viernes, 30 de enero de 2015

La magia del azar en la autopista ... ¿o no?

Cuándo: ayer jueves 29 de enero de 2015 hacia las 14:30 hora GMT, durante dos o tres minutos. Dónde: más o menos entre los puntos kilométricos 7 y 3 de la autovía TF-5 en sentido descendente. Quién y cómo: yo pispo alone (sin testigos que corroboren la veracidad de los hechos), conduciendo my own little car por el carril izquierdo y a velocidad elevada (tenía prisa). Venía de Tacoronte, donde vive un amigo de Vanbrugh de sonoro nombre a quien no conozco, e iba hacia mi casa, en Santa Cruz, con el tiempo justo para hacerme un almuerzo y volver a salir pitando. Tráfico intenso, como casi siempre en el tramo metropolitano de la autopista del Norte. De pronto, hacia la altura del campus universitario de Guajara, un monovolumen blanco se pasa al carril izquierdo de los tres que hay y ahí se queda a una velocidad constante de unos noventa kilómetros por hora. Yo, que venía lanzado, me veo obligado a frenar y mantenerme detrás. Espero que se me quite de delante pero no lo hace. Huevón hijo de puta, mascullo; probablemente hasta lo dijera en voz alta.

Huevón es vocablo que aprendí durante mi ya lejana estancia peruana, de uso muy frecuente allí para calificar a los alelados, a esos cuya escasa capacidad intelectual la manifiestan en actos torpones e ineficientes que irritan a quienes los sufren. Parece que a lo largo de estas últimas décadas el adjetivo ha calado en el lenguaje español e incluso he podido escucharlo en alguna comedia televisiva. Pero conste que en mi caso lo tengo interiorizado desde mucho antes y es el que me sale espontáneamente ante comportamientos que obstaculizan el ritmo ágil de las cosas con absoluta indiferencia hacia los demás. A pesar de haberme adaptado a la conducción provinciana, reconozco que cuando estoy al volante suelo toparme con huevones. Pero también aparecen en otros escenarios (uno de ellos, por ejemplo, son las escaleras mecánicas, permanentemente bloqueadas por parejitas huevonas que ni se plantean que pueda haber otros a quienes impiden pasar).

Así que, tras un prudencial tiempo tras el monovolumen blanco, suficiente para constatar que no pensaba apartarse, exhalé eso de huevón hijo de puta para, al cabo de otro ratito (pongamos medio minuto) fijarme en su matrícula y asombrarme de que las tres letras finales fueran –oh maravillas del azar– HHP. El sistema actual de matriculación permite hasta ocho mil permutaciones de las tres letritas finales (20x20x20), aunque de momento sólo se han usado aproximadamente las dos mil quinientas primeras: Es decir, que la probabilidad de que el coche que se me pusiera delante tuviera en su matrícula el acróstico de mi malhumorada invectiva era de una entre dos mil quinientas (menor incluso porque podría haberse tratado de un vehículo de matriculación antigua), valor tan mínimo como para considerar el hecho como otro más de esos pequeños milagros cotidianos que suelen pasársenos inadvertidos.

Por supuesto, mi antipática faceta escéptico-racionalista, empeñada siempre en chafar la percepción ingenua y maravillada de una realidad mágica, me sugirió sobre la marcha una prosaica interpretación del milagro que dejaba de serlo. Previamente a pronunciar mi exabrupto, yo había visto la matrícula del monovolumen huevón sin registrarla conscientemente, pero esa mínima apreciación le habría bastado al subconsciente para estimular a mi cerebro a construir esas tres palabras, ejercicio mental que debe ser ya un automatismo de mi cerebro porque habitualmente hago juegos de este tipo mientras conduzco. Que las tres palabras escogidas fueran las que fueron y no otras derivaría de mi enfado. O sea, que no es que yo pensara espontáneamente que el tipo de delante era un huevón hijo de puta y luego corroborara asombrado que así lo certificaba su matrícula, sino que fue la visión subliminal de su matrícula la que me sugirió sin yo ser consciente de ello el epíteto insultante. Puede ser, pero me niego a admitirlo; fue otra muestra del azar mágico de la realidad.

 
Majik of Majiks - Cat Stevens (Numbers, 1975)

miércoles, 28 de enero de 2015

Tantos y tan distintos acentos

De siempre me ha intrigado de dónde vienen las diversas formas de hablar una lengua, los distintos acentos, por ejemplo del español o castellano. El DRA define acento como "conjunto de las particularidades fonéticas, rítmicas y melódicas que caracterizan el habla de un país, región, ciudad, etc." Tales particularidades se me ocurre clasificarlas en léxicas, fonéticas y de entonación. Las primeras me parecen las menos misteriosas en cuanto a su origen y, en todo caso, sobre ellas es fácil encontrar abundantes trabajos. En cada ámbito geográfico hay palabras propias, y ya muchas cuentan con su correspondiente entrada en el DRAE o también a veces son recogidas en diccionarios de instituciones lingüísticas específicas, como por ejemplo, la Academia Canaria de la Lengua que mantiene uno de canarismos. En todo caso, aprender y usar los vocablos de otra área hispanoparlante es tarea sencilla e incuestionablemente enriquecedora. Muchas de éstas, además, aunque nos parezcan originales del lugar donde las aprendemos son del "español de toda la vida", pero que han caído en desuso en Castilla. Por ejemplo, cuando viví en Perú descubrí que a la calderilla la decían sencillo ("no llevo sencillo" en vez de "no llevo suelto") y algo después leí en el capítulo segundo del Quijote la respuesta que éste les da a las muchachas de la venta cuando sólo pueden ofrecerle truchuela para comer: "porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho". En Canarias, donde vivo, hay numerosas palabras que no se emplean en la península, muchas traídas de América, pero también bastantes otras, por ejemplo, gaveta. La gaveta es "cajón corredizo que hay en los escritorios y sirve para guardar lo que se quiere tener a mano", definición prácticamente idéntica a la que daba en 1791 el primer diccionario de la Real Academia. En la península se suele decir cajón y, en efecto, así lo recoge el DRAE en su acepción segunda. Sin embargo, cajón –que originalmente es caja grande para el transporte– no pasa a adquirir su actual significado hasta bien avanzado el XIX, relegando a gaveta en un fenómeno habitual de pérdida de especificidad semántica del idioma. Pero he de cortarme, porque en cuanto me pongo con asuntos léxicos me envicio y no es de éstos de los que quería hablar.

El misterio de los acentos estriba para mí en las diferencias locales en la pronunciación y en la entonación. ¿Cómo y por qué se habla el mismo idioma con tan distintas entonaciones y formas de pronunciarlo? Naturalmente, la separación física de los grupos de personas hace que la evolución del habla de cada uno de ellos mantenga cierta autonomía y venga influida por factores locales. De otra parte, como aprendemos a hablar por imitación, e incluso de mayores tendemos a asimilar nuestra forma de hablar a la del entorno (eso de que "se nos pegan los acentos"), es también natural que la diferencia del habla local respecto de la de otros grupos alejados se vaya homogeneizando internamente o, si se prefiere, que las diferencias sean proporcionales a la distancia (no sólo física) entre los grupos. Vale, todo eso está muy bien y es muy lógico, pero no termina de explicarme por qué surge un acento concreto, por qué, por ejemplo, los bonaerenses tienen su peculiar entonación y su característico yeísmo. Por lo que he buscado, me da la impresión de que, mientras hay abundantes investigaciones sobre las peculiaridades léxicas, el asunto éste de las diferencias fonéticas no está tan estudiado. Se me ocurre que una de las dificultades para hacerlo es que desconocemos cómo se hablaba en cada sitio antes de que se inventaran las grabaciones sonoras. A lo mejor los acentos que hoy distinguimos tan claramente no eran los mismos hace doscientos años. Ya que me he referido al argentino, he estado escuchando unas grabaciones de radio de ese país del primer tercio del pasado siglo y, a pesar de la baja calidad del audio, la forma de hablar no me ha resultado tan netamente distintiva como en la actualidad, en especial en la entonación. Eso refuerza algo que pienso desde hace bastante: que la musicalidad del español rioplatense, tan emparentada con la del italiano, se habría formado por influencia de los inmigrantes de ese país, consolidándose con la segunda generación de éstos, ya nacidos en América, hacia los años treinta.

En cuanto al acento de los hispanoamericanos se sabe que tiene su base principal en la forma en que hablaban los andaluces occidentales. Esto es fácilmente explicable por el simple hecho de que el grupo regional más numeroso en las primeras décadas de la colonización fue aquél. Pero es que además, los que no fueran andaluces tenían bastantes probabilidades de que se les pegara el acento (ya pegadizo de por sí) porque que normalmente habían de permanecer varios meses en Sevilla para conseguir la licencia que les permitía embarcarse hacia las Indias, sin contar con el tiempo de la travesía. Por último, no es menos importante que entre las mujeres que fueron a América el porcentaje de andaluzas (y particularmente de sevillanas) era todavía más relevante que en el caso de los varones; y no debe olvidarse que eran las féminas mucho más conversadoras que los hombres y, sobre todo, que eran ellas las encargadas mayoritariamente de transmitir el lenguaje y la forma de hablarlo. Así que puedo imaginarme que, una vez instalados en el entorno caribeño, las primeras comunidades hispanas hablarían con un acento muy emparentado con el sevillano del XVI (que parece que era yeísta, aspiraba las haces iniciales, sustituía los plurales por vocales abiertas y probablemente seseaba las zetas, como ahora). Ahora bien, esa forma de hablar evoluciona de forma diferente a la de su cuna geográfica y además se va diversificando en los distintos lugares del vasto continente (mucho se distingue hoy el acento mexicano del argentino), sin que haya encontrado los motivos concretos de ese proceso. Pero es que antes habría que preguntarse por qué en Andalucía occidental hablaban de forma peculiar y distinta a cómo lo hacían los de la Meseta Norte, por ejemplo y sobre los factores específicos que habían dado lugar a esa diferenciación. Y ya puestos, me gustaría saber si en los tiempos del Imperio romano hablaban el latín con distinto acento un vecino de Augusta Emérita y otro de Antioquía, y como seguro que sí había notables diferencias, a qué se debían.

Tengo la impresión –a falta de haber encontrado explicaciones documentadas– de que el acento con el que se acaba hablando una lengua en un entorno determinado viene influido, sobre todo, por el que tenían habitantes del lugar cuando hablaban su idioma anterior. Por ejemplo, van conquistando los cristianos Al-Andalus e imponiendo el castellano a unas gentes que hablan el árabe, y éstos lo pronuncian y entonan condicionados por las peculiaridades propias de su habla nativa. Así, entre la mezcla de la forma de hablar de conquistadores y conquistados imagino yo que se iría asentando una específica que incorporarían como natural las siguientes generaciones. En la América de los inicios de la colonización, la entonación de los pocos españoles empezaría a "contaminarse" por la influencia de las musicalidades nativas y, a medida que se distanciaban en el tiempo y en el lugar, los acentos se irían diferenciando cada vez más. Si esta hipótesis mía es correcta –al menos en cierta proporción– habría que revalorizar el papel de los extranjeros en la "coloración" de los idiomas. Claro que para comprobarla tendríamos que conocer los acentos de los nativos antes de integrarse en otro universo idiomático, algo que sólo puede barruntarse por métodos indirectos. Y conste que no digo que éste sea el único factor,

Los acentos se fijan en cada hablante por imitación. Los niños entonan el idioma imitando la entonación de los mayores, pero también los adultos van cambiando el suyo cuando la musicalidad dominante en el entorno al que se han mudado es otra. Es pues –me parece– un asunto cuantitativo, la cantidad de hablantes que hablan entre sí homogeneiza y consolida el acento. Pero también es verdad que hay acentos más pegadizos que otros, en especial en lo que a la entonación se refiere. Más de una vez me he sorprendido, cuando llevo unos cuantos días fuera de mi residencia, entonando como los lugareños, sobre todo si estoy en el País Vasco o en Cataluña (en cambio, no se me pega el andaluz, por ejemplo). Sería cuestión de investigar el grado de "asimilación" de los acentos y ver si está relacionado con características del local y/o con el que trae el inmigrante. Ahora bien, aunque la entonación se pegue con relativa facilidad, más dificultades tiene la pronunciación. Por ejemplo, la ese de quienes hemos aprendido a hablar en Castilla es demasiado líquida (cercana al fonema inglés sh) mientras que en Canarias y Latinoamérica es mucho más suave, "silbante". Y como ese sonido, al menos yo, no soy capaz de pronunciarlo, por más que adquiera la entonación con la que se habla en Tenerife (que algo se me ha pegado tras tantos años), siempre se me detecta como godo, del mismo modo que cuando vivía en Perú enseguida me identificaban como español por las eses (no en cambio por las zetas).

En fin, que como dije al principio, es éste un tema que me interesa y del que me cuesta encontrar documentación.

 
Foreign accents - Robert Wyatt (Cuckooland, 2003)

lunes, 26 de enero de 2015

Riqueza y desigualdad

Según el informe Global Wealth Databook de octubre de 2014, elaborado por Credit Suisse –que tiene fama de ser el más fiable en la materia– la riqueza total de los seres humanos ascendía en 2014 a 263 billones de dólares. Si se divide esta inimaginable cantidad entre los 4.700 millones de adultos que viven en el planeta, resulta una riqueza media por persona de unos 56.000 dólares estadounidenses, unos 48.000 euros al cambio actual. Conviene recordar que la riqueza viene a ser el patrimonio de las personas; es decir, el valor comercial de sus activos –reales y financieros– menos el importe de sus deudas. No ha de confundirse pues con la renta, que son los ingresos –laborales y no laborales– durante un periodo temporal (normalmente, el año natural). Obviamente ambas magnitudes están correlacionadas; por ejemplo, según la Encuesta financiera de las familias del Banco de España de 2011 (la de 2014 no es accesible sin contraseña), en ese año la riqueza media de cada hogar español era de 266.700 € mientras que la renta media de 34.700 € (unos 2.890 € al mes); es decir, en ese año la relación entre riqueza y renta anual en nuestro país era de 7,68 o, lo que viene a ser lo mismo, cada unidad familiar poseía un patrimonio cuyo valor equivalía a sus ingresos durante unos 92 meses. El informe citado de Credit Suisse, que aporta los datos por individuo adulto y no por hogares, indica que la riqueza media de los españoles era en 2014 de 116.177 € por adulto, lo que supone un total nacional de casi 4,34 billones de euros. Si multiplicamos la riqueza media por hogar del informe del Banco de España por el número de hogares en 2011 según el INE, resulta que en ese año la riqueza total de españoles era de unos 4,83 billones de dólares. Así que la riqueza total habría caído en los últimos tres años en poco más del 10% (unos 487 mil millones de euros), lo cual que no es cierto, ya que parece que este total ha aumentado ligeramente en los desastrosos últimos tres años. En fin, es el problema de comparar cifras provenientes de fuentes distintas sin tener acceso a los criterios metodológicos de cada una. Aún así, si damos mayor fiabilidad al autorizado informe de Credit Suisse, cabe sospechar que los datos del Banco de España pueden estar algo inflados, en un afán de inyectar optimismo al personal.

Así que volvamos al informe del Credit Suisse y repitamos que cada español adulto (comprobados los datos del INE para 2014, la población adulta a que se refiere el informe parece referirse a los de 20 y más años) posee por término medio 116.177 €. Calcula lector, siempre que seas españolito/a, si tu patrimonio está por encima o por debajo de esa cifra; suma el valor comercial de todo lo que posees y resta a esa cantidad las deudas que tienes (por ejemplo, la parte del principal de la hipoteca de tu vivienda que todavía has de devolver al banco). También, antes de sacar conclusiones, considera tu edad: es normal que cuanto más viejete seas mayor sea tu riqueza. Has de saber que la edad media de los españoles adultos es de 49 años, así que el valor medio de riqueza por adulto se alcanzaría teóricamente a esa edad; si no has llegado habrías de poseer menos para estar en la media, y en cambio, si ya la has pasado, deberías tener más patrimonio. Yo, con 55 años y medio, confieso que poseo un patrimonio cuyo valor supera la media española y casi con toda seguridad la de los españoles de mi edad. Si se divide la población adulta de nuestro país en rangos por intervalos de riqueza, en el que a mí me situarían queda por encima de la media; no desde luego entre los de los más ricos, pero sí en alguno que se calificaría como clase media-alta. Mi riqueza, sin embargo, no tiene los mismos orígenes que la de las personas verdaderamente ricas del mundo (y de España); es decir, no proviene de haber nacido en una familia opulenta, ni de haberme dedicado al sector financiero o a la industria farmacéutica, ni tampoco, naturalmente, se basa en negocios clandestinos, muy lucrativos pero arriesgados. Si soy algo más rico de la media de los españoles de mi edad se debe a que he trabajado mucho desde los veinte años pero, sobre todo, a que durante mi vida laboral –y en especial en sus inicios– me ha tocado una época en que fue relativamente fácil conseguir trabajo decentemente pagado, lo que me ha permitido "acumular mi riqueza" (gracias también a que no he tenido ni he querido cargas excesivas de gastos). Pertenezco a una generación que entró en el mundo laboral con mejores expectativas que sus padres como lo demuestra el que –estoy casi seguro aunque no lo he podido confirmar con datos– el patrimonio medio de mis coetáneos en valor constante debe ser sensiblemente mayor que el medio de nuestros padres a nuestra edad actual (al menos en mi caso es así), hacia los años 80. Lamentablemente, las expectativas de nuestros hijos (chicos que por término medio deberían estar acabando la universidad) no son en absoluto mejores que las nuestras a su edad, sino todo lo contrario.

Pero hasta aquí me he referido a las medias aritméticas de la riqueza y, como cualquiera sabe, la media es uno de los parámetros más engañosos de la estadística, aunque sea muy del gusto de los gobernantes, como la mayoría de las cifras macro. La media vale, por ejemplo, para clasificar los países del mundo en intervalos de ricos y pobres, y así lo hace Credit Suisse en un mapa de colorines donde las naciones con más de 100.00 dólares por adulto (rojo) son las ricas y las de menos de 5.000 las más pobres. El mapa, a su escala macro, ofrece pocas sorpresas sobre lo que la mayoría suponíamos; nos informa ciertamente de la distribución de la riqueza en el mundo pero bajo el supuesto imaginario de que cada país fuera una unidad. Lo que pasa, claro, es que un país son muchas personas y esa riqueza media que le asigna el informe puede estar distribuida más o menos igualitariamente. La forma más expresiva de ver el grado de igualdad/desigualdad de cualquier distribución es representarla en un diagrama de coordenadas cartesianas. En el caso de la riqueza de un país, en el eje de abcisas (X) ponemos los porcentajes de población ordenados de menor a mayor riqueza y en el eje de ordenadas (Y) los porcentajes de la riqueza total. En un supuesto igualitario ideal, nos saldría una recta a 45º: a cualquier porcentaje de población considerado le correspondería el mismo porcentaje sobre la riqueza total. Naturalmente, los dibujos reales de la curva de Lorenz (que así se llama esta representación gráfica) son curvas que caen hacia abajo colgadas en sus dos extremos de los puntos inicial y final de la recta teórica (obviamente el 0% de la población tiene el 0% de la riqueza y el 100% de la población la totalidad de la riqueza). Es fácil de intuir que cuanto mayor sea el área comprendida entre la curva real y la recta teórica más desigualdad hay en la población analizada. Justamente, a partir de ahí el estadístico (y fascista) italiano Corrado Gini desarrolló el coeficiente que lleva su nombre y que es el instrumento más usado para medir la desigualdad de cualquier distribución. En el gráfico que aquí abajo adjunto, por ejemplo, el 60% de la población con menos recursos posee el 20% de la riqueza de un hipotético país.

El informe de Credit Suisse expresa la desigualdad de la riqueza en el mundo mediante una pirámide formada por sucesivas secciones horizontales. Cada sección representa el intervalo de adultos con un determinado nivel de riqueza. Así, el bloque inferior incluye a quienes poseen menos de 10.000$, los más pobres que son casi el 70% de la población mundial; el intervalo inmediatamente superior comprende a aquéllos cuya riqueza está entre 10.000 y 100.000 €, que representan el 21,5%; sobre ellos están quienes tienen más de 100.000 pero menos de un millón de dólares, que no llegan al 8% de los adultos del planeta; finalmente, en la cúspide, los propietarios de fortunas superiores al millón de dólares, apenas un 0,7% de la población del planeta. Sin duda, no vivimos en un mundo igualitario, pero la situación se muestra con toda su crudeza al comprobar que el 1% más pudiente de la población posee casi la mitad de la riqueza mundial (48,2%); eso quiere decir que el patrimonio medio de una persona en el percentil más rico de la población (3.311.430 $) equivale a más de cien veces la riqueza media de un adulto en el 99% restante (32.945 $). Naturalmente, la relación anterior se dispara escandalosamente si la referimos a los que el informe de Credit Suisse denomina "ultra-ricos" (los que poseen patrimonios netos mayores de 50 millones de dólares, unos 128.200 en el mundo). Fijarse en el intervalo más rico de cada población es pues también un buen indicador de la desigualdad. Así, una de las tablas interesantes que aparecen en el informe recoge para varios países el porcentaje de la riqueza que corresponde al percentil más rico desde 2000 a 2014; es muy significativo que a lo largo de este siglo prácticamente en todos los países los más ricos han aumentado su parte del pastel, indicio revelador de que la desigualdad económica es cada vez mayor. Nuestra especie no avanza hacia sociedades más justas e igualitarias, sino todo lo contrario. Hacer proyecciones estadísticas es siempre un ejercicio arriesgado, pero es ilustrativo resaltar que si se mantuviera la tendencia de estos últimos quince años en 2016 llegaremos a la simbólica situación en que el 1% de la población mundial poseerá la misma riqueza que el 99% restante.

Ahora bien, entre estos ricos que casi poseen el 50% de la riqueza del planeta hay muchas diferencias; piénsese que son unos cuarenta y siete millones de adultos, así que con sus familias equivalen a un país de los grandes de la Unión Europea. De hecho, el patrimonio neto para estar en el más alto percentil no llega siquiera al millón de dólares; si alguno de los menos ricos de ese intervalo pusiera su capital (unos 800.000 euros) a plazo fijo (al 2% anual, un buen interés en estos tiempos) obtendría mensualmente menos de 1.400 euros, lo que dista mucho de permitir vivir a todo tren de las rentas. Los verdaderamente ricos –dejémonos de tonterías– son los que registra la lista Forbes: 1.546 individuos con mil o más millones de dólares de patrimonio, desde Bill Gates hasta un tejano nonagenario, magnate del petróleo, llamado William Moncrief, Jr. Hagamos un interesante ejercicio: ordenemos a los 4.700 millones de adultos que hay en la Tierra según sus posesiones y vayamos sumando sus patrimonios de menor a mayor hasta acumular el total de, por ejemplo, la mitad de la población más pobre del planeta. La pregunta sería: ¿cuántos de los más ricos son necesarios para equilibrar económicamente el patrimonio conjunto de los 2.350 millones de adultos de la mitad inferior? Oxfam –en su reciente informe basado en los datos del de Credit Suisse– da la respuesta: sólo con los 80 primeros multimilmillonarios de la Forbes se llega a esa cantidad. ¿No les parece impresionante? Apenas un grupito de personas que cabe holgadamente en dos autocares. Pero hay más: según Oxfam, para alcanzar la riqueza de la mitad más pobre del mundo hace cuatro años había que sumar la de los 388 primeros de la lista Forbes. Eso es así porque en los últimos cuatro años los 80 más ricos han duplicado sus fortunas mientras que la parte del pastel en manos de la mitad más pobre del planeta se ha reducido. O sea, cuanto más rico uno sea, más rápidamente se enriquece; a finales de 2014 las personas con más de mil millones de dólares sumaban un 2,5% de la riqueza mundial, aproximadamente lo mismo que los dos tercios menos favorecidos de la Tierra.

Así se distribuye la riqueza en el mundo en que vivimos, un mundo abusivamente desigual, absolutamente injusto. Esta desigualdad sangrante es inherente al sistema económico, al modo en que los humanos –algunos humanos– han decidido organizar la sociedad. Solo quien esté loco o sea un desalmado (o economista, como reza el conocido chiste) puede sostener que la desigualdad económica es resultado de la desigualdad natural, y mucho menos que es atributo de una pretendida libertad. No es otra cosa que una de las consecuencias del sistema y por eso me resulta vergonzoso que se emplee el término antisistema como descalificación. Nadie mínimamente decente puede no ser antisistema, defender el sistema va contra la más elemental ética y todos debemos, en la medida de nuestras posibilidades, contribuir a que desaparezcan –o, al menos, se atenúen– las reglas de plomo que rigen las relaciones económicas. En el informe que ha publicado este mes de enero, Oxfam acaba con un llamamiento a los gobernantes para que pongan en marcha políticas que redistribuyan el dinero y el poder de manos de las élites hacia las de la mayoría de los ciudadanos. Son nueve líneas de actuación, cada una de ellas de incuestionable justicia y sentido común; sin embargo, el comportamiento de nuestros gobiernos va, en cada uno de estos ámbitos, en la dirección justamente contraria. (1) Hacer que los Gobiernos trabajen para los ciudadanos y hagan frente a la desigualdad extrema, (2) fomentar la igualdad económica y los derechos de las mujeres, (3) pagar a los trabajadores un salario digno y reducir las diferencias con las desorbitadas remuneraciones de los directivos, (4) distribuir la carga fiscal de forma justa y equitativa, (5) subsanar los vacíos legales en la fiscalidad internacional y las deficiencias en su gobernanza, (6) lograr servicios públicos gratuitos universales para todas las personas en 2020, (7) modificar el sistema mundial de investigación y desarrollo (I+D) y de fijación de los precios de los medicamentos para garantizar el acceso de todas las personas a medicamentos adecuados y asequibles, (8) establecer una base de protección social universal, y (9) destinar la financiación para el desarrollo a la reducción de la desigualdad y la pobreza, y fortalecer el pacto entre la ciudadanía y sus Gobiernos. Como es natural, los muy pocos de los individuos de nuestra especie –bastante menos del 1%– que se benefician desmesuradamente del capitalismo salvaje que campa a sus anchas asolando todo el planeta no están dispuestos a que las cosas cambien y cuentan con sobrado poder (riqueza=poder) para impedirlo. Aún así, la resignación no es una opción éticamente lícita y, a pesar de nuestras escasísimas fuerzas, estamos obligados a aprovechar cualquier ocasión para socavar las estructuras de la injusticia. Entre estas ocasiones están las elecciones; no votemos pues a quienes, sirviendo a los privilegiados del sistema, gobernarán a favor del sistema.

 
Parece mentira - La Raíz (Así en el Cielo como en la Selva, 2013)

jueves, 22 de enero de 2015

Israel

Esa tarde no llovía y, aunque el cielo seguía gris, quisimos pasear por los jardines de la parte alta. En la televisión habían recomendado no abandonar las viviendas hasta que la alarma meteorológica fuese anulada. Sabíamos que los consejos del servicio civil cargaban una intención conminatoria bajo la dicción amable y las sonrisas carnosas. "Nadie te obliga a ser feliz", era la consigna de la última campaña de afirmación democrática, repetida en los anuncios con escenas de las viejas películas en blanco y negro (Bogart despidiéndose de la Bergman con esa frase).

Así que nadie nos obligaba a ser felices y nadie, tampoco, nos impedía salir de casa antes de la anulación de la alarma meteorológica. Y además la perra estaba insoportable tras diecisiete días de temporal sin poder correr sobre los lechos de hojarasca del monte de las nieblas. Sin embargo, Rosa y yo, sin saber bien por qué, preferíamos seguir bajo nuestro techo, ocupados en seguir las recomendaciones para el tiempo libre de los boletines y en mantener ordenadas las horas, cuya secuencia era acompasada por la firma regular de los recibos del servicio de abastecimiento y la contestación a las encuestas de los agentes censales del instituto de estadística. Estos últimos, siempre chicos jóvenes con camisas rayadas en tonos vivos y gafas de montura añil, eran mucho más alegres que los impávidos hombres con el mono color butano del servicio de abastecimiento, quienes, tras entregar el material solicitado –que a menudo no estábamos seguros de haber pedido, pero eso no importaba porque al verlo nos entusiasmaba la idea de probarlo–, presentaban a la firma el acostumbrado volante oficial y dejándonos la copia se despedían con una tenue sonrisa sobre cuyo significado incierto solíamos edificar sofisticadas interpretaciones que nunca terminaban de coronarse consistentemente porque, en lo mejor del juego, uno de los dos –Rosa por lo general– se acordaba sobresaltado de que no habíamos pasado al ordenador ese último servicio y, si no nos dábamos prisa, llegarían los muchachos de estadística sin que tuviéramos los datos correctamente tabulados. Así que corríamos a la habitación del fondo y mientras probábamos el uso o consumo de la última entrega (quizá con excesiva avidez), tecleábamos nuestras impresiones junto con los hechos objetivos; por suerte, todo antes de que sonara el timbre y apareciera la figura familiar –pero nunca la misma– de camisa rayada y educadas preguntas que respondíamos con reconfortante orgullo compartido.

Fue justamente uno de esos muchachos del servicio de estadística –Israel era su nombre– quien se refirió a la prematura floración de violetas en los jardines de la parte alta. Lo comentó de improviso, mientras revolvía en su mochila arrugada y extraía la segunda página del cuestionario con radiante satisfacción. No dejaba de ser el suyo un comportamiento poco usual; la costumbre marcaba que los camisas rayadas, nada más entrar en casa, apoyasen la mochila (con el anagrama oficial en color teja sobre la lona amarilla) encima del aparador del vestíbulo, que fueran sacando pausadamente –en un sutil clima de expectante solemnidad– las tres, cuatro o incluso cinco páginas del cuestionario de turno, que las extendiesen apaisadas y ligeramente montadas entre sí sobre la superficie de madera lacada, que carraspeasen mínimamente y nos invitasen con voz tímida a tomar asiento en nuestras sillas, y que recitaran las preguntas y anotaran las respuestas, sin hacer comentario alguno hasta finalizar completamente. Sólo entonces, acabado el ritual, se aflojaban los rasgos del chico y cruzábamos frases animas mientras reordenaba en un único fajo las páginas del cuestionario, lo introducía en la mochila, cerraba la cremallera, se la colgaba a la espalda y se despedía llevándose las últimas palabras de la breve conversación.

Israel, en cambio, se acuclilló desmañadamente y, con la mochila en el suelo, sacó una sola página; luego, en movimiento un tanto brusco, se enderezó y dijo, sin apenas entonación interrogativa: –los códigos de control los dejamos para el final, así que, uno, ¿cuál es la media de proteínas de origen animal ingeridas por persona de la unidad familiar en el último mes? Nosotros, claro, no nos habíamos sentado todavía y permanecimos indecisos, como dos actores que dudan si el director ha equivocado el guión o si son ellos quienes se han confundido de drama. Pero Rosa reaccionó antes de que el silencio se hiciera violento y, hojeando los papeles que tenía en la mano, contestó que 38,65 gramos y ofreció al encuestador ver la distribución mensual de las ingestas, diferenciadas por cada uno de los tres miembros de la unidad familiar (a efectos estadísticos, la perra no contaba) en gráficos polícromos de múltiples líneas, barras y círculos explotados en quesitos, merecedores en nuestra orgullosa confianza de ser expuestos en la central de datos del instituto.

Israel se rió –y me apresuro a aclarar que tal cosa me pareció el sonido seco que brotó de su boca muy abierta, aunque Rosa luego sostuvo que a ella más bien se le antojó una especie de tic nervioso– y, sin hacer caso de los papeles, pasó a la segunda pregunta. En el acto nos sentimos obligados a responder con precisión, absteniéndonos de cualquier digresión, como si hubiéramos sido llamados al orden. Así que empezó a sucederse la serie de preguntas y respuestas, en un ping-pong dialéctico, titubeante al principio y contundente y acelerado a medida que se acercaba el final de la página. Después de la vigésimo quinta constestación, los ojos de Israel centellearon divertidos mirando la tensión suspendida de nuestros reflejos y remarcando lo que podía ser un golpe definitivo; un instante de silencio y de pronto pronunció un sonoro "¡Aaaaaalto!" seguido, ya en voz más suave, de "hasta aquí la primera parte". Y entonces fue cuando, sonriendo mientras se agachaba a hurgar en su mochila, comentó lo curioso que era que a mediados de enero hubieran brotado ya las matas de violetas. Él –dijo– había venido a nuestra casa dando un rodeo a través de los jardines de la parte alta y se había maravillado ante el brillante colorido de las flores, luminoso entre los ocres parduzcos del barro y las hojas muertas. ¡Qué pena que los viejos estuvieran recluidos en sus casas por el temporal y no viesen ese espectáculo! Pero tampoco importaba mucho –se corrigió enseguida con una sonrisa– porque las violetas habrían de florecer de nuevo a mediados de abril, coincidiendo con las fiestas de primavera, para cuando los jardines exhibían su mejor imagen.

–¿Te parece que nos sentemos? –aproveché, viendo que Israel no acertaba a encontrar la segunda página. –Hay una banqueta junto al aparador; trabajarás más cómodo si colocas ahí la mochila. Rosa y yo nos sentamos inmediatamente. Nos sentíamos cansados después de ese extraño primer round. De alguna manera, mis palabras pretendían recuperar, con audacia medida, el orden habitual de esas entrevistas. Sin embargo, Israel no se dio por aludido; ya había cogido la segunda página del cuestionario y se alzaba triunfante, blandiéndola en la mano derecha como si fuera la prueba de alguna misteriosa victoria.

–Han tenido suerte: ésta es la última. Pero creo que es mejor que la contesten meditando sus respuestas. Tal vez fuera conveniente que consultaran sus archivos más cuidadosamente para evitar caer en tantas contradicciones como hasta ahora. Sí, ya sé, ya sé ... –siguió al notar nuestras caras de estupor–; no es normal lo que les digo, los cuestionarios deben cumplimentarse sobre la marcha, sin buscar tres pies al gato. Pero es que, amigos míos, este gato tiene muchos pies; yo sé lo que me digo y más les vale hacerme caso porque están ustedes en las fichas naranjas del instituto. Así que voy a hacer una cosa: me largo, les dejo aquí la segunda página, y ya vendré a recogerla.

E Israel se fue y la hoja listada reposa sobre laca caoba fulgiendo naranjas; la puerta se abrió y cerró en chirrido naranja disolviendo la sombra vespertina del muchacho. No me atrevo a moverme –¿qué son las fichas naranjas del instituto?–, no miro a Rosa, no giro siquiera los iris, no distiendo un solo músculo, no me hace falta para saber que es la misma presencia sólido-gaseosa la que nos ha enmoldado y tantea ahora sus contornos en ajustes precisos a los nuestros, anclando duros y flexibles filamentos en cada poro; sé que Rosa y yo sentimos con idéntica percepción la meticulosidad del proceso y sé que ambos dejamos con nuestra inmovilidad que se complete, aunque no nos preguntemos nada, ni siquiera nos consultemos si así lo queremos, porque simplemente hay que sentir esta materia que nos envuelve y colorea de naranja, el color de las fichas del instituto que han nacido de Israel y ahora permanecen tras su marcha como una pregunta que genera angustia que no es angustia sino quietud ante la fatalidad, aunque tampoco es fatalidad porque simplemente no es nada, es una materia que –sé, sabemos ambos– nos está invadiendo a través de los miles de alambres con que se ha adherido a nuestros poros, que son como jeringas gomosas e inyectan la sustancia que nos recubre hacia el interior de los cuerpos, y la capa plástica sólido-gaseosa adelgaza su espesor hasta no ser sino una película que imagino, imaginamos, algo grasienta, y luego ya nada, la piel ha quedado limpia, apenas unos sutilísimos brillos anaranjados en las puntas del vello de los brazos, como restos de purpurina, y Rosa y yo ya tenemos dentro esta materia que sentimos sin saber, pero sabemos que ahora hay que moverse y yo lo hago, y también ella, acaba de cerrarse la puerta, Israel se ha ido, ha sido ahora mismo y ambos nos preguntamos a la vez qué son las fichas naranjas del instituto.

La segunda página del test no es ninguna página de ningún test. Se la muestro a Rosa sin hablar: son apuntes manuscritos con fórmulas y ecuaciones sobre un papel a franjas verdes y blancas, fragmentos de notas de clase universitaria. Israel se ha equivocado, en el desorden de su mochila se mezclaban las hojas del instituto y la de sus estudios. Pero entonces, ¿por qué dijo haber encontrado la segunda página? Sacó este papel, este solo; lo había mirado, no pudo confundirlo con el cuestionario oficial, los papeles del instituto están impresos, tienen el anagrama, el mismo de las mochilas amarillas.

–Los encuestadores siempre nos leen las preguntas sin que veamos las páginas del cuestionario. ¿Cómo sabemos que están impresas en papel con el anagrama oficial? Rosa tiene razón. Las preguntas se las van inventando mientras fingen leerlas; nuestras respuestas no se registran, también es simulación el ceño fruncido del muchacho concentrándose en rasguñar con un bolígrafo –sin tinta, seguro–; en el instituto, si es que existe, no se tabula ningún resultado, las estadísticas se inventan con la combinación justa de aleatoriedad y premeditación.

–Y no hay fichas naranja. –Rosa levanta la voz –Todo es una burla. A eso ha venido Israel, a decirnos que todo es una burla, que no hay que hacer caso de nada, que no hay que registrar cada una de las entregas del servicio de abastecimiento, que no hay que creerse los informes de la televisión, que ni siquiera llueve cuando hay temporal, que las violetas han florecido, pero no prematuramente porque ya debe ser abril y no enero como nos aseguran.

–Pero entonces, ¿cuál es el sentido de la farsa? ¿Y para qué habría de venir Israel a desengañarnos? –Rosa me mira sin querer oírme, paseando nerviosa en un vestíbulo que se había vuelto extraño. –Tratemos de razonar, hay algo que no encaja, de acuerdo, pero no desmorones todo el universo sólo por eso. Israel es la pieza que falla, Israel no es quien creemos que es, Israel es la impostura. Las violetas no han florecido y claro que hay temporal, no seas tonta, el cielo está gris, oímos llover casi a todas horas desde hace días, Héctor no tiene colegio, no estamos yendo a trabajar, nadie sale de sus casas. Nos hemos angustiado por unas hipotéticas fichas naranjas, porque ha venido un chico que decía ser del instituto y ha roto la rutina de los cuestionarios. Si Israel es mentira, también lo son las fichas naranjas, ¿de qué nos amedrentamos? No hay fichas naranja. Punto.

Pero mi punto no anula la sustancia que nos intranquiliza desde dentro. Sigo sosteniendo la hoja que no es la segunda página de ningún cuestionario. Estamos a mediados de enero, llevamos ya diecisiete días de temporal, encerrados en casa, aburridos –bueno, aburridos no: hay siempre algo que hacer, pero echamos en falta el aire de fuera–. Héctor asoma en el umbral del vestíbulo con la perra, hemos gritado, estamos nerviosos. Vamos a dar un paseo, abrígate, Héctor. Yo me quedo aquí –dice Rosa–; id hasta los jardines de la parte alta, que la perra corra por la hojarasca, ved si es verdad que han florecido las violetas. Yo miro el papel manuscrito; a lo mejor me acerco al instituto y busco a Israel, pero lo pienso sin convencerme, vamos a dar un paseo, sólo eso.


 
Mr. Wrong - Sade (Promise, 1985)

sábado, 17 de enero de 2015

El Islam es compatible con la democracia

En el discurso pronunciado con motivo de la inauguración del primer foro internacional Reinvención del mundo árabe el presidente francés, François Hollande, ha asegurado que el Islam es compatible con la democracia. Naturalmente, no iba a decir –y menos en estos momentos y en ese lugar– que no lo es, si bien una frase como ésa deja bastantes dudas sobre qué entiende por Islam, por democracia y, sobre todo, cómo se establece el grado de compatibilidad entre ambos conceptos.

El Islam es una religión monoteísta, fuertemente emparentada con el judaísmo y el cristianismo (las tres religiones del libro) y parece que, en la actualidad, es la que tiene el mayor número de creyentes. En tanto religión, lo fundamental de la misma es un conjunto de creencias que, en el fondo, no son muy diferentes de las de sus primas hermanas. En principio, cualquier creencia –mientras se quede ahí– es perfectamente compatible con las bases de la democracia tal como la entendemos, y éstas no son tanto lo de votar a los representantes políticos cuanto unas libertades individuales que en Occidente (algunos) consideramos fundamentales. Por eso, si las creencias religiosas de cualquiera no implican comportamientos activos que afecten a ese marco de libertades, su fe –sea cual sea– sería compatible con la democracia.

El problema estriba, naturalmente, en que la mayoría de las religiones –al menos las tres principales monoteístas– no se limitan a aportar al creyente un conjunto de creencias para su uso personal (básicamente para encontrar un sentido a lo que no entiende y le asusta, las eternas preguntas trascendentales). Resulta que, con mayor o menor grado de congruencia lógica, cada dogmática religiosa lleva aparejada una serie de normas de comportamiento que han de cumplirse para "salvarse" en la vida eterna (el esquema es siempre el mismo). Además, esas normas –que han ido evolucionando históricamente– no se limitan a regir el comportamiento del creyente hacia sí mismo, sino que con frecuencia le imponen incidir sobre los demás. Ahí empieza la incompatibilidad entre religión y democracia, cuyo grado depende de la intensidad de esas incidencias.

Por ejemplo, la obligación de los creyentes monoteístas de predicar la fe, de convertir a los que no son creyentes, que va desde el nivel –mayoritariamente aceptable en la actualidad– de transmitir a los hijos la dogmática propia hasta obligar a los infieles a darse de alta en la religión, so pena de ser ejecutados. Tampoco es compatible con la democracia una religión que pretende –también con distinto grado de intensidad– que las normas de comportamiento de los creyentes rijan sobre los que no lo son, algo que ha ido unido a las religiones monoteístas, pues parece que su Dios (que en teoría es el mismo para las tres) aborrece que existan quienes no creen en Él o quienes no cumplen sus mandamientos. Bien es verdad que judíos y cristianos –en su mayoría– ya han dejado de creer eso, aunque desde luego no totalmente (no hay más que ver las presiones de grupos católicos sobre la regulación civil de ciertos asuntos). En el Islam, sin embargo, hay demasiados creyentes que siguen pensando que han de imponer su fe y sus normas a los infieles y, en congruencia con esa concepción, actúan en consecuencia.

Referirse pues a la compatibilidad entre religión y democracia exige pues dos planos de análisis. En el primero, el limitado estrictamente al conjunto de creencias que define el contenido de una religión concreta, se concluiría que ésta es compatible cuando ninguna de aquéllas requiere del creyente que incida sobre las libertades de los demás. Claramente este requisito no lo cumplen ni el judaísmo, ni el cristianismo ni el Islam, por lo que –en mi opinión– decir que el Islam es compatible con la democracia no es más que una declaración buenista y políticamente interesada pero que dista de ser cierta; como tampoco lo sería la afirmación más genérica de que cualquiera de las otras dos religiones del Libro son compatibles con la democracia. De hecho, para que una religión fuera radicalmente compatible con la democracia debería contar entre sus mandamientos la prohibición de imponer a los demás sus creencias y normas de comportamiento.

Ahora bien, siendo importante el análisis del contenido "teórico" de cualquier religión concreto, lo verdaderamente importante a efectos de valorar su grado de compatibilidad con la democracia es el comportamiento de sus fieles en lo que respecta a la imposición de sus creencias sobre el resto de la sociedad. Porque al final, si bien el "Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado" (Marcos 16) contiene el germen de la incompatibilidad del cristianismo con la democracia, lo cierto es que de ese mensaje evangélico los cristianos actuales sacan consecuencias muy distintas que los del siglo XVI, por ejemplo. Y así, en la práctica, el comportamiento de muchos cristianos (no de todos, desde luego) es compatible con la democracia. O quizá habría que decir que han encontrado una interpretación de sus creencias que hace que las mismas, aunque no sean radicalmente compatibles con los principios democráticos, son tolerables. Al fin y al cabo, las creencias no tienen existencia propia, por más que estén escritas en libros sagrados, y por tanto lo importante es cómo las crean (y las lleven a la práctica) sus fieles. En este plano "real" del análisis, habría que concluir que el cristianismo (y cualquier otra religión) ha cambiado mucho a lo largo de la historia.

Pero no debe olvidarse que el proceso evolutivo de las creencias religiosas para compatibilizarlas con los principios democráticos no ha obedecido en absoluto a dinámicas internas de las correspondientes religiones. Al contrario, éstas han sido "forzadas" a modificarse para ir suavizando sus incompatibilidades hasta niveles aceptables sin que –no nos engañemos– pueda afirmarse que tal compatibilidad (el compromiso radical de no incidir sobre los demás) esté interiorizado por la mayoría de los fieles. En el caso del cristianismo –al menos en Europa– sólo ocasionalmente (aborto, homosexualidad, etc) se pone de manifiesto que un número significativo de sus fieles no asumen de verdad ese compromiso de no injerencia que considero la prueba del nueve de la compatibilidad entre democracia y religión. En el caso del Islam tenemos en cambio demasiados ejemplos de que la incompatibilidad es mucho mayor; vaya en su descargo que llegaron seis siglos después y recordemos lo que se pensaba en el mundo cristiano del siglo XV sobre estos asuntos. Así que, aunque entienda que dice lo que tiene que decir, permítame monsieur Hollande que discrepe.

 
Laudate hominem - Fabrizio de André (La Buona Novella, 1970)

viernes, 16 de enero de 2015

Buon compleanno

Una niña con su hermano mayor (la bambina e il fratello). Una foto vieja, con el color de los primeros sesenta, tomada en un descampado, de la periferia romana quizá. La niña –tú– no parece muy feliz; un gesto a medias entre sonrisa forzada (¿impuesta por el fotógrafo?) y temor. El niño ni siquiera hace esa concesión y se muestra adusto, casi enfadado. ¿Qué edad tendrías? ¿Seis añitos? Por las ropas cortas (tan de aquellos tiempos) no era enero, mes en el que ahora estamos, mes en el que hace cincuenta años esa niña de la foto soplaría seis velitas en una tarta de cumpleaños.

Medio siglo ha pasado y, sin embargo, sigues siendo tanto esa pequeñaja de mirada triste, asustadiza. Una niña que necesita más ternura de la que le dieron, de la que le dan; que a veces se enfurruña porque las cosas no son como ella quiere. Pero también una mujer que nunca lo ha tenido fácil y que, pese a ello, ha sabido y podido hacerse una buena –muy buena– persona. Y a partir de ahora se hará también una excelente agricultora.

Oggi è il tuo compleanno, bella; congratulazioni e tanti auguri. Ti voglio molto bene; lo sai, non è vero? Un bacione.

 
Happy Birthday - Stevie Wonder (Hotter than july, 1980)

Ya sabes cómo canto, así que mejor que lo haga Stevie: Feliz cumpleaños, sunshine of my life.

 
You are the sunshine of my life - Stevie Wonder (Talking Book, 1972)

jueves, 15 de enero de 2015

Yo no soy Charlie Hebdo, dice el tío

El pasado sábado 10, Juan Manuel de Prada publicó un artículo en el ABC con el provocador título "Yo no soy Charlie Hebdo", en el que califica de culminación del dislate que entre las reacciones derivadas de los recientes asesinatos de París se haya defendido un sedicente derecho a la blasfemia. Con su habitual altanería insultante, tilda varias de estas posiciones como "paparruchas hijas de la debilidad mental", "antivalores pestilentes" y alguna que otra muestra más de su excelente educación. Sostiene el escritor –citando un discurso de Benedicto XVI en Ratisbona– que el laicismo, entendido como "expresión demente de la razón que pretende confinar la fe en lo subjetivo", es condenable. Que ha sido el laicismo lo que ha empujado a la civilización occidental a la decadencia. Son las religiones, dice Prada, las que fundan las civilizaciones y por tanto, cuando una sociedad apostata de la propia está condenada a muerte. Por eso, siguiendo su propia lógica, predice que al haber Occidente abandonado la religión (o haberla confinado al ámbito de lo privado permitiéndose su escarnio público), será el Islam el que se erija sobre Europa en este siglo XXI.

De más está decir que ninguna de sus premisas es mínimamente rigurosa. ¿Todas las civilizaciones han sido fundadas por alguna religión? Admitamos que en la construcción de la occidental (hasta el XVII, más o menos) y en la de la islámica, las respectivas religiones tuvieron un peso muy relevante (no exclusivo, desde luego), pero de ahí a hacer una ley universal. ¿Que la decadencia de las civilizaciones obedece al abandono de la religión? Habrá que saber qué entiende Prada por decadencia, aunque parece que se refiere a los "valores éticos". Si es así, me permito disentir sobre la presunta correlación –al menos en Occidente– entre bondad ética de la sociedad y religiosidad; más bien, me atrevería a sostener lo contrario. En todo caso, llama la atención que los dos únicos "valores pestilentes" que cita el autor como ejemplos de la decadencia de nuestra civilización sean el multiculturalismo y el pansexualismo; en fin, no estaría mal que nos los explicara un poquito a quienes tanto distamos de su nivel intelectual y cultural.

Aceptando, como dice Prada, que el laicismo es confinar la fe al ámbito de lo subjetivo, me declaro desde luego laicista y no me cabe en la cabeza que se pueda defender racionalmente lo contrario. Lo contrario son, justamente, los actuales estados islamistas que imponen a sus sociedades las normas religiosas; lo que, por cierto, ocurrió en casi todo Occidente hasta hace no mucho en términos históricos. Hay que deducir de este artículo que lo que se propone es que volvamos a supeditar las normas civiles a los principios de la ética cristiana, empezando por la obligatoriedad de que todos creamos en Dios. No, señor Prada, desvincular la religión de la ordenación de la sociedad no es decadencia sino progreso. Progreso en el sentido de que hace al ser humano, al individuo, más libre, más completo, más inteligente y también –estoy convencido– más bueno (éticamente mejor).

De otra parte, no se trata de prohibir a nadie que crea lo que quiera, sino simplemente de impedir que esas creencias se impongan sobre quien no las tiene. La predicción de Prada –que el islam se erigirá sobre Europa en este siglo– implica suponer que una sociedad con creencias religiosas fuertes ha de imponerse sobre otra que no las tiene. Esta hipótesis –que no digo que no pueda ser cierta– presupone implícitamente que el fanatismo se impone sobre la razón. A partir de ahí –vuelvo a la lógica del autor– contra el fanatismo sólo sería eficaz otro fanatismo. Es decir, frente a los peligros (?) de que los islamistas impongan a los europeos su religión (y organicen nuestras sociedades en base a la ley coránica) lo que hemos de hacer es recuperar los valores cristianos como base de nuestra organización social. En cierto modo, Prada está reclamando una vuelta al espíritu de intolerancia del siglo XVI (y de paso, una reedición de las glorias de la España imperial). Quizá para él ese clima "ético" de guerra de religión sea el ideal de la civilización; para mí, en cambio, es uno de los escenarios históricos más terrible, felizmente superado (aunque en él hay que buscar muchos de los males de este malhadado país).

Pero es que, sobre todo, defender que la fe debe confinarse a la esfera de lo privado y no inmiscuirse en la vida social me parece una postura ética de enorme valor en sí misma. Reconozco la tremenda fuerza de quienes creen lo contrario, que les impulsa a hacer las barbaridades que en estos tiempos hacen los islamistas (y en otros hicieron los cristianos). Por eso, aunque estuviéramos condenados a sucumbir ante el fanatismo religioso, me niego a enfrentarlo con fanatismo de otra religión (y cuando digo fanatismo, incluyo la imposición de cualquier moral religiosa sobre la sociedad). La única vía que admito como legítima es la de intentar aminorar los factores que hacen que las gentes quieran imponer su religión. Y, dicho sea de paso, no se dedican precisamente a eso los gobiernos occidentales cuando tanto hablan del peligro islámico; más bien, tengo fundadas sospechas de que, por el contrario, alimentan a escondidas ese proceso que en público condenan. Al fin y al cabo, siempre es necesario tener un enemigo que justifique lo que queremos hacer. Y ahora viene Prada, desde su desmesura interesada, a hacerles el juego, a reclamar el rearme cristiano ante esta nueva guerra.

Unas pocas líneas, por último, sobre las blasfemias. Desde luego, blasfemando se está ofendiendo los sentimientos religiosos de un creyente. Ahora bien, si admitimos –como laicistas que somos– que la fe forma parte del ámbito de lo privado, ¿por qué habríamos de considerar la ofensa a los sentimientos religiosos mayor que la que se hace contra cualesquiera otros, también privados? No pocos españoles consideran más sagrado su equipo de fútbol que el dogma de la Santísima Trinidad, y no se nos ocurre condenar a alguien que injurie al Real Madrid, por ejemplo, aunque bastantes madridistas podrían ofenderse más que con la portada blasfema de Charlie Hebdo a propósito del matrimonio homosexual (para que se vea que esos dibujantes no sólo se metían con los musulmanes). A mí no me provoca ningún placer ofender a nadie y, por tanto, no me son precisamente agradables las provocaciones o burlas de los sentimientos, opiniones o creencias de ningún colectivo (bueno, miento, se me ocurren algunos colectivos que sí me parece bien que se les ofenda). Ahora bien, muy distinto es que haya que limitar el derecho de expresión para evitar ofender. Como es sabido, no se ofende quien no quiere; y en el caso de la religión, es justamente en las sociedades "fanatizadas" donde abundan los que se ofenden. No hay más que comprobar que la portada que adjunto (mucho más fuerte que la mayoría en las que los de Charlie Hebdo se burlaban de Mahoma) causó en Francia y el resto del mundo bastante menor ofensa que las que iban contra el Islam.

 
Losing my religion - R.E.M. (Out of Time, 1991)

P.S: Frente a la invocación al papa Benedicto XVI a que recurre Prada, transcribo una cita que leo en Facebook del actual Pontífice: "No es necesario creer en Dios para ser una buena persona. En cierta forma, la idea tradicional de Dios no está actualizada. Uno puede ser espiritual pero no religioso. No es necesario ir a la iglesia y dar dinero. Para muchos, la naturaleza puede ser una iglesia. Algunas de las mejores personas en la historia no creían en Dios, mientras que muchos de los peores actos se hicieron en su nombre".

martes, 13 de enero de 2015

Jane Birkin

Insomnio, insomnio de anciano que se ha venido apropiando de mis noches, creciendo mes a mes. Incómodo con mis intermitentes achaques en la cama, siento junto al mío el cuerpo viejo de ella, se agita, respiros desacompasados que suelen resolverse en ronquidos extraños, casi interrogantes.

La imagen de la vecina se adueña ahora de mi mente. Una veinteañera idéntica a Jane Birkin a su edad: melena castaña y flequillo, grandes ojos azules, la piel tenue y pecosa a ambos lados de su naricita, los labios carnosos siempre ligeramente entreabiertos y, para rematar, la misma voz susurrante de aquellos discos de hace ya más de cuarenta años. Y un cuerpo tan joven, delgado, flexible ...

Otra estudiante que alquila el piso vecino al nuestro en este edificio destartalado donde llevamos toda nuestra vida de casados. Al principio, ahí tenía su consulta el doctor Quiroga, ginecólogo cuarentón entonces, muy afable el hombre. A los pocos meses de instalarnos sospeché que algo había entre Elisa y él pero, si así fue, no duró. No hice ninguna escena, pero algo quedó flotando entre nosotros, una sombra oscura y pesada, la primera.

Una noche –Elisa lo había invitado a cenar a casa– nos dio una copia de las llaves del piso. Por si acaso, dijo. Años después cerró la consulta. Ya estoy cansado, me basta con mi sueldo de la seguridad social y trabajar sólo por las mañanas; y además, tampoco es que tenga muchos pacientes. Lo alquilaría, nos informó. Y así, desde entonces y hasta hoy, sin que la muerte de Quiroga lo interrumpiera, el piso ha estado ocupado por inquilinos que nunca permanecían mucho, dos o tres años los que más, apenas pocos meses otros.

Hago memoria: ¿cuándo fue la última vez que entré? Me levanto y busco el llavero de Quiroga. Son las cuatro de la madrugada y voy a entrar; de pronto, esa idea se me impone con absoluta convicción, con la fuerza incuestionable de lo evidente. Un anciano en pijama y pantuflas camina despacio hasta el rellano, a oscuras tantea hasta acertar llave y cerradura, abre sin ruido la pesada puerta.

Quieto en el vestíbulo aspiro el aroma, olor a casa rancia salpicado con motas del de ella. Mi corazón acelerado, las manos temblorosas, los ojos fruncidos que poco a poco, gracias a la pobre luminosidad de las farolas de la calle, distinguen formas desvaídas de muebles. Mis pies avanzan con pasos pausados, premiosos, sobre el entarimado del pasillo. Al fondo, el dormitorio con la puerta entreabierta.

La ventana de la habitación de par en par, vano intento de paliar el bochorno madrileño. La cama –amplia y baja– ocupa casi todo el espacio y sobre ella, destapada, duerme Jane, aunque crea que su nombre es Elena, aunque piense que es de Cuenca, aunque no sepa cuánto me gusta su voz susurrante en francés. Su cuerpo, apenas animado por suavísimos latidos, exhala destellos de luz, vapores perfumados.

Suelto las pantuflas, me quito el pijama, me agacho renqueante hasta el lecho, me acuesto junto a ella, me adoso a su espalda, paso el brazo derecho bajo su cuello, abrazo sus pechos con el izquierdo. Acaricio su piel joven, me embargo de su aroma –bálsamo fresco–, siento la transformación milagrosa de mi cuerpo viejo, mi sangre circulando alegre, henchida de gozo. La penetro suave pero decididamente, noto todo mi ser disolviéndose en su interior húmedo, cálido.

Ella se ajusta, responde en rítmica sincronía a mis movimientos. Un rato después se gira y se monta sobre mí. Me besa larga y profundamente, me absorbe con frenesí. Hacemos el amor durante un tiempo que parece infinito, con el ardor inagotable de los cuerpos jóvenes. Al final, abrazados, caemos en un sueño dulce y pesado, ignorante del insomnio.

Al despertar yazgo solo. La claridad del día inunda mi dormitorio, blanquea mi cama. De pie, en el umbral, Elisa, mi mujer, sostiene una bandeja con el desayuno. Y sonríe.

 
La décadanse - Jane Birkin & Serge Gainsbourg (Di Doo Dah, 1973)

sábado, 10 de enero de 2015

Conductor provinciano

Aprendí a conducir con diecisiete años –hace casi cuatro décadas– en Lima. Entonces una de mis urgencias era cumplir los dieciocho para poderme sacar el carné y conseguir de mi padre el derecho de uso del volkswagen escarabajo teóricamente a disposición de mi madre pero que solía estar casi siempre aburrido en el garaje. A esa edad, pasar del cochambroso transporte público limeño a desplazarse en coche equivalía a multiplicar la capacidad de acción, a que a un chaval universitario se le abriera un mundo de posibilidades; era, desde luego, ingresar en una categoría muy superior.

Los conductores limeños no se caracterizaban precisamente por el respeto a las normas de circulación; circulaban excesivamente rápido y haciendo cada uno poco menos que lo que le daba la gana, con absoluta desconsideración hacia el resto. En los cruces, por ejemplo –la gran mayoría carentes de señalización–, la preferencia la tiene el más conchudo; es decir que –en español– pasa primero el que le echa más huevos y no se acoquina ante el que le viene de costado con idénticas pretensiones. Contra lo que cabría esperar, no hay casi accidentes, debido a que los conductores interiorizan estos comportamientos y desarrollan unos excelentes reflejos al volante. Aún así, cuando recuerdo la inconsciencia casi suicida con que conducía yo en esos años, me asombro de no haberme matado en más de una ocasión. En todo caso, lo cierto es que aquella ciudad es una muy buena escuela de conducción; manejarme luego en España me resultó pan comido.

Mi siguiente etapa como conductor, durante la primera mitad de los ochenta, fue en Madrid y no tardé en comprobar que, aparte de otras diferencias, había una muy significativa entre los automovilistas de ambas ciudades: los madrileños conducían cabreados y lo expresaban a través del coche. El tráfico era ciertamente más agobiante, lo que impedía los comportamientos caóticos individuales pero, al mismo tiempo, generaba una tensión agresiva en cada una de las moléculas de esos fluidos densos y reticulares. Conducir en Madrid era (y sigue siendo) odiar a todos los imbéciles de los coches que te rodeaban, desesperarse por que se llegaba tarde y no se encontraba ningún hueco para aparcar, maldecir al taxista que se te paraba delante ... Cuando estoy allí y subo en el coche de algún madrileño –por ejemplo, estas navidades con algún hermano– paso siempre un rato desagradable con esa forma tan abrupta de manejar, continuos acelerones y frenazos, como si se estuviera en alguna competición inundada de adrenalina.

El automóvil es, para mí, el peor enemigo de la ciudad, el principal culpable de la degradación de la vida urbana. De ello me convencí en aquellos años y de hecho, poco a poco, fui abandonando el coche dentro de Madrid y reservándolo para los viajes fuera de la ciudad, trayectos en los que sí podía decir esa frase publicitaria de "me gusta conducir", disfrutando de los paisajes por carreteras secundarias. Luego me trasladé a Tenerife y, por necesidades de mi actividad laboral, hube de mercarme un coche para moverme a lo largo de toda la isla, pero lo menos posible dentro de mi ciudad, de un tamaño adecuado para caminar, al menos la ida cuesta abajo (para volver siempre cabe coger el transporte público). Aún así, claro, a veces conduzco en el área metropolitana tinerfeña y vivo los problemas del tráfico urbano. Pero, afortunadamente, nada que ver con el de Madrid; los tinerfeños todavía no han alcanzado ese grado de evolución psicológica mediante el cual sus personalidades se transforman en las de agresivos Mr. Hydes al ponerse al volante.

Pensaba sobre esto ayer por la mañana cuando conduciendo mi minúsculo smart cubría el corto trayecto –apenas tres kilómetros– entre el Colegio de Arquitectos y mi casa. El tráfico en Santa Cruz era intenso y sin embargo iba muy relajado, dándole vueltas distraídamente a las muchas cosas que tengo en la cabeza y al mismo tiempo disfrutando de las escenas que me ofrecía la ciudad. Naturalmente, la velocidad media de los vehículos era bastante baja, lo que me supuso unos cinco minutos más de viaje frente a los seis que dice Google que se tarda sin tráfico, demora que desde luego queda más que compensada a cambio de no alterar la propia tranquilidad anímica. Así, no pasa nada porque se te detenga un taxi delante, por dejar salir de un garaje a una señora que te lo agradece con una sonrisa, por frenar ante un paso de peatones para que crucen dos chavales ... Y todo ello, mientras descubro que han abierto una tienda de muebles nueva, que están por fin remozando la fachada de un edificio racionalista que hacía años que lo necesitaba, saludo a dos conocidos en animada conversación junto a un semáforo en rojo ... No pasa nada, no, o mejor, pasa que ese pequeño rato al volante resulta casi agradable.

Lo ideal, no obstante, sería que los desplazamientos en las ciudades fueran a pie. Pero, si no es así, mejor cuanto más se diste del frenético comportamiento de los automovilistas madrileños. Claro, que los que ya somos "conductores provincianos", cuando hemos de llevar un coche en Madrid, estamos deshabituados y si nos empeñamos en conducir a nuestra manera nos convertimos en blanco de esa agresividad omnipresente en el tráfico capitalino. Por eso, a estas alturas, cuando voy allí pocas veces cojo un coche, asumiendo con mucho gusto mi condición. Aunque no llegue a la del protagonista de una escena que hace unos años viví en Santa Cruz de La Palma. Estaba tomándome un café en una terraza de la calle Real cuando se detuvo un coche y su conductor empezó a hablar con mi vecino de mesa. Al cabo de unos cinco minutos de conversación, con dos o tres coches esperando detrás, uno de ellos emitió un discreto toque de claxon, y el causante del pequeño atasco se volvió y gritó: "ya va, ya va, ni que estuviéramos en Tenerife".

 
Brand new car - The Rolling Stones (Vodoo Lounge, 1994)

domingo, 4 de enero de 2015

Al Estado español el derecho a la vivienda le importa un carajo (pero no así defender a los bancos)

Nota previa: Recomiendo leer previamente el post del pasado 13 de diciembre.

En el recurso interpuesto por el Gobierno español contra la Ley andaluza de Medidas para asegurar el cumplimiento de la función social de la vivienda, el abogado del Estado alega como el primero de sus motivos de inconstitucionalidad que la norma autonómica infringe el artículo 149.1.13 CE al poner en peligro la planificación general de la economía, que es competencia exclusiva del Estado. Apoyándose en jurisprudencia constitucional afirma que este título no limita las competencias estatales a las de planificación genérica (bases y criterios), sino también a la adopción de medidas más específicas para la ordenación de un sector concreto de la economía. Uno de ellos, el financiero, adquiere en la actualidad una importancia fundamental en nuestro modelo económico, por lo que el Estado se vio obligado en 2012 a adoptar una serie de medidas para su saneamiento, recapitalización y reestructuración, como condición imprescindible para lograr la recuperación de la economía. A consecuencia del estallido de la burbuja inmobiliaria, los bancos españoles acumularon una ingente cantidad de "activos problemáticos", cuyo notable "deterioro" explica en gran medida las graves pérdidas que muchos de ellos sufrieron. Ante esta situación, como una de las medidas básicas para la ordenación del sector financiero, en seguimiento de las instrucciones europeas del Memorandum of Understanding on Financial Sector Policy Conditionality firmado el 20 de julio de 2012, el Gobierno creó mediante la Ley 9/2012 la Sareb (banco malo), la compañía española con un 45% de capital público encargada de administrar y enajenar los activos procedentes de las entidades nacionalizadas (Bankia, Catalunya Caixa, NCG-Banco Gallego y Banco de Valencia) y de las que han recibido ayuda financiera (BMN, Liberbank, Caja 3 y Ceiss). La Sareb se ha adjudicado, a "precios razonables", una gran cantidad de inmuebles, entre los que hay 55.979 viviendas (6.379 en Andalucía); la misión de esta compañía de gestión de activos es enajenar en el plazo de quince años estos inmuebles, vendiéndolos en los momentos adecuados para optimizar sus precios y obtener los máximos beneficios posibles.

Pues bien, establecida su premisa de que la gestión que lleva a cabo la Sareb es un pilar fundamental de la política económica exclusiva del Estado, el abogado del Estado pasa a sostener –basándose en un informe elaborado por la compañía– que los preceptos de la Ley andaluza interfieren en dicha actividad y pueden hacer peligrar la consecución de sus objetivos, lo que supondría que las pérdidas resultantes recaerían, en un 45%, sobre el sector público español. En primer lugar, por las sanciones que la Ley prevé a quienes incumplan la obligación de no dar habitación a las viviendas durante seis meses consecutivos; la razón que se alega es que este deber puede desalentar a los previsibles compradores que se prevé que sean empresas en su gran mayoría (es decir, se reconoce que la estrategia de la Sareb es seguir reforzando la concepción de la vivienda como recurso de inversión especulativa). Y, aunque no lo dice expresamente, también dificulta la gestión de la Sareb que se le impida mantener vacías las viviendas a la espera de la mejora del mercado. Por último, como al poseer créditos hipotecarios la Sareb puede aumentar su patrimonio inmobiliario por ejecuciones hipotecarias, también considera el abogado del Estado que perjudica a sus objetivos la posibilidad prevista en la Ley de que, en caso de desahucios a familias en situación de urgencia social, se expropie el uso de la vivienda durante un máximo de tres años. En definitiva, la norma andaluza "pone en riesgo una pieza clave de todo el proceso estatal de reestructuración del sistema financiero, como es la adjudicación a la Sareb de los activos tóxicos de las entidades de crédito que han precisado asistencia del FROB, para que aquélla los gestione y liquide con el menor coste posible para el contribuyente". De esta manera, concluye, la acción legislativa autonómica pone en cuestión una medida estatal adoptada en ejercicio de sus competencias exclusivas.

En mi opinión, es tremendamente discutible todo lo que ha hecho el gobierno español en lo relativo a este asunto de los bancos. Aparte de asegurarnos sin argumentos convincentes como si se tratara de un dogma (y lo es, de la religión neoliberal) que es del máximo interés para el bien público, aún a costa de empeorar servicios sociales, rescatar a los bancos, resulta más que cuestionable que una de tales medidas tuviera que ser la de socializar los riesgos que, en clara gestión imprudente, asumieron las entidades crediticias en su día. Pero aún aceptando –qué remedio– la creación del banco malo (que, por cierto, no mucho antes de constituirlo Rajoy había negado expresamente) me parece también inaceptable que pretendan que actúe exactamente con las mismas reglas especulativas y antisociales que rigieron durante el boom inmobiliario. Situación que resulta más escandalosa por el hecho de que la entrada de bancos "saneados" en el capital de la Sareb (La Caixa, Sabadell, BBVA) parece que ha sido no con dinero sino con la aportación de sus propios inmuebles. España es el país con más viviendas vacías de la Unión Europea (se calculan en 3,4 millones, el 14% del total), debido fundamentalmente a que el desmesurado crecimiento de la oferta en el pasado periodo nada tenía que ver con la demanda (ni en cantidad ni, sobre todo, en precio), sino con expectativas de beneficios especulativos. Es más que dudoso que el enorme parque de viviendas vacías pueda venderse alguna vez y mucho menos a lo que los optimistas gestores llaman "precios razonables", salvo en el muy improbable supuesto de que volvamos a creernos que comprar pisos es una inversión segura porque nunca bajan. En este marco, que el afán de la política estatal sea vender esos "activos" supone en cierto modo una "competencia desleal" frente al resto de operadores privados que también ofrecen sus viviendas. Pero, sobre todo, significa defender unas reglas de juego nefastas frente a la opción que habría sido mucho más defendible desde el bien común de constituir patrimonios públicos residenciales para acometer políticas sociales de vivienda. Hay que suponer que, en la mentalidad de nuestros gestores neoliberales basada en simplonas contabilidades que excluyen cualesquiera externalidades, este planteamiento es absolutamente inaceptable.

Así que vale, hay que gestionar los inmuebles para venderlos a inversores al mejor precio posible a fin de que el contribuyente español no tenga que apoquinar (y, de paso, bancos y otras empresas financieras sigan haciendo negocio; serán hipócritas). Pero es que incluso en ese planteamiento resulta muy exagerado decir que la obligación impuesta por la Ley andaluza de dar habitación a las viviendas impediría lograr la finalidad que persigue la Sareb. De hecho, cuesta entender que inconveniente ve la compañía gestora en poner en alquiler –por ejemplo– unos pisos que de momento no sólo no generan ninguna renta sino que su simple tenencia implica gastos (entre otros, la cuotas de comunidad que los bancos suelen tener por costumbre no pagar). Ciertamente, que una vivienda esté arrendada dificulta su venta, pero sólo si el contrato es largo y en la actualidad pueden hacerse por periodos cortos. La única explicación que se me ocurre es que si una parte significativa de esas viviendas tuvieran el uso al que por su naturaleza están destinadas se disminuiría la tensión especulativa y ello podría redundar en una (limitada) bajada de los precios de venta. En realidad lo que ocurriría no sería otra cosa que dejar funcionar la tan elogiada ley clásica de la oferta y la demanda que, en un mercado libre, hace que el precio se ajuste en el punto de equilibrio entre ambas. Si los precios de las viviendas bajaran respecto de los que ha pagado la Sareb a los bancos habría que concluir que las valoraciones correspondientes no fueron en absoluto "razonables" (algo que sospecho, dada la brevedad con que se hicieron y la más que probada tendencia de nuestro gobierno a favorecer a los bancos) y habría que pedir cuentas a los responsables. Pero, aún así, no me parece nada mal asumir desde el Estado un 45% de las eventuales y limitadas pérdidas sobre unas expectativas a cambio de dos beneficios muy relevantes. El primero, contribuir a la reducción del parque de viviendas vacías de este país y, sobre todo, a facilitar alojamiento a gente que lo necesita. El segundo, demostrar con los hechos que el dinero público –con el que se ha pagado el 45% de estos "activos"– no debe destinarse a especular (a mi juicio, tampoco el privado, por cierto) y menos con bienes de indudable interés social como es la vivienda. Lamentablemente, el capital predominante en la Sareb es privado y por tanto, en el actual marco de desregulación en el que se le deja campar a sus anchas, se opondrán frontalmente a cualquier veleidad "social" o "ejemplar" como la que apunto, defendiendo a toda costa el mantenimiento de un mercado especulativo en el cual las entidades financieras se han convertido en agentes ventajistas.

Y aquí radica la cuestión que quiero remarcar con este post y que me produce verdadera indignación y escándalo. Que sea el propio Estado –"democrático y social de derecho"– el que recurre contra una Ley que lo que pretende (con preceptos de sentido común, muy garantistas y nada "revolucionarios") es cumplir dos mandatos de la Constitución española –que los poderes públicos promuevan las condiciones necesarias para hacer efectivo el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, y establezcan las normas pertinentes para impedir la especulación– me parece una vergüenza. Porque, haciéndolo, demuestra palmariamente que su objetivo no es sólo defender a los bancos antes que a los ciudadanos, sino también un sistema económico basado principalmente en la especulación financiera; el sistema, justamente, que ha sido el responsable de la crisis en que nos encontramos. Podrán decirme que estoy yendo demasiado lejos a partir de una sola acción (este recurso de inconstitucionalidad) pero para muestra un botón, porque no hay que buscar mucho para comprobar que esta es la línea de comportamiento que con toda congruencia viene manteniendo el gobierno. Estos señores, por mucho que hayan accedido al poder con plena legitimidad democrática, no representan a la ciudadanía, no tienen como prioridad de su actuación los intereses públicos sino los del capital financiero, del cual son meros lacayos. Como dije en el anterior post sobre este asunto, confío en que el Tribunal Constitucional rechace con contundencia este primer motivo de presunta inconstitucionalidad que alega el abogado del Estado (incluso debería afearle la desfachatez), porque de no ser así habrá que pensar que la injusta ideología neoliberal ha destrozado ya la separación de poderes, uno de los requisitos imprescindibles en una sociedad democrática. En tal caso, nos estarán diciendo ya sin tapujos (aunque bien que procuran no dar publicidad a asuntos como éste) que somos un rebaño al que están conduciendo al matadero. Y supongo que es lícito que, si nos damos cuenta de nuestro destino, nos resistamos para evitarlo. Antes de ello, procuremos echar al PP de las instituciones públicas que ha puesto descaradamente al servicio del capital financiero. La primera cita en pocos meses.

 
Crisis - Alaska y Dinarama (Canciones Profanas, 1983)