lunes, 28 de abril de 2014

4.- Carlos V con perro (Tiziano)

Alfonso de Este (Copia de Tiziano)
Siendo Tiziano un crío en su pueblo natal del Cadore, pintó sobre el muro de la casa paterna una imagen de la Virgen, coloreándola con los jugos exprimidos de hierbas y flores. Los dejó a todos estupefactos, claro, y el padre lo mandó, acompañado por su hermano mayor, a casa de un tío en Venecia para que aprendiera letras y dibujo. Eran los últimos años del quattrocento y el futuro maestro y renovador de la pintura rondaría los diez añitos (no se sabe con certeza su fecha de nacimiento). A partir de ahí, su genio, unido a grandes dotes cortesanas que supo emplear en ganarse como clientes a todos los poderosos de la época, le llevaron a ser el pintor del XVI, siglo que transitó en su mayor parte (muere en 1576, probablemente con más de noventa años). Tiziano Vecellio alcanza la más alta fama sin moverse de Venezia. Ya en 1513 el Papa León X (también un Medici), empeñado en atraerse a los más grandes artistas de la península, le propone establecerse en Roma pero el pintor rechaza la oferta. Supongo que muchos lo verían como un grave error, el desperdicio de una gloriosa oportunidad; sin embargo Tiziano, que demostró desde muy joven que tenía claro como orientar su carrera y garantizarse el éxito económico, sabía bien lo que hacía. El gesto reforzó su prestigio en la Serenísima y le valió pocos años después, a la muerte de Bellini, ser nombrado pintor oficial de la República, con cien ducados anuales asegurados (mantendría el cargo durante toda su vida). Sólo cuando su primacía veneciana era indiscutible y ya había comenzado a revolucionar la forma de pintar renacentista para asombro de sus paisanos y visitantes, empieza a dejar quererse por extraños. El primero será Alfonso de Este, duque del vecino estado de Ferrara, un notorio mecenas a cuyo servicio estaba, entre otros, Ludovico Ariosto, el autor del Orlando furioso. Hacia 1516, el duque ferrarés, ya cuarentón, estaba decorando su estudio personal, una galería dispuesta al interior de la llamada via coperta que une el Castello Estense y el Palazzo Ducale. Ya contaba con cuadros de primeras figuras de la época y quiso añadir obras de Tiziano a su colección. Las tres telas de asuntos mitológicos que realizó (además de retocar una de Bellini que ya poseía Alfonso) le llevaron casi seis años, para la desesperación del Duque; de este modo el pintor hacía aumentar el anhelo por sus obras, que la posesión de éstas resultara todavía más valiosa.

Beatrice d'Este (Ambrogio de Predis)
Los Este, la familia al frente de Ferrara desde mediados del siglo XIII, habían convertido al pequeño estado en un foco activísimo de la vida cultural italiana, uno de los centros principales del Renacimiento. Desde mediados del quattrocento, los gobernantes de Ferrara venían acogiendo en su corte a los más célebres pintores, escultores, arquitectos, músicos y literatos, compitiendo sin desdoro con el Papado y la República de Venecia. El prestigio de la marca Ferrara –permítaseme el feo anacronismo– era de primer nivel y, desde luego, un capital valiosísimo para las aspiraciones políticas de los Este en el complejo mosaico italiano. Naturalmente, también se empleaban los habituales recursos de las alianzas matrimoniales, que en las últimas generaciones habían ido situando a Ferrara en la órbita del Imperio, principalmente mediante enlaces con la dinastía aragonesa del reino de Nápoles. Estrategia, por otra parte, que obedecía a explicables previsiones defensivas ante las ambiciones territoriales de sus poderosos vecinos. De hecho, a principios de la década de 1480, Hércules de Este ha de enfrentarse al Papado y Venecia en la llamada guerra de la sal, con el único apoyo de Nápoles y las pequeñas ciudades estado de Urbino, Bolonia y Mantua; aunque con alguna pérdida territorial a favor de Venecia, mediante el Tratado de Bagnolo, los Este consiguieron preservar la autonomía de su Estado que pretendía anexionarse el Papa Sixto IV (se dijo que el disgusto que le produjo el acuerdo de paz le provocó un ataque de ira que lo mató). El hijo de Hércules –y de Leonor de Nápoles, de la estirpe aragonesa–, Alfonso I, también sufrió las aspiraciones del Papado sobre sus dominios, lo que estrechó más su alianza con el partido imperial; en todo caso, sus quehaceres políticos y militares no le impidieron continuar y multiplicar el mecenazgo de su padre, atrayendo a la corte ferraresa, como ya he contado, al célebre Tiziano. Este "virus" del patronazgo artístico lo heredaron también, con tanta o más intensidad, otros de sus hermanos, muy especialmente Isabel y Beatriz, casadas respectivamente en 1490 y 1491 (ambas con quince años) con Francisco I Gonzaga, marqués de Mantua, y Ludovico Sforza, duque de Bari que llegaría a serlo de Milán. A ellas hay que atribuirles gran parte del mérito de que Mantua y Milán adquirieran notable protagonismo en la eclosión artística del Renacimiento italiano. También, naturalmente, que Isabel inoculara la afición a su hijo Federico II, uno de los protagonistas de estos posts.

Joven con guante (Tiziano?)
Hacia 1523, mientras todavía trabajaba en los encargos de Alfonso de Este, se produce el primer encuentro de los Gonzaga con Tiziano. El joven Federico ya tenía claro que el realce de la importancia de Mantua requería, además de una activa política exterior, el prestigio de su corte –muy sobredimensionada en relación al tamaño del estado– con la incorporación de artistas renombrados. Naturalmente, que el Gonzaga se interesara por Tiziano tiene fácil explicación en las estrechas relaciones –familiares y de vecindad– con Ferrara. Pero me gusta más imaginarme (sin que haya pruebas que lo verifiquen) que Federico quedó impresionado por el retrato que trajo de Venecia uno de sus agentes en la Serenísima, Giambattista Malatesta. Me refiero al cuadro titulado Hombre con guante, datado hacia el principio de la década de los veinte y actualmente en el Louvre. Es una pintura de una sorprendente economía de detalles que logra una hondura psicológica pocas veces alcanzada hasta entonces, lo que suscitaría en el marqués de Mantua el intenso deseo de ser retratado por ese artista. Aunque el cuadro está firmado por Tiziano y a él se lo atribuyen los expertos, recientemente se ha publicado una novela (Il Turchetto, de Metin Arditi) sobre un pintor sefardita originario de Constantinopla que escapa a Venecia y allí adquiere gran fama cambiando de nombre y de etnia. Sin embargo, en la ciudad de los canales se enamora de una bellísima judía, herejía que lo conduce a las garras del Santo Oficio: sus obras han de ser quemadas. A este punto aparecería Tiziano, quien admirado por la calidad del retrato del joven enguantado, decide hacerlo pasar por suyo y para ello sustituye las letras de la firma, salvo la T inicial, de Turchetto, que era el apodo del chico (en efecto, esa T tiene unas características distintas del resto de la grafía). Aparte de que no hay constancia de la existencia de ese Turchetto, en la novela este cuadro se habría pintado unas dos décadas después. Aún así, la hipótesis de la ficción es sugerente, pues vendría a apuntar que la obra con la que Tiziano revela por primera vez su genialidad como retratista no habría salido de su mano. En todo caso, lo cierto es que el siguiente retrato de importancia del Vecellio –probablemente de 1529– es el del propio Federico (que reproduje en el post anterior), lo que permite apreciar las similitudes entre ambas pinturas. Parece que la pintura fue encargada para las negociaciones de boda con Julia de Aragón, que era función habitual de estas obras en una época sin fotografía; no llegaría a enviarse, sin embargo, porque el cuadro fue regalado poco después al emperador (quizá durante su estancia en Mantua de 1530) y en la actualidad está en El Prado. Es curiosa la presencia del perrito –un bichón maltés– que anticipa al que aparecerá en el cuadro que motiva este posts. Los perros, sobre todo los falderos, se asociaban a los retratos de damas, pero en este caso se emplea para remarcar la fidelidad del marqués, mensaje relevante para una futura esposa pero también para el aliado poderoso (ambos tenían motivos para tomárselo con reservas: desconfiemos de las virtudes que se proclaman).

Carlos V (Giovanni Britto)
De modo que cuando Carlos V es recibido en la corte de Mantua en la primavera de 1530, el marqués ya estaba obnubilado por Tiziano y deseoso de ofrecerle sus servicios al emperador (y en ese afán lo secundaba, sin duda alguna, el propio pintor que ya tendría calculados sobradamente los beneficios de asociarse a los intereses de los Habsburgo). Le muestra pues obras del de Venecia, entre ellas los tres retratos que le había hecho de los cuales sólo se conserva el mencionado. Uno de los perdidos representaba al marqués de Mantua con armadura y ese cuadro debió llamar la atención de Carlos, quien ya por entonces buscaba una adecuada imagen de su dignidad imperial. Así que Tiziano lo retrata en representación militar, con armadura y espada, en referencia simbólica a los emperadores romanos de la antigüedad, clara influencia de la llamada estética all'antica. Es el modelo del rey-soldado, uno de los más apreciados en la época y que desde luego bien le cuadraba a Carlos, lo que hace que se convierta en gran medida en el que, por su fuerte carga simbólica, mejor se asociaría a la imagen del emperador e incluso aprovecharía su hijo con mucho menos merecimiento (y hasta Felipe IV se haría retratar con armadura). La armadura que viste Carlos era, por así decirlo, la oficial, la que se repetiría en otros retratos a partir de este primero, que culminan en el grandioso ecuestre, también de Tiziano, para conmemorar la victoria sobre los protestantes de la Liga de Smalkalda en la batalla de Mühlberg (1547). El primer retrato del veneciano ha desaparecido, pero lo conocemos gracias a algunas descripciones (en especial las del prolífico Vasari) y a diversas copias posteriores; probablemente la primera sería la xilografía que reproduzco de Giovanni Britto, pero la más notable un óleo de Rubens de 1602 (otra versión de Rubens se adjudicó por 165.000 € en subasta en Sevilla en 2006).

Retrato alegórico de Carlos V (Parmiginiano)
Hay que decir que si bien se suele atribuir a Tiziano el inicio del modelo del retrato imperial con armadura, hay un ejemplo de unos meses antes; se trata del titulado Retrato alegórico de Carlos V, en el cual éste aparece sentado con expresión arrobada (por no decir pánfila) mientras la Fama –una mujer joven con alas– lo corona con laurel y un Hércules infante le ofrece el globo terráqueo (sí, en el XVI ya se sabía que la Tierra es una esfera) reconociéndole su dominio. El autor de este bodrio (valga mi irrespetuosa opinión) era el Parmiginiano, apodo de Girolamo Francesco Maria Mazzola por ser natural de Parma. Este hombre, que llevaba ya varios años tratando de conseguir el mecenazgo de algún gobernante importante –en especial deseaba el del papa Clemente VII–, residía por aquellas fechas en Bolonia y, según cuenta Vasari, durante la estancia del emperador estaba continuamente a su acecho, buscando sus favores, para lo que no se le ocurre otra cosa que perpetrar este homenaje pictórico con motivo de su coronación. Parece que se lo enseñó al Papa y éste (¿con mala intención?) le anima a entregárselo al emperador. Carlos, muy diplomático él, dice que le gusta y le solicita que se lo entregue, pero el bobo del Parmiginiano, parece que mal aconsejado y/o quizá intentando hacerse querer al estilo de Tiziano para conseguir mayor premio, le contesta que todavía no está acabado. Por mi parte, estoy convencido de que al emperador ese óleo tuvo que desagradarle pues nada tiene que ver con la imagen de majestad que, con su sola figura, logró tan acertadamente Tiziano. Prueba de ello es que –que se sepa– no volvió a interesarse por esa pintura presuntamente inacabada que fue a parar a las manos del cardenal Ippolito de' Medici (otro personaje que da mucho juego, típico representante de los ambiciosos e intrigantes renacentistas italianos), el cual, a su vez, se lo pasa a su colega (por lo de cardenal) Ercole Gonzaga, hermano menor de "nuestro" Federico. En ese trasiego veo un intento indirecto de hacerle llegar a Carlos su retrato alegórico, y es probable que así ocurriera en el segundo viaje del emperador a Italia, cuando vuelve a encontrarse con el ya duque de Mantua en Bolonia. Pero no, el cuadro permanecerá en Mantua durante casi un siglo, para desaparecer en el XVII (se supone que en el saqueo de la ciudad de 1630) y volver a aparecer a mediados del XIX en Manchester; actualmente es propiedad de la colección privada Rosenberg&Sytiebel de Nueva York (con su pan se lo coman). Por cierto, la armadura que pinta Parmigianino no era ninguna de las de Carlos V –provenientes del conocido taller de los Helmschmid, en Augsburgo, que habían trabajado para su abuelo Maximiliano y su padre Felipe–, sino una italiana contemporánea. Tampoco esta "fantasía" tuvo que gustarle al César.

Carlos V con armadura (Rubens)
Desechada la relevancia del cuadro de Parmiginiano en eso que los expertos llaman la construcción simbólica de la imagen del emperador (o cualquier otro nombre parecido), conviene señalar que el primer retrato de Tiziano, pese a la armadura, no asienta todavía el modelo y ello, principalmente, porque no lo representa completo sino de tres cuartos (véase la copia que hizo Rubens, directamente del original, en 1603 durante su estancia en la corte de Felipe III). Sin duda, representar al personaje completo, en toda su estatura (y creando la sensación de que era más alto de lo que era, que no lo era) contribuye poderosamente a transmitir majestad. Pero ese "descubrimiento" (porque, como ya he dicho en otra entrada, no era habitual entre los retratistas italianos) lo hará Tiziano dos años después, cuando pinte en Bolonia el retrato del emperador con el perro, que es el objeto principal de estos posts. Tengo para mí que esta primera muestra del genio del de Venecia no terminó de epatar a Carlos, con lo que no pretendo decir que no le gustara el retrato, que sí (como lo prueba el que lo tuviera en mente dos años después); le gustaría, sí, pero me da que todavía no se sintió entusiasmado. A lo mejor por ahí se explica que le pagara tan solo un ducado, casi un insulto para el pintor oficial de la República de Venecia. O no, a lo mejor era una forma de hacerle un feo simbólico a la Serenísima por haberse levantado en armas contra el Imperio. O quizá simplemente una muestra de la tacañería que le atribuye la fama. Pero si el emperador fue cicatero, inmediatamente lo compensó Federico Gonzaga, quien le entregó a Tiziano nada menos que 500 ducados. No querría que su admirado cogiese tirria al César, previendo acertadamente que estaba llamado a conseguir su favor, lo cual ciertamente a él le convenía. Pero la magnificencia del Gonzaga también obedeció a su calculada táctica de prestigio personal: fíjense en el Duque de Mantua, donde el emperador pone uno, él pone quinientos.

jueves, 24 de abril de 2014

3.- Carlos V con perro (Federico Gonzaga)

Clemente VII por Sebastiano del Piombo
La primera mitad de la década de los treinta del XVI fue un periodo relativamente pacífico para Carlos V, especialmente en Italia que era el escenario de la inacabable pugna con Francia, con la insidiosa injerencia del Papado. Justamente con el Papa, con Clemente VII, había firmado la paz el emperador mediante el tratado de Barcelona del 29 de junio de 1529. Este Medici había sido el instigador de la Liga de Cognac, asociando a Venecia, Florencia y otras ciudades estado italianas con Francia para expulsar a los imperiales de Italia. Pero la jugada le salió mal, no sólo por el terrible saco de Roma, que tantas consecuencias trajo, sino también porque aprovechando la guerra los florentinos echaron a los Medici de la ciudad y restablecieron de nuevo la república (ya lo habían hecho treinta y pico años antes bajo la exaltada dirección de Savoranola). De otra parte, a Carlos no le interesaba aparecer como enemigo del Papa así que, pese a su situación claramente ventajosa, pacta una paz generosa –comprometiéndose incluso a devolver Florencia a la familia de Clemente– a cambio de contar con su favor, encumbrándolo, como haría meses después en Bolonia, como primer príncipe de la Cristiandad (y también, dicho sea de paso, concediendo indulgencias a todos los participantes en el saqueo romano). Naturalmente, el Papa no fue a Barcelona, sino que envió como nuncio con plenos poderes a Jérôme Sclede, obispo de Vaison, antigua diócesis muy cercana a Avignon. Era necesario pues que el emperador se trasladase a Italia, no sólo para encontrarse con el Papa (y que éste lo coronara), sino también para poner en orden definitivamente el barullo de estados que allí había. Así, el 27 de julio se embarca en una galera de Andrea Doria para llegar a Génova el 12 de agosto, donde fue recibido por el Duque y los nobles de la ciudad, así como por tres cardenales enviados por el Papa (el viajecito, desde luego, fue largo: ¡12 días! Ciertamente no llevaría las velas a todo trapo y también hay que tener en cuenta que iba costeando, parando cada jornada en alguna ciudad litoral para comer y despachar asuntos).

Margarita de Parma, por Antonio Moro
Hago un alto en la narración para referir un cotilleo pertinente. Como he dicho, el acuerdo con el Papa incluía el compromiso del emperador de restituir Florencia a los Medici y, como titular del cargo, nada menos que con el título de duque, se había escogido a Alejandro, un joven de tez morena (por ello le apodaban el Moro) de apenas veintidós años. Este Alejandro pasaba por ser hijo natural del último gobernante florentino, Lorenzo II de Medici, pero en realidad parece seguro que lo era del propio Papa, fruto de sus amores –cuando todavía era cardenal– con Simonetta da Collevecchio, una sirvienta mulata de la familia. La bastardía era entonces una lacra, desde luego, pero no igual para ricos que para pobres. Al fin y al cabo, el mismo Papa era hijo ilegítimo de Juliano de Medici, el hermano de Lorenzo el Magnífico (el mayor mecenas del Renacimiento). Carlos naturalmente lo sabría y puso como condición que el chaval se casara con una hija suya, Margarita, nacida en 1522 (¡no había cumplido todavía los siete años!) de Juana van der Gheist, dama al servicio del señor de Montigny, un noble flamenco. No iba a ser menos el emperador que el Papa en lo de buscar acomodo a sus vástagos naturales; de hecho, el 9 de julio, todavía en Barcelona, Carlos hace la formal legitimación de su hija. La niña, que había sido educado por Margarita de Austria, la tía del emperador y gobernadora de los Países Bajos, se casó en efecto con el Moro en 1536 –con trece años– pero éste no le hacía ni caso (se dice que el matrimonio no llegó a ser consumado), puede que porque fuera muy tierna (lo dudo) o más probablemente porque andaba encoñado con su amante Tadea Malaspina, quien ya le había dado dos hijos. En todo caso, la humillante posición de Margarita en el Palazzo Ducale apenas duró un año, porque en 1537 Alejandro fue asesinado por su primo y –aparentemente– gran amigo Lorenzino, crimen que fue celebrado por la mayor parte de los florentinos pues en sus pocos años de gobierno el Duque había manifestado un carácter despótico. Interviene entonces el emperador que devuelve a su hija a la corte de Bruselas donde estaría poco porque en 1539 se decide casarla con Octavio Farnesio, el hijo adolescente del primer duque de Parma. Con veintidós años daría a luz a Alejandro Farnesio, quien sería uno de los principales generales al servicio de su tío Felipe II.


Como ya he comentado, el principal motivo del viaje de Carlos a Bolonia era pacificar Italia; entender qué significaba esto requiere recordar que el norte de la península estaba dividido en multitud de entidades "estatales" que se habían ido formando y evolucionando durante la Baja Edad Media en el marco del secular conflicto entre el Papado y el Imperio (güelfos y gibelinos). Mientras la última etapa medieval se caracterizó en la mayor parte de Europa por la progresiva consolidación del dominio real sobre ámbitos territoriales extensos que anticipan las fronteras de los actuales países, en la franja central –desde Holstein hasta la Toscana– prevalecieron los señores locales, herederos del caduco feudalismo, lo que explica la tardía constitución de Italia y Alemania como estados unitarios (señalo que la fragmentación política de Alemania superaba con creces a la italiana). El inicio del XVI vino a significar la ascensión de dos nuevas potencias en el escenario del poder europeo: de un lado la Francia de Francisco I y de otro la extensa constelación de los Habsburgo: Austria con Hungría y Bohemia, Flandes, España (o las Españas) y Cerdeña-Sicilia-Nápoles. En ese marco, durante el reinado de Carlos V, se desarrollaron tres grandes escenarios conflictivos en el mapa europeo. En el área oriental lo que preocupaba era la amenaza del imperio otomano, en el cénit de su poder bajo Solimán el Magnífico; desde muy joven el emperador había encomendado ese espacio a su hermano Fernando. En la zona central, lo que hoy es Alemania, el problema radicó en la Reforma religiosa, aprovechada por los príncipes alemanes para conseguir cuotas de autonomía frente a la autoridad imperial; en este asunto, como ya he comentado, la política carolina fracasó estrepitosamente. El último frente, en el cual chocó directamente con Francia, fue el italiano, centrado aparentemente (pero no sólo) en la posesión de Napoles y el Milanesado. En este conflicto –que sería el que más afectaría a la parte "española" de los Habsburgo– siempre estuvo presente la mano del Papa de turno (Clemente VII durante los años en que transcurren los hechos que narro), intrigando sin descanso con los señores italianos y el francés para redibujar el mapa de la península de la forma más conveniente a sus intereses (tanto engrandeciendo el Estado Pontificio como colocando a familiares, como en el caso de Florencia). Acabo esta breve mirada general sobre la geopolítica de la época, comentando que, desde luego, no todos los estados italianos era igual de relevantes. El mayor era el Reino de Nápoles que había sido anexionado al de Aragón por Fernando el Católico, junto con Sicilia y Cerdeña, y que era ambicionado por Francia pero, sobre todo, por el Papado, muy molesto de tener a las puertas meridionales de Roma a los españoles. En el extremo nororiental de la península estaba la República de Venecia, la gran potencia comercial heredera del imperio bizantino que a principios del XVI iniciaba ya su decadencia política; aún así, seguía siendo un estado riquísimo con el que había que contar. El Ducado de Milán constituyó seguramente la pieza más conflictiva de este rompecabezas, debido a las pretensiones dinásticas de la corona francesa que los Habsburgo no estaban dispuestos a admitir; en el momento en que estamos (mediados de 1529), el emperador ha derrotado a la Liga de Cognac (Francia, Papado, Venecia y Florencia) y mediante la Paz de las Damas (o Tratado de Cambrai de 5 de agosto) se repone a Francesco Sforza, aunque sería por pocos años. El último "gran" estado itaaliano era, naturalmente, el pontificio, que incluía las actuales regiones del Lazio, Umbría, Abruzzo y parte de Las Marcas (salvo el sector norte que formaba el ducado de Urbino) y también gran parte de la Emilia Romaña, separada del resto por los estados toscanos, cuya capital, en el extremo más alejado de Roma era precisamente Bolonia.


Isabel de Este, por Tiziano
Uno de esos pequeños estados italianos era Mantua, que abarcaba apenas la actual provincia, pero encajonada entre poderosos vecinos de la época: el Milanesado y Venecia, y Módena, Ferrara y la parte septentrional de los estados pontificios. Era gobernada entonces por el marqués Federico II Gonzaga, descendiente de una familia que había logrado hacerse con el poder en la ciudad dos siglos antes, con el apoyo de los imperiales. Durante ese periodo, los Gonzaga habían cimentado su supervivencia e incluso acrecentado su poderío gracias a una inteligente política matrimonial la cual, si bien presidida por las alianzas con las casas del Imperio, atendía también a familias rivales (incluyendo las vinculadas al reino francés), de modo que al margen de cómo tornase el inestable panorama ellos siguieran en su posición y hasta mejorarla. La madre de Federico, por ejemplo, Isabel de Este, era hija del duque de Ferrara y nieta por el lado materno del rey de Nápoles (de la casa de Aragón); fue una mujer extraordinaria que no sólo convirtió Mantua en uno de los centros artísticos más importantes de la península, sino que logró, como regente durante la minoría de edad de su hijo, reforzar el prestigio del marquesado y de sus muchos hijos, apoyándose básicamente en los intereses del Imperio pero sin descuidar las buenas relaciones con el Papado. Así, envía a Madrid a su hijo Ferrante con solo dieciséis años para que entre al servicio de Carlos, quien le toma gran aprecio; compra por cuarenta ducados el capelo cardenalicio para Hércules, su hijo de veintipocos años; y consigue la investidura imperial para Federico en 1521, ofreciendo el apoyo de Mantua en el primer enfrentamiento contra Francia. En esa guerra –la llamada de los cuatro años– el Papa y Carlos eran aliados, por lo que los Gonzaga no tuvieron ninguna duda al tomar partido. Sin embargo, el creciente poder de los Habsburgo tras la derrota francesa de 1525, preocupaba a los príncipes italianos y muy especialmente a Clemente VII que anima la creación de una liga contra el emperador con Francia, Florencia y Venecia y a la que intenta vincular a los restantes pequeños estados. Para atraerse a Mantua, nombra Capitán General de la Iglesia a Federico, poniéndolo en el brete de tener que combatir contra el emperador en el conflicto que se anunciaba. Para dar manos libres a su hijo, Isabel de Este sustrae del Vaticano la póliza secreta en la que Federico se comprometía a combatir contra los imperiales, lo que le permite a éste declarar su neutralidad, por más que ésta sólo fuera aparente, ya que sin intervenir directamente, facilitó el paso por sus territorios de los lansquenetes de Carlos mientras se ocupó de obstaculizar los movimientos de los soldados de la Liga. En esta segunda guerra, además, su hermano Ferrante estaba al mando de tropas imperiales, justamente de las que tomaron Roma en 1527 y llevaron a cabo el tremendo saqueo de la ciudad. Así pues, en vísperas del viaje de Carlos a Italia, Federico Gonzaga, de la misma edad que él (ambos de 1500), se erigía como uno de sus más firmes aliados en la península.

Danae por Corregio (detalle)
Aún así, para mí tengo que Carlos no se fiaría plenamente del marqués de Mantua que, fiel al estilo italiano, no tendría demasiados reparos en cambiar su fidelidad según soplasen los vientos. Hacía más de una década, en 1517, a Federico lo habían casado con la hija mayor de los marqueses del Monferrato, otro pequeño estado encajado en el actual Piamonte entre los ducados de Savoya y de Milán. Esa boda abría la perspectiva de que los Gonzaga heredasen el Monferrato porque el único hijo varón de los marqueses (de la familia de los Paleólogos, emparentados con la dinastía imperial bizantina) era de enfermiza naturaleza y nadie apostaba porque sobreviviera mucho. María Paleologa tenía solo nueve años cuando la casaron, así que se estableció que el matrimonio no podría consumarse hasta que cumpliese la edad canónica, fijada en los dieciséis (luego se ve que la Iglesia decidió bajarla). Federico prestaría su consentimiento interesado a la alianza, lo que no le impidió caer rendidamente enamorado antes de cumplir los veinte de una preciosidad de su corte, Isabella Boschetti, hija de un conde y sobrina del ilustre humanista mantuano Baltasar Castiglione (para ella mandó construir Federico a las afueras de la ciudad el bellísimo Palacio del Té, una obra maestra de Giulio Romano y también para ella encargó a Correggio los cuatro cuadros que componen los amores de Júpiter). Durante los tumultuosos años de la guerra de la Liga de Cognac, Federico se convenció de que habían errado sus cálculos de hacerse con el Monferrato, pues Bonifacio, el hermano pequeño de su mujer María, gobernaba el marquesado (bajo la tutela de su madre, que todavía era demasiado joven) con todas las apariencias de haber superado sus debilidades congénitas. Carecía pues de sentido tener que cargar con su esposa oficial y, ayudado por su madre que estaba en Roma (aunque Isabel de Este odiaba a la amante de su hijo), la casa Gonzaga se empeñó en conseguir de Clemente VII la anulación del matrimonio todavía casto. Para reforzar las pretensiones se acusó a los de Monferrato de estar detrás de un intento de envenenamiento de la bella Isabella (que se saldó con la ejecución del marido de ésta, pobre idiota que se había creído tener derecho a la fidelidad de su esposa). Las presiones al Vaticano tuvieron éxito y a principios de mayo del 29, en vísperas del viaje del emperador a Italia, el Papa anula el matrimonio.

Federico II Gonzaga, por Tiziano
De nuevo solterito, Federico viaja a Génova a recibir al emperador llevándole de regalo tres magníficos corceles. Carlos lo acoge afabilísimo, asegurándole que se alegra mucho de que haya acudido; está claro que Federico en esos momentos suspira por los favores del César e incluso se ilusiona con la posibilidad de que le entregue el dominio del Ducado milanés. Aunque esta expectativa se frustra (Carlos repone al Sforza pero la independencia del Milanesado durará poco), Federico ve probada las simpatías del todopoderosa con su nombramiento como capitán general de los ejércitos imperiales en Italia cuando ambos estaban en Piacenza el 21 de septiembre. Se plantea entonces el enlace entre Federico y Julia de Aragón (probablemente idea de la intrigante Isabel de Este que era su prima hermana), hija del último rey italiano de Nápoles, Federico I, antes de que tan importante posesión fuera anexionada por Fernando el Católico. Esta Julia era por lo vista bastante fea y, para colmo, solterona avejentada e incapaz, presumiblemente, de tener descendencia (tenía 37 años, pero para la época ya se sabe). A Carlos le venía bien encontrarle un partido a la que era prima tercera suya y Federico estaba más que dispuesto a darle el gusto y emparentar, por muy remotamente que fuera, con el emperador. Unos meses después, casi inmediatamente de su estancia en Bolonia y tras su solemne coronación por el Papa, Carlos llega a Mantua donde permanecerá casi un mes (del 25 de marzo hasta el 18 de abril de 1530). Orgullosísimo de la visita, Federico engalana su ciudad y encarga a Giulio Romano que disponga un espectacular camino de entrada con sendos arcos de triunfo espectaculares en sus extremos. Allí se negocia el compromiso con la Julia napolitana –enlace que era muy del agrado de la Boschetti, pues preveía expresamente que en el caso casi seguro de no haber descendencia, a Federico podría sucederle alguno de los hijos tenidos con ella– que se anunció ante los súbditos en acto solemne en la catedral de Mantua el 8 de abril en el que, además, el emperador confirió al marqués el título de duque.

Margarita Paleologa (?) por Giulio Romano
Todo iba de perlas para Federico, quen ya se veía íntimo del emperador, cuando el 6 de junio, apenas mes y medio de la partida de Carlos hacia la Dieta de Augsburgo, Bonifacio IV de Monferrato se cae del caballo y muere a los diecisiete años sin dejar hijos. Pasa a ser marqués de Monferrato su tío Giovanni Giorgio, hombre ya maduro y célibe (era religioso pero dejó el sacerdocio para ejercer la tutela de su joven sobrino) que nadie esperaba que durara demasiado. Maldicen los Gonzaga el compromiso matrimonial adquirido con el emperador a costa de haber desperdiciado la oportunidad de apropiarse de aquel enclave y se apresuran a montar una aparatosa farsa para volver al casamiento con Maria Paleologa. A este fin se organiza una manifestación "espontánea" de la ciudadanía mantuana reclamando el matrimonio con la de Monferrato y Federico siente entonces, además del deseo de atender la voluntad de su pueblo, unos intensos escrúpulos morales por haber roto el sagrado vínculo que le unía a aquélla (éste de los escrúpulos de conciencia era también uno de los motivos que había alegado Enrique VIII para solicitar del Papa unos pocos años antes la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón). El nuevo duque tenía dos problemas; el primero era el que se presentaba más sencillo: conseguir del Papa la anulación de la anulación a lo cual éste accede sin poner casi objeciones (y me imagino que con una íntima satisfacción porque con ello incordiaba a Carlos). El segundo era más complicado: que el emperador aceptase la ruptura del compromiso con su prima y seguir siendo agraciado con su favor. Estas negociaciones duraron bastante más y requirieron los oficios de uno de los más hábiles diplomáticos mantuanos, Nicola Maffei, quien no cejó en exponer los más variados argumentos (añadiendo a los dichos el de que era un cruel castigo obligar al duque a convivir con una mujer tan fea) ante Carlos y, especialmente, al ubetense Francisco de los Cobos, por entonces el consejero de Estado y hombre de la mayor confianza del emperador. Sabedores los de Mantua que Cobos había mantenido una tórrida aventura con una dama de la corte boloñesa, Cornelia Malaspina, y que además era un notorio coleccionista de arte, Maffei le regala un retrato de esa mujer pintado por Tiziano (que, lamentablemente, se ha perdido). La labia del diplomático junto con los imprescindibles dispendios consiguen finalmente que unos cuantos meses después, ya en Bruselas, Carlos aceptase la disolución del acuerdo a cambio, eso sí, de cincuenta mil ducados como reparación y una renta anual de tres mil ducados para la despechada Julia de Aragón. A la cual, por cierto, pasan a casar el 21 de abril de 1533 con el propio marqués de Monferrato nueve días antes de que éste, desesperado por conseguir heredero, muera sin descendencia; cruel destino el de la fea Julia. Pero todavía habían de torcérsele una vez más los planes a los Gonzaga pues justo antes de que el Papa reconfirmase su matrimonio con Maria Paleologa, ésta se muere sopresivamente con veintidós añitos recién cumplidos (¿alguna mano negra?). La madre, Anna d'Alençon que, aunque fuera de modo extraoficial, probablemente mandaba más en Monferrato que su cuñado, ofrece a Federico la mano de Margarita, su otra hija y así, el 3 de octubre de 1531, con el beneplácito de casi todos, se celebra la boda en Mantua y los Gonzaga se salen con la suya porque gracias a este enlace conseguirán el dominio del Monferrato. Margarita le dará siete hijos a Federico, en los menos de siete años que estuvieron casados (otro buen ejemplo de fecundidad), porque el duque moriría a los cuarenta años de sífilis.

domingo, 20 de abril de 2014

2.- Carlos V con perro (segundos retratos)

Perdices en un Bestiario medieval
El 23 de noviembre de 1530, después del almuerzo, el emperador parte de Augsburgo siguiendo aguas arriba el valle del Danubio, gira hacia el Rin a través del ducado de Württemberg (revueltillo por entonces) y continúa en dirección norte prácticamente sin detenerse más que para pernoctar –salvo tres días que pasó en Espira (3 a 6 de diciembre) y dos en Bonn (14 a 16 de diciembre)– hasta llegar a Colonia el 17 de diciembre, donde permanecería hasta el 7 de enero del año siguiente. Supongo que durante ese trayecto en más de una ocasión rumiaría Carlos los quebrantos que le estaban dando los reformadores religiosos y andaría picado por no haber sido capaz de atajar el cisma. Una dolorosa espina hendida profundamente en su orgullo, un fracaso incompatible con la imagen imperial que con tanto empeño ansiaba consolidar, ésa que tan a su satisfacción había representado el pintor de su hermano en Augsburgo. Portaría consigo el óleo de Seisenegger e imagino que, en momentos de reflexión, lo contemplaría pensativo. Es casi seguro que por esos días no apareciera en el cuadro la perdiz del ángulo inferior izquierdo, que se piensa que es añadido posterior. En los Bestiarios medievales se tenía a este pájaro por ladrón de los huevos de nidos ajenos pero el hurto no le daba frutos pues los pollitos, al nacer, escuchaban los trinos de su verdadera madre y volvían con ella. El ave representa aquí la Reforma, que roba las almas de Cristo, pero éstas seguirán la voz de la Madre Iglesia y tornarán al nido verdadero. Quien pusiera el pajarillo en el retrato quizá pretendiera consolar al emperador.

Capilla Palatina de la Catedral de Aquisgrán
Hasta Colonia acompañó a su hermano el rey Fernando, pues desde Augsburgo (aunque ya era idea vieja) habían ambos acordado que convenía al buen gobierno de los extensos territorios controlados por los Habsburgo repartir la carga imperial, y para ello decidió Carlos proponerlo como Rey de Romanos –es decir, futuro emperador–. En la capital renana se ultimaron las negociaciones con los príncipes electores y de allí partieron todos hacia Aquisgrán donde Fernando fue coronado (supongo que en la capilla palatina de Carlomagno). Las celebraciones debieron ser fastuosas (y probablemente también los dispendios que tuvo que hacer para ganar los votos de los electores, ya que sus intenciones no eran aceptadas por muchos); el miércoles 11, por ejemplo, el emperador festeja a su hermano con un almuerzo en el que se sirvieron nada menos que veintitrés platos. Por fin, el día 15 de enero, cumplido el objetivo, los hermanos se separan: Carlos viaja a Maastricht, al oeste –para luego seguir hasta Bruselas donde residirá por un año– y Fernando emprende el regreso hacia Viena, en dirección este. En su séquito seguiría Jacob Seisenegger.

Antiguo Palacio Real de Praga
En la vuelta hacia sus reinos, Fernando decidió detenerse en Praga, la capital del de Bohemia, cuya corona ostentaba desde hacía apenas cinco años, heredada –como la de Hungría– tras la muerte del rey Luís II gracias a su matrimonio con Ana, su hermana. Supongo que la estancia en Praga debió dedicarla en gran parte a afianzar alianzas con la nobleza morava, ya que la herencia al trono húngaro le era disputada por el conde Juan Szapolyai, voivoda de Transilvania. Pero digo yo que también influiría que la reina Ana estuviera embarazada (cómo no) y diera a luz a su hija María –la quinta de la serie– en la bella ciudad del Moldava. Así que la corte se asentó allí al menos durante lo que quedaba de año y puede que hasta entrado 1532. Durante la estancia, Fernando le encargó al pintor nuevos retratos del emperador, que siguieran el modelo del de Augsburgo pero con algunas variaciones. Lo cuenta el propio Seisenegger en otra nota a su cliente: "Mas en Praga la majestad real me ordenó retratar a la majestad imperial en toda su estatura justa y completa en un lienzo, al óleo; al que hice en un ropón español negro con una capa, forrado en raso negro, la ropa y la capa ribeteados por arriba y abajo con cordones dorados, con esto [lleva] un sayo de terciopelo negro, también adornado por todo con cordones dorados, al lado una espada dorada y un puñal dorado con una borla de seda negra y botones dorados. Encima de la cabeza un birrete negro, el cuerpo con calzas negras de paño y zapatos negros de terciopelo, toda la figura de su majestad puesta en una solería de perspectiva y en una cámara. Aunque por todo el cuidado y trabajo que he tenido merecería más, lo pondré en lo menos posible y pido sólo 49 florines".


Carlos V (Beham)
Este tercer retrato, pintado ya con el emperador ausente, se ha perdido. Sin embargo, un óleo de busto del emperador que se conserva en la Alte Pinakothek de Munich, atribuido a Beham (hacia 1535) debe ser, según los expertos, copia de aquél. El rey Fernando todavía le hizo pintar por esas fechas uno más, ordenándole que fuera igual pero más a la moda española, prescindiendo del ropón y dejándole con la capa y ésta negra, sin florituras doradas. La intención del monarca austriaco era representar a su hermano como Rex Hispaniae, con unas claves iconográficas distintas a las de la imagen del emperador. Seguramente Fernando le entregaría a Carlos esta segunda versión del retrato de Praga en el otoño de 1532, cuando el emperador llega a Viena alarmado por las amenazas de Solimán. Entonces se le presenta una alternativa al modelo iconográfico imperial que tanto le había gustado casi dos años antes. Todavía la que podríamos llamar "imagen oficial" de Carlos no estaba asentada; cierto que hacía ya tiempo que había renunciado a la moda flamenca, pero puede pensarse que en ese momento se plantea elegir entre el modelo castellano, seco y austero, o el imperial, mucho más expresivo de su majestad. En un par de meses partía para Bolonia, a volver a entrevistarse con el Papa, y ya tendría en mente hacerse allí retratar de nuevo, esta vez por Tiziano, reconocido como el maestro indiscutible por los italianos. Un hombre como él, tan cuidadoso de su imagen, tenía que ser sobradamente consciente de que ese futuro retrato consolidaría su representación en el orbe conocido. Y para ése en que habría de posar con perro (la pintura que protagoniza estos posts) escogió el modelo imperial esbozado por Seisenegger en su primer óleo de Augsburgo. Tengo para mí que también hubo de agradarle, y mucho, el "retrato a la española" pero pensaría que el simbolismo que implicaba no era el más adecuado para sus objetivos de poder europeo, muy especialmente en las conflictivas tierras alemanas del Imperio. De hecho, a Seisenegger lo guardaba en alta estima (en la primavera de ese año le había ofrecido vivienda libre en la ciudad de Flandes que desease, más doscientos ducados anuales de renta) y lo prueba que quiso que lo acompañara a Bolonia.

2º retrato de Praga (Ashby)
Los expertos creen que este segundo retrato de Praga es el que se conserva en la colección del Marqués de Northampton en el castillo de Ashby, a unos cien kilómetros al norte de Londres (la reproducción, también de baja calidad pero no he encontrado otra, a la derecha de este párrafo). También piensan que el cuadro es uno de los que aparece relacionado en el inventario de 1600 de la Contaduría del Alcázar ("Otro retrato entero del Emperador Carlos quinto, con la mano puesta en un puñal dorado, tiene de alto tres baras y de ancho bara y tercia. Tasado en trescientos reales"). Por tanto, a la muerte de Felipe II la pintura estaba en España, traída desde Viena por el propio emperador, probablemente junto con otras de la misma época que también figuran en ese listado ("uno de su hermano Fernando, vestido de negro, al temple, otro de su mujer, Ana de Hungría, con ropa y gorra negra, también al temple, otro de ella, vestida de colorado, uno de tres hijos de Femando: dos niñas y un niño y otro también de dos hijos de éste, de una niña y un niño"). ¿Cómo fue pues a parar a Inglaterra? Parece que sería hacia 1850, como regalo del gobierno al banco Baring Brothers, por haber accedido éste a financiar la comercialización del mercurio de Almadén (hasta entonces, un monopolio financiero de los Rothschild). La tortuosa historia de la penetración del capital británico en la economía española durante el siglo XIX es apasionante y compleja pero –claro está– se desvía demasiado del asunto de estos posts. Baste resaltar que no era nada extraño que en el tráfago de favores y comisiones que se intercambiaban aquellos señorones tan distinguidos de Londres y de Madrid se incluyera alguna que otra obra de arte del patrimonio estatal, como habría sido el caso. Apunto, por cierto, que esta casa Baring es la misma que en 1995 fue declarada insolvente (y comprada al precio simbólico de una libra por ING) a causa del fraude de uno de sus empleados, Nick Leeson, con productos financieros de Singapur. Este banco también tiene el honor de ser el "inventor" de la deuda externa latinoamericana, especialmente de la argentina. En fin, que resulta que Thomas Baring recibe del Reino de España, como premio por sus gestiones, tres cuadros: una Santa Margarita de Zurbarán, un retrato de María Tudor de Antonio Moro, y el que nos ocupa de Seisseneger. Los dos primeros pasarían a la National Gallery pero el del emperador al castillo de Ashby, quizá a través de Mary Florence Baring, que se casó en 1884 con William Compton, el quinto marqués de Northampton.

viernes, 18 de abril de 2014

1.- Carlos V con perro (primeros retratos)

Melanchton, por Lucas Cranach
El 15 de junio de 1530, el emperador Carlos llega a Augsburgo para presidir la Dieta Imperial (Reichstag) que pasaría a la historia por ser el momento en que, bajo el auspicio carolino, se intentaron dirimir las controversias doctrinales que enfrentaban a luteranos y católicos. Los ánimos moderados del canciller Gattinara y de su secretario Alfonso de Valdés, ambos erasmistas convencidos, del lado católico, y de Melanchton entre los protestantes, hacían que en las vísperas muchos esperaran fundadamente que se había de lograr la conciliación en una disputa que amenazaba gravemente la unidad religiosa europea. Sin embargo, los errores tácticos de ambas partes tornaron enseguida el optimismo hacia una mutua desconfianza, avivada interesadamente por quienes –casi nunca por motivos honestos– preferían exacerbar el enfrentamiento. Se ha dicho con razón que el fracaso de la Dieta significó el ocaso de nobles ideales, levantándose la veda para las terribles guerra de religión que asolaron Europa durante siglo y medio. Trágico resultado que, además, no tenía suficiente justificación en aquellos disensos, pues los postulados de los reformistas no atañían a cuestiones graves de fe, siendo los más absolutamente razonables y convenientes. Pero es que en éste, como en tantos otros casos en la historia, las controversias ideológicas no fueron sino el manto para disfrazar muy distintos y ruines intereses.

Carlos tenía treinta años. Llegaba a Augsburgo en el año que había alcanzado, definitiva e incontestablemente, la primacía del poder y la gloria. Desde noviembre hasta marzo había residido en Bolonia, donde Clemente VII, un Medici traicionero, lo había coronado tras firmar obligado la paz. Luego había empleado casi tres meses en recorrer los seiscientos kilómetros y pico desde la Emilia hasta la capital suaba, siguiendo casi siempre el trazado de la vieja Vía Claudia Augusta que cruzaba los Alpes por el Paso del Brennero, en los territorios originarios de la casa Habsburgo. Iría muy orgulloso el emperador, muy sobrado de sí mismo, convencido de estar llamado a ser el artifex pacis, enviado por Dios para salvar al mundo de tantos males y unificar a la cristiandad. Se presentaba así Carlos como el mediador entre las dos facciones, el árbitro supremo a quienes todos respetaban, incluso los más suspicaces entre los luteranos, confundidos ante su soberbia discreción, su enigmático hermetismo (se decía que más hablaba Lutero en un día que el emperador en un año). Pero desde luego no era el Habsburgo neutral; sus fuertes convicciones hacia la defensa de la Iglesia le obligaban a no admitir a los protestantes ninguna concesión en materia de fe –y hay que decir que por fe se entendía casi todo, hasta cuestiones que hoy consideraríamos nimias, como la disputa sobre la comunión bajo una o dos especies– y sólo estar dispuesto a atender las reclamaciones luteranas sobre los abusos de las prácticas eclesiásticas. No es de extrañar pues que pronto los disidentes vieran frustradas sus expectativas y abandonaran sus posiciones moderadas. Fue Felipe de Hesse, príncipe elector de Sajonia, el primero en dejar Augsburgo, en clara manifestación de una rebeldía conveniente a sus propósitos políticos. No mucho después, tras la votación del 12 de septiembre a favor de una enérgica acción contra los protestantes, fueron todos ellos los que abandonaron la Dieta. De ahí hasta su final (en noviembre de 1530), permaneciendo sólo los católicos ortodoxos y leales al emperador, pudieron adoptarse varias resoluciones prácticas, pero el conflicto religioso quedaba abierto en toda su gravedad. Es de suponer que tan hondo quebranto en su más preciado deseo pesaría fuertemente en el ánimo del César.

***

Fernando I Habsburgo en 1531
Durante su viaje hacia Augsburgo, Carlos hace un alto de cinco días en Innsbruck (del 1 al 5 de junio de 1530), la capital tirolesa. Allí, desde Viena, fueron a su encuentro sus dos hermanos menores, Fernando (1503-1564) y María (1505-1558). Fernando –que a diferencia de Carlos había sido educado en Castilla y era el nieto favorito del rey Católico– había sido alejado de la península con solo quince años por su hermano mayor, para que no supusiera un obstáculo en las aspiraciones de éste a los tronos peninsulares. A la muerte de Maximiliano I, Carlos le concedió el título de archiduque de Austria (1520) y un año después sumó a la herencia austriaca de los Habsburgo las posesiones del Tirol, la Alta Alsacia y el ducado de Wurtemberg. Por entonces, Fernando casó con Ana de Bohemia y Hungría, hermana de Luís II, de modo que tras la muerte de su cuñado (que lo era doblemente, ya que María de Habsburgo se había casado con él) pasó a ocupar –tras superar no pocas resistencias– el trono de ambos reinos. No obstante, cuando los tres hermanos se reúnen en Innsbruck, no estaba aún clara la situación de Fernando en Hungría como tampoco cuál había de ser el destino de María. De ahí que en ese tiempo que permanecieron juntos dedicaran muchos ratos a organizar, desde los vínculos familiares, la estrategia imperial sobre el complejo mosaico de Europa. María, pocos meses después, sería nombrada por el emperador gobernadora de los Países Bajos (a la muerte de su tía Margarita de Austria). Con Fernando, salvadas ya hacía tiempo las tempranas reticencias dinásticas, Carlos cimentaría una estrecha colaboración política: ayudándole a consolidar el dominio sobre la parte oriental de Europa (amenazada sin tregua por el Turco) y delegando en él muchas veces su representación en los enojosos asuntos imperiales. La lealtad de Fernando sería premiada por su hermano proponiéndolo como Rey de Romanos (que era el título previo al de emperador), dignidad para la que fue elegido al año siguiente. Veinte años después, Carlos, prematuramente anciano y con presentimientos de muerte, trataría de que su hijo Felipe fuera su sucesor en el Imperio. No lo logró: Felipe les parecía demasiado español a los electores alemanes.

Ana de Hungría en 1525
Pero volvamos al encuentro de los tres hermanos en 1530, cuando aún eran jóvenes (30, 27 y 25 años) y bien avenidos. Con Fernando venía el que era por entonces pintor de su corte, Jacob Seisenegger, quien acompaña a la comitiva imperial hasta Augsburgo. Poco sabemos de este Seisenegger, quien desde luego no figura entre los grandes de la historia de la pintura. Por aquellas fechas andaba mediado la veintena. Provenía de Brno, en Moravia, pero parece que desde muy pequeño lo llevaron a Viena. El primer dato documental que consta de este hombre es precisamente en la Dieta Imperial de Augsburgo. Se me ocurre que, dada su juventud y el hecho de que desconozcamos obras suyas anteriores, el rey Fernando lo estaría "probando", a ver que tal le resultaba. De hecho, por una nota de honorarios que posteriormente le pasó al monarca, sabemos que éste le había encargado retratar a sus cuatro hijos (Isabel de 4 añitos, Maximiliano de 3, Ana de 2 y Fernando de 1). Habrá que suponer que Fernando I iba acompañado de toda la familia porque el pintor le recuerda que "en la mencionada Dieta, su majestad real me había ordenado de retratar a sus cuatro reales hijos ... y como se debían hacer inmediatamente, contraté a otros maestros y oficiales". Por cierto, el rey Fernando tuvo quince hijos con su mujer Ana de Hungría, ahí es nada. Cuando se casaron, en 1521, ella contaba con 18 años y durante los primeros cinco años no parió; pero a partir de ahí, en los veintiún años que le quedaban de vida trajo toda esa prole (y algún aborto tendría), naciendo la última, Juana, a sus cuarenta y dos años y, probablemente, provocándole la muerte tres días después a causa de fiebres puerperales.

Pues bien, durante algún tiempo en el segundo semestre de 1530, Jacob Seisenegger estuvo en Augsburgo en calidad de pintor del rey de Austria y Hungría. Ya fuera porque Fernando no tenía a mano a otro o porque le estaba gustando lo que hacía su súbdito moravo, el caso es que aprovechando que estaban en reunión familiar le encarga un retrato ni más ni menos que del hermanísimo. Así que el joven pintor hace un retrato de Carlos V que Fernando le regala. El resultado debió gustar a sus egregios clientes porque, ya acabada la Dieta, Fernando le pidió al pintor que hiciera para él una réplica del retrato del emperador; y cumplió el encargo Seisenegger en Regensburg (probablemente en el viaje de regreso), como él mismo dejó constancia en una de esas notas que eran habituales entre artistas y mecenas: "Mas en Ratisbona he retratado otra vez a la imperial majestad por orden de su real majestad, en la misma medida y tamaño como lo hice en Augusta, y además sobre su majestad una tela dorada tejida con bellas flores; y pido por él 50 guldos". Parece que el retrato original, óleo sobre lienzo de 205 x 127,5 cm, fue llevado a España y Felipe II lo colocó en la Librería Alta del Monasterio de El Escorial, aunque en la actualidad se encuentra en el Palacio de la Almudaina de Palma de Mallorca (es el que acompaña este párrafo, de muy calidad pero es que no he encontrado una imagen mejor).

Jakob Fugger, por Durero (1519)
En este primer retrato (y su duplicado posterior), representa Seisenegger al emperador de pie, sosteniendo un puñal derecho en la mano derecha mientras apoya la izquierda en la espada, viste sayo negro con hilos dorados, un suntuoso gorjal al cuello, capotillo blanco de piel de lobo a los hombros y birrete de terciopleo negro sobre la cara alargada por su desmesurado prognatismo. Aunque el pintor no termina de disimular adecuadamente el defecto mandibular (lo representa con la boca abierta) y la caída de los párpados confiere al rostro un cierto abobamiento, no hay duda de que el cuadro logra transmitir una imagen majestuosa muy acorde con la idea de dignidad imperial que Carlos llevaba cultivando desde inicios de década de los veinte (y a cuyo efecto había renunciado a la moda flamenca de la melenita y además se había dejado barba). Mucho tiene que ver en esto que digo de la majestuosidad que el retrato fuera de cuerpo entero, algo que por entonces no era frecuente ni entre flamencos ni entre italianos, las dos escuelas pictóricas más avanzadas de la época. En realidad, no se trataba de ninguna novedad ya que los retratos de cuerpo entero fueron habituales durante la Edad Media como modelos del caballero cristiano; sin embargo, con la aparición de los clientes burgueses, que preferían ser representados de medio cuerpo, las figuras completas fueron cayendo en el olvido a partir del siglo XV. Su resurgir –según leo en un artículo de María Kusche– ocurre justamente por esos años iniciales del XVI en las ciudades alemanas y especialmente en Augsburgo (hogar, recordemos, de los poderosos banqueros Fugger y Welser), ya que parece que fueron estos ricos burgueses quienes quisieron legitimar su fortuna representándose al estilo antiguo. Así pues, es bastante posible que Seisenegger optara por el retrato de cuerpo completo después de ver algunos otros en la ciudad de la Dieta y, desde luego, acertó.

Carlos V en 1531 (Barthel Beham)
Acertó tanto que pronto tendría imitadores, aparte de repetirse a sí mismo al año siguiente (pero a ello ya me referí en otro post). Así, Barthel Beham –artista por entonces de mucho mayor renombre– hace un grabado en 1531 muy similar al de Seisenegger (que se diferenciaba en que el emperador llevaba un "sobretodo" forrado de una rica tela tejida de flores) y un cuadro muy similar (aunque de menor tamaño) se encuentra en el castillo de Burghausen. Pero lo importante de esta obra es su carácter de antecesora de lo que ha dado en llamar la construcción de la imagen imperial de Carlos V, un modelo retratístico que prevalecería posteriormente, una vez pasado y mejorado por el filtro de la escuela italiana. Por más que la técnica de este moravo distara mucho de la de los grandes nombres de su época, este primer cuadro del emperador fue sin duda su gran golpe de fortuna, el que probablemente le afianzaría en el favor de la familia imperial. Pero, este relato no es más que el primer antecedente de historia que me propongo contar. Aún he de añadir algunas noticias más sobre Seisenegger.

domingo, 13 de abril de 2014

Por el bien del Imperio

En 1992, Francis Fukuyama publicó El fin de la historia y el último hombre, donde sostenía que el mundo había llegado finalmente a una etapa de estabilidad, presidida por el triunfo definitivo del capitalismo neoliberal. Sería dentro de este sistema de referencia donde se produciría a partir de ahora el progreso humano, lo cual permitiría, tras la derrota final del «socialismo realmente existente», renovar las promesas de 1945, confiadas ahora a la supremacía incontestada de los Estados Unidos en el terreno político, y a los efectos de una globalización liberal en el económico. Lo que venía a significar que aquello que no había sido posible en 1945 ni inmediatamente después, como consecuencia de las necesidades de la guerra fría, podía realizarse una vez había concluido victoriosamente aquella Tercera guerra mundial contra el comunismo, que habría venido a completar los objetivos de la Segunda, librada contra el fascismo. Pero los años transcurridos desde entonces han visto desvanecerse las esperanzas depositadas en este vaticinio renovado de una era de paz y democracia universales, en que el conjunto de la humanidad viviría libre de temor y de pobreza.

No ha habido paz. ... Las guerras no solo siguen, sino que aumenta el número de víctimas civiles que causan. ... Las guerras, al fin y al cabo, se supone que son buenas para el mantenimiento del sistema. ... Si bien el miedo al holocausto atómico ha impedido desde 1945 que se produzca una confrontación general, no ha frenado, en cambio, la existencia de todo un montón de guerras de la mayor ferocidad que ... deberíamos considerar como un estímulo para la actividad humana. Lo cual es verdad, cuando menos, para la industria del armamento, que ha aumentado exponencialmente el valor de su producción, tanto para el consumo interno como para la exportación (en 2008 los Estados Unidos vendieron armas a otros países por un valor de 37.800 millones de dólares; cerca de un 80 por ciento de ellas a países «en vías de desarrollo».

Vivir más de medio siglo en una situación continuada de guerra latente implicó que el gasto en armamento consumiese una gran parte de los recursos que hubieran permitido mejorar la vida de los ciudadanos de uno y otro bando: los costes de la guerra fría explican la degradación de la sociedad norteamericana, incapaz de eliminar la pobreza en su propia casa, al igual que permiten entender el desastre económico y humano que implicó la crisis final de la Unión Soviética, y son también una de las causas principales de problemas que afectan al mundo entero, como la destrucción del estado de bienestar y la crisis ecológica.

Si es inoportuno hablar de paz en este mundo que mantiene tantos conflictos abiertos, tampoco el panorama de la democracia es satisfactorio. Que le siga importando poco al llamado «mundo libre» lo demuestra el hecho de que apoye en la actualidad a dictadores sanguinarios, como el presidente Teodoro Obiang Nguema de Guinea Ecuatorial, a monarquías absolutas como la saudí, o a gobernantes corruptos como el presidente de Kirguistán, Kurmanbek Bakiyev, a quien Obama se apresuró a elogiar a renglón seguido de haber renovado la autorización de una base norteamericana en su país. Sin necesidad de llegar a una crítica a fondo de las corrupciones del sistema, como la que Luciano Canfora ha hecho de la compra-venta de votos en el mercado político, o la de John Kampfner sobre cómo los ciudadanos han puesto en venta sus libertades, apoyando a gobiernos que les garantizan seguridad a cambio de una represión selectiva, basta ver el caso de los Estados Unidos, donde es cada vez mayor la influencia de los lobbies, o grupos de cabilderos, y el peso de las entidades que proporcionan los fondos con los que se financian los gastos electorales de representantes y senadores. Lo cual acaba determinando el resultado de votaciones vitales, hasta el punto que haya podido afirmarse que «el Congreso se compra y se vende, pura y simplemente: cada noche pululan en Washington los buscadores de fondos políticos; cada día se cierran los tratos y se consiguen los favores».

Si esto sucede en el país que hizo la guerra fría en nombre de la voluntad de extender la democracia a todo el mundo, el problema se acentúa en muchos de los que la han adoptado formalmente. Las independencias de las colonias asiáticas y africanas, o las de las antiguas repúblicas soviéticas en Asia, han conducido a la formación de gobiernos que imitan las formas de los estados parlamentarios «occidentales», pero no garantizan ninguna de las libertades que aquellos se supone que defienden. La diferencia reside en que una cosa son las estructuras políticas que surgieron como resultado de las luchas sociales mantenidas a lo largo de siglos, que permitieron a la sociedad civil controlar gradualmente el poder, y otra muy distinta la adopción formal de estas mismas instituciones, implantadas por arriba en países donde no hay una sociedad civil que pueda intervenir en su funcionamiento. El resultado han sido repúblicas con dirigentes vitalicios, e incluso hereditarios, al estilo de las viejas monarquías, tanto en Asia central como en África, que gobiernan sin respeto alguno por los derechos humanos.


Los párrafos supra provienen del epílogo del tocho de mil páginas de Josep Fontana –Por el bien del Imperio, una historia del mundo desde 1945– que me ha tenido subyugado durante un casi un mes. Dice la wiki que, pese a su reciente publicación (2011), se considera "como una obra de referencia para entender los acontecimientos históricos posteriores a la segunda guerra mundial: la creación del estado de bienestar como respuesta al fascismo y al totalitarismo que habían llevado a la guerra, la posterior guerra fría, la caída de la URSS, la intervención de Estados Unidos en el mundo así como la involución que se vive desde la década de 1970 en relación a los derechos sociales, el bienestar social y democracia como consecuencia del triunfo del neoliberalismo". Y ciertamente, al menos en mi opinión, lo es: un repaso exhaustivo (con las limitaciones propias de su ambición enciclopédica) y objetivo (sin dejar de ser crítico) de lo que ha pasado durante los últimos 65 años, un libro casi imprescindible para hacerse una idea global y ser capaces de entender el mundo que nos toca vivir. Había leído ya dos o tres obras de Fontana y desde luego me gustaba mucho, pero con ésta m ha obnubilado. Valga este post para recomendarla encarecidamente a mis escasos lectores.