viernes, 31 de julio de 2015

Virtudes políticas: obediencia

De pequeño te repiten que hay que ser obediente y te piensas que la obediencia es una virtud. Como en mi infancia había una perfecta identidad entre ética y religión, casi aseguraría que nos enseñaron la obediencia como una de las virtudes del buen cristiano y, consecuentemente, la desobediencia como un pecado, el de más frecuente confesión en nuestras etapas previas a la tumultuosa adolescencia. Sin embargo, busco en el nuevo catecismo de la Iglesia Católica y no encuentro la obediencia en la relación de virtudes: ni teologales, ni cardinales, ni "dones del Espíritu Santo", ni "frutos del Espíritu"; tampoco está entre las siete virtudes especulares de los siete pecados capitales. En el nuevo Catecismo, sólo encuentro referencias a la obediencia en relación a la fe ("obedecer en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma"). De hecho, en la tradición occidental y cristiana (supongo que también en las otras dos grandes religiones monoteístas), la obediencia humana –la de nuestras vidas cotidianas– deriva en lógica jerárquica de esa abstracta obediencia en la fe, por la sencilla razón de que la autoridad de Dios se va delegando en las autoridades mundanas. De ahí la legitimación de los monarcas y hasta de los padres frente a los niños.

Pero sea o no del catecismo, es innegable que desde pequeños logran que interioricemos que hay que respetar, acatar y cumplir la voluntad de quien manda, porque si el comportamiento de los ciudadanos no fuera obediente "por defecto" la sociedad no funcionaría. De hecho, el "éxito" de la educación es justamente que acatemos sin cuestionar una estructura jerárquica en la que nos insertamos y, consiguientemente, obedezcamos la autoridad de nuestros superiores (sean éstos personas o normas). Naturalmente, para que esto funcione razonablemente bien –dentro del adverbio son admisibles las desobediencias controladas– no conviene que pensemos demasiado, que nos preguntemos sobre el contenido sustantivo de lo que hemos de obedecer, si es justo, si es bueno, etc. Y, en efecto, en la gran mayoría de nuestros actos de obediencia no lo hacemos; actuamos siguiendo la orden, las más de las veces sin ser siquiera conscientes de que lo es y de que la estamos obedeciendo.

Porque resulta que, ya de mayores, la obediencia no se considera una virtud, digamos que no tiene muy buena prensa: nadie se ufana de ser muy obediente. Es más, cuando decimos de otro obediente estamos siempre rebajándole en nuestra consideración, incluso humillándolo. Por eso, una de las claves para mantener en el tiempo la autoridad es ejercerla haciendo que te obedezcan –si no, no hay autoridad– sin que sea demasiado evidente que lo están haciendo. Casi siempre, tanto el que manda como el que obedece saben de sobra lo que cada uno está haciendo (mandar y obedecer) y la realidad de la relación jerárquica, pero ésta debe escenificarse difuminada con sutileza, en ambigüedad impresionista, nunca con los trazos brutales del crudo realismo. El culmen de la inteligencia en el mando es conseguir que te obedezcan creyendo que lo hacen libremente, convencerles de que lo que hay es una colaboración casi igualitaria, un armónico "trabajo en equipo".

El mundo de la política es un universo endógeno –bastante cerrado por mor de la partitocracia prevalente– en el que las cualidades humanas se manifiestan para un observador externo (yo mismo, por ejemplo) con una nitidez y contrastes mucho más acusados que entre las personas corrientes. Si te fijas en los comportamientos de los políticos ves esas cualidades que influyen en nuestra personalidad y comportamiento en un estado mucho más puro, más "elemental" que en la vida cotidiana, como si se expresaran sin matices, casi como caricaturas exageradas. De ahí que sea realmente entretenido para quien guste de reflexionar sobre el comportamiento humano y sus motivaciones fijarse en el de los políticos; no tanto en sus apariciones de cara a la galería (cada vez más ensayadas y controladas), aunque también desvelan bastantes pistas, sino en su actuar del día a día, en el ejercicio cotidiano de sus funciones. A un nivel geográficamente reducido (local y autonómico), desde hace muchos años he tenido la suerte de conocer y tratar a muchos políticos, y puedo asegurar que se aprende un montón de la naturaleza humana a través de ellos.

Alguna vez ya he escrito sobre la vanidad por lo que ahora no voy a referirme a su tremenda importancia en las motivaciones de quienes se dedican a la política, y cómo les crece exponencialmente hasta –a muchos– dominarles por completo (en detrimento de sus inteligencias). En este post lo que quería simplemente era dejar constancia de la importancia de la obediencia en el mundo de la política. Aquí sí es una virtud incuestionable, un factor fundamental del comportamiento a la hora de premiar al obediente con un cargo. No digo que en el "mundo exterior" no lo sea; ciertamente, alguien con fama de desobediente (se le llama normalmente conflictivo, rebelde, indisciplinado, etc) lo tiene crudo para ser seleccionado en un puesto de trabajo, por ejemplo. Pero en la vida real digamos que la obediencia no puntua, sino que es la desobediencia manifiesta lo que quita puntos. En la política se valora directamente el grado de obediencia, muy por encima de muchas otras cualidades (por ejemplo, la capacidad profesional). Consiguientemente, el aspirante a un cargo, además de estar en el partido que lo va a otorgar –condición necesaria pero no suficiente–, tiene que exhibir casi impúdicamente su capacidad de ser ciegamente obediente. Fulano hará siempre lo que le mande y nunca me pondrá en cuestión; si el que ha de nombrar piensa así de un candidato al cargo, éste cumple maravillosamente la parte más importante del perfil.

Por supuesto, como en la "vida real", esas exhibiciones patéticas de servilismo han de hacerse compatibles con la idea tan querida entre los humanos de dignidad y aquí no valen disimulos, pues justamente el objetivo del obediente es que quede manifiestamente claro que lo es. La opción que han encontrado es cambiar el nombre, y calificar lo que es descarada obediencia ciega como lealtad –la lealtad sí tiene marchamo virtuoso–. Y sí, estos personajes son leales, pero no a quien los nombra, sino al cargo. Pero, como la mayoría de ellos comparten motivaciones y comportamientos, prefieren no poner en evidencia la lábil sustancia de sus lealtades, sin que se tenga en cuenta que antes el obediente era "leal" al que ahora ha caído en desgracia, siempre que haya sabido mostrar a tiempo su "lealtad" al que pasa a ocupar el poder. En el fondo, los que están en el poder lo saben de sobra –saben de qué están hechas esas lealtades– pero eso no les importa demasiado. Al fin y al cabo, los más obedientes, esos que se arrastran a lamerles los zapatos, no suelen representar riesgos para ellos (nunca les harán sombra) y son muy fácilmente controlables. Así que ya saben, una de las vías más seguras para conseguir un puesto a través de la política es ser muy obediente y demostrarlo con entusiasmo. Si a veces te asaltan escrúpulos o vergüenza (a medida que perseveres van desapareciendo, no te preocupes) basta con que te repitas a ti mismo que eres un hombre leal. Y no te preocupes, probablemente no llegarán a tus oídos lo que de verdad opinan de ti quienes te han nombrado, son lo suficientemente atentos para procurar no herir tu dignidad.

 
Y empeñé mi virtud - Javier Krahe (Sacrificio de Dama, 1993)

lunes, 27 de julio de 2015

Por las ramas

Otro cuento de Murakami, éste sobre las coincidencias extrañas que a todos nos ocurren. Ya me he referido a ellas en más de un post; como el japonés, no es que les dé mucha importancia –nada de mensajes cósmicos, por ejemplo– pero no dejan de asombrarme. Dejo la lectura y cojo el coche para volver a Santa Cruz (ayer domingo), en Radio Nacional entrevistan a Ana Rossetti a propósito de Carson McCullers y, en particular, sobre la pequeña novela Frankie y la boda cuyo asunto central es la pertenencia (la necesidad de pertenencia de una adolescente). Mientras la Rossetti lo está explicando salgo de la autopista y en la curva de entrada a Los Gladiolos una enorme valla publicitaria exhibe el escudo del CD Tenerife y la proclama "Orgullo de pertenencia" (mi cerebro leyó "Orgullo de permanencia" que, al fin y al cabo, es de lo único que el equipo de fútbol insular puede alardear en estos momentos). Por lo visto es el slogan de la campaña de abonos para esta próxima temporada.

Subo a mi casa con la bolsa llena de las pequeñas peras del peral silvestre de la parte baja de la finca. Me habían aconsejado que las cogiera ya, aunque no estuvieran del todo maduras, porque si no se bichan. Abro una de ellas y, en efecto, hay unos mínimos gusanos marrones –larvas, diría yo– bastante repugnantes. Las dos siguientes, sin embargo, inmaculadas; ya que las he abierto, me las como: un poco duras pero sabrosas. Hoy K recogerá las muchísimas más que quedan, las que pueda, más bien, porque el peral es muy alto y está cargadísimo de fruta. Tendremos que ver de arreglarlo un poco, e igual con el limonero, el ciruelo, el nisperero, el almendro y los varios e imponentes castaños. Son los árboles asilvestrados de la finca que, casi todos, piden a gritos unos cuidados mínimos: que los liberemos de las zarzas que se les enroscan, que los podemos, que les curemos los hongos (o lo que sea) que cubren algunas de sus ramas.

Por la noche soñé de nuevo con el niño amarillo. Esta vez salía del periódico –tenía que ser el Journal en uno de sus últimos números porque el maleducado chaval me gritaba al oído "falta poco para que se acabe el siglo"– y saltaba sobre mi tripa. Yo estaba en Glenmont, la casa y laboratorio de Thomas Edison en Llewellyn Park (NJ), arrellanado en un sofá tapizado con flores rosas y verdes y fumando en pipa. En el centro de la amplia sala, apoyados sobre un tablero de dibujo, el gran hombre le explicaba a Richard Outcault cómo habían de ser las ilustraciones de su nuevo artículo en Electrical World. Obviamente se mezclaban dos momentos distintos, pero es que el universo onírico no se atiene a las rigideces del tiempo histórico. El caso es que yo estaba a principios de los noventa del XIX esperando a que el más importante inventor norteamericano acabara de dar instrucciones a un tipo de mi edad (no habíamos cumplido todavía los treinta) para poder entrevistarle. Y al mismo tiempo ojeaba la tira cómica de un periódico de seis o siete años después, que era –o habría de ser– de mi propiedad.

La cosa era absurda, y de alguna manera el yo que soñaba se daba cuenta, pero en cambio mi yo del sueño –sí, claro, era William Randolph Hearst– no parecía sorprendido, aunque tampoco era cuestión de mantener la calma mientras un chaval de cocorota reluciente que apestaba a linimento contra los piojos y vestido con un camisón amarillo te brincaba encima. Por muy liviano que fuera su cuerpo de papel, algo de daño hacían sus patadas y, sobre todo, no era cuestión de que me revolviese el estómago hasta que echara la pota. Así que le solté un sopapo y el monigote atravesó volando la sala –con un elegante tirabuzón alrededor de la gran lámpara de araña cargada de bombillitas incandescentes– hasta acabar adherido a la espalda del tal Outcault, que ni se enteró, pero yo me dije: ahí tienes el personajillo que te hará famoso, en cuanto lo dibujes lo publicaré en mis periódicos. En eso pensaba cuando el gran hombre se volvió de pronto hacia mí: Usted es el periodista que envía el New York World, ¿verdad?

La mención del buque insignia de Pulitzer hizo que enrojeciera de ira. No, señor, le contesté esforzando en mantener la voz neutra, soy Hearst, del Examiner de San Francisco. No, no, no, no, no (parecía que no iba a acabar nunca de negar moviendo la cabeza enérgicamente), la entrevista era con el World, así no se hacen las cosas, es inadmisible, pero qué se habrán creído ... Y mientras hablaba y gesticulaba se alejaba de mí hacia la puerta del salón por la que salió dando un portazo. Tiene que perdonarle, lo excusó Outcault, pero es que a veces tiene arrebatos; ya no creo que vuelva, así que mejor haremos en marcharnos. Atardecía y Llewellyn Park es un pueblo muy bonito pero también muy aburrido. Ofrecí llevar a Richard a Nueva York en mi nuevo automóvil, el modelo más reciente de Henry Ford –otro anacronismo del sueño porque en ese tiempo Ford no había aún comercializado ningún coche– y acabamos el día cenando en Delmonico, muy cerca del Fifth Avenue Hotel en el que me alojaba. En cuanto me acosté en el ampuloso lecho de mi suite me quedé dormido; en ese mismo instante, me desperté.

Eran las seis de la mañana y, pese a mi magnífico ventilador de techo, sudaba copiosamente. Otra vez el sueño del niño amarillo, me dije, pero esta vez bastante más explícito. Somnoliento me hice el café y puse el Abraxas de Santana a buen volumen, dejando que la prodigiosa guitarra de Carlitos me retrotrajera a mi adolescencia. Mira que habré escuchado este disco cientos de veces y hoy es cuando descubro que la magnífica Black magic woman es una versión del tema de Peter Green (eso sí lo sabía, claro) empalmada con Gypsy queen del jazzman húngaro Gábor Szabo; juraría que en la funda del viejo vinilo ni siquiera mencionaban esta segunda pieza, pero cómo comprobarlo. Y entonces me acordé de mi amiga Amalia, cuya madre era húngara y Szabo de segundo apellido, lo cual nada tiene de original porque es bastante común entre los magiares. Pero es que fue ella, hacia principios de los ochenta, quien me prestó un disco de Gábor –el High Contrasts, para ser concreto– comentándome que era pariente lejano suyo y que acababa de morir. Traté de evocar esa música sin resultado, así que, mientras me duchaba, me pregunté qué sería de Amalia de quien hacía al menos tres años que no tenía noticias. Pues bien, a media mañana me llama al móvil (quería mi ayuda con un problema urbanístico de la casa que tiene en La Palma, para sus escapadas de jubilada desde El Escorial). Son cosas que pasan continuamente; tampoco hay que buscarles ningún significado.

 
Black magic woman / Gypsy queen - Santana (Abraxas, 1970)

sábado, 25 de julio de 2015

La democracia según el PP

Lo primero, señores del PP: nada tiene de democrático que la alcaldía vaya a la lista más votada en vez de a una coalición formada por "perdedores". Esta matraca la vienen repitiendo todos los peperos, de Rajoy para abajo, con la vieja técnica de insistir machaconamente en un mensaje simplón y falso para que la gente acabe aceptándolo como un hecho evidente. Y parece que poco a poco lo van logrando, a la vista de la cantidad de vagos mentales que lo asumen como una premisa incuestionable. Por eso quizá no sea ocioso recordar algunas obviedades. De entrada que en las elecciones municipales los votantes no elegimos al alcalde de nuestro pueblo (como en las autonómicas o nacionales no elegimos al presidente). Elegimos a nuestros representantes en el Ayuntamiento (o en el correspondiente Parlamento) y les delegamos nuestro voto para que sean ellos quienes elijan al alcalde. Por eso nuestra democracia –como cualquiera en los tiempos actuales– se llama representativa. Y, de acuerdo al Código de buenas prácticas electorales aprobado en octubre de 2002 por la Comisión Venecia, órgano consultivo del Consejo de Europa, un sistema electoral es tanto más democrático cuanto más proporcional sea el reparto de escaños al resultado de la votación. En el caso de las elecciones locales (regidas por el artículo 180 de la LOREG), para mejorar su calidad democrática habría, sobre todo, que suprimir la barrera del 5% (las listas que no llegan a ese porcentaje de votos válidos no entran en el reparto) y, en menor medida, una fórmula algo menos sesgada que la Ley D'Hondt. Pero lo cierto es que estas elecciones, al ser siempre de circunscripción única, son las más proporcionales que se celebran en España.

Es una descarada burla a la inteligencia de los ciudadanos que la reforma que pretende el PP de las elecciones municipales la integre en lo que ellos llaman "regeneración democrática", cuando se trata de justamente lo contrario: que la distribución de concejales difiera mucho más que en la actualidad de la distribución del voto popular. Es decir, con su propaganda para idiotas pretenden (y parece que con éxito) presentarnos como más democrático algo que objetivamente es más antidemocrático. Y para ello parten de la frase estúpida y simplona de que debe gobernar la lista más votada, porque eso es, según ellos, lo que han querido los ciudadanos. En las elecciones al Ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, el 34,55% de los electores querían que fuera Esperanza la alcaldesa, pero el 65,45% no; o sea, había muchísimos más que no la querían, aunque las preferencias de estos últimos se distribuyeran entre varias opciones. Si se tratara de una elecciones presidencialistas (en las que los ciudadanos eligen directamente un único cargo, como el Presidente de la Republica Francesa) cabría una segunda vuelta en la que se decidiera entre las señoras Aguirre y Carmena (31,85%) –y me atrevo a apostar que en ese supuesto habría ganado Carmena–, pero esa hipótesis es absurda pues no tendría sentido elegir un alcalde con un número de concejales insuficiente: al día siguiente los partidos de oposición hacen el pacto que pudieron haber hecho antes de esa segunda vuelta y moción de censura al canto.

Por eso, siempre que escuchaba lo de la segunda vuelta como fórmula para "resolver el problema" que supone que, a través de pactos, partidos minoritarios alcanzaran el gobierno municipal (el primero en proponerlo fue el PSOE), pensaba que era una gilipollez. Claro que no imaginaba que el PP tuviera el descaro, como hace en el texto que lleva al Congreso para su "discusión y reflexión", de atreverse a alterar a lo bestia la proporcionalidad entre concejales y votos. Porque la propuesta lo que dice es tan brutal como lo siguiente: la lista más votada (sea en primera o en segunda vuelta) se lleva la mitad más uno de los concejales y la mitad menos uno se distribuye como hasta ahora. Sin duda, los Ayuntamientos serían muy "estables" porque el grupo de gobierno tendría siempre mayoría absoluta, y la estabilidad es un valor muy querido por el PP. Ya puestos, podría legislarse que no haya en el Ayuntamiento ningún órgano deliberativo (ni Pleno ni comisiones) y que el alcalde y los concejales del partido mayoritario decidan directamente, sin necesidad de votaciones; total, qué falta hacen si lo que quiere el grupo de gobierno siempre se iba a aprobar. En el fondo, lo que el PP nos vende como regeneración democrática equivale a que decidamos el partido al que le damos el poder absoluto en el Ayuntamiento (dictadura cuatrianual votada democráticamente).

Me he tomado la molestia de juguetear un poco con los resultados de las elecciones al Ayuntamiento de Madrid, sin duda las que más han dolido a los peperos y convencido definitivamente de que hay que tomar medidas para evitar que estas cosas se repitan. En la tabla sobre este párrafo recojo las seis listas más votadas en las pasadas elecciones (las únicas que, en cualquier sistema de reparto podrían conseguir al menos una concejalía) que conjuntamente obtuvieron el 97,58% de los votos válidos; es decir, las 16 candidaturas restantes que en ningún caso tendrían representación no llegan al 2,5%, porcentaje muy aceptable bajo el objetivo democrático de que las instituciones recojan lo más proporcionalmente posible las opciones ideológicas de la ciudadanía. Si se suprimiera la barrera electoral del 5% y aún repartiendo los concejales mediante la vigente Ley D’Hondt, habrían entrado en el Ayuntamiento UPyD e Izquierda Unida-Los Verdes, cada uno con un concejal (a costa de Ahora Madrid y Ciudadanos). La mayoría de gobierno habría sido la misma de 29 concejales, ya que es de suponer que IU se sumaría al pacto. Ahora bien, este mecanismo electoral sería más democrático que el actual por dos razones: primera, porque aumenta el porcentaje de votos popular con representación institucional (pasa del 94% al 97,58%) y segunda, porque la distribución de escaños es más proporcional a la de los votos de la ciudadanía. A este respecto, en la tabla indico el porcentaje de concejales de cada lista y en la siguiente columna la diferencia en valor absoluto entre éste y el que ha obtenido en las elecciones. La suma de todas estas diferencias cuantifica la desviación respecto de una proporcionalidad perfecta. Así, vemos que mientras que en el sistema actual esa suma ha resultado 9,57%, si no hubiera existido la barrera electoral del 5%, dicho valor bajaría al 4,60%. La conclusión es obvia (sin que en realidad hiciera falta ninguna simulación): la supresión de las barreras electorales es una medida que contribuye a que el reparto del poder institucional sea más ajustado a la voluntad popular, más democrático en suma.

La siguiente hipótesis que he hecho la he denominado lo que querría el PP que pudiera hacerse con los resultados electorales. Hay que aclarara que ni siquiera con su propuesta legal lo consiguen ya que Esperanza no consiguió el 35% de los sufragios válidos (obtuvo el 34,55%) ni tampoco distanció en 5 puntos porcentuales a la siguiente candidatura (lo hizo en solo 2,70), que son los dos requisitos de la propuesta legal para atribuir a la lista mayoritaria la mitad más uno del total de concejales del Ayuntamiento (57). Pero me permito prescindir de estas condiciones que, al fin y al cabo, son arbitrarios y meras concesiones por el qué dirán, y voy directamente a lo que de verdad les gustaría a los del PP: que a la lista ganadora –aunque sea por un solo voto– se le adjudique la mayoría absoluta. Así, el PP tendría 29 concejales (un 50,88% de los escaños representando el 35,76% de la ciudadanía madrileña), mientras que las otras tres listas se repartirían mediante la Ley D’Hondt los 28 concejales restantes. Como se ve en la tabla, la suma de las desviaciones pasaría del 9,57% actual (o del 4,60% si se suprimiera la barrera electoral) al valor exageradamente alto del 29,55%. Aumento brutal de la desproporcionalidad, disminución brutal de la calidad democrática del sistema electoral.

Todavía he hecho una cuarta simulación, ésta sí ajustada a la propuesta de Ley del PP. Como los resultados del pasado mayo no cumplieron los requisitos para adjudicar a la lista más votada la mitad más uno de los concejales, se habría tenido que ir a una segunda vuelta. En esta segunda vuelta los madrileños tendrían que elegir entre las tres primeras candidaturas, quedando fuera Ciudadanos porque la barrera electoral se eleva hasta el 15% (y C’s obtuvo el 11,81%). Supongamos –que es mucho suponer– que quienes votaron al PP, a Ahora Madrid y al PSOE repiten sus votos, que los que lo hicieron a Ciudadanos ahora lo harían al PP, que la abstención baja del 31 al 25% y más de la mitad de esos nuevos votantes se decanta por el PP y, finalmente, que los votos a las restantes listas se van a la más afín ideológicamente de las que estarían en liza. Con estas hipótesis, Esperanza rondaría el 48% de los votos válidos, Manuela el 35% y Antonio Miguel el 17%, cumpliéndose el ansiado objetivo de que la primera lista supere el 40% o (no “y”) se distanciase en más del 7 puntos de la segunda, de modo que se haría realidad el reparto de concejales descrito en el párrafo anterior.

He de aclarar que la hipótesis de distribución de votos que he hecho es muy favorable al Partido Popular; pienso que de haberse realizado una segunda vuelta en las condiciones de la propuesta de Ley los resultados serían algo menos favorables para el PP, pero probablemente lograría cumplir algunos de los dos requisitos (no hace falta cumplir los dos) para atribuirse la mayoría absoluta de concejales. La “trampa” está en que esta segunda vuelta no sea, como es tradicional en estos casos, entre sólo las dos candidaturas más votadas, sino que admita una tercera (y en algunos casos podría llegar a haber una cuarta). El PP cuenta con que los votantes de las otras dos o tres listas distintas –opuestos a ellos– mantendrán su división, lo que le permitiría, además de recoger votos de los que no entran en juego, limitar la concentración de sus contrarios (de hecho, se prohíben expresamente las coaliciones para la segunda vuelta). La fuerza del PP, que se disponen a exacerbar con estas reformas electorales claramente tendenciosas, es que el espectro ideológico de derechas lo cubren ellos muy mayoritariamente, mientras que los opuestos se distribuyen entre varias opciones políticas. Estrategia: aprovechemos la pluralidad de la sociedad para revertirla a nuestro favor para darnos mayorías absolutas y reducir drásticamente la pluralidad en las instituciones. Un factor más al carácter antidemocrático de estos señores.

A mi modesto entender, hay cosas que no son opinables, que son objetivamente ciertas o falsas. Así, la propuesta que plantea el PP para reformar el sistema electoral de las municipales (¿por qué no también las restantes elecciones?) es objetivamente menos democrática que el sistema actual, ya que disminuye muy significativamente la proporcionalidad entre votos y resultados que se exige a cualquier modelo representativo. Esto es así y hay que decirlo claramente, para desnudar el descaro de presentar esta propuesta como una muestra de “regeneración democrática”. Confío (poco) en que en el debate parlamentario se ponga de manifiesto con claridad y se denuncie públicamente la voluntad del PP de engañar a la ciudadanía. Y luego acusan a otros de ser populistas.

 
Brute force and ignorance - Rory Gallagher (The Essential, 2008)

miércoles, 22 de julio de 2015

Nuevos Estados en Europa

En Europa hay en la actualidad 50 estados reconocidos como tales (cuento a Kosovo pero no a Abjasia, Nagorno-Karabaj, Osetia del Sur, Transnitria ni la República Turca del Norte de Chipre). Cuando yo estudiaba geografía en el bachillerato, en el mismo ámbito geográfico los estados eran sólo 35. Todos los cambios de fronteras se han producido a partir y a causa de la quiebra de los regímenes comunistas; es decir, en el último cuarto de siglo. Dos de los países que yo me aprendí en la etapa escolar se han unificado (la RFA y la RDA para formar la actual Alemania), mientras que el resto de cambios de raya han sido siempre segregaciones de los antiguos Estados. Desde luego, el caso más importante en número (y superficies) es el de la antigua Unión Soviética cuya disolución ha generado nada menos que quince nuevos estados, aunque cinco no se consideran parte de Europa . Luego hay que referirse a la antigua Yugoslavia, de la que han salido siete repúblicas independientes (aunque Kosovo todavía no puede considerarse plenamente soberana). El último país de mi época infantil que se ha dividido es Checoslovaquia. Visto desde otro ángulo, sólo cinco de los treinta y cinco países de finales de los sesenta han desaparecido –al menos, tal como eran entonces– o, lo que es lo mismo, 35 se mantienen tal como yo los estudié (en realidad tal como quedaron tras la Segunda Guerra Mundial).

Hago esta introducción meramente estadística porque supongo que, puestos a tomar referencias de procesos de independencia recientes para el caso catalán, no conviene salirse de Europa. Podría valernos el litigio Quebec-Canadá, pero lo cierto es que de momento –tras varios intentos– el país sigue sin secesión. Hay muchos más ejemplos, claro, pero están en África y Asia (la mayoría como resultado de la descolonización) y no creo que ni a los más fervientes independentistas catalanes les valgan para ningún análisis. Centrándonos pues en Europa, los ejemplos de que disponemos se explican muy brevemente, porque todos tienen una característica común: la desaparición del régimen comunista.

La Unión Soviética, por ejemplo. Conviene recordar que la Constitución reconocía la soberanía de las repúblicas y admitía el derecho a la segregación. Naturalmente, en la práctica se trataba de papel mojado, pero las cosas cambiaron a finales de los 80 con la llegada de Gorbachov y sus reformas. Las declaraciones unilaterales de independencia de los tres estados bálticos crearon en su momento no poca tensión e hicieron peligrar las reformas de Gorby (fueron tiempos en que se temía la reacción del ala dura del aparato comunista), pero enseguida llegó el órdago de Yeltsin en Rusia y quedó claro que el viejo Estado de Lenin (y, sobre todo, de Stalin) no podía sostenerse. Es decir, que no es que las repúblicas accedieran a la independencia sino sencillamente que tuvieron que ser independientes sí o sí, porque la estructura común se derrumbó (con los empujoncitos interesados de los USA y Europa, ciertamente). Importa resaltar una constante de cualquier proceso de aparición de nuevos estados: las fronteras fueron exactamente las que había previamente (fijadas, en no pocos casos, por el régimen soviético). Así es como Ucrania integró en su seno la península de Crimea, porque en el 54 Kruschev la había pasado de Rusia (total, qué más daba, pensaría). Así es también como surgieron posteriormente numerosos conflictos separatistas de áreas concretas de las antiguas repúblicas, como es el caso de los cuatro "estados" que buscan la consolidación de sus precarias independencias: Nagorno-Karabaj de Azerbaiyán, Abjasia y Osetia del Sur de Georgia, y Transnitria de Moldavia. Estos casos –casi desconocidos entre nosotros– son significativos en la medida que muestran las dificultades de separarse de estructuras estatales asumidas, aún cuando éstas no sean precisamente potentes y de larga historia. Sólo la debilidad de las antiguas repúblicas soviéticas ha permitido a estas regiones independentistas alcanzar un cierto grado de autonomía, y ello a costa de más de una década de violencia continuada y empobrecimiento general.

Del caso yugoslavo no hace falta ni hablar porque los europeos lo vivimos mucho más cercanamente. La partera de las actuales seis repúblicas fue una larga y crudelísima guerra (varias encadenadas para ser más precisos) que ocupó casi toda la década de los noventa (y la situación de Kosovo aún no está resuelta). También este caso las nuevas fronteras son en su mayoría coincidentes con las fijadas por el régimen de Tito (con los conflictos que ello ha supuesto).

La división de la antigua Checoslovaquia es desde luego el ejemplo perfecto que subyace en el imaginario de cualquier nacionalista catalán, ya que se llevó a cabo de forma muy civilizada (recuérdense las palabras de Havel en 1991 reconociendo el derecho de los eslovacos a tener su estado propio). Ha de tenerse en cuenta que ni la República Checa ni Eslovaquia habían sido nunca estados soberanos, ya que hasta el final de la Primera Guerra formaron parte del Imperio austrohúngaro (Bohemia y Moravia de Austria, y Eslovaquia de Hungría). Clemenceau –supongo que con el placet de Wilson– decidió que era buena idea crear un único estado, aunque había relevantes diferencias entre las dos partes (económicas, idiomáticas, históricas) y de hecho, durante los escasos veinte años que duró el Estado antes de que Hitler se lo merendara, los eslovacos (ni los austriacos) no se sintieron muy a gusto con el predominio de los checos. Durante todo el periodo comunista obviamente las aspiraciones nacionalistas perdieron importancia (tampoco durante el franquismo lo que más importaba en Cataluña eran las reivindicaciones identitarias), pero cuando gracias a la llamada "revolución de terciopelo" se logró el abandono pacífico del comunismo, lo primero que se hizo fue conformar el país (coincidente con el que había hasta entonces) como una república federal. Hay que tener en cuenta que en esos momentos –mediados de los noventa– se estaba reinventando un Estado de corta historia que había nacido –en 1918– en un antiguo castillo de los reyes de Francia. Se debatía abiertamente entre una federación de dos partes o dos estados; se ensayó la primera fórmula y a los pocos años se decidió amigablemente (lo decidieron los políticos en el Parlamento checoslovaco, no a través de referéndum) ir a la segunda. Y lo cierto es que no ha pasado nada traumático (por cierto, ambos países entraron en la Unión Europea en 2004, cuando ya estaban separados).

A la vista de esta somera descripción de los nacimientos de nuevos estados europeos por segregación o división de los previamente constituidos, pienso que se puede afirmar que ninguno vale como referencia para Cataluña. Ciertamente, a estas alturas, el régimen político-económico del estado español no parece estar en proceso de disolución, tampoco creo que los españoles tengan los menores deseos de enzarzarse en violencias étnicas (ni cabe hablar seriamente de etnias) y por último, no se dan las condiciones constitucionales –como se daban en la URSS, en Yugoslavia y en Checoslovaquia– para plantear dentro del marco jurídico la segregación (a esto volveré con más detenimiento en otro momento). De hecho, puestos a buscar parecidos en Europa, los únicos que encontramos son los de regiones (o partes) de Estados reconocidos en los que perviven históricamente reivindicaciones segregacionistas. Escocia, por ejemplo, que recientemente llegó a ejercer el "derecho a decidir", o Bélgica con la comunidad flamenca y sus ansias separatistas. Aunque hay unos cuantos casos más (la Bretaña francesa, la Padania noritaliana, etc) tienen bastante menos relevancia. Pero tampoco estos ejemplos son muy comparables. Escocia, como es sabido, está agrupada teóricamente en pie de igualdad en el Reino Unido; Bélica, por otra parte, es también un estado federal. El reciente "ejercicio escocés de democracia" se hizo en el marco constitucional del Reino Unido (igual que lo han hecho ya varias veces los de Quebec). Si los flamencos no han logrado concretar sus voluntades independentistas es por que no encuentran el marco constitucional –y eso que lo tienen bastante menos difícil que en España–.

Concluyendo (por el momento). Lo que pretenden los independentistas catalanes no tiene antecedentes comparables en la historia europea. Lamentablemente, las formas habituales para la aparición de nuevos estados derivan bien de la violencia (guerras) o bien del colapso de las estructuras estatales previas. Sólo en esas condiciones –nada deseables ni siquiera por los más fervientes catalanistas, espero– un país logra accede a su independencia de forma unilateral. Ahora bien, que no haya antecedentes no implica que Cataluña no pueda ser el primer caso de una parte de un estado europeo que se convierta en Estado. Pero no se me ocurre cómo piensan hacerlo, cuáles son los pasos concretos que tienen previstos dar para lograrlo, sin necesidad de cambiar, con el consenso del resto de españoles, el marco constitucional. Deberían explicárnoslo porque, al menos a mí, me intriga.

 
Europa - Santana (Amigos, 1976)

domingo, 19 de julio de 2015

Gladys

Durante unos meses, hace ya muchos años, mantuve una extraña relación con una mujer casada. Acababa de mudarme a Tenerife, a una pequeña urbanización en el extremo más remoto de la Isla, para trabajar en la recién creada empresa de Leonardo, un amigo de mi padre; la idea era que me hartaría de proyectar complejos turísticos, me convertiría vertiginosamente en un arquitecto de éxito y me forraría (las cosas fueron muy distintas, pero no es ése el asunto de este post). Leo andaría en la mitad de la cincuentena y, tras convencer a un ricachón valenciano para que invirtiera en el negocio inmobiliario con promesas de espectaculares beneficios, se había trasladado a la Isla con la que era su tercera mujer desde hacía apenas un año. Ella, Gladys, era una peruana de unos treinta y muchos, no demasiado agraciada pero de formas rotundas. Desde que la conocí me intrigó por qué esa hembra se habría casado con Leonardo, tan atildado, tan escuchimizado, tan maniático. Para mayor misterio, al poco de tratarlos –almorzaba con frecuencia en su casa– comprobé que no se comportaban en absoluto como una pareja enamorada; él la trataba casi con desprecio, como a una criada que había de estar atenta a cumplir sus más nimios deseos. Aún así, en actos más públicos (algunas fiestas a las que asistí), se mostraba mucho más educado, exagerando gestos cariñosos y zalemas rayanas en la cursilería; en esas ocasiones Gladys, siempre con vestidos ajustados y hasta provocativos, se dejaba apretar contra él. Llegué a pensar que, para Leo, Gladys era un trofeo a exhibir e incluso una moneda de cambio en sus negocios.

Yo tenía veintisiete años y acababa de pasar del frenético Madrid de los ochenta a lo que, sin hipérbole ninguna, cabría calificar como un oasis de paz y tranquilidad; aunque, a esa edad, ¿quién quiere paz y tranquilidad? Pero si yo era pez fuera del agua, mucho más Gladys, extraída de un entorno más lejano y además obligada a unas reglas sutiles pero estrictas de las que yo carecía. No es raro pues que desde los primeros días se ofreciera a acompañarme; a los dos nos sobraba mucho tiempo: no había ningún proyecto arquitectónico en marcha en contra de lo que me había asegurado Leonardo y ella, por su parte, pasaba sola la mayor parte del día. De hecho, fue su propio marido quien me animó a que aprovecháramos esa etapa ociosa (que enseguida verás que te falta tiempo) para visitar la Isla, ofreciéndome un coche de la empresa para que pudiéramos movernos a nuestro antojo. Poco a poco, claro, fuimos intimando y Gladys desvelándome la realidad de su matrimonio que, en el fondo, no era otra cosa que una transacción económica (una sórdida historia de deudas peligrosas de su madre que, de alguna manera, avalaba Leonardo mediante sus relaciones cruzadas con ciertas autoridades peruanas; un complejo equilibrio que no terminaba de resolverse y que, por tanto, pendía como espada de Damocles sobre aquella familia, con Gladys a modo de prenda o garantía). Naturalmente, este acuerdo a varias bandas estaba hecho mediante sobreentendidos, cláusulas nunca explícitas de las que cada interviniente sólo conocía algunas. Salvo Leo, el gran urdidor, quien en Lima había accedido al círculo familiar de Gladys como un caballero galante con las más benéficas intenciones. No es que llegara a enamorarme, me confesó, pero reconozco que sus atenciones me halagaron y empecé a considerar sin desagrado acceder a ellas. Que casarme con él contribuiría a mejorar la situación familiar influyó, claro, pero sólo después de la boda he ido comprendiendo la gravedad de los líos de mi madre el verdadero alcance de este matrimonio.

Ayer leí un cuento de Murakami de un chico joven que vivía una aventura con una mujer casada y no sólo el tema, sino también el tono, me trajo a la memoria mis días con Gladys. Cuando empecé el post, mi primer impulso fue escribir que “durante unos meses, hace ya muchos años, me acosté con una mujer casada”. De hecho, ése fue el recuerdo que espontáneamente me asaltó y sin embargo, al esforzarme en precisarlo, me di cuenta de que nunca hubo coitos entre nosotros. Habría sido correcto decir que nos acostábamos, pues yacimos juntos muchas veces, pero ciertamente las connotaciones de ese verbo podrían dar a entender algo que no ocurrió. Incluso, si fuera tan cínico como Bill Clinton, podría declarar que no hubo sexo ya que parece que el expresidente reservaba el término a las relaciones con penetración. Pero sí lo hubo, aunque fuera en el marco de –como he escrito al principio– una relación extraña. Gladys necesitaba casi desesperadamente recibir y dar cariño y desde muy pronto, a medida que íbamos intimando, acompañaba sus palabras de caricias descuidadamente inocentes. Yo no me sentía nada cómodo con esas efusiones porque, en primer lugar, siempre me he manejado mal en la gestión de las expresiones físicas del afecto (carencias de una educación de otra época). Pero, sobre todo, porque lo que estaba empezando a ocurrir me generaba sentimientos que se mezclaban confusamente, sin que fuera capaz de ordenarlos y controlarlos. Era la mujer de un amigo de mi padre, el hombre que me había ofrecido un prometedor trabajo; pero, al mismo tiempo, sentía una tremenda compasión por ella, a la vez que comenzaba a ver a Leonardo desde sus ojos. Desde luego, también había atracción sexual acuciada por mi soledad de recién llegado a un lugar donde no conocía a nadie, aunque el pensamiento de enrollarme con Gladys venía acompañado por el vértigo del riesgo tremendo que correría.

Y sin embargo nos acostamos. La primera vez fue después de un largo día. Leonardo tenía que viajar a Valencia y me había pedido que por la mañana temprano lo llevara hasta el aeropuerto del Norte; luego tú y Gladys podríais visitar el centro histórico de La Laguna y almorzar en un restaurante estupendo. Así lo hicimos, y después de comer recorrimos pausadamente toda la vertiente septentrional de la Isla hasta la Punta de Teno, donde disfrutamos de un atardecer extraordinario sentados un largo rato en las rocas del acantilado. Así que llegamos a Los Gigantes bastante tarde, yo muy cansado pero ella, por el contrario, exultante. Me pidió que estiráramos la jornada, vamos a tu casa y tomemos unas copas en la terraza, mirando el mar. No había pasado una hora y ya no podía disimular mi sueño. Me dijo que me fuera a la cama, que ella no quería volver a su casa vacía. Me sentí incómodo pero al final decidí no forzar nada, que hiciera lo que quisiera, yo necesitaba dormir y ya veríamos qué ocurriría al día siguiente. Hacia las seis de la mañana me desperté y noté contra mi espalda el cuerpo desnudo de Gladys (no del todo, mantenía las bragas), su brazo izquierdo atravesado sobre mi pecho. Por un instante se me paralizó el cerebro, maldije mi sueño pesado que me había impedido enterarme de cuándo y cómo se metió en mi cama, me asusté ante lo que podría pasar. Con cuidado, intenté deshacerme de su abrazo para levantarme, pero bastó tocarla para que se despertara, para que inmediatamente cerrara su tenaza y se apretara más a mi cuerpo. En voz queda murmuré su nombre sin saber muy bien qué iba a decirle pero ella me interrumpió: no hables y abrázame, necesito que me abraces; y tiró de mí para darme la vuelta. Me dejé llevar, rodé en la cama y nuestros cuerpos quedaron de frente, nuestras caras muy cerca, tanto que no podíamos enfocarnos, nuestras bocas rozándose, tanto que el beso era inevitable.

Como es sabido, besarse, abrazarse y acariciarse con una mujer desnuda produce inevitables reacciones fisiológicas en un veinteañero. Casi avergonzado –y algo temeroso– traté de disimular e incluso retrotraer esos efectos, pero Gladys los acogió con benevolente complacencia y se ocupó sin ningún recato (y sin quitarse las bragas) de satisfacer mis premuras genitales. Luego volvió a pegarse contra mí en apretado abrazo, como si quisiera adherir uno a uno todos nuestros poros. Yo me sentía  confuso y a la vez somnoliento, sensación de irrealidad, de tiempo suspendido. Echado boca arriba con ella cubriéndome, le acariciaba muy despacio la espalda mientras un manto de sueño desvanecía poco a poco mi conciencia. A punto de dormirme, noté un arroyo tibio descendiendo por mi hombro y mi pecho; Gladys lloraba en silencio, sin convulsiones, pero con lágrimas abundantes y continuas. No supe qué decirle, por supuesto; lo único que se me ocurrió fue abrazarla con fuerza, el rato que aguanté antes de dormirme. Cuando desperté, había preparado el desayuno, y parecía contenta, mientras yo seguía sin saber qué decir, cómo actuar. Era sábado –no trabajaba– y ella quiso que fuéramos a la playa; luego comimos pescado en un restaurante y acabamos compartiendo siesta y repitiendo juegos amatorios.

A partir de ese día y durante unos meses, Gladys y yo nos seguimos viendo y acostándonos. Era sexo, desde luego, pero a mí me parecía un rito rogatorio, una especie de llamada de auxilio que me sentía incapaz de descifrar en todo su significado y mucho menos de responder adecuadamente. Siempre, todas las veces, ella terminaba las sesiones mojándome el cuerpo con sus lágrimas tibias y mudas; y siempre yo callaba, azorado e impotente, sintiendo dolorosamente que no podía ayudarla. Con el paso de los días, mis rutinas en ese exilio remoto comenzaron a llenarse. Aparecieron trabajos más exigentes y fui conociendo gente. Hacia noviembre –estaba en la Isla desde julio– me enrollé con Juani, una preciosa y jovencita amiga de Trini, una de las chicas que trabajaban en la empresa. Ya para entonces los encuentros con Gladys sucedían algo más espaciados (digamos que de tres o cuatro veces a la semana a una o dos). De hecho, el inicio de mi relación con Juani no supuso, no ya la ruptura con la mujer de Leonardo sino ni siquiera una disminución de su frecuencia. Creo que para ambos lo nuestro era algo que nada tenía que ver con las relaciones reales, como si ocurriera en otra dimensión. Para entonces, me había convencido de que yo simplemente cumplía una función terapéutica (o mejor debería decir analgésica), de que era un mero instrumento que Gladys utilizaba cuando lo necesitaba. Era ella siempre –de más está decirlo– quien me buscaba; yo, simplemente, me dejaba.

Esas navidades Gladys viajó al Perú. La última vez que nos vimos estaba contenta y, sorpresivamente, explotó en un orgasmo ruidoso al que siguieron largas carcajadas de alegría. Volvió a abrazarme con fuerza al final, cubriéndome con su cuerpo rotundo y generoso, pero por primera vez no lloró, sino que me besó repetida y ansiosamente. Esa tarde me dijo que era posible que los problemas de su madre estuvieran a punto de resolverse definitivamente, pero no quiso entrar en detalles. Me has ayudado mucho, añadió, te voy a querer siempre. No le devolví el te quiero pero a cambio le dije que me sentía muy feliz verla tan ilusionada; ojalá no vuelvas con Leonardo. Pero después de Reyes regresó y cuando la vi comprobé que volvía a tener los ojos tristes, incluso en las fiestas en las que aparecía del brazo de Leo, siempre sonriente y embutida en vestidos llamativos. Nunca más me buscó, ni siquiera hizo el menor intento para hablar a solas conmigo. Varias hipótesis elucubré y las más verosímiles no eran nada agradables. He de confesar con vergüenza que tampoco es que hiciera gran cosa para interesarme por ella. Para entonces mi vida sentimental se había tornado bastante satisfactoria y la laboral mucho más intensa; tenía excusas válidas para eludir aguas inciertas. Hacia mayo o junio, poco antes de que el propio Leonardo saliera a escape de Tenerife cuando se descubrieron sus turbios manejos, Gladys desapareció. Le pregunté un día por ella a Leo y esa vez fue la primera que el que era tan amigo de mi padre me contestó de malos modos: no es asunto de tu incumbencia, algo así me dijo. A partir de ahí se hizo visible el desagrado mutuo, pero no llegó a tener efectos porque los acontecimientos enseguida se precipitaron. Hacia mediados de julio ya no había empresa ni tampoco explicaciones. Unos meses después, Leonardo quiso visitar a mis padres, pero mi madre no le dejó ir a casa; creo que no volvieron a verse y yo, naturalmente, le perdí la pista (de seguir vivo tendrá algo más de ochenta años). De Gladys nunca más supe nada.

 
Sad eyed lady of the lowlands - Steve Howe (Portraits of Bob Dylan, 199)

jueves, 16 de julio de 2015

Versión original

El Ayuntamiento de Madrid ha creado una página web para publicar “rectificaciones y matizaciones sobre noticias aparecidas en medios de comunicación”. Así daba la noticia el diario El País de hoy. En su editorial sobre este asunto, el periódico concluye recomendando a Manuela Carmena que reoriente seriamente esa web o la retire. ¿Por qué? Pues porque, según este medio, no se puede crear un portal con el objetivo de rectificar las informaciones periodísticas cuyo ejercicio está regulado a través de cauces jurídicos, aunque no se oponen a que el Ayuntamiento informe de su actividad institucional. De otra parte, el editorialista nos advierte (por si algún madrileño desavisado pensara otra cosa) que lo que publique el Ayuntamiento no es más que su versión respecto de temas controvertidos .

Sin entrar a juzgar el grado de "torticerismo" con que el Ayuntamiento publique sus "versiones originales", lo primero que me llama la atención es la arrogancia que exhiben los periodistas al escandalizarse ante el hecho de que el Ayuntamiento (en principio, cualquier grupo político, aunque obviamente la iniciativa es de los de Ahora Madrid) pretenda publicar para quien quiera leerlo lo que ellos entienden que han dicho (o hecho) cuando consideran que la noticia mediática sobre el asunto correspondiente no refleja adecuadamente la realidad. Y digo arrogancia porque pareciera que los únicos autorizados para decir al público lo que hace (o incluso tiene intención de hacer) alguien –sea persona física, jurídica o institución– son ellos.

El problema es que, en un altísimo porcentaje de las noticias, lo que se cuenta no es el hecho mondo y lirondo, sino la interpretación del periodista, sesgada casi siempre hacia una versión que resulta más conveniente para los fines del medio (como mínimo para llamar la atención y vender más, cuando no hay otros intereses menos confesables). En mi modesta experiencia –al fin y al cabo no soy político– tengo multitud de ejemplos de cómo se han tergiversado declaraciones que he hecho (por ejemplo sobre un plan de urbanismo del que era director técnico) de modo tal que el artículo resultante para nada tenía que ver con lo que le había contado al periodista. Informar con el objetivo de que el público se entere de la verdad es trabajoso y, las más de las veces, aburrido. Mucho más cómodo y rentable, sacar de contexto, distorsionar o resaltar las partes que "venden". Desde hace ya unos cuantos años tengo por regla de conducta negarme a aparecer en medios y, cuando me veo obligado a contestar a requerimientos periodísticos, lo hago por escrito exigiendo –aunque no siempre me hacen caso y me tengo que aguantar– que transcriban exactamente mis palabras.

Pero es que además, estoy hasta las narices de esa insoportable autocomplacencia de determinados plumillas –justamente los más "mediáticos"– erigiéndose en salvaguardas de la libertad de información. No señor, habría que decirlo de una vez con toda claridad: salvo honrosas excepciones, el periodismo español, si lo medimos en términos de veracidad, es una caca chapucera. Para lo único que vale es para "advertir" al lector de que algo ha ocurrido, pero muy ingenuo tiene que ser éste si se cree que lo que ha ocurrido es lo que le cuenta el periódico, la tele o la radio. Si algo de lo que me entero en un medio me interesa, me pongo a investigar, tratando si me es posible de llegar a la fuente. Ejemplos perfectos son las noticias de actos administrativos (un acuerdo municipal), fallos judiciales, aprobaciones parlamentarias de leyes. Me entero por los periódicos de que el Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucional la Ley andaluza de vivienda (tema, por cierto al que me gustaría dedicar un post) pero el resumen de los fundamentos del fallo no me ofrece ninguna fiabilidad y ese escepticismo lo confirmo cuando leo la sentencia. Y no digamos nada de cómo nos han estado "informando" sobre la crisis griega ...

Menos mal que existe internet y todavía no han encontrado la fórmula para coartarla. Gracias a la red, quienes como yo desconfiamos radicalmente de la seriedad de los medios españoles (y ojo, no digo que sean mejores los de otros países), contamos con la posibilidad relativamente fácil y gratuita de contrastar, de investigar, de formarnos nuestra opinión. Naturalmente, ese ejercicio cuesta tiempo y una cierta disciplina mental. La gran mayoría de la población prefiere creerse lo que oye en la tele/radio o lee en los periódicos. Eso, claro, lo saben los medios y así quieren que siga, para mantenerse como el "cuarto poder" con las regalías que ello genera. Por tanto, entiendo perfectamente que les escueza  que una institución se atreva a crear un portal en el que da su versión de noticias que han dado los medios sobre sus actos. De entrada porque les cuestiona: tú has dicho que yo he dicho esto, pero lo que yo he dicho ha sido esto otro. Y, en segundo lugar, porque menoscaba su monopolio corporativista.

Dicho lo anterior, quedará claro que a mí la iniciativa del Ayuntamiento de Madrid me parece estupenda, algo de elemental justicia, de modesto intento de compensar un poco el evidente desequilibrio entre ambas partes. Porque lo que es una desfachatez es decir que si el Ayuntamiento (o cualquiera) entiende que los medios han tergiversado sus actos lo que ha de hacerse es recurrir a los cauces jurídicos. Vamos, hombre, y estar calladito hasta que resuelvan los tribunales mientras impunemente los pontífices de la información van difundiendo sus sacrosantas versiones. Ni de coña, yo no me estoy calladito; si tengo la posibilidad (y, en efecto, cualquier ayuntamiento la tiene) doy mi versión y que el ciudadano contraste y se forme la opinión que le dé la gana. Pues no, según la mayoría de la mayoría de los encopetados periodistas, así no se ha de hacer. Es más, algunos han dicho que la web tiene un tufillo a censura. Hombre, sin pasarse: censura es no dejarte que publiques la noticia (lo que, por cierto, hace El País con cierta frecuencia con algunos artículos que no le gustan). Tener tu propio medio de comunicación para dar tu versión es algo que, por el contrario, a mi me parece muy sano para la libertad de información.

Dije antes que no iba a entrar a valorar cómo dan su versión los del grupo de gobierno del Ayuntamiento, aunque ciertamente he visitado la web y leído las escasas cinco "versiones" que contiene a la fecha. Y no lo hago porque es irrelevante a los efectos de lo que me interesa. Los de Ahora Madrid, bolivarianos irredentos y por ende ansiosos de acabar con nuestras esforzadamente ganadas libertades civiles, pueden a su vez tergiversar y hasta mentir descaradamente en sus "rectificaciones y matizaciones" a las noticias publicadas en los medios. Pueden, sí, ¿y qué? La cuestión no es esa, sino justamente el derecho (y la conveniencia) de que den su versión a lo que aquéllos publican. Lamentablemente, los tres otros partidos del Ayuntamiento –en descarado ejercicio de populismo y tergiversación– se han mostrado unánimes en condenar la iniciativa, aunque los argumentos que emplean son manifiestamente falaces. Estoy convencido de que si otro hubiera sido el partido de gobierno municipal nada de esto habría ocurrido. De hecho, desde hace tiempo algunas  instituciones aclaran, matizan o rectifican las noticias de los medios sobre sus actos en sus webs, destacando la propia Unión Europea que cuenta con una página específica para esa función (justamente la que ha servido de modelo casi mimético para la del Ayuntamiento madrileño) y, por supuesto, nadie ha dicho nada. ¡Cuánta hipocresía!

 
Mass Medium - Robert Wyatt (Old Rottenhat, 1985)

miércoles, 15 de julio de 2015

Talkin' about the future

No, claro que la deuda no existe, como no existe el dinero. El dinero es nuestra unidad de cuenta. Nuestra, atento, nuestra; he ahí la clave. Como es nuestra vale lo que queramos que valga en cada momento y, por ende, así valen los bienes y servicios reales. Pero ya todo es dinero, el trabajo de los hombres es dinero, los bienes que producen, los servicios que prestan. La cuestión es que somos demasiados, no hace falta que todo el mundo produzca. Hacia mitad de siglo –lo más probable es que no alcance a verlo, pero da igual– llegaremos a la increíble cifra de diez mil millones de humanos. Los cálculos más serios estiman que no se requieren más de quinientos millones para producir todos los bienes y servicios necesarios, apenas un 5% de la población mundial, algo menos de la población de los Estados Unidos para entonces, la tercera parte de la que tendrá China ... Más o menos lo habitantes del planeta en el XVI.

Sí, es una de las alternativas que se ha discutido, incluso la hemos ensayado a pequeña escala, en África, principalmente. Pero es complicado, son cifras demasiado grandes. Para realmente cambiar las cosas habría que exterminar del orden de cinco mil millones y cualquier medio para lograrlo tiene demasiados riesgos para los que quedemos. La aniquilación nuclear es la opción más conveniente, la más segura en cuanto a acotar el área a destruir, pero no al 100%. Sí claro, África casi completa y todo el Sudoeste asiático, desde la península arábiga hasta la India. Más o menos unos cinco mil millones, no está nada mal, la putada es que borraríamos Israel, pero bueno, si no queda otra. Los de ese grupo de análisis eran muy buenos, bastante convincentes. Eso sí, el área quedaría casi inutilizada: habría que cerrarla, sólo podría aprovecharse para recursos minerales y a altos costes de extracción.


Sí, desde luego que es una barbaridad, ríete de los genocidios. Pero las consideraciones éticas no tienen cabida, al menos no las convencionales, las de mentes pequeño-burguesas. Al fin y al cabo, se trata de decisiones que están por encima de valores morales sensibleros, hablamos del futuro de la humanidad, y ello exige cálculos desapasionados, una ponderación costes-beneficios. No, las propuestas de infecciones víricas nos dieron mucho miedo, pese al entusiasmo de los científicos de ese comité. Mira que se han hecho pruebas teóricamente controladas y siempre se han descontrolado los cabrones de los virus. Hay una línea de investigación muy prometedora; parece que se trata de un virus que se puede programar para que se extinga por sí mismo al llegar a un cierto nivel de expansión o tras un cierto tiempo de vida. Pero de momento, el riesgo es mucho más alto que unas cuantas bombas nucleares, selectivamente explotadas.

Pero bueno, de momento la opción de disminución demográfica radical está, si no descartada, al menos aplazada sine die, puesta en reserva podríamos decir (acordamos mantener los grupos de investigación y admitir ensayos esporádicos de vez en cuando, pero no más). Al fin y al cabo, bien gestionado, el panorama tampoco es tan catastrófico: un muy reducido grupo de empresas con un control casi exhaustivo de la producción mundial a través del dominio del dinero, entre quinientos y mil millones de trabajadores, y más de nueve mil millones de inútiles desde el punto de vista productivo pero muy rentables como consumidores, combustibles para la acumulación de riqueza. El problema, en efecto, es cómo pagarán los bienes y servicios en cuya producción no participan.

Ahí entra la idea de la renta básica. Debes verla como un coste de producción más, el coste de mantener la masa de consumidores de los cuales obtenemos nuestros beneficios. Al fin y al cabo, es sólo cuestión de rehacer números para recalcular los precios y las tasas de ganancias. Cuando se planteó casi todos nos escandalizamos, sólo los más perspicaces supieron ver la genialidad de la propuesta. Luego, claro, nos hemos ido ocupando de que la idea fuera propuesta por quienes no fueran sospechosos, los movimientos de indignados anticapitalistas. La función ya he empezado; poco a poco los gobiernos irán cediendo a las reivindicaciones de estos revolucionarios miopes, las masas obtendrán victorias limitadas, todos repetiremos palabras rimbombantes como solidaridad, distribución de la renta. Pero en el fondo, será lo mismo –aunque a escala mucho mayor– que lo que ocurría en las sociedades esclavistas: entonces había que gastar en mantener a los trabajadores explotados y ahora en los consumidores.

Desde luego, como cualquier otro factor del proceso de acumulación, jugaremos continuamente con las cuantías de esas rentas básicas. Seguiremos creando crisis cuando convenga para que nuestros conejillos nunca pierdan el miedo, contrapeso necesario a las ansias rebeldes de justicia tan propias de los humanos. Seguiremos defendiendo a través de nuestros voceros los principios neoliberales mientras los despreciamos en la práctica imponiendo los precios desde el control de la oferta. Que nuestras míseras concesiones las vean como triunfos. Estimamos que esta estrategia nos puede servir en las próximas dos décadas. Luego, probablemente, habrá que recurrir a las medidas que de momento postergamos. Como te dije antes, se trata de hacer números, hay que mantener la cabeza fría. Ya sé que es duro, pero con las cosas serias no valen las sensiblerías.

 
This is us - Mark Knopfler & Emmylou Harris (All the Roadrunning, 2006)

martes, 7 de julio de 2015

La parábola de Flew

Imaginemos una comunidad humana alejada de la civilización; podría tratarse de la población de una pequeña y remota isla que el resto de la humanidad desconoce. Lo fundamental es que hayan desarrollado su cultura sin ninguna interferencia ajena; nuestros protagonistas creen firmemente que son los únicos del planeta, que su minúscula porción de tierra es la única habitada en la inmensidad de un mar infinito. Supongo que a estas alturas la hipótesis es imposible, pero como esto es una parábola ese pequeño detalle carece de importancia, así que vamos con el relato.

Un buen día, colgado de las ramas de un árbol, alguno de los nativos descubre un transistor, uno de esos pequeños receptores de radio a pilas. ¿Cómo ha llegado a nuestra isla? Imaginemos la solución que más nos apetezca, por ejemplo, que ha caído desde un avión que sobrevoló la isla –por supuesto, lo suficientemente alto para que ni los de abajo ni los de arriba se percataran unos de otros– y milagrosamente no se destrozó contra el suelo porque la correa se encajó en la rama. Insisto: no tiene importancia, estoy contando una parábola.

La cosa es que nuestro nativo, extrañado ante la apariencia del aparatito, comienza a manipularlo y en muy poco tiempo lo enciende y, moviendo el dial, consigue sintonizar alguna emisora lejana. Imaginemos el asombro del buen hombre: de pronto unas voces humanas ininteligibles salen del pequeño altavoz. Supongo que del susto se caería de culo y soltaría asustado la radio. Por suerte, el terreno estaba tapizado de alta y mullida hierba y desde allí, sin haber sufrido ningún desperfecto, siguió emitiendo la voz de un locutor ignoto.

Poco a poco el isleño se iría tranquilizando. En ese lapso, durante el cual acabó el boletín de noticias y empezó un programa de canciones pop que lo alucinó aún más, el tipo pensaría qué hacer. Probablemente ensayaría algunas pruebas para asegurarse de que el extraño objeto era inofensivo. De hecho, en los primeros momentos de sorpresa y miedo había cogido una pesada piedra con la intención de machacarlo pero finalmente, movido por la curiosidad, prefirió no hacerlo. Con prudencia volvió a sujetar en sus manos el receptor y a manipular los botones. Enseguida aprendió las pocas prestaciones: subir el volumen, cambiar de frecuencia, apagarlo y encenderlo.

Lo que está claro, se diría, es que he descubierto algo extraordinario, si sé jugar adecuadamente mis bazas este azar puede traerme fortuna y honores. Estoy reproduciendo una manera de razonar que es típica de nuestra civilización pero que también podría extrapolarse a esta cultura primitiva y remota si es que los móviles psicológicos que están en la base de nuestras instituciones básicas –la propiedad privada, por ejemplo– fueran, como algunos sostienen, intrínsecos a nuestra especie. Sin embargo, como soy yo quien recrea esta parábola, decido que no; que la comunidad de esa isla vivía en una especie de comunismo primitivo, ignorantes de que los individuos pudieran apropiarse de nada.

Por tanto, este hombre en taparrabos pensó lo que cualquiera no maleado pensaría: tengo que llevar esta caja mágica al poblado, para que la vean los demás y entre todos decidir qué hacer, cómo va a afectar este descubrimiento a nuestras vidas. Y así lo hizo, olvidó junto al árbol los frutales que había recolectado (más tarde le echarían la bronca por eso) y raudo e impaciente corrió hacia el caserío. Llegó a la carrera y dando voces, así que enseguida se congregaron todos en el espacio abierto central que hacía de plaza principal en donde tenían lugar casi todos los actos comunitarios. ¿Qué pasa? ¿Qué te ha ocurrido? Pero el nativo, jadeante no respondía a nadie, quería contarlo en presencia del jefe.

Sí, claro que había jefe porque la comunidad tenía una somera organización jerárquica e incluso atisbos de especialización del trabajo. Por ejemplo, había un grupito de indígenas, los más listos y estudiosos, que formaban el swzysklar que, en español, viene a significar algo así como "comité científico asesor". Los del swzysklar tenían fama de escépticos y andaban siempre a la greña con los sacerdotes (los fannshej), ironizando sobre las ceremonias religiosas de la aldea. Digamos a este respecto que nuestros nativos eran politeístas, aunque sin tomarse demasiado en serio la religión; la consideraban parte de sus tradiciones que estaba bien seguir practicando pero poco más. Desde luego, no había fundamentalismos de ningún tipo, un ambiente en este sentido mucho más cercano a la antigüedad grecolatina que al cristianismo medieval.

El caso es que ante toda la aldea y con la presencia del jefe, nuestro hombre se dio el lujo de montar un pequeño show con el receptor de radio, despertando el más descomunal de los asombros en su auditorio. Finalmente, después de un buen rato de subir y bajar el volumen y sintonizar varias emisoras, henchido de vanidad ante su éxito (porque la vanidad sí es un sentimiento innato a nuestra especie), entregó solemnemente el aparato al jefe quien, sobreponiéndose a sus reparos supersticiosos por eso de la dignidad del cargo, se puso de pie muy despacio y lo alzó en alto ante toda la tribu. Con ese acto simbólico dejaba claro que el extraño objeto pasaba a formar parte de la vida de la comunidad. Ahora había que dilucidar qué hacer con él.

Como es natural, lo primero que quiere el desconcertado jefe es saber qué es ese extraño aparato. El sacerdote principal se apresura a declarar que se trata de un objeto sagrado, enviado por los dioses a la isla para revelarles algunos mensajes trascendentales para la redención de la comunidad. Porque –eso lo aceptan todos los nativos– del cacharro salen voces, muchas voces distintas, algunas incluso cantando (probablemente, añade, todos los dioses hablan). Lo que pasa es que no las entendemos, así que lo que hay que hacer es, con la debida concentración y ceremonia, encerrarse a escuchar hasta que logremos descifrar los mensajes. Aclaro de pasada que con lo de la "debida ceremonia" el fannshej se refería a la ingestión ritual de un hongo alucinógeno que crecía en los bosques de la isla.

Si, ya, los dioses, exclamó burlón el más joven –e irrespetuoso– del swzysklar; toda la vida callados y de pronto les da por hablar sin pausa. Y para colmo en idiomas desconocidos; si quisieran contarnos algo ¿por qué no lo hacen en nuestra lengua? ¿Acaso no dices siempre que son omnisapientes? Ya iba a contestar airado el sacerdote, pero el jefe, con gesto huraño, levantó un brazo amenazador. Basta, dijo, quiero que el swzysklar estudie el objeto en profundidad a ver si sois capaces de descubrir su naturaleza. Custodiadlo con el máximo cuidado durante tres lunas. Pasado ese plazo quiero un dictamen riguroso. Como puede verse, en nuestra sociedad isleña el espíritu científico prevalecía sobre el religioso.

Pasaron los tres meses con insoportable lentitud para los isleños, ansiosos por conocer el misterio del aparato. Durante ese periodo, los miembros del swzysklar no perdieron el tiempo. Desmontaron con sumo cuidado el aparato y lo estudiaron, volviéndolo a montar sin que dejara de funcionar. Entendieron los materiales y mecanismos que hacían que sonara. Y lo más increíble de todo: como la isla disponía de todos los minerales necesarios y ellos eran unos artesanos extraordinarios y contaban con herramientas adecuadas (y si no, se las construían), fueron capaces de fabricar otro receptor, un segundo aparatito que funcionó exactamente igual que el original. Ya sé que parece imposible, pero repito que estos hombres, por muy primitivos que fueran, tenían altas dotes intelectuales. Y, en todo caso, insisto en que se trata de una parábola.

Pues nada, orgullosísimos –con razón– y portando la radio original y la réplica se presentan ante el jefe. La audiencia, para desconsuelo de los habitantes del poblado, es a puerta cerrada: sólo el jefe, los del swzysklar y los fannshej. El líder máximo es prudente: quiere conocer el informe de los científicos y valorar lo que se debe comunicar a los aldeanos; podría no convenir revelar la verdad completa al pueblo. Como vemos, en nuestros isleños no había calado aún la idea de democracia, pero no nos escandalicemos porque tampoco estamos mucho más avanzados que ellos, más allá de declaraciones retóricas.

Habla el presidente del comité científico asesor: sabemos lo que es este objeto, conocemos los materiales de que consta y la forma en que están ensamblados entre sí. Estos materiales, organizados en tan particular combinación, producen unas reacciones singulares consistentes en sonidos análogos a las voces humanas. Igual que el crepitar de la leña ardiendo produce unos sonidos característicos, así ocurre en este aparato, aunque ciertamente con mucha mayor variedad y complejidad. Las que nos parecen voces humanas son propiedades de los materiales en unas determinadas condiciones, fenómenos físico-químicos (por supuesto no usarían este término) sin duda sorprendentes, pero en absoluto dotados de una intencionalidad comunicativa; no hay ningún mensaje.

Los sacerdotes se escandalizan pero, antes de que empiecen a protestar, el jefe los calla y expresa sus propias reflexiones. No me termináis de convencer, les dice. Durante estos días también yo he reflexionado mucho y he llegado a otras conclusiones. No os niego que son los materiales concretos y la forma en que están dispuestos y conectados entre sí lo que permite que el aparato emita esas voces que vosotros llamáis aparentes. Pero coincidiréis conmigo en que esos materiales están elaborados y dispuestos en tan específica organización por alguien inteligente, alguien que ha construido este aparato y, por lo tanto, lo ha hecho con alguna finalidad. Pienso que lo hicieron para transmitir a otros las voces y canciones que algunos emisores están hablando o cantando. Es decir, lo que escuchamos a través de este objeto son voces de alguien que está vivo y que habla desde algún lugar, aunque no entendamos su idioma. Creo que, más allá de los límites de nuestra isla, podría haber otras personas que han sido capaces de crear alguna misteriosa red de comunicación a través de la cuales transmitir sus palabras, y que este aparato es uno de los muchos receptores que deben existir.

La hipótesis del jefe deja por un rato sin palabras tanto a los científicos como a los sacerdotes. Estos últimos, no obstante, la rechazan enseguida indignados. ¿Sabéis lo que decís? Está escrito en los libros sagrados que esta isla es el único mundo habitado, que nosotros somos los únicos seres humanos del universo. Vuestras palabras son heréticas, impropias del honor de vuestra jefatura. El jefe, inusitadamente humilde, baja la vista y en voz suave responde: lo sé, amigo mío, y sin embargo creo que mi idea merece ser explorada, que ni siquiera nuestras más hondas y sagradas creencias deben impedirnos investigar, aún a riesgo de que hayamos de cambiar nuestras convicciones sobre el mundo.

Toma entonces la palabra de nuevo el presidente del swzysklar: También nosotros consideramos la posibilidad que planteáis. Es verdad que la complejidad de este aparato parece revelar un artífice inteligente, pero ello no es una condición necesaria. Sabéis que la naturaleza es caprichosa, que está en incesante dinámica, generando de continuo múltiples combinaciones de formas y materiales. Sólo es cuestión de tiempo que en alguno de esos múltiples ejercicios de azar resulten objetos tan sorprendentes como éste, y tiempo es lo que sobra. Reconocemos que cuesta creer que fuerzas carentes de intencionalidad hayan creado este aparato, pero admitid que no menos sorprendente es que nosotros mismos, seres de muy superior complejidad, seamos también resultado de las mismas fuerzas (en este punto el sumo sacerdote carraspeó disgustado).

Nuestros antecesores, siguió hablando el científico, descubrieron el fuego y, gracias a su inteligencia, fueron capaces de reproducir a voluntad el fenómeno. Hoy ya no nos sorprende, sabemos sobradamente que la combustibilidad es una propiedad de algunas materias en determinadas condiciones. Ahora, con más conocimientos y capacidades que aquellos lejanos abuelos, hemos descubierto este objeto e, igual que entonces, hemos sido capaces de reproducirlo y así demostrar que las extrañas voces son, en efecto, reacciones naturales de estos materiales organizados en esa específica forma. Y tras decir esto enseñó la réplica que habían fabricado, encendió ambas y, manipulándolas adecuadamente, hizo que emitieran a la vez exactamente los mismos sonidos.

Quedaron todos impresionados por la rotundidad de los argumentos científicos y, sobre todo, por la pericia de los miembros del swzysklar, capaces de aplicar las enseñanzas de la naturaleza al bienestar de la comunidad. De nuevo se demostraba que bastaba la razón para afrontar y entender la realidad, sin necesidad de recurrir a explicaciones teístas (fue un duro golpe al prestigio ya bastante debilitado de los fannshej) ni tampoco a otras por muy sugerentes que resultaran. El jefe quedó convencido, aunque en el fondo de su corazón subsistiría una tozuda duda, que algunas noches le traía en sueños imágenes de hombres de otras tierras, idea que se esforzaba en desterrar de su cerebro por ser tan contraria a toda evidencia racional.

Esa tarde, en asamblea multitudinaria, el jefe arropado por el swzysklar informó a su pueblo del notable descubrimiento científico. Además, prometió que se fabricarían nuevos aparatos mágicos para que todos pudieran disfrutar de sus maravillosas propiedades. Así se hizo y de tal modo escuchar la radio se convirtió en una de las actividades predilectas de los isleños. Lo que ocurrió como consecuencia de ello daría para otra parábola sobre ciencia y religión.

 
Radio, radio - Elvis Costello & The Attractions (This Year's Model, 1978)

Nota: Antony Flew (1923–2010) fue un filósofo inglés, considerado el máximo exponente del ateísmo filosófico anglosajón de la segunda mitad del pasado siglo. Sin embargo, al final de su vida, a raíz de su interpretación de los últimos descubrimientos científicos –especialmente de la física y de la biología– llegó a la conclusión de la existencia de Dios, protagonizando un cambio de postura que generó un notable alboroto (y mucha indignación entre los que habían sido sus compañeros escépticos). En su último libro –Dios existe, 2007– propone la parábola que presento en este post. Él elige un teléfono móvil (me ha parecido más sugerente que fuera una radio) y desde luego la cuenta en bastantes menos palabras. Como no comparto la célebre frase de Gracián, he preferido recrear el cuentito a mi estilo, enrollándome más de lo estrictamente necesario.

domingo, 5 de julio de 2015

Cómo resolvemos acertijos

Uno de mis “amigos” de Facebook publicó el otro día un acertijo, advirtiendo presuntuosamente que sólo era apto para personas con alto cociente intelectual. Teniendo en cuenta que la mayoría de quienes le comentaron daban la respuesta correcta, o todos eran muy inteligentes o –mucho más probablemente– el problemilla no era difícil. Supongo que bastantes de quienes lo resolvieron se decantarían por la primera opción: siempre es gratificante creerse uno inteligente aunque, claro, muchas veces es nuestra propia limitación la que nos impide ver que no lo somos tanto. Transcribo el acertijo para que cada uno de mis inteligentes lectores se dé el gusto de resolverlo, aunque lo que realmente quiero es apuntar mi somera reflexión sobre el proceso “intelectual” mediante el cual encontramos la solución.

Al echar el primer vistazo al problema leemos de forma casi automática una serie de sumas de dos cifras cuyos resultados, al otro lado de la igualdad, son erróneos. Digo leer porque interpretamos unos signos de acuerdo a unas reglas aprendidas desde niños: sabemos que los símbolos arábigos expresan cantidades en el sistema decimal, sabemos que “+” es el signo de una operación aritmética llamada suma y que “=” expresa la identidad entre las dos expresiones a cada lado. Pero, con las reglas de lectura que nos han enseñado esas identidades son falsas. Después de los cuatro enunciados se añade un quinto en el que en el otro lado de la igualdad, en vez de estar el resultado, aparece el símbolo que interpretamos como pregunta. La deducción es inmediata: si las cuatro primeras “sumas” tienen esos resultados, ¿cuál es el que corresponde a 9+7?

Esta primera conclusión, sin embargo, no es obvia sino que nos viene inducida por la suposición de que los signos que vemos son números y operaciones aritméticas. Nos es evidente que hay alguna “trampa”, que los signos tienen significados distintos de los que hemos estudiado, pero asumimos sin pararnos a cuestionarlo que tienen significados y, además, que tales significados nuevos pertenecen al mismo ámbito semántico que los viejos; es decir, que los números siguen siendo números y que los operadores aritméticos siguen siendo operadores aritméticos. Sin embargo, si no nos dejáramos llevar por ese supuesto, podríamos pensar que se trata de una serie de cinco elementos, cada uno de ellos formado por cinco signos en fila, como los ejercicios de algunos tests en que aparecen sucesiones de triángulos, cuadrados, círculos u otros símbolos al objeto de deducir cuál es el que sigue cuando la serie se interrumpe. Pero que el problema vaya por ahí ni nos lo planteamos debido –como ya he apuntado– a la prevalencia en nuestros cerebros de unas reglas de lectura aprendidas desde niños, pero también puede obedecer a que la “serialidad” de las filas entre sí no salta a la vista. Por ejemplo, si el problema hubiera sido el que adjunto a este párrafo (que obedece a la misma lógica que el original) es bastante probable que, dada la evidente serialidad de los sucesivos sumandos, nos planteáramos que la interrogación debe ser sustituida por un número que complete la serie 6-15-28-45, que ya no es tan obvia. Pero incluso en este caso, buscamos la solución asumiendo que los símbolos son números, lo que muestra lo difícil que nos resulta –salvo que nos detengamos a reflexionar sobre ello– deshacernos de los significados que ya tenemos tan incrustados en la memoria. [Aprovecho para decir que la solución a este segundo problema descubriendo el número que completa la serie es la misma que si se averigua la regla subyacente, lo cual ha de ser así, como se convencerá cualquiera a poco que piense sobre ello].

Pero, como ya dije, no se nos ocurre que el problemilla del primer párrafo es una serie, sino que pensamos que, simplemente, se trata de un cambio en los significados de los símbolos. También casi instantáneamente nuestro cerebro explora esa hipótesis distinguiendo de un lado los símbolos arábigos y de otro los de los operadores aritméticos. Este proceso lo hacemos separadamente; es decir, de un lado tanteamos si los símbolos arábigos pueden corresponder a cantidades distintas de las que expresan con su significado habitual, para lo cual asumimos que los operadores mantienen su significado conocido. La primera hipótesis que cualquiera haría –supongo– es que cada signo corresponde a un número de un dígito, pero nada más ver la segunda igualdad hemos de descartarla porque dos cantidades menores de 10 no pueden sumar 66. Entonces, antes de abandonar la suposición de que lo que han cambiado son los significados de las cifras arábigas, quizá nos digamos que los escritos en el problema pueden expresar cantidades mayores de diez, pero no tardamos ni un instante en darnos cuenta de que con tan pocas ecuaciones faltan datos para descubrir los valores de las cifras aportadas, con el agravante de que el 9 de la última igualdad nunca podría averiguarse al no aparecer en las anteriores.

Lo normal, creo yo, sería que llegados a este punto nos planteemos que el cambio de significado esté en los operadores y no en las cifras arábigas, las cuales tendrían los valores de siempre. Naturalmente, todo esto lo hace el cerebro a velocidad de vértigo, mucho más rápido de lo que se tarda en leer estas líneas. Imagino que lo único que ocurre es que la memoria aporta, para su verificación en el caso concreto, recuerdos de problemas análogos resueltos en el pasado, por lo que continuar tanteando una hipótesis o pasar a otra dependerá sobre todo de las experiencias acumuladas del sujeto. Por ejemplo, antes de descartar significados alternativos de las cifras, tanteé casi sin darme cuenta si podrían estar en una base de numeración distinta de diez (enseguida se comprueba que no) o si la cifra debía sustituirse por el número de letras (así, 2+3 se cambiaría en 3+4), pero obviamente tampoco. En fin, lo que trato de resaltar es que el proceso mental dista mucho de la construcción formal de un razonamiento, que ha de ser mucho más lenta, exhaustiva y sistemática (no se descartaría esta hipótesis hasta agotar sus posibilidades). El cerebro prefiere atajar, en cálculos probabilísticos intuitivos sobre qué camino le compensa más seguir. Sólo cuando se agotan las hipótesis más intuitivas, las que la memoria te ofrece casi de entrada, estamos dispuestos a plantearnos métodos más rigurosos de análisis.

Vuelvo a mi reconstrucción a posteriori de lo que hizo mi cerebro. Como dije, me planteé que el operador "+" no equivalía a la suma, pero sí a alguna regla que aplicada a los dos números daba un tercero. No se me ocurre, así a bote pronto, explicar un método ordenado mediante el cual descubrir la nueva regla, si es que la hipótesis sobre la existencia de ésta es la que resuelve el problema. Simplemente, vi enseguida que los resultados de esas pseudosumas eran múltiplos de las sumas. Naturalmente el “verlo” depende sobre todo del trato acumulado con los números que tenga cada uno. Supongo que a alguien refractario a éstos no le será tan inmediato darse cuenta de que 96 es múltiplo de 12, por ejemplo; incluso puede que le cueste algo más porque tampoco identifica a primera vista –sin pensar– que 8+4 es lo mismo que 12. De nuevo pues, el proceso de pensamiento que ponemos en marcha ante un acertijo está totalmente condicionado por nuestro aprendizaje previo, por las formas concretas en que hayamos entrenado nuestras neuronas. En fin, que uno lo “ve” y, a partir de ahí, es casi forzado que veas que el factor por el que se multiplica la suma para obtener el resultado es justamente el primer sumando. Es decir, la operación aritmética que se expresa tramposamente mediante el símbolo de la suma se escribe convencionalmente (a+b)·a. Y ya está resuelto el acertijo.

Naturalmente, la dificultad de un acertijo de este tipo radica en lo compleja que sea la operación que sustituye a la suma. Por ejemplo, si el problemilla fuera el que acompaña a este párrafo (con los mismos “sumandos” del segundo que adjunté más arriba), probablemente no pensaríamos que se ha modificado el operador, ya que a primera vista –salvo que uno sea matemático– es difícil de intuir de cuál se trata. Así que lo normal sería que tendiéramos a buscar el número que completa la serie 2-4,5-10,67-26,04 y me temo que acabaríamos rindiéndonos. Aclaro para los curiosos que en este ejemplo inventado la operación aRb =  ab/b! Demasiado complicada para que nuestro cerebro sea capaz de encontrar con los recursos que espontáneamente se activan ante estos acertijos ninguna pista que conduzca a la regla lógica. Pero es que, ya puestos, el problemilla podría involucrar modificaciones tanto en el operador como en el valor de los símbolos arábigos, aumentando geométricamente su dificultad. No hace falta añadir más escollos porque ya parecería que nos metemos en el terreno de la criptografía. Como en esa disciplina (crucial en nuestra era internáutica), el proceso mental característico de estos juegos ya no sirve y habría que moverse en el aburrido campo de la combinatoria exhaustiva, sólo accesible mediante el uso del ordenador (la “fuerza bruta”, como le dicen). O sea, que la validez de un acertijo está limitada a que su solución pueda encontrarse mediante el ejercicio mental casi espontáneo. Tanto que analizarlo y describirlo –lo que he intentado en este post– resulta mucho más largo que lo que se tarda en resolver el problema.


 
All that love and maths can do - The Durruti Column (Circuses and Bread, 1986)