentan de visita sin avisar; es que no tienen modales.

sábado, 2 de junio de 2012

El Congreso necesita un juez

Yo diría que, gracias al cine de Hollywood conocemos bastante mejor cómo funcionan los juicios en Estados Unidos que en nuestro país. En cualquier juicio, en todo caso, de lo que se trata es de descubrir la verdad de lo que se está juzgando (y consecuentemente decidir si el acusado es o no culpable de los cargos que se le imputan). Para ello se pone en práctica algo que lleva haciendo desde siempre el ser humano, que no es otra cosa que preguntar lo que se quiere saber. En realidad, ninguna de las dos partes que impulsan la marcha de una vista oral quieren saber la verdad (o, al menos, no es su objetivo prioritario), sino demostrar sus respectivas tesis contrapuestas: que el acusado es culpable o que es inocente. Por tanto, cada uno llama a los testigos que le conviene y le hace las preguntas que le interesa, aquéllas cuyas respuestas van a apoyar su tesis. Ahora bien, la equidad del procedimiento se basa en la suposición de que mediante este juego de preguntas y respuestas sesgadas, en la medida en que ambos contendientes tengan igualdad de oportunidades (y de habilidad), se llega a la verdad. O, para no meterme en disquisiciones filosóficas sobre la inaprehensibilidad de la Verdad, digamos que creemos, los humanos, que este método es el mejor de que disponemos para aproximarnos a ella.

Frecuentemente en estos juicios cinematográficos vemos cómo un testigo (o el propio acusado) cuando le preguntan algo que no quiere responder trata de escaquearse, dando una contestación ambigua, saliéndose del tema o mediante cualquier otro recurso. Son prácticas viejísimas cuya intención es siempre boicotear el método dialéctico y, consecuentemente, impedir que éste alcance su finalidad: conocer la verdad. Bajo una óptica intelectual es una muestra descarada de deshonestidad peor que responder lo que te preguntan con una mentira, porque las mentiras no invalidan el proceso. Lo imprescindible para llegar a conclusiones verdaderas no es el grado de verdad de las respuestas , sino la pertinencia de éstas. Confieso que, en la vida cotidiana, las impertinencias las digiero fatal. Ya he escrito alguna vez sobre lo mal que me sienta que me respondan a lo que pregunto con algo que no viene a cuento. Admito también que mi actitud llega con frecuencia a rozar lo maniático y que debería ser más paciente y tolerante y entender que mi interlocutor tiene "derecho" a salirse del tema (conste que lo digo con la boca pequeña) y que, en todo caso, no merece la pena irritarse ante los boicoteos, más o menos intencionados, del proceso dialéctico.

Pero lo que es tolerable en la vida cotidiana, no puede serlo en un juicio y por eso (vuelvo a las entretenidas pelis americanas), cuando el testigo pretende escaquearse, el interrogador le exige que se ciña a la pregunta y, en última instancia, el juez le obliga a ello, con la famosa amenaza de desacato al Tribunal. Y gracias a esta figura, la del juez, un proceso puede avanzar. Porque, desde luego, nos parecería escandaloso que en un juicio se permitiera que los intervinientes eludieran reiteradamente las preguntas. Sin embargo, se diría que no nos resulta igualmente escandaloso que los políticos, especialmente los que se supone que nos gobiernan, se comporten de esa manera y lo hagan cade vez con más frecuencia y, por supuesto, con la más completa impunidad.

Se supone que el Congreso (o cualquier parlamento autonómico) tiene por finalidad la discusión política que, a su vez, es la expresión más importante de la democracia, más incluso, a mi juicio, que meter la papeleta en la urna cada cuatro años. Si no hay discusión política, por mucho que el grupo de gobierno tenga mayoría y gane las votaciones, no hay democracia. Y obviamente no puede haber discusión sin respetar unas mínimas reglas, entre las cuales la básica es la pertinencia entre las respuestas y las preguntas. Pues bien, hace ya muchos años que sus señorías hacen caso omiso de tan elemental exigencia dialéctica. Sube un diputado y plantea unas cuestiones y luego va el interpelado y responde con algo que nada tiene que ver (lee un texto que ya traía preparado). De modo que asistimos a una sucesión de discursos autistas que sólo sirven para engordar la vanidad del orador, pero no desde luego para que haya debate democrático y, consiguientemente, no influyen en absoluto en el resultado de la posterior votación. Así las cosas, sería mucho más honesto que se prescindiera del debate (menos hipócrita, al menos) y que, en todo caso, los políticos fueran a Telecinco a soltar sus discursitos inútiles. Claro que, entonces, nuestra democracia ya no sería ni siquiera formal.

Este vergonzoso comportamiento de los diputados, en especial de los del grupo de gobierno de turno (y descaradísimo con el actual) es perfectamente explicable; hacen lo mismo que intentan los testigos de los juicios norteamericanos, con la diferencia de que a ellos se lo permiten. Hace falta un juez en el Congreso cuya función, en mi ingenuidad, yo pensaba que le corresponde al Presidente (artículo 32 del Reglamento del Congreso: " El Presidente del Congreso ... asegura la buena marcha de los trabajos, dirige los debates ..."). Es palmario, sin embargo, que el señor Posada (como tampoco sus antecesores recientes) no dirige los debates porque consiente que no lo sean. Para muestra, entre tantísimas, la que acabo de ver: el pasado 30 de mayo, en las interpelaciones dirigidas al Gobierno, el joven diputado de Izquierda Plural, Alberto Garzón, preguntó al ministro Guindos qué medidas concretas pensaba tomar el Gobierno para examinar las causas de la crisis financiera en España. El chico, en una exposición espléndida, plantea un asunto muy concreto: que el Congreso estudie las causas de la crisis financiera y depure responsabilidades. Sube Guindos y lee su discurso sin responder en ningún momento a lo que le han requerido. Replica Garzón haciéndoselo ver. Vuelve Guindos a no darse por aludido en su intervención final. Y aquí paz y en el cielo gloria.


Pues este paripé se lleva consintiendo desde hace ya demasiados años. Los que así se comportan se están directamente burlando de los ciudadanos, dejando de manifiesto con insufrible altanería que no se consideran para nada obligados a representar a quienes los han legitimado para estar ahí. Y es que, en efecto, no nos representan, porque ellos mismos deciden no hacerlo. Cómo no entender que la gente haya perdido la confianza en estos tipejos. Lo sorprendente es que la deslegitimación de los partidos y sus empleados (con honrosas excepciones, como este chaval) no sea unánime entre la población o, al menos, para toda "persona de bien". La única explicación que se me ocurre es que poca gente se entera de cómo funcionan los no-debates en el Congreso y de que los medios de manipulación de masas bien se cuidan de no insistir en el antidemocrático funcionamiento de los mismos. Imagínense por un momento que Posada, a mitad del aburrido y torticero discurso de Guindos, le hubiese interrumpido para decirle: "Señor Ministro, por favor, conteste a lo que le ha preguntado el señor diputado: ¿Piensa hacer el Gobierno tomar alguna medida concreta para determinar las causas de la crisis financiera española y depurar responsabilidades?". Y que, cuando Guindo volviera a irse por las ramas, se lo impidiera, educada pero inflexiblemente, como entiendo que es su obligación. Inimaginable, ¿verdad? Sin embargo, es la única forma de que el Congreso sea democrático y, consiguientemente, recupere credibilidad.