sábado, 30 de noviembre de 2013

Un país de leyes

Había una vez un país cuyos gobernantes eran apasionados hacedores de leyes. Todo, pensaban, había de regularse hasta el máximo detalle, con la más absoluta exhaustividad. Creían que si algo no se contemplaba en alguna norma carecía de existencia y, desde esa profunda convicción, sentían –como declaró uno de sus más célebres juristas– que tenían la sagrada misión de conservar la realidad, garantizar su existencia, mediante la proliferación legislativa. En consecuencia, cada nuevo gobierno se esforzaba laboriosamente en elaborar nuevos textos normativos, midiéndose su eficacia en el número de artículos producidos. La inevitable competencia política convertía el Parlamento en sede de una encarnizada lucha entre los partidos gubernamentales y los de oposición. Los primeros trataban a toda costa de que sus proposiciones se aprobaran, los otros de impedirlo, pero en el fondo a nadie le importaba el contenido de la futura disposición y, desde luego, mucho menos si era conveniente o necesaria. Esto es el Estado de Derecho, decían, regirnos por normas, normativizar todas nuestras actividades; cuantas más leyes haya, más Estado de Derecho seremos. Y en ese país, que gran parte de su historia había transcurrido bajo regímenes dictatoriales, lo del Estado de Derecho era el mantra máximo.

Consecuentemente, en pocos años de democracia parlamentaria ese país había acumulado un inmenso cúmulo de textos normativos. Por supuesto, tanta exhaustividad suponía que existieran incontables contradicciones entre disposiciones. Un profesor de matemáticas, a partir de verificaciones empíricas y cálculos probabilísticos, estableció una expresión que aproximaba el número de contradicciones que cabía esperar en función del total de preceptos. Como según sus cálculos el orden de magnitud de preceptos vigentes en el país rondaba el millón (contando sólo los incluidos en Leyes y los del enorme número de disposiciones de otro rango) podía suponerse que las contradicciones totales serían de casi catorce millones. En otras palabras, cada norma del sistema legal se contradecía una media de catorce veces con otra u otras también vigentes. La conclusión era que el profuso bosque de normas convertía cualquier acto de los habitantes y de la administración pública de ese país en ilegal, salvo los escasos que todavía no hubieran sido objeto de ninguna regulación legal.

El artículo de ese matemático causó un cierto revuelo tras airearse en los periódicos sensacionalistas. Enseguida hubo reacciones indignadas de los paladines democráticos que lo tacharon de ejercicio ridículo carente de todo ajuste a la realidad. Sin embargo, unas cuantas pruebas sobre muestras reducidas de leyes al azar pusieron de manifiesto que los resultados eran bastante correctos. Fueron entonces los legisladores quienes quedaron en entredicho y se les exigió que observaran un mayor rigor en su producción normativa, pero sin cuestionar en ningún caso el volumen de ésta. Así que se creó una comisión de prestigiosos juristas encargados de revisar el inabarcable cuerpo normativo para detectar las contradicciones que albergaba y corregirlas. Pero se trataba de una tarea inmensa que obligaba a revisar todas las combinaciones de preceptos y que se complicaba porque las contradicciones podían aparecer al comparar dos disposiciones pero también dos compatibles entre sí dejaban de serlo al confrontarlas con una tercera, y así sucesivamente. Pronto se dieron cuenta de que culminar este encargo de forma sistemática les llevaría demasiado tiempo, de modo que empezaron a presentar propuestas parciales de corrección por temas.

Fieles al espíritu patrio, estas propuestas de corrección nunca se concretaban en la derogación de ninguno de los preceptos incompatibles, sino en su modificación. Ello, claro está, se materializaba mediante la aprobación de la correspondiente nueva Ley, de modo que el resultado fue que el ya altísimo ritmo de producción legislativa se dobló pues a estas incesantes normas correctoras se sumaban las que seguía promulgando el gobierno, atento a cubrir los cada vez más escasos aspectos de la realidad que no contaran con regulación (o ésta fuera insuficiente, que a su juicio siempre lo era). Pasados unos meses, el aficionado a las matemáticas volvió a publicar un artículo en el que sostenía que su expresión, pese a los esfuerzos de los legisladores, continuaba siendo aplicable y que, por tanto, como había aumentado el número total de preceptos, también lo había hecho el de contradicciones que estimaba que ya deberían rondar los dieciséis millones. De nuevo, unos rápidos muestreos hicieron ver que tampoco ahora se había equivocado.

Asumida pues la imposibilidad de que el preciado sistema normativo fuera congruente, las máximas autoridades del país se negaron no obstante a abdicar del objetivo incuestionable de regularlo todo con el máximo detalle. Prestigiosos juristas aclararon a la perpleja ciudadanía que, por definición, el sistema no contenía contradicciones y que las que había –por más que fueran tantísimas– lo eran tan sólo aparentes; es decir, no lo eran. Correspondía a los aplicadores de las normas interpretarlas adecuadamente para encontrar en cada caso su correcto sentido, empleando para ello los métodos consagrados del Derecho. En última instancia, dijeron, tenemos los Tribunales, de forma que la Jurisprudencia se convierte en un elemento fundamental para garantizar a posteriori la congruencia del sistema normativo. Alguien sugirió que se debería pedir al matemático que determinara el número de contradicciones entre las también numerosísimas sentencias, así como entre éstas y el conjunto de preceptos, pero el hombre había dejado el país, según las malas lenguas debido a que su situación laboral había empeorado desde que publicara sus artículos.


Poco a poco, este curioso revuelo se mitigó sin dejar rastros y las cosas siguieron como siempre. El cuerpo normativo crecía incesantemente y, por supuesto, nadie era capaz de conocer ni un ínfimo porcentaje de las normas que directa o indirectamente podían aplicarse sobre su actividad. A la mayoría de los ciudadanos el asunto no les importaba en absoluto en sus vidas cotidianas que, en todo caso, adaptaban para evitar lo más posible la injerencia en ellas de la administración. Había pues un país real que procuraba vivir al margen de la leyes asumiendo que de vez en cuando alguna había de tocarte, accidentes inevitables de la vida. Y había también otro país, el oficial, conformado por todos los individuos que trabajaban para la administración y cuya función era aplicar las leyes sobre las actividades de los ciudadanos que caían bajo sus respectivas competencias. Como en su mayoría estos señores no tenían la altísima formación jurídica que era necesaria para convertir las contradicciones normativas en preceptos congruentes, se encontraban siempre en la tesitura de tener que denegar lo que les era solicitado. Afortunadamente, no se llegaba a la completa parálisis administrativa gracias a que siempre, en cada departamento, podía encontrarse algún responsable (normalmente designado por el partido del gobierno) que se atrevía a prevaricar para desatascar los asuntos de importancia.

Este cuento podría seguir, pero me aburre y hasta deprime narrarlo. Diré en todo caso que, contra lo que uno pensaría desde el sentido común, el cuento no acaba con el derrocamiento del sistema.

 
The Law - Leonard Cohen (Various Positions, 1984)

jueves, 28 de noviembre de 2013

Hitler y Kafka

Retrato (¿autorretrato? de Hitler hacia 1907
Entre octubre de 1909, un joven Hitler de veinte años que no había conseguido ingresar en la Academia de Bellas Artes desaparece de Viena durante diez meses, periodo que procura ocultar en su Mein Kampf. No obstante, un historiador antifascista alemán llamado Joachim Kluge, traductor al inglés en 1938 de ese libro, descubre tras una prolija investigación que el futuro dictador se había trasladado a Praga a fin de eludir el servicio militar. En la capital checa (integrada en aquellos años en el Imperio Austrohúngaro), Hitler frecuenta el café Arcos, lugar de encuentro habitual de intelectuales y artistas de habla alemana. No olvidemos que, aunque las ideas racistas ya estaban más que germinadas en su cabeza, todavía se consideraba un artista.

Kafka en 1910
Resulta que por esas fechas Kafka, animado por su gran amigo Max Brod, también asistía al café Arcos. En una carta de noviembre de 1909 a su amigo Rainer Jauss se refiere a un extraño tipo, fugado de Viene por algún oscuro motivo, que dice ser pintor y se llama Adolf. Alguna breve alusión en otra carta (a Brod) así como ciertas notas sueltas en su diario de mayo de 1910, permiten colegir que Kafka conversó en varias ocasiones con Hitler y que lo que esté le contó le impresionó, le asustó porque vio en sus palabras el anticipo de un terrible mundo por venir. El futuro Führer relató al enfermizo escritor judío sus sueños visionarios de un nuevo orden totalitario. Para esas fechas, Kafka, de apenas veintiséis años, no había publicado nada. Es lícito presumir que el aterrador universo kafkiano le deba no poco a los delirios de ese muchacho austriaco. Por fortuna para él, aunque en más de una de sus obras (por ejemplo, la inacabada El Proceso) los anticipara, Kafka no llegó a verlos hechos realidad.

Esta historia la cuenta por boca de uno de sus personajes (el polaco Tardewski, antiguo alumno de Wittgenstein en Cambridge, que escapando de la invasión nazi de su país había ido a caer en la ciudad fronteriza de Concordia, unos 400 kilómetros al norte de Buenos Aires) el escritor argentino Ricardo Piglia en su obra Respiración artificial (1980). Tardewsky se precia ante el narrador de haber hecho el descubrimiento de esa sorprendente relación en las vísperas de la guerra, gracias a asociar dos datos que habían llegado a su conocimiento casi por azar. Le asombra que nadie la hubiera puesto de manifiesto pero, dice, así son las cosas: no nos enteramos de muchos hechos simplemente porque no acertamos a mirar. Si a las alturas del presente novelístico (finales de los setenta) ese vínculo entre Hitler y Kafka seguía ignoto se debía, simplemente, a que el polaco era un hombre vocacionalmente empeñado en fracasar. Pero el relato está verosímilmente contado y cuando un lector (yo) lo lee tres décadas después de haber sido escrito no puede evitar que la duda se asiente en su cerebro: ¿será verdad? Porque, si lo fuera, la anécdota, sin necesidad de llegar a conclusiones tan radicales como las que insinúa el personaje de Piglia, es más que jugosa y debería haber dado pie a numerosos desarrollos literarios.

Pero no, no lo es. Lamentablemente, mi escepticismo ganó esta batalla al deseo infantil de creerme el cuento. Si retuviera mejor mis lecturas ni siquiera habría tenido que buscar las dos biografías de Hitler que poseo para comprobar que cuando Piglia lo sitúa en Praga el futuro führer seguía en Viena. Probablemente el argentino, para lograr la verosimilitud de su relato, sabía que hacia mediados de septiembre de 1909 Hitler había caído en la más extrema pobreza y hay pocas noticias de él hasta 1912. Sin embargo, Ian Kershaw nos cuenta que antes de la Navidad de 1909 estuvo unos meses alojado en el asilo para indigentes y alimentándose de la sopa que repartían las monjas de un convento cercano; y que a partir de febrero de 1910 se pasó al Albergue de Hombres. Durante esos meses en los que supuestamente habría estado en Praga, Hitler se dedicaba a interesarse por la política y pintar malas copias de cuadros para que un amigo las vendiera a los turistas de la capital de los Habsburgo. Así que no, Hitler no conoció a Kafka.

Piglia, en este relato y otros más que aparecen por la novela, mezcla ficción e historia en un estilo abiertamente deudor de la técnica borgiana (con explícitas referencias metaliterarias a la erudición –real o no– que tan bien manejaba don Jorge Luís). Así, el café Arco efectivamente existió en Praga y allí se reunían los intelectuales de esa época, incluyendo Kafka que asistía llevado casi a rastras por su amigo Brod. No parece, sin embargo, que haya existido ningún corresponsal del joven Kafka llamado Rainer Jauss (probablemente, este ficticio personaje histórico procede del filólogo alemán Hans-Robert Jauss), por lo que obviamente no pudo haber ninguna carta en que se diera cuenta del extraño austriaco que había conocido. En todo caso, el salpicado de datos, ciertos o inventados, sumado a una más que correcta "ambientación", tanto en la caracterización psicológica de los personajes (incluyendo a los históricos) como del entorno de la época, hacen, como ya he dicho, que el resultado sea muy verosímil.

A mí me encanta la historia y también dos géneros literarios que derivan de ésta: el que podríamos llamar "recreación histórica" y el de la novela histórica. Como en todo, hay buenos y malos ejemplos. En el caso de la novela histórica, entendida ésta como un relato de ficción que se enmarca explícitamente en unas referencias históricas (cuando digo explícitamente, quiero decir que esas referencias pasan a tener una función capital en la trama), al margen de la calidad literaria, tiendo a exigir como criba para mi aceptación que sean verosímiles. ¿Qué entiendo por verosímil? Pues sencillamente que el relato narrado, aunque sea inventado por el autor, pudiera haber sido posible. Para ello, una condición imprescindible (pero no la única) es que no haya contradicción con los hechos históricos conocidos. Las excelsas invenciones eruditas de Borges cumplen tal premisa; ésta de Piglia, no.


domingo, 24 de noviembre de 2013

Al cruzar el charco resbaló y quedó embarrado

Hace muchos años me contó mi padre un chascarrillo del parlamento español de finales del XIX, durante la regencia de María Cristina (he tratado de confirmarlo, pero tras largo rato de búsqueda no he encontrado nada). Parece que, a propósito de los problemas en las posesiones antillanas, un diputado pronunciaba un ampuloso discurso y, para dejar claro que conocía bien la realidad americana, afirmó muy ufano: "... porque yo, que he cruzado nueve veces el charco ..." Inmediatamente desde algún escaño se escuchó una voz que acotaba: "entonces su señoría sigue aún allí". (No recuerdo el número de veces que ese diputado dijo haber cruzado el Atlántico, salvo que obviamente era impar).

El pasado jueves 21, en una larga entrevista en "Las mañanas de RNE", nuestro ínclito presidente de gobierno emuló a aquel ignoto diputado (imagino que inconscientemente). Para dejarnos claro cuánto prioriza la relación de España con Hispanoamérica, aseguró textualmente: "yo ya he cruzado el charco nueve veces desde que soy presidente del gobierno". Lamentablemente, el periodista de la cadena pública (Alfredo Martínez, creo) no tuvo la misma rapidez de reflejos que aquel congresista de hace más de un siglo. Me pregunto cómo habría reaccionado don Mariano si el entrevistador le hubiese dicho: entonces, señor presidente, usted todavía está en América.

Escuché en directo esa parte de la entrevista (mientras conducía) y este fin de semana la he vuelto a oír para confirmar que no me había engañado, inducido de una injustificada animadversión que reconozco sentir hacia este gobierno. Pero no, decía la tontería tal cual. Ya de paso, terminé de escuchar las palabras del presidente (ciertamente podía dedicar el tiempo a tareas más gratas o provechosas) y comprobé que esta joya que aquí traigo no era ni mucho menos la más refulgente. En la hora escasa que dura la entrevista nos regala varios ejemplos más de estupidez y cinismo, algunos de los cuales merecerían sus correspondientes comentarios (a lo mejor en próximas entradas). Sin embargo, esa misma tarde-noche, en una tertulia también de RNE, escuchaba a algunos intervinientes loando las palabras presidenciales. Sigo asombrándome de que traguemos de modo tan servil con la mediocridad intelectual (y probablemente también ruindad personal) de nuestros dirigentes políticos. Naturalmente –como decía Lansky en un post reciente– los comportamientos de los políticos, incluyendo sus jugosas declaraciones, demuestran el absoluto desprecio que sienten hacia los ciudadanos, la falta de respeto con que nos tratan. Claro que mucha culpa tenemos nosotros cuando nos dejamos tratar como si fuéramos tontos (y, a lo peor, hasta lo somos).

Pero vuelvo a las nueve veces que ha cruzado el charco don Mariano. Si, como parece lógico, se refería al número de visitas que a la fecha ha realizado a Hispanoamérica, resulta que miente, porque desde que es presidente ha ido en seis ocasiones. A saber: en abril de 2012 a México y Colombia, en junio de 2012 a México (de nuevo) y Brasil, en enero de 2013 a Perú y Chile, en mayo de 2013 a la Cumbre de la Alianza del Pacífico en Cali, en septiembre de 2013 a Buenos Aires (para apoyar la candidatura olímpica de Madrid) y en octubre de 2013 a la Cumbre Iberoamericana de Panamá. 6 viajes (12 cruces del charco) para un total de unos cuarenta y pico desde que ocupa el cargo, no parece que sea un potente argumento a favor de la importancia que nuestro gobierno le da a las relaciones con América. Y no es que yo piense que la relevancia de Hispanoamérica en la política exterior española haya de medirse por el número de viajes oficiales, sino que ha sido el propio Rajoy quien esgrime ese dato (mintiendo, as usual).

Como supongo que nuestro presidente preferirá que le tilde de tonto ("tonto es el que dice tonterías", Forrest Gump) antes que de mentiroso, diré que a lo mejor sí ha cruzado el charco nueve veces (entendiendo, claro está, que ir a América y volver es un único cruce de charco) si anotamos los viajes a los Estados Unidos. En realidad, sólo he encontrado dos viajes del presidente a ese país (en mayo de 2012 a Chicago y en septiembre de 2013 a Nueva York), pero quizá haya otro más para sumar nueve visitas al continente americano. Y sin son ocho en vez de nueve, tampoco hay que ser pejigueros, tengamos en cuenta que Rajoy es de letras.

 
Mentira - Manu Chao (Clandestino - Esperando la última ola, 1998)

jueves, 21 de noviembre de 2013

Espionaje

Los espías, las personas que mediante cualesquiera artimañas intentan enterarse de secretos, existen desde siempre. Basta que no queramos que algo que se sepa para que haya otros que quieran saberlo; o sea, que hay espionaje porque hay secretos, dos caras de la misma moneda. En estos tiempos en que tanto nos gusta hablar de derechos, pretendemos disociar ambas actividades, defendiendo una y condenando la otra. Nos reconocemos ingenuamente el derecho a tener secretos, a que ciertas partes de nuestra vida sean confidenciales y, por tanto, exigimos que se nos garantice que no nos van a espiar. Ahora bien, ese derecho alcanza a lo que se da en llamar la intimidad, la vida privada. El problema es que estamos ante un enunciado circular: tenemos derecho a que no espíen nuestra vida privada que comprende todo aquello que no debe ser espiado. De otra parte, también pedimos que se desvelen secretos, al menos aquéllos que nos hacen o pueden hacernos daños, ¿qué otra cosa es la investigación criminal? La cuestión, en el plano abstracto, parece irresoluble y tan sólo admite respuestas para cada caso concreto que son además, con mucha frecuencia, bastante polémicas. En ese marco, nos inventamos un marco de garantías jurídicas que tiene mucho de discurso hipócrita o de actitud bobalicona.

Porque lo cierto es que todos aprendemos desde pequeñitos que si algo que he hecho no quiero que se sepa he de tomar precauciones para mantenerlo en secreto y también que es muy difícil, casi imposible, que los secretos estén ocultos mucho tiempo. Desde el colegio aprendemos que existen los chivatos (luego nos enteraremos que es una profesión) y nos preocupamos de eludirlos. Un niño a quien le descubren un secreto puede que se enfade con quien lo ha desvelado pero enseguida asume que la culpa ha sido suya por no haber adoptado las precauciones necesarias. Es decir, que, salvo los que nunca maduran y tienden a echar las culpas de sus desgracias a los demás, llegamos a adultos convencidos de que si queremos tener secretos (o si se prefiere, vida privada) nos compete a nosotros mismos poner los medios para que personas ajenas no se enteren de ellos. Y, naturalmente, también deberíamos ponderar los riesgos que corremos en cada caso (en función del valor que le demos a cada secreto). Por eso, desde los inicios de las civilizaciones, hemos inventado sistemas para ocultar nuestros secretos. Y simultáneamente, conscientes de que otros tienen secretos que nos interesa conocer, hemos desarrollado métodos para descubrirlos.

Que esto es así y ha sido así al menos desde los griegos no ha escandalizado nunca a nadie. Por supuesto, la justificación ética para hurgar en los secretos ajenos siempre se ha situado en motivos de seguridad y por eso la criptografía ha evolucionado predominantemente en los ámbitos político y militar. Pero naturalmente, los límites de lo que afecta a la seguridad común nunca han estado claros y desde luego nunca han existido a priori; al fin y al cabo, tal como hoy siguen diciendo los defensores del espionaje, cómo saber antes de escucharla si una conversación de alguien es relevante para la seguridad pública o pertenece a su inofensiva vida privada. La tesis histórica, aceptada unánimemente sin aspavientos, ha sido siempre que cualquiera puede ser espiado. En la práctica, sin embargo, el espionaje había de limitarse a determinadas personas sobre las que había indicios suficientes de que producían información relevante y los ciudadanos anónimos estábamos casi siempre al margen del interés de los espías. La diferencia de nuestra época es que ese espionaje puede hacerse de forma extensiva, exhaustiva. Eso ocurre, obviamente, porque disponemos de los instrumentos (barridos electrónicos y análisis por ordenador) pero también y sobre todo porque nos hemos (nos han) engañado haciéndonos crear que los medios a través de los que nos comunicamos (teléfonos, internet) son privados. Y en ese engaño bastante ha contribuido la ficción jurídica del "derecho a la intimidad".

Sería recomendable que cuando habláramos por teléfono tuviéramos siempre presente que puede haber una tercera persona escuchando (o una máquina grabándonos). Si así fuera, nos comportaríamos igual que lo hacemos cuando estamos conversando con un amigo en un sitio público y queremos evitar que el de la mesa de al lado pegue la oreja. ¿Verdad que sería ridículo que en esa situación reveláramos secretos e inmediatamente acusáramos ofendidos al vecino por haber escuchado lo que decíamos? No es lo mismo, me diréis, en ese supuesto estoy en un ámbito público y el teléfono es privado; ya, esa es la mentira que nos han hecho creer. Reclamemos, por supuesto, que se cumplan las garantías de confidencialidad que prometen las leyes para las comunicaciones electrónicas y no dejemos de tomar las escasas medidas de que disponemos para denunciar las constantes violaciones. Pero sin escandalizarnos, porque así son y han sido siempre las cosas y, lo que es peor, seguirán siéndolo. Porque el poder (y cualquiera) no va a dejar de hacer algo que puede y quiere hacer; y que además, me atrevo a decir, tiene la obligación de hacer de acuerdo a su propia lógica. ¿Acaso alguien ignora que las recientes "indignadas" protestas de los gobiernos europeos al "descubrir" que los servicios de espionaje de los Estados Unidos escuchaban masivamente conversaciones de sus ciudadanos no son más que un paripé hipócrita ante la opinión pública que no va a tener absolutamente ninguna consecuencia real?

El primer requisito para poder cambiar las cosas es saber cómo son. Corolario: la obligación de quienes no quieren que las cosas cambien (porque les favorecen, claro) es mantenernos en la ignorancia a base de ficciones.

 
The spy - The Doors (Morrison Hotel, 1970)

sábado, 16 de noviembre de 2013

La espada de Damocles

Siempre me han jeringado los filósofos, hipócritas y pedantes que pareciera que sólo obtienen placer aguándonos las alegrías. Y para mi desgracia me ha tocado vivir en una ciudad de filósofos que pese a estar tan lejos de la Hélade se precia de poder competir con la misma Atenas en ingenio y sabiduría. Cuento entre mis súbditos no pocos que así se titulan, aunque yo prefiero tildarlos de aguafiestas charlatanes. Muchos, os lo aseguro, pero como sospeché en vida sus famas han sido efímeras, no han legado sus vanas y plúmbeas sabidurías a la posteridad y sus nombres están borrados de toda memoria. ¿O acaso alguno de vosotros me puede citar a algún filósofo de la poderosa Siracusa, la joya de la Magna Grecia? Sí, de acuerdo, Arquímedes nació en mi ciudad, pero no llegué a conocerlo; más de medio siglo llevaba mi cuerpo criando malvas en una miserable fosa de Corinto cuando vio la luz tan ilustre siracusano. A él si lo habría respetado porque era un tipo práctico, no un aburrido vendedor de humo como tantos de mis cortesanos embelesados con sus aburridos sofismas. Bien habría sabido sacar provecho de sus invenciones, como lo hizo Hierón, en sus batallitas con cartagineses y romanos; seguramente mejor me habría ido. Pero basta ya de Arquímedes que no quiero ser anacrónico por más que el tiempo ya no signifique nada.

A quien sí conocí fue al pesado de Platón; insoportable, os lo aseguro. Tendría unos cuarenta años cuando mi tío Dión me lo trajo a palacio. Mi tío era filósofo, por si no lo sabéis, así que imaginaos su entusiasmo cuando se enteró de que el que se proclamaba discípulo portavoz de Sócrates estaba en la isla. Para entonces hacía ya muchos años que el gran maestro había sido acicutado, pero su fama continuaba. Curioso, ¿verdad? Un hombre que no escribió nada y que todavía sigue en el pedestal para que le admiréis. Quizá ahí estribe el secreto de la posteridad, ahora que lo pienso y me viene a la mente ese Jesús de Nazaret, tal para cual. No dejar rastros materiales de nuestra existencia, que ya se encargarán otros de reinventarnos, no es mala idea. Aunque, qué me importan Sócrates o Jesús (mucho menos éste, tan ajeno a mí). Ya puestos, os diré que no termino de creer que hayan sido tal como nos lo cuentan. Del judío nada puedo decir, pero desconfío de todos los cuentos de Platón sobre el ateniense, que no os podéis ni imaginar la de mentiras que soltaba el capullo ese. Y tened por seguro que un rey, y más un tirano como fui yo, sabe está bien entrenado para detectar los embustes.

Tenía treinta tacos cuando sucedí a mi padre, después de la calamitosa derrota ante los cartagineses. Ya era mayorcito, leches, como para que me pusieran a mi tío como consejero plenipotenciario, pero hube de aguantarme durante siete largos años. Y el viejo, día sí, día también, reconviniéndome, afeándome la conducta sin cortarse un pelo. Se le había metido en la cabeza que Siracusa tenía que ensayar el modelo perfecto de sociedad y yo (en realidad él, claro) estaba llamado a ser el gobernante modélico, el perfecto rey filósofo. En cuanto se juntó con Platón ni os imagináis el desbarre; no cabían de gozo mientras planificaban el estado ideal en interminables caminatas por los jardines de palacio. Hasta ahí hubiera podido pasar, aún soportando sus discursos somníferos e indigestos durante los almuerzos. Pero no, los señores querían poner en práctica sus benéficas ideas y hasta se atrevían a proponer acuerdos legales en los consejos que habrían de vincularme a mí, al rey. Me acusan de iracundo y no voy a negarlo, pero en este caso mi cólera estaba más que justificada y, según pienso ahora, en el fondo mi reacción fue de lo más moderada. Lo que tenía que haber hecho era matar a ese gordo redicho y de paso evitar a la humanidad sus excrementos literarios, entre ellos el aburrido libraco en el que desarrolló las utopías políticas que había elaborado junto con mi tío. Pero en el fondo soy un blando y me limité a venderlo como esclavo; lástima que lo rescatara un admirador. Estos filósofos, con su hipócrita actitud de desapego benevolente, suelen tener suerte. Poco después logré deshacerme de Dión y no creáis que fue fácil; el hideputa controlaba ya casi todos los resortes del poder. También tendría que haber matado a mi tío, pero la familia es la familia y además, ya os lo he dicho, en el fondo soy un blando. Así que me contenté con exiliarle, grave error que me costaría el trono.

Bueno, espero haberos convencido de que me caen muy mal los filósofos. Sin embargo, hasta de lo que a uno repugna algo se le pega. No, no vayáis a pensar que sin Platón y Dión moderé mi gobierno respetando sus rectas doctrinas. Para nada, a partir de ahí pude por fin convertirme en lo que realmente quería, en el tirano omnipotente de Siracusa, con carta blanca para hacer lo que me viniera en gana, que no era precisamente dedicarme al estudio o a los debates filosóficos. Menudos tiempos aquéllos, que derroche de placeres me permití. Me consta que mis súbditos no estaban nada contentos con su rey, aunque entonces no le di importancia (otro error); el más mínimo amago de rebeldía lo cortaba por lo sano, literalmente. Así que abundaban los aduladores, preocupados patéticamente por hacérseme simpáticos, recibir el premio de mi aprobación (y, ya de paso, algo más tangible, si era de oro, mejor). Lo cierto es que, después del periodo gris de las regañinas de mi tío, no me incomodaba en absoluto que todos se afanaran en darme coba. Hasta los animaba a que compitieran entre ellos superándose en loas al más grande rey de todos los tiempos, al más sutil y suspicaz de los gobernantes, al mejor amante, al favorito de los dioses. Desde luego que no me creía una palabra pero, qué queréis, me daba gustito escuchar sus graznidos, incitarlos a gestos de adoración humillantes, jugar con sus miedos y avaricias, los dos sentimientos entre los que oscilaban sus ánimos, siempre inquietos. Pues bien, entre todos estos deleznables cortesanos, el peor (o mejor, según se mire) era Damocles.

Muchos conoceréis su historia y seguro que todos su nombre, que a la postre ha perdurado más que el mío; manda cojones que un don nadie alcance la fama casi eterna y de mí sólo sepan los historiadores. La culpa la tiene un tal Timeo, un tipo de Taormina, nido infestado de sículos que tantos problemas causaron a mi padre. La verdad es que durante mi reinado no me dieron apenas problemas, vivían a lo suyo, sin meterse con nadie, lo cual ya era difícil en aquellos tiempos. Me jodía un poco, para qué voy a mentiros, el prestigio que gozaba Andrómaco, ejemplo de gobernante democrático y justo (cuánta tontería). Alguna vez fantaseé con recuperar para Siracusa el dominio de la plaza, pero al fin y al cabo, había sido mi propio padre quien se la había vendido a Andrómaco por una jugosa fortuna; habría sido una fea jugada sin contar con una buena excusa (y, además, enseguida hube de enfrentarme a problemas más acuciantes por culpa del rencoroso de mi tío Dión). En fin, que no ataqué a esos santurrones pero no pasó mucho tiempo sin que llevaran su merecido, aunque yo no lo vería. Fue mi sucesor Agatocles quien la conquistó y, ya de paso, expulsó al joven Timeo. A la vista de lo que escribió luego en el exilio, está claro que la medida fue equivocada; Agatocles cometió el mismo error que yo con Platón: no matarlo. No creáis que, ni en su caso ni en el mío, esa dolosa omisión obedecía a alguna clase de escrúpulos morales; al fin y al cabo, era prerrogativa de los conquistadores (como siempre lo ha sido) cepillarse a quienes les molestaban. Sin embargo, matar a ciertos tipos resultaba complicado a causa de nuestras supersticiones religiosas; me refiero a los dioses con sus manías de tener favoritos entre los mortales y vengarse cuando se les dañaba. Ni yo ni ningún gobernante de la época creíamos en esas patrañas, desde luego, pero había que tenerlas en cuenta; después de todo, los dioses sirven fundamentalmente para legitimarnos.

En fin, que Timeo tuvo que mudarse a Atenas y allí, cómo no, se juntó con filósofos. Bajo tan nefasta influencia, el niño mimado (me olvidé deciros que era hijo de Andrómaco) decidió que también el quería rampar en el sacrosanto olimpo de la cultura y decidió hacerse historiador y escribir él solito toda la historia helenística en el Mediterráneo occidental; o sea, básicamente en Sicilia. Claro que llamar historia a lo que emborronó ese patán es como ... (hay tantos ejemplos que dejo a la elección del lector acabar la frase). Por ser honesto he de reconocer que la cronología al menos guarda cierta fiabilidad, pero casi todos los hechos que narra (y no digamos sus infantiles juicios) son pura invención, distorsiones tan exageradas de lo que realmente pasó. Leed los textos que me dedica y no acertaréis a aproximaros lo más mínimo a mi personalidad ni a conocer los avatares de mi reinado. Pero de nada valen mis protestas póstumas, la imagen que ha quedado de Dionisio II es en su mayor parte la que creó ese inútil, que nunca llegó a conocerme. Y no penséis que mis descalificaciones son motivadas por el rencor, que ya entonces sus colegas de la "intelectualidad" lo tacharon de poco serio, de que distorsionaba la verdad histórica para acomadarla a sus opiniones. Qué más da, la mentira tiene largo recorrido. En este caso, la historieta de Damocles, que luego copiaría deformándola otro tanto mi paisano Diodoro Sículo, cuando nuestra isla estaba ya bajo dominación romana. Y a éste lo leerían Horacio y, sobre todo, Cicerón ... Ya tenemos asegurada la consagración de la anécdota de la espadita por los siglos de los siglos (amén).

Damocles era el estereotipo del pelota, del trepa, del untuoso sobón de la vanidad del poderoso de turno. Siempre hay que respetar a quien manda, humillarse ante él y regalarle los oídos con alabanzas; es una norma elemental de las sociedades humanas. Ahora bien, como en todo, hay que saber hacerlo, ni quedarse corto ni pasarse. He de reconocer que a los poderosos el exceso de vanidad con frecuencia nos ofusca el ingenio convirtiendo en verosímiles las loas más desmesuradas. Pero muy atontado habría de haber estado para no discernir la flagrante falsedad del comportamiento de Damocles, que superaba cualquier límite del decoro llegando incluso a ofenderme. Una tarde inclemente, con gran parte de la corte recluida en palacio, hilaba un interminable discurso sobre los favores que Tyche me había concedido, calificándome sin rubor como el más afortunado de los hombres y favorito de los dioses, dones que eran más que merecidos (no fuera a parecer que me estaba criticando). Le dejé hablar un buen rato hasta que tanto empalago comenzó a hartarme. ¿Qué te parecería, amigo mío, disfrutar tú de mi poder y de mis riquezas, ser por un día el rey de Siracusa? Una sombra de duda arrugó enseguida su frente (todos sabían que no pocas veces mis dádivas eran el disfraz de algún cruel castigo) pero, preso de sus palabras, de las expectativas del auditorio y, sobre todo, del miedo a ofenderme, no le quedó otra que aceptar el juego con ostentosos aspavientos de gratitud. Así que ordené que lo llevaran los más bellos esclavos a mis aposentos y allí primero lo bañaron y perfumaron con los más ricos ungüentos y luego lo vistieron con ropajes de gala, le ciñeron la diadema real y lo adornaron con joyas preciosas. De vuelta a la gran sala, lo invité a sentarse en mi trono (temblaba de emoción y de miedo) y mandé que trajeran de las cocinas la gran mesa repleta de las más deliciosas viandas, un banquete extraordinario, de los reservados para las ocasiones solemnes. Se inició el festín de Damocles, con todos los comensales, incitados por mi ejemplo, dirigiéndole alabanzas, mientras los tañedores de cítara le dedicaban sus más melodiosos acordes y gráciles efebos y hermosas vírgenes le acariciaban y besaban. Embelesados sus sentidos de placer, ebrio de gozo, era más que obvio que el adulador cortesano disfrutaba infinitamente de su nuevo estado. Veo ahora que no exageraba al referir lo afortunado que sois y el amor que los dioses os profesan, exclamó con alegría y confianza el desvergonzado sicofante.

Mientras Damocles estuvo acicalándose en mis aposentos había ordenado a mi palafrenero mayor que cortara un pelo de gran longitud de la crin de mi mejor caballo y a mi armero personal que afilara al máximo la hoja de mi espada favorita. Hice amarrar el pelo a una viga de la techumbre justo por encima del trono y en su otro extremo que anudaran la empuñadura del arma. De este modo, desde que se sentó en su efímero rol de monarca, la aguda punta del xifos pendía a pocas pulgadas sobre la coronilla de Damocles, oculta entre las sombras. Veo que te place ser yo, le dije, mas quizá no te percatas de los peligros que te acechan en ese trono. Entonces, a una seña mía, cinco pajes elevaron sus antorchas y de golpe la espada quedó iluminada, refulgiendo su hoja con amenazadores destellos. Alzó la vista Damocles y aterrado descubrió la inminente amenaza. Al punto se le demudó el rostro, perdió el apetito y todo interés en los placeres que hasta un instante le deleitaban. Intentó zafarse de los abrazos de los efebos, quienes siguiendo mis instrucciones lo atenazaban con firmeza. Señor, rogó con temblorosa voz, dejadme abandonar vuestro trono que ya no deseo disfrutar más de los favores de los dioses. No, amigo, le respondí, un rey no puede renunciar a los deberes de su cargo; seguirás siéndolo durante lo que resta de jornada, tal como hemos acordado. No podéis figuraros cuánto el pánico había transformado la apariencia y el ánimo del miserable, todavía al recordarlo soy incapaz de reprimir una sonrisa. Los comensales, divertidos, reían y seguían con sus loas bufas al efímero monarca mientras, con miradas rápidas, calculaban cuanto faltaba para que el pelo de crin se quebrase. Damocles intentaba preservar una mínima pose de dignidad, resignado a su destino, pero el miedo sacudía su cuerpo en patéticas convulsiones. Fue ese miedo el que lo salvó, pues al poco rato se rompió en efecto el hilo y la espada cayó vertical pero sin hendirse en su cráneo como me habría gustado, sino a causa de sus movimiento temblorosos, rajándole el hombro y parte de la espalda. Cómo gritó el cobarde y cuánta sangre vertió sobre mi trono. Pero lo mejor fue el salto que pegó, desembarazándose de los efebos y corriendo sobre la tabla del banquete hasta alcanzar la puerta. No supimos más de Damocles en Siracusa; por más que indagué su paradero, nadie pudo darme noticias fiables.

Con esta bufonada sólo pretendía pasar un buen rato (y a fe que lo conseguí) pero enseguida mis cortesanos vieron en ella una muestra de mi sagacidad. Dionisio ha querido, decían, enseñarnos los riesgos del poder, advertirnos que en todo puesto de aparente seguridad puede acecharnos un grave peligro. Es, sin duda, una máxima de profunda sabiduría, digna del mejor de los filósofos. Lo mismo opinaron Timeo, Diodoro, Horacio, Cicerón y todos los que recogieron la banal anécdota y he aquí que yo, enemigo declarado de los filósofos, pasé a la historia como uno de ellos, aunque sólo sea en tan poca cosa. Será, digo yo, que todo se pega y algo me quedaría de las molestas amonestaciones de Platón y mi tío. En los últimos años de mi vida, triste y arruinado en Corinto, alguna vez pensé que esa espada que colgué sobre mi trono anticipaba mis propios riesgos que, en efecto, cayeron fulminantes sobre mi cabeza. Ideas filosóficas, me diréis, y puede que lo fueran. Pero no motivadas por ningún aprecio hacia tan odiosa disciplina, sino fruto de la melancolía de una vejez prematura. En todo caso, la historieta que os he contado apenas ocupó mi cabeza mientras viví. No conocí pues la popularidad de la anécdota sino desde este averno atemporal en que moro. Y desde el primer momento me indignó la injusticia de su fama pues nada justo es que pase a la historia con el título de espada de Damocles cuando mía era el arma y la autoría de la escena. La espada de Dionisio debería llamarse y quizá así mi nombre no estaría tan olvidado y algunos curiosos indagarían sobre mi vida en vez de buscar la identidad del miserable Damocles. Porque ese cretino, de pasar a la historia, sólo lo merecería como sinónimo de adulador ruin carente de dignidad y escrúpulos. Ese es un Damocles, tal debería ser la frase con la que se calificara a cualquiera de los innumerables individuos que durante todos los siglos se han afanado en lamer las vanidades de los poderosos como único medio para medrar. Además, ¿sabéis lo humillante que es para un rey que su nombre sea conocido gracias al más cobarde se sus cortesanos? Lo dicho, malditos sean los filósofos.

 
Sword of Damocles - Lou Reed (Magic and Loss, 1992)

He visto la espada de Damocles justo sobre tu cabeza.
Están probando un nuevo tratamiento para sacarte de la cama,
pero la radiación mata ambas, buenas y malas sin distinción
Así que para curarte deben matarte: la espada de Damocles pende sobre tu cabeza

Ahora veo montones de gente morir en accidentes de coche o por las drogas.
Anoche en la calle 33 vi a un chaval atropellado por un autobús.
Pero esta interminable tortura sobre tu parte viva es dura de soportar.
Para curarte han de matarte: la espada de Damocles sobre tu cabeza

Esa mezcla de morfina y dexedrina la usábamos en la calle,
mata el dolor y te mantiene arriba el alma.
Pero este juego de adivinanzas tiene sus propias reglas, los buenos no siempre ganan.
Podría salir bien, la espada de Damocles colgando sobre tu cabeza.

Parece que se ha hecho lo que había que hacer, aunque desde aquí el panorama no se vea muy alentador.
Pero hay cosas que no podemos conocer; tal vez haya algo más allá,
algún otro mundo del que no sepamos nada. Sé que odias esa mierda mística,
no es más que otra forma de verlo. La espada de Damocles sobre tu cabeza.