domingo, 30 de agosto de 2015

La gran apuesta (5)

Los segundos de silencio helado parecieron eternos; varios miles de personas con nuestros músculos rígidos, las miradas fijas, los cerebros cortocircuitados. De pronto, un recogepelotas, un chiquillo regordete, corrió hacia el cuerpo inanimado de Isner quebrando el hechizo del tiempo inmóvil. Inmediatamente, tres tipos del equipo sanitario del torneo se apresuraron también hacia el tenista caído, a la vez que la multitud del público se revolvía inquieta, dejándose oír un rumor de intensidad creciente. Yo me mantenía en el fondo de mi pista, desconcertado, sin saber qué hacer; peor, sin siquiera acertar a pensar ordenadamente. Poco a poco, con esfuerzo, comencé a caminar hacia la red, mientras veía cómo llegaba una camilla, cómo depositaban con extremo cuidado al americano en ella, cómo a paso rápido lo sacaban del campo. Miré hacia la silla elevada; el árbitro principal ya no estaba ahí, sino junto a la entrada hacia los vestuarios, formando un corro con los otros árbitros al que se sumaban dos tipos con el uniforme de la organización. Me aproximé a ellos. En cuanto llegué se hizo el silencio; el mayor, un hombre barrigón y calvo, me detuvo apoyando sus dos manos en mis hombros. Mr. Ivanović, me dijo, por favor diríjase a su vestuario y espere allí; luego lo repitió muy despacio, silabeando cada palabra. Asentí sin hablar y me metí en el túnel. Antes, miré hacia las gradas: una multitud que bullía apelotonada hacia las salidas.

Bajo la ducha traté de ordenar mis pensamientos. ¿Qué había pasado? Isner había caído fulminado, ¿un infarto? Pero, ¿y la mancha de sangre en la camiseta? Como si le hubieran disparado. ¿Un tirador desde la grada? Jamás había ocurrido eso en Wimbledon, ni en ningún otro torneo importante. ¿Y para qué? Fuera lo que fuese lo sucedido, no me convenía en absoluto. Me sería prácticamente imposible mantener mi anonimato, culminar con éxito mi plan. Seguía reconcomiéndome cuando apareció el mismo calvo barrigón de antes quien escuetamente, sabedor de que no dominaba el inglés, me pidió que por favor lo siguiera. Cargando mi bolsa y ya vestido de calle me hizo pasar a la sala de prensa, pero esta vez no había periodistas, sólo dos tipos serios con el pelo muy corto y rasgos casi idénticos, que se veía a la legua que eran policías, acompañados de una chica rubia, muy joven, quien resultó ser la intérprete. El interrogatorio se inició sin ninguna introducción: Mr. Ivanović, podría facilitarnos su pasaporte; no lo llevo encima, contesté, sólo la tarjeta identificativa del torneo. Ambos se miraron un instante, como si confirmaran algo previamente hablado. ¿En qué hotel está? Les di el nombre y dirección del establecimiento. Lo conozco, dijo uno de ellos, el más rapado, no es habitual que ahí se alojen tenistas profesionales. Es que realmente no soy profesional sino un mero aficionado. Sí, lo sabemos, intervino el otro, está causando sensación y también mucha curiosidad; de hecho, como imaginará, necesitamos conocer algo más de usted, tendremos que pedir información a Montenegro. Claro, contesté, en todo caso, estoy a su disposición; ¿puedo saber qué le ha sucedido a John? Por supuesto, se enteraría inmediatamente en cuanto salga de aquí; le han disparado. ¿Cómo? Y no tuve necesidad de fingir mi asombro, por más que la idea ya se me hubiera ocurrido. Alguien desde las gradas bajas, suponemos, probablemente con una pistola deportiva de calibre .22, a lo largo de esta noche sabremos más. E Isner, ¿cómo está? No ha muerto, me contestó el más rapado, pero no pinta nada bien; en estos momentos deben estar operándolo. Entonces interrumpió el otro: Mr. Ivanović, si no le importa rellene este formulario; luego le rogaría que se desplace directamente a su hotel y no salga hasta que uno de nuestros hombres le visite por la mañana para requerirle el pasaporte.

Obedecí lo que me dijeron; en esa situación no debía hacer nada que centrase en mí la atención de la policía. Habían apuntado mi móvil y sin duda ya lo tendría pinchado; tampoco podía llamar desde el hotel pues enseguida sabrían a quién. De otra parte, nada de pasear por el barrio ya que lo más seguro era que hubiese alguien para vigilarme. Tendría que hacer acopio de toda mi paciencia y serenidad, y aguantar las ganas de llamar a Sara para que moviese sus contactos y averiguase qué podía haber pasado. Tampoco podía contactar con Zlatan y eso casi me carcomía más. De pronto me preguntaba si había calado bien al esloveno, si había hecho bien en fiarme de él, aunque sólo fuera parcialmente. ¿La apuesta que le propuse que compartiéramos tendría alguna relación con el disparo a Isner? Desde luego, por unas ganancias de cien mil libras no merecía la pena el riesgo de un atentado en Wimbledon. Pero, ¿y si la puja hubiera sido mucho más alta? ¿Y si mi confidencia hubiera animado a Zlatan a jugar por su cuenta, o peor, a involucrar a alguno de sus amigos poco recomendables? Dudé si entrar en la web de la casa de apuestas; los días anteriores lo había hecho a través de la wi-fi del hotel y era probable que el servidor guardara las conexiones de los clientes. Maldije mi imprevisión, un error garrafal que, aunque no hubiese ocurrido nada, podría ser una fisura en mi plan perfecto. Y ahora se volvía mucho más peligroso: si a la policía se le ocurría investigar y descubría que había estado fisgando en una web de apuestas deportivas mi propio partido, ¿cómo iba a explicarlo? Tenía que preparar algo convincente; no sé, que me había llamado algún familiar desde Montenegro para decirme que pensaba apostar a mi favor y eso me había picado la curiosidad. Noté que el nerviosismo se me estaba filtrando. ¿Qué hago, me dije, borro o no el historial del navegador de mi portátil? Decidí que no, porque si los policías supieran las webs que había visitado, hacerlo añadiría otro motivo de extrañeza. Además, estoy dejándome llevar por el pánico. Para investigar mis conexiones a Internet tendrían que sospechar que he participado en el crimen; y para requisarme el ordenador las sospechas habrían de ser lo suficientemente sólidas como para conseguir una orden judicial. Tengo que tranquilizarme, me dije.

Aún así, necesitaba despejar algunas dudas y, pese al riesgo –en todo caso mucho menor– me conecté a la red a través del 4G de mi móvil. La casa de apuestas tan sólo decía que el partido se había suspendido en el quinto set y que el monto acumulado casi era medio millón de esterlinas; considerando la cuantía de la apuesta de Zlatan (si se había atenido a lo acordado) no parecía nada raro. Por cierto, en ese momento se seguían aceptando pujas, pero mi victoria ya sólo se pagaba a 1,17. Obviamente el partido no iba a continuar y, salvo alguna decisión inesperada, ya estaba en la cuarta ronda donde el lunes 4 de julio, tal como había visto camino al vestuario, jugaría contra Denis Kudla, un ucraniano nacionalizado americano. Pero ahora parecía que faltaba mucho, un larguísimo fin de semana en el que con toda certeza iban a ocurrir bastantes cosas, tantas que tal vez todo se fuera al garete, que nunca se celebrara ese partido y que tuviera que darme por contento no ya con ganar la gran apuesta, sino con salir de ese embrollo sin demasiados problemas. 

De momento, lo mejor que podía hacer era dormir para estar fresco a la mañana siguiente, cuando vinieran a pedirme el pasaporte. Supuse que en esa inminente visita no me harían apenas preguntas, seguramente se limitarían a quedarse con la documentación y comunicar con la policía montenegrina, solicitándoles información sobre un tal Janko Ivanović, residente en Podgorica (no es que la capital de Montenegro sea muy populosa –poco más de 150.000 habitantes– pero lo suficiente para que haya un buen montón de Jankos Ivanović). La dirección de mi pasaporte correspondía a un apartamento en uno de los edificios más altos del ensanche de la ciudad –la llamada Nova Varoš– en el que en efecto había residido durante unos meses como Janko Ivanović y que seguía pagando religiosamente para que en el buzón figurara ese nombre, así que por ese lado no debía haber problema. De otra parte, el número de mi documento era el de un Janko Ivanović, nacido y también residente en la capital montenegrina y que hacía mucho –durante las guerras yugoslavas– había emigrado a Australia. Naturalmente, la huella dactilar era la mía, pero eso no me preocupaba porque era altamente improbable que en los archivos de Montenegro se conservara registro de ésta. En todo caso, si mi personalidad despertaba el interés de algún detective excesivamente escrupuloso –ya fuera en Londres o en Podgorica–, desenredar la madeja le costaría demasiado esfuerzo; pasaría bastante tiempo antes de que pudieran localizar al Ivanović al que suplantaba y, para entonces, de uno u otro modo el juego habría acabado. No, pensé, no tengo por qué preocuparme por este flanco, la única información sobre mí que pueden obtener a corto plazo es la que yo mismo les facilite. El mayor riesgo es que localicen a personas que me hayan conocido durante los últimos años, mientras he estado fuera de mi falso apartamento montenegrino y por el que sin duda me preguntarán. Se trata de repasar y mejorar la historia que tenía preparada, pero no tan a fondo como para soportar un interrogatorio policial.


 
(He's) The great imposter - The Fleetwoods (American Graffitti, 1973)

jueves, 27 de agosto de 2015

La gran apuesta (4)

Viernes uno de julio, pista uno de Wimbledon, inicio del partido a las 15:30 con puntualidad británica. Enfrente tenía al gigante de Carolina del Norte, nada menos que 208 centímetros, veintitrés más que yo; a esa altura súmesele la longitud de su brazo diestro para comprender desde dónde descendían sus mortíferos servicios. Había alcanzado el noveno puesto en el ranking de la ATP, pero ya hacía más de cuatro años; si limitaba sus aces no tenía de qué preocuparme. Nos saludamos junto a la silla del árbitro, antes de practicar el peloteo de rigor, durante el cual apenas mostré buenos saques mientras él me disparaba torpedos supersónicos. Supongo que se las estaría prometiendo muy felices, aunque ya había escondido el gesto arrogante que se le había dibujado unos minutos antes, cuando pasé por la zona mixta. Estaba con su novia, una chica atractiva pero no del tipo modelo espectacular. Sabía que se llamaba Madison y que diseñaba joyas; me había llamado la atención durante la semifinal de Miami del pasado año, cuando Isner perdió con Djokovic pese al desaforado entusiasmo animador de la chica. En fin, que ahí estaban los tortolitos, abrazándose sin recato cuando yo pasé a su lado, caminando con la cabeza algo gacha (pose ensayada) con aire de cansado, de quien casi ni puede con la bolsa de las raquetas. Entonces el gringo me echó una mirada a medias entre inquisitiva y despectiva y le susurro algo a la bella Maddy, quien no pudo reprimir una risita tenue, como un gorjeo. Luego, ya en la pista, se notaba que intentaba reprimir ese exceso de confianza, mostrándome su sonrisa de niño bueno. Espero que sigas en forma, pensé, porque en este partido vas a tener que esforzarte mucho más de lo que prevés.

El primer set discurrió exactamente como me había propuesto: un duelo de sacadores. Isner me dobló en números de aces (6 a 3), pero a la vista de los gestos de desconcierto ante algunas devoluciones mías, seguro que le parecieron pocos. Yo, en cambio, no quise forzar el servicio y preferí que cada punto fuera bastante más largo, que corriera. Mi estrategia quedó claramente reflejada en las estadísticas de esa manga: once errores no forzados del americano por sólo dos míos. En todo caso, cada uno ganó sus seis servicios con relativa holgura –varios 40-0 y ningún deuce– y nos plantamos como era inevitable en el tie-break. También en el desempate quise mantener la ficción de igualdad de modo que, con la misma tónica, llegamos hasta el 5-4 a mi favor, después de que yo hubiera fallado en la devolución de todos sus saques. Así que John se dispuso a jugar sus dos bolas de servicio bastante confiado en que me las ganaría fácil. Me disparó el primero y le solté un revés paralelo que botó como una exhalación en la esquina contraria, casi sin darle tiempo a correr. De pronto parecía que el tipo había quedado grogui; mientras seguían los aplausos, caminó casi errático al otro cuadro, se veía que intentaba ordenar sus pensamientos, decidir qué golpe escoger para evitar el set point. Optó por un saque potente buscándome el cuerpo y he de reconocer que le salió muy bien; apenas tuve tiempo de saltar hacia atrás y flexionar la espalda para poder armar un globo estratosférico, un golpe de defensa desesperada, de esos que casi siempre se van más allá de la línea de fondo. No fue así, claro, la pelota cayó sobre la línea, para la sorpresa de mi nervioso contrincante (incluso se le escapó un shit perfectamente audible y que no recibió el warning que merecía) que corrió de espaldas para regalarme una bola blanda a media pista que disfruté rematando sin piedad a su contrapié. Lo siento, chico, ya has perdido el primero.

Bien, la siguiente manga tenía que llevársela él, igual que había ocurrido en la edición del año anterior. La verdad es que describir el curso de los juegos resultaría muy pesado (para mí y para el lector) porque el set se desarrolló de forma muy parecida al anterior. O sea, que cada uno ganó con comodidad sus servicios (aunque estuvimos igualados en aces) y volvimos a desembocar en el fatídico juego de desempate. Y vuelta a repetir el monótono ejercicio de saques mortíferos con puntos que acababan en no más de tres golpes a favor del servicio. Así hasta el 7-6 para Isner y servicio para mí. Boté la pelota bastante más de lo habitual mientras, de reojo, anotaba la tensión en la cara del americano; luego la lancé hacia arriba y la dejé caer sin golpearla, abortando el saque. Me estaba divirtiendo. Por fin hice el servicio, un violento raquetazo cruzado que tenía todas las papeletas para ser un ace en la misma T, pero que el juez de silla cantó fuera. Hice un exagerado aspaviento de enfado y pedí el "ojo de halcón" aunque sabía de sobra que la bola no había entrado. Isner, en cambio, no parecía estar tan seguro por la ansiedad con que fijó la vista en la pantalla. Confirmado mi error (intencionado) dediqué al público y a mi adversario algunos gestos de preocupación; volví a botar en demasía la pelota, creo que hasta incurrí un poco en sobreactuacion. Luego estrellé la bola contra la cinta de la red para que cayera dócilmente de mi lado. Se escuchó un "oooh" en las gradas e Isner no pudo reprimir un salto de alegría. Bien chaval, ya has empatado el partido, uno a uno.

Empezábamos el tercero y éste me lo iba a llevar yo, pero, para darle algo de variedad al partido (hay que entretener al público) no sería de juegos cortos: que mi kilométrico amigo corriera un poco más, no le iba a dejar que siguiera con el recital de saques directos. Y eso hice, me revelé como un restador magnífico, devolviendo saques imposibles que volaban a 240 kilómetros por hora y obligando a Isner a ganar cada uno de sus servicios con mucho más esfuerzo que el anterior. Cuando yo sacaba, en cambio, recurría a la irregularidad que ya tenía que caracterizarme ante los aficionados: servicios espeluznantes que alternaba con errores bastante tontos (en esta manga me permití superar al americano en fallos), de modo que también alargaba los juegos, si bien corriendo bastante menos. En el octavo juego empecé a asustar consiguiendo una bola de break que habría significado el 5-3 pero que no materialicé.Gané mi siguiente servicio y me preparé para rematar el set con el saque de Isner. Como la ocasión lo merecía, me ocupé de darle emoción: ganaba él un punto y yo el siguiente, y así sucesivamente hasta contabilizar diez deuces. No había sido así el partido con Cilic del año pasado a cuyo esquema me estaba ajustando, pero es que tampoco se trataba de repetir al milímetro la puntuación, me bastaba con que el resultado final del set fuera el mismo. Tras el décimo empate, le repetí el mismo resto paralelo con el que me había llevado la primera manga, pero esta vez para ponerme en ventaja. De nuevo la misma expresión de desconcierto en el de Carolina, el mismo andar errático al cambiar de lado. Y los nervios le traicionaron, no consiguió la concentración necesaria y me lanzó un servicio flojito, impropio de él, y, para colmo, corrió hacia la red con la ingenua intención de volear mi resto. Estuve en un tris de compadecerme y dejar que se diera el gusto, pero no, ya valía. Solté un globo suave, una parábola que descendió suavemente hasta el fondo de la pista. Sólo pudo girar la cabeza desconsolado para comprobar que perdía el punto y el set. A seguir peleando, chico.

El pobre Isner volvía a estar deprimido y no era cuestión de que bajara su rendimiento, que teníamos todavía que durar bastante más. Este cuarto set va a ser para ti, lo animé mentalmente, y te lo voy a dejar ganar algo más fácilmente. Así que fuimos rápido, juegos de pocos puntos que siempre se llevaba el sacador hasta llegar por tercera vez al tie-break. Tampoco quise alargar el desempate, así que le regalé el primer punto con mi servicio y ya bastó con que cada uno mantuviéramos nuestro saque para que alcanzara el 7-4 final. Bien, a empezar el quinto sin favorito claro, el juego se estaba ajustando perfectamente a mi plan, seguro que las apuestas se habían animado y, desde luego, también el público (la pista se había ido llenando a medida que el partido se alargaba y crecía la incertidumbre por el resultado). Tras el breve descanso, el americano volvió a la pista visiblemente revitalizado; funcionaban los ejercicios de mentalización que le habrían recomendado sus psicólogos, me dije. Los cuatro primeros juegos se desarrollaron muy parecidos a los del set anterior, lo cual pareció reforzar la confianza de John en sí mismo. Que se venga arriba, decidí, e hice un servicio desastroso, regalándole un juego en blanco. El siguiente se lo dejé ganar cómodamente, admitiéndole dos aces: John se ponía 4-2 y se le veía eufórico. Mis dos primeros saques del séptimo juego volvieron a ser vergonzosos, una doble falta y un regaldo blandito para su drive que convirtió en un resto ganador: 0-30, a dos puntos del 5-2 y servicio para ganar el encuentro. Luego le encajé dos saques directos e inmediatamente un largo y violento peloteo que se anotó él; de nuevo bola de ruptura, nervios al verse tan cerca. No te me entusiasmes demasiado, le dije mentalmente, y pasé a ganarle los tres siguientes puntos sin casi dejarle opción de jugarlos. Por poco, me imagino que pensaría, pero no pasa nada, llevo un break de ventaja y tan sólo se trata de mantener mis dos siguientes servicios. Se puso a ello en el siguiente juego y no lo hizo nada mal, me resultó sencillo que se lo anotara convincentemente: 5-3 y restaba para llevarse el partido. Por supuesto que eso no ocurrió, y llegamos al décimo juego, su gran oportunidad de ganar el partido.

Estaba atardeciendo y calculé que en una media hora se suspendería el partido. Esa era mi idea, hacerle revivir al americano su partido del año pasado con Cilic y –ya para nota– que la interrupción se produjera con empate a diez juegos. Pero ello exigiría jugar doce games, lo cual ya era inimaginable; no obstante, procuraría hacerlos cortísimos, para que llegáramos al más alto puntaje posible. Así que, para empezar, le metí cuatro restos ganadores a sus cuatro servicios y a continuación, tras el descansillo que hice más breve de lo habitual, le fulminé con tres aces y una volea en la red. Con una pasmosa rapidez ya me había puesto 5 a 5 sin que John hubiera tenido tiempo de digerirlo. Luego a que ganara él su servicio, yo el mío y así sucesivamente, casi sin intercambios, para ver hasta donde se quedaba el marcador cuando el juez de silla decidiera que no había luz suficiente. En muy poco tiempo estábamos en 7 a 7 y el saque para Isner. Bueno, me dije, seguro que la suspensión vendrá tras este juego y me iré a dormir en desventaja; mañana prolongaré el partido hasta el 10-10 y luego le ganaré los dos últimos juegos. Para entonces ya llevábamos cuatro horas y veinte de partido, así que con las de mañana rozaríamos las cinco, unos treinta minutos más que lo que sufrió contra Cilic, no estaba nada mal. Pensando pues que éste iba a ser el último juego del día, decidí hacerlo un poco más entretenido para los espectadores y, de paso, facilitar el lucimiento de mi contrincante. Le devolví su primer cañonazo con un golpe defensivo y le dejé que dominara ese punto hasta que en el octavo golpe hice una dejada demasiado fácil, a la que llegó de sobra para meterme un revés cruzado ganador: grandes aplausos. El 30-0 lo consiguió con un ace casi perfecto (dudo que lo hubiera devuelto aunque hubiese querido). Luego otro punto largo, de fuertes y colocados drives desde el fondo de pista, mientras sutilmente me iba dejando desplazar hacia la derecha, abriéndole cada vez más espacio por mi revés. Tardó en atreverse, pero finalmente soltó el paralelo que le estaba insinuando y se colocó con 40-0, a casi nada de llevarse el juego. Y entonces, en medio del atronador aplauso que premiaba al americano, ocurrió lo inesperado. Isner acababa de empezar a caminar hacia el otro cuadro de servicio y de pronto cayó fulminado al suelo. Se hizo un silencio absoluto, todos mirábamos hipnotizados el cuerpo tendido sobre la hierba, boca abajo; en la camiseta blanca, a la altura del omóplato izquierdo, empezó a crecer una mancha roja oscura.

 
Crime of the century - Supertramp (Crime of the Century, 1974)

martes, 25 de agosto de 2015

Amor es sólo una palabra sucia

Parece que fue ayer. Fue en el café de la gitana con quien era la amiga de un amigo. Te sentabas con un bebé en el regazo y, sin rastro de dolor en tu mirada, hablabas desde una vida libre de cadenas. De tu boca escuché por primera vez que amor es sólo una palabra sucia.

Al otro lado del caótico escaparate los gatos maullaban al amanecer mientras yo permanecía callado. No tenía palabras que decirte, carecía de experiencia. Me escondí cuando llegó el padre de tu hijo. Seguramente pensaste que no estaba oyendo, pero te escuché cuando afirmaste que amor no es más que una palabra sucia, soez.

Me largué sin que os dierais cuenta. A partir de entonces, llevé las cosas a mi propio juego, entré y salí de otras vidas, busqué mi otra mitad, intenté disolverme hasta el fondo. Y aunque mis innumerables intentos de encontrar una puerta fracasaron, pensaba que nada era tan absurdo como creer que el amor fuera sólo una palabra malsonante.

Nunca supe a qué te referías cuando hablabas con tu hombre. Pero por fin, después de tantas noches en vela, después de tantos sagrados besos que creí eternos y se desvanecieron como humo, después de enamorarme de cientos de extraños, por fin ahora comprendo. Ahora sé que yo mismo he sido siempre que se ha puesto las trampas. Y ya no necesito que me aseguren que el amor es simplemente una palabra soez.

Es muy raro estar hoy a tu lado, después tantos años y tantas mesas de cafés. Quizá no me creas pero me siento como si estuviera mirando directamente la cara de mi maestra. Porque todo lo que he aprendido, todas las frases que me han dicho como si fueran para siempre, son todas barcos que han surcado mi mente y se han ido. No te puedo engañar, tampoco puedo decirte nada, sólo repetir lo que escuché aquel día: que amor no es más que una palabra sucia.


Los párrafos anteriores corresponden a las cinco estrofas de una canción de Dylan en traducción bastante libre. En la web oficial falta la última estrofa y además se fecha en 1967, aunque es anterior, como queda demostrado en el famoso documental Don't Look Back, que filmó D. A. Pennebaker de la gira de Bobby en Inglaterra en la primavera de 1965. Hacia el minuto 32 de esa cinta se ve a Dylan con Albert Grossman (su manager) y Joan Baez (con la que andaba medio enrollado) en la habitación del hotel. Bob está tecleando en una máquina de escribir manual (vista ahora parece antediluviana) y Joan canta la segunda estrofa de la canción que nos ocupa. La chica le dice "en cuanto la acabes, la grabo", él protesta que todavía le falta y ella se burla diciéndole que ya le ha puesto varios finales. Lo cierto es que la Baez la sacó en single en 1968 y años después, en el documental de Martin Scorsese No Direction Home(2005) cuenta que cuando Dylan la escuchó en la radio le comentó que era una gran canción, sin recordar que la había compuesto él mismo.

Gracias a Joan Baez, este tema es seguramente el más conocido del puñado de canciones compuestas por Dylan y que nunca grabó en discos oficiales. Varias de ellas –por ejemplo, Caribbean wind o Blind Willie McTell, por citar dos que a mí me parecen verdaderas joyas– las hemos podido escuchar cantadas por el de Minnessotta porque a partir de 1991 la Columbia (actualmente Sony) empezó a sacar los Bootlegs, a fin de barrer para casa y garantizar una mínima calidad de sonido a todos esos temas inéditos que circulaban en el mercado pirata desde antes de internet. Si tenemos en cuenta que bootleg es el término que se aplica a las grabaciones no autorizadas, no deja de ser paradójico que Dylan lleve ya 14 entregas, pero en fin. Así que, si bien hemos llegado a conocer muchas de esas composiciones en la voz de su autor, otras nunca –que se sepa– han sido grabadas y, entre ellas, esta Love is just a four-letter word.

Por muy poco inglés que hablemos, entendemos enseguida que el título se traduciría literalmente como "Amor es sólo una palabra de cuatro letras", lo cual funciona bien tanto en inglés como en español, aunque no en otro idiomas. De hecho, la primera vez que la escuché, allá hacia finales de los setenta, eso fue lo que pensé; bien es verdad que tampoco entendí casi nada de la letra, salvo el estribillo que se limita a repetir el título. Pues vale, pensé entonces, amor es una palabra de cuatro letras (ni siquiera presté la adecuada atención al just) ¿y qué? Mucho más tarde me enteraría de que la expresión inglesa four-letter word es un eufemismo para referirse a una palabra soez, malsonante (de fuck, el taco anglo por excelencia). Y más tarde aún me hice con la letra y entendí de qué iba la historieta que escribió un Bobby veinteañero y ha cantado innumerables veces la Baez con su atiplada y demasiado perfecta voz. Así, la canción desmitifica el amor, rebajándolo de sentimiento sublime inspirador de tantas vidas (y de tanta literatura romántica y derivados) a una mera palabra sucia, bastarda. El narrador oye la expresión de una mujer cuando todavía es un jovencito sin experiencia y se le queda grabada; vive múltiples experiencias amorosas en el afán de negar su veracidad y, al final, acaba concluyendo que sí, que el amor no es más que eso: una palabrota. Habría que preguntarle al Dylan de 74 años si, ahora que ha vivido, corrobora esa intuición del chaval provocador que él fue hace medio siglo.

Naturalmente, las mejores canciones de amor del Dylan de esa época (me refiero al periodo del 64 al 66 y a los cuatro grandiosos elepés que grabó) no están precisamente cortadas según el patrón romántico al uso. Sus heroínas son mujeres distintas y distantes -casi inalcanzables-, como las de Love minus zero/No limit, de Just like a woman o de Sad eyed lady of the lowlands. Pero, sobre todo, predominan las historias de despedidas, de fin del amor, o de relaciones erróneas, como las que se cantan en It ain't me babe, If you gotta go, go now, It's all over now, baby blue o Most likely you go your way. He de reconocer que esas letras me atraparon desde el principio. Por ejemplo, la citada It ain´t me babe me parece casi insuperable, a la que sólo se aproxima en esa temática –que yo conozca– la versión de los Zeppelin de Babe, I'm gonna leave you con la prodigiosa interpretación vocal de Robert Plant. Por cierto, hasta ahora mismo había creído que esta última (grabada en 1968) había sido inspirada por la de Dylan, pero buscando en internet me entero de que se trata de un tema de Annie Briggs, una cantante folk de los cincuenta; o sea, que puede que el deudor sea Bob.


Otra cosa que descubro mientras escribo este post es que el título Love is just a four-letter word lo plagió Dylan de un diálogo de la obra Camino Real, escrita por Tennessee Williams en 1953. En efecto, en más de una ocasión Bob ha manifestado que el autor de la gata sobre el tejado de zinc es su dramaturgo favorito, opinión que no debe despreciarse proviniendo de un tipo que, desde muy jovencito, ha devorado literatura a raudales. Por supuesto he visto muchas de las adaptaciones cinematográficas de obras de Williams (la mayoría de ellas excelentes películas), pero nunca una representación teatral ni tampoco las he leído. Si nos fiamos de los gustos de Dylan, será cuestión de empezar uno de estos días.

 
Love is just a four-letter word - Joan Baez (Any Day Now, 1987)

domingo, 23 de agosto de 2015

La gran apuesta (3)

Llegué tarde al hotel, un establecimiento discreto en el West End, no tan cómodo como debería pero escogido por motivos sentimentales, recuerdos de mi primera estancia londinense, la de un adolescente que cruzó Europa en tren en pos de su primer amor. Antes de recluirme en la habitación me permitía vagar sin rumbo durante una hora por esas calles pensando en Sonja, rememorando las escenas de aquellos calurosos días de un julio ya muy lejano, nuestra abrupta despedida. De algún modo, esos recuerdos casi difuminados marcaban el punto final de una primera etapa, el adiós definitivo a Montenegro, el brutal desgajamiento de mis raíces. Había pasado un cuarto de siglo y –ya lo he dicho– yo era otro, un extraño a su propio pasado. Y además, el yo que ahora era estaba también a punto de acabarse, de desvanecer sin dejar rastro por tercera vez en mi vida. Quizá por eso me abandonaba un tanto morbosamente a retazos de memoria casi ajenos, y hasta fantaseaba con la posibilidad remota de cruzarme con Sonja en ese barrio que no era ya el que fue brevemente nuestro. Porque algo me decía que ella seguiría en Londres, que como yo, pero por razones muy distintas, nunca regresó a Budva. Pero esa noche los pensamientos no corrían fluidos hacia mis dieciséis años; la sesión con los periodistas se imponía sobre ellos como un tutor antipático que exige atención. Me molestaba comprobar que un incidente más que previsto podía alterar la rutina fríamente planificada. Quedan tres partidos, me decía, tan sólo una semana durante la cual debo gestionar la curiosidad de la prensa, del público. Y tenía claro cómo: iba a ser un tenista autodidacta, muy tímido que rehuía a toda costa la fama; venir a Wimbledon era un reto personal, un sueño que tenía desde niño y que, una vez cumplido, no estaba dispuesto a que alterara mi vida tranquila en Montenegro. Por eso les iba a pedir que no preguntaran sobre mí, que sólo estaba dispuesto a hablar de los partidos, que por favor respetaran mi voluntad de anonimato.

Esa noche tuve pesadillas y, sin embargo, desperté con el cuerpo totalmente descansado, los músculos distendidos, como si sonrieran. Era el último día de julio, un jueves que amanecía soleado, cargado de buenos presagios. Fui al gimnasio cercano a Piccadilly del que me había hecho socio un año antes, durante el último campeonato, cuando, como uno más del público, me dediqué a estudiar con detenimiento a todos los jugadores. Allí trabajaba Zlatan, un esloveno que me había presentado Sara, un tipo de una fortaleza y capacidad física excepcional, ex-practicante de alto nivel de varios deportes –el tenis entre ellos– y que renegaba de todos. Tanto tiempo sudando juntos que podía decirse que nos habíamos hecho amigos, lo suficiente para que ambos supiéramos del otro cosas que escondíamos. Pero no tantas o, al menos, Zlatan no conocía lo que yo prefería que siguiera ignorando, aunque sin duda sospechaba. Sospechaba, por ejemplo, que mi nombre no era con el que me llamaba, que mis repetidas estancias en Londres durante los pasados doce meses no se debían a negocios financieros, que mis entrenamientos y buena forma no obedecían a una obsesión de ejecutivo. Sin embargo, Zlatan no quería saber, no por falta de curiosidad sino porque entendía que yo no quería que supiese, actitud que apreciaba y por la que, sobre muchas otras, lo consideraba amigo. Esa mañana nos dimos una buena paliza de pesas, estiramientos y ejercicios aeróbicos, una más de nuestras ya muchas sesiones. A la una estaba en mi habitación del hotel; tenía interés en ver el partido de segunda ronda de Nadal, para ver si se sacaba la espina de la humillante derrota del año anterior frente a Dustin Brown. El mallorquín iba por la parte baja del cuadro, así que no necesitaba estudiarlo, pero me caía bien y llevaba mucho tiempo siguiéndole con especial benevolencia. Pero tampoco este Wimbledon iban a irle bien las cosas, se le notaba descentrado, muy lejos de exhibir esa fortaleza mental de temporadas atrás. Ni siquiera acabé de ver el partido, aunque luego me enteraría que, por los pelos, consiguió pasar a tercera ronda.

A media tarde pasé un rato revisando las hojas de cálculo que me había enviado Sara por correo con la evolución de las apuestas durante mis dos partidos. En el de Moriya, antes de empezar, se pagaba 1,25 veces la apuesta por la victoria del japonés y 25 veces a quienes creyeran en mí; cuando jugué contra Berankis, los ratios iniciales estaban en 1,15 y 28 respectivamente. Es decir, apostar a mi favor resultó muy beneficioso para los pocos que lo hicieron, si es que hubo alguno. Durante los partidos los números fueron cambiando a medida que el puntaje me daba ventaja, como consecuencia del cálculo continuo de probabilidades del ordenador. Aún así, gracias a que con ninguno saqué ventajas apabullantes, como partía con coeficientes relativos muy inferiores, hasta el final siempre estuve por debajo o, lo que es lo mismo, en todo momento quien hubiese apostado por mí habría recibido más premio que quien lo hiciera por mi oponente. Al día siguiente me tocaba enfrentarme a Isner, el californiano de potente servicio. Comprobé en la web de la casa de apuestas que mi victoria se pagaba 20 a 1, bastante menos que en los dos partidos anteriores, bajada que había que atribuir a que el comportamiento del tenista desconocido empezaba a mosquear aconsejando reducir riesgos. Desde luego, tendría que hacer que el enfrentamiento fuera apretado para limitar el crecimiento de mi calificación en las apuestas. Tampoco podía darle demasiada ventaja a Isner y luego remontar (mi táctica para el encuentro definitivo), porque eso alarmaría demasiado. Mientras miraba las cifras de la Excel empecé a sentirme tentado por un primer experimento, por quebrar mi propósito inicial de resolverlo todo en una única jugada. Después de todo, me dije, si la apuesta no es muy llamativa no ha de levantar sospechas como antecedente del golpe final. Naturalmente, Sara no podía ser quien apostara (sería lo mismo que quemarla) y ni siquiera debía enterarse. A mi chica no le gustaba nada salirse de los planes, algo que la convertía en demasiado previsible; esa ventaja quería seguir manteniéndola.

Llamé a Zlatan y le propuse cenar juntos en un libanés que a ambos nos gustaba. Una de las facetas secretas de mi amigo eran sus relaciones con el mundo de las apuestas peligrosas (y siempre amañadas) de Londres; alguna vez me había insinuado la conveniencia de invertir en un combate de boxeo o una carrera de caballos. En esa velada fui yo el que sacó el tema, preguntándole primero si, ahora que se estaba disputando, Wimbledon no era objeto de apuestas clandestinas. Algo, me contestó, pero nada interesante; el tenis no da mucho juego, está demasiado analizado con tanta mierda de estadísticas. Hay un tipo nuevo, que no pertenece al circuito, un montenegrino que ha pasado la segunda ronda, ¿no lo has visto? Zlatan me miró fijamente, casi podía leer en su frente las preguntas que se estaba haciendo. No, respondió, ya sabes que odio el tenis. El caso, continué, es que estaba pensando en apostar algo de dinero pero no quiero que conste mi nombre. ¿De Montenegro, dices? Me gusta Montenegro, mi abuelo era de allí. ¿Y cuánto estás pensando apostar? No sé, digamos que cinco mil libras; se paga a veinte, así que ganaríamos cien mil. ¿Ganaríamos? Claro, Zlatan, iríamos a medias. Volvió a escrutarme, el ceño fruncido. ¿Y cuánto quieres que ponga yo? Había pensado que mil libras, ¿te parece bien? Mi amigo guardó un largo silencio, pensativo; finalmente habló. Tú conoces a ese tenista, seguro; no sé cuáles son tus planes y tampoco quiero saberlo a menos que te apetezca explicármelo. Te tengo aprecio, ambos venimos del mismo rincón del mundo –también este tenista que nadie conoce– así que cuenta conmigo. Nos miramos los dos un largo rato, no hacía falta que nos dijéramos más. Saqué cuatro mil libras de la billetera y las dejé sobre la mesa. Haz la apuesta mañana, poco antes de la una; luego, si te apetece, date un salto a Wimbledon para ver el partido. No, no me apetece, contestó, e intuyo que tú tampoco tienes ganas de que lo vea, y con una sonora carcajada se guardó los billetes.



Caminando de vuelta al hotel concluí que Zlatan había deducido que yo era el tenista desconocido. No necesitaba ver el partido y, además, no viéndolo dejaba la pelota en mi tejado, me concedía elegantemente el derecho a mantener nuestra amistad en el plano que yo deseara. Sara se cabrearía mucho si se enterara de cuanto me he expuesto ante este esloveno escéptico y huraño y, sin embargo, yo no sentía la menor inquietud. Al llegar a mi habitación me puse en el ordenador el último partido de Isner en el Wimbledon del año pasado. Fue contra Cilic; cuatro horas y media, para al final caer ante el croata; partido largo, pero nada comparado con el maratoniano de 11 horas que el mismo californiano había ganado en 2010 contra el francés Nicolás Mahut, creo que el más largo de la historia (70-68 en el tie-break del quinto set). Vamos a darle mañana unas cuantas horas tenis, me dije. Y de pronto pensé que sería divertido repetir el del año pasado: le gano el primer set, me gana el segundo, le gano el tercero, me gana el cuarto y, finalmente, le gano el quinto. Y todos apretados, con un solo break, incluso con la muerte súbita del tercero. Replicar el puntaje no era buena idea, desde luego; podía llamar la atención a los maniáticos de las estadísticas. Pero me hacía gracia, tentaba demasiado al ánimo juguetón que me embargaba y, además, se trataba de un reto añadido que mejoraría mi motivación, bueno para mi estrategia, para mi objetivo final. Con esa decisión me fui a dormir y esa noche no tuve ninguna pesadilla.

 
Hit me with your best shot - Pat Benatar - (Crimes of Passion, 1980)

martes, 18 de agosto de 2015

La gran apuesta (2)

Dos días después, el miércoles, tuve mi partido de segunda ronda. El oponente era el lituano Ricardas Berankis (83 de la ATP), a quien había entrenado fugazmente en Florida una década atrás, cuando todavía no había entrado al circuito pero prometía mucho (creo recordar que incluso llegó a alcanzar el número uno en el ranking junior). Afortunadamente, no me reconoció; había pasado mucho tiempo y, además, mi aspecto era bastante distinto del de entonces. La verdad es que el chico había mejorado tremendamente y disfruté jugando contra él. Un primer set muy igualado –le concedí varios deuces– en el que cada uno iba ganando su servicio hasta llegar al octavo, donde le hice el break después de unas cuantas ventajas alternas, para luego acabar el set con mi servicio (6-3). Para compensarle –me sentía algo conmovido– quise que se llevara el segundo set, así que mantuve la misma estrategia de juegos muy igualados hasta el décimo, en el que servía yo con un 5-4 en contra. Y de nuevo la misma historia con ocho deuces antes de que que tomara ventaja y a continuación yo cometiera una tonta doble falta: el chaval la celebró como si hubiese atizado el mejor de los winners. He de reconocer que en el tercer set me despisté; supongo que me noté muy seguro, demasiado convencido de que controlaba sin fisuras el tenis de Berankis. Así que, bastante relajado, me dedique a repetir el mismo esquema con la intención de romperle el saque en el último juego, devolviéndole en perfecta simetría el final del set anterior. Ricardas se puso 40-30 y me sorprendió con un majestuoso ace, forzando el tie-break. Por un momento me quedé paralizado: ¡no había sido capaz de devolver el servicio!

Me dirigí a mi silla cabizbajo, visiblemente afectado. Para disimular y ganar tiempo pedí los servicios del fisio, alegando una ligera molestia en el muslo derecho. Era la pista 3 y esta vez había bastante más gente, aunque lejos de estar llena; del público me llegaba un rumor de inquietud, pero apenas presté atención. Una idea me machacaba dolorosamente la cabeza: ¿y si éste hubiera sido el punto definitivo contra Djokovic? No, me decía, en ese caso no habría estado tan laxo; con todos mis sentidos en máxima alerta ni siquiera el serbio es capaz de colarme un ace. Sin embargo, el comezón insidioso no terminaba de írseme de la cabeza hasta que ahí mismo, mientras me masajeaban la pierna, tomé la decisión consecuente: tensaría la cuerda hasta el límite en el partido con Djokovic, sí, pero el juego clave sería con mi servicio. Con mi servicio, repetí en voz alta, y el sonido de mi propia voz actuó como analgésico instantáneo. Me levanté de un salto y corrí hacia la pista, dispuesto a ganar el tie-break. Y así lo hice: con algo de rabia por el susto que me había dado, empecé con saque directo, le devolví sus dos primeros servicios con sendos restos ganadores y volví a meterle dos aces: 5-0 a la velocidad del rayo, ya me sentía mejor. Sus dos siguientes servicios se los concedí, uno con algo de pelea y el otro admitiéndole otro ace, pero esta vez sabiendo que podría haberlo devuelto. Me tocaba sacar de nuevo y gané mis dos servicios, pero sin abusar, haciendo que fuera el muchacho quien fallara.

No voy a enrollarme con los dos siguientes sets. Mucho más tranquilo, quería que el partido pareciera peleado y lo logré. El cuarto set iba siendo un calco del segundo, por lo que, para meterle algo de variación y evitar que los maniáticos de las estadísticas se percataran de la identidad en la secuencia del puntaje, dejé que me ganara en blanco los dos juegos finales, incluyendo en el break en el último que forcé con nada menos que tres dobles faltas. Seguro que los periodistas deportivos que se estarían empezando a fijar en el tenista sin antecedentes repetirían que "irregular" era el adjetivo que mejor me calificaba: capaz de hacer aces fulminantes e inmediatamente ensartar una deplorable sucesión de errores en el servicio. Pero eso era lo que me convenía para mantener mi coeficiente lo más bajo posible. Llevábamos ya casi tres horas de juego y, la verdad, empezaba a notar el cansancio. Pero bastaba ver al chico –¡15 años menor que yo!– sudando la gota gorda para enorgullecerme de la excelencia de mi preparación física y mental. Resistí pues la tentación de acabar por la vía rápida y, disciplinadamente, decidí ser fiel a mi plan: había que mantener las apariencias, no podía exhibir ninguna superioridad. Así que hice que el set durara doce juegos y sólo en el último, y después de concederle tres ventajas, le rompí el servicio. Partido acabado con más de tres horas y media de tenis; el público, entusiasmado, nos premió a ambos con una cerrada ovación. Mientras recogía mi bolsa, dispuesto a desaparecer rápidamente del All England Lawn Tennis and Croquet Club, comprendí que no me iba a ser tan fácil como hasta entonces. El tenista desconocido ya empezaba a despertar la curiosidad de unos cuantos.

No tuve que esperar para comprobar lo acertado de mi pálpito. En el pasillo hacia los vestuarios me abordó un tipo de la organización y en un inglés extremadamente afectado me pidió que me dirigiera al control antidopaje. Luego, añadió, si tuviera la bondad, los caballeros de la prensa lo aguardan. La prueba de orina es por sorteo, pero sospeché que en mi caso podría deberse, más que al azar, a los recelos de algún directivo de la ATP. Supongo que para entonces ya estarían tratando de identificarme pero ciertamente no iban a pillarme con el nombre con el que me había inscrito, avalado por una documentación excelentemente falsificada. Otro gallo habría cantado, claro, si conocieran mi verdadera identidad; no en vano, hacia mediados de los noventa estaba en el circuito profesional y, con apenas veinte añitos era una de las más prometedoras figuras de la ATP (de hecho, llegué al duodécimo puesto del ranking). Pero ese tenista había dejado de existir hace ya mucho, desaparecido sin pena ni gloria y, sobre todo, sin que a nadie le hubiera importado –lo que en su momento me causó algo de rabia pero a la larga me sirvió de mucho–. Yo ya no era ese chaval y no tenía ninguna intención de permitir que me relacionaran con él. Pasaría pues el antidoping y procuraría soltar lo menos posible ante los periodistas. Supuse que me podría negar al acoso mediático, pero eso no haría sino dificultar más mis ansias de despertar la mínima atención. Además, ya había previsto que la aparición de un no profesional en el torneo había necesariamente de ser noticia; se trataba de hincharla lo menos posible.

Tras el chorrito y el paso por el vestuario me presenté en la sala de prensa. Ya había anochecido y los siete tipos que me esperaban aparentaban cansancio; mejor, pensé. A la mesa se sentó el que debía ser uno de los responsables del torneo para la relación con los medios y él mismo decidió abrir la sesión explicándome que todos estaban sorprendidos conmigo y deseosos de saber de dónde había salido. Con mi peor acento inglés, respondí que me tendrían que disculpar porque casi no hablaba el idioma y también me costaba mucho entenderlo; les agradecería si pudieran llamar a un traductor de montenegrino. Se hizo un silencio incómodo; no habían imaginado que un tenista en segunda ronda no dominara el inglés. Para colmo, a esas horas era obvio que no podían recurrir a nadie (por un momento me temí que Djokovic siguiera en el complejo y lo llamaran, pues el montenegrino no es más que un dialecto del serbocroata; pero por supuesto era una idea absurda). El petimetre que se las daba de maestro de ceremonias, visiblemente azorado, se excusó en un breve discurso silabeado; casi suelto la carcajada ante tan enfática y ridícula pronunciación. En fin, que me vino a decir que me emplazaba para después del próximo partido y que para entonces contarían con el necesario intérprete. Yo, mientras tanto, ponía cara de bobo, sonriendo mucho y bajando humildemente la cabeza, como si entendiera sólo a medias pero estuviese encantado de estar allí, en el sumo santuario del tenis, rodeado de personas tan agradables. Prueba superada.

 
Anyone for tennis - Cream - (Wheels of Fire, 1968)

lunes, 17 de agosto de 2015

La gran apuesta (1)

El sistema de apuestas se basa en el cálculo de probabilidades por ordenador. Al principio del partido cada jugador tiene asignado un coeficiente relativo determinado según sus resultados previos y que fija la probabilidad a priori de que gane el partido. Yo, al ser un desconocido en el circuito, partiría con el porcentaje mínimo, sin que importara cuál fuera mi oponente. Es decir que, me tocara Djokovic o un tenista de tercera fila, la relación inicial de las apuestas estaría 1 a 10, que era la máxima inicial; o sea, que si alguien apostaba por mí en el debut y ganaba obtendría diez veces su apuesta. Así que lo primero que me planteé fue resolver el asunto con un solo partido, pero era demasiado ambicioso para conformarme con diez veces la apuesta. Además, aunque la casa de apuestas que había seleccionado –domiciliada en el Caribe– eludía los límites de imposición y premios de la Unión Europea, no dejaba de tener los suyos propios. En concreto, ninguna imposición podía superar la centésima parte del monto acumulado en un evento al momento de hacerla, y no era sino hasta las rondas más avanzadas del torneo que las cantidades totales que se apostaban eran realmente grandes.

Así que opté por jugar unos cuantos partidos, los suficientes para llegar a enfrentarme con alguno de los grandes, a ser posible en cuartos de final, una ronda lo bastante avanzada para que las apuestas estuvieran calientes. Naturalmente, para entonces habría tenido que ganar varios partidos y sin duda mi nombre sería conocido y objeto de curiosidad por los aficionados. ¿De dónde ha salido este chaval que sin ninguna participación previa en el circuito es capaz de ganar a tenistas consagrados? Como es lógico, no podía acceder al torneo sin jugar la fase clasificatoria. Eran tres rondas para que pasaran dieciséis que se sumaban a los 96 “de derecho” en la formación del cuadro de siete rondas eliminatorias. Me grabé a fuego mi estrategia: clasificarme ganando cómodamente los tres partidos previos; vencer con dificultades crecientes los cuatro siguientes, ofreciendo dudas sobre mi fiabilidad; llegar a cuartos en donde, sin duda, me esperaría un top-ten y allí hacer la gran apuesta, dejando atónitos a todos, y llevarme toda la pasta posible.

Los tres partidos previos no tuvieron mucha historia. El primero fue contra un irlandés, James McGee, al que dejé llegar al tie-break en el primer set para endosarle un rosco en el segundo. En la siguiente ronda me tocó con Alejandro Falla, un colombiano zurdo que me sorprendió en los primeros juegos con su agresividad; por unos momentos me asaltaron las dudas, ¿puedo llegar a cuartos si el ciento veintidós del ranking me pone en problemas? Pero fue un espejismo: gané el primer set por un relativamente apretado 6-4 y el segundo con un contundente 6-1 (le concedí su primer servicio para que no se desmoralizará antes de tiempo). El último escollo de esa fase previa fue un alemán, Andreas Beck, bastante más rezagado que los otros dos en la lista de la ATP (el 218). Con él no tuve demasiados escrúpulos: victoria clara por un doble 6-2. Bueno, ya habían acabado los preámbulos; me quedaba el fin de semana para pasear relajadamente por Londres porque el lunes 27 de junio empezaría el juego en serio.

Me pusieron en la parte alta del cuadro, la encabezada por Novak Djokovic, el número uno. No podía creer en mi suerte; si todo iba bien me cruzaría con el serbio en cuartos de final, justo en el momento ideal según mis previsiones. Además, el camino no parecía nada difícil, todos jugadores de segunda fila, salvo el californiano John Isner, pero lejos de su mejor forma, aunque debería cuidarme de su mortífero saque. Desde luego, habría sido difícil que la organización lo hubiera hecho mejor; ¿habría tenido Gail algo que ver? ¿Hasta tanto llegaban sus habilidades? Pero esa duda no la podía despejar de momento y me convenía no dedicarle ni un pensamiento. Lo que hice en cambio fue enviar el correo anónimo convenido a Sara: "Miércoles 6 de julio. Djokovic". Mi cómplice principal contaba con nueve días para completar las cincuenta mil libras que nos convertirían en archimillonarios.

En la primera ronda me enfrenté a Hiroki Moriya, un japonés jovencito de poca envergadura, 164 en el ranking, pan comido. Empecé sirviendo y le regalé el primer break, pero en el cuarto juego le devolví la rotura y puse el dos iguales en el marcador. Luego le gané los tres siguientes juegos (mis dos servicios y otro break a mi favor en el suyo), le dejé que mantuviera su saque (5-3) y rematé el set con un juego en blanco (6-3). En el segundo set el pobre japonés se había venido abajo y tuve que esforzarme en mantener la apariencia de un enfrentamiento peleado. En sus servicios me propuse no hacer más que devolverle las bolas a su drive, lo más blandas posibles. Ganó el primero pero me regaló su segundo saque con dos dobles faltas y otros dos intentos de derechas asesinas que se le estrellaron en la red (1-2). Pareció reponerse en el quinto juego, mejorando notablemente su saque (incluso me coló un ace) y rematando con acierto mis obsequios (2-3). Me planteé si ofrecerle un break en el sexto juego, pero a la vista de sus errores se me antojó que sería demasiado evidente. En el siguiente, Moriya volvió a dar un recital de errores con su servicio, de modo que no me quedó más remedio que llevarme también ese set por 6 a 2. Mientras mordisqueaba un plátano en el descanso decidí ensayar la táctica que habría de aplicar con Djokovic en ese tercer y último set. Así que le deje ganar con facilidad el primer juego, cometí tres dobles faltas en el siguiente y le di el primer break, volví a permitirle ganar su servicio y de nuevo fui sumamente torpe en el cuarto juego. Hiroki sacaba con un 4-0 a su favor y se le veía mucho más animado; pero entonces, el tenista desconocido cambió radicalmente. Empecé a devolverle todas las bolas, cuidándome de evitar golpes definitivos; lo que pretendía era hacerle correr de un lado a otro de la pista, agotarle e incluso forzarle alguna torsión desafortunada. Perdió los cuatro puntos tras larguísimos peloteos y en el penúltimo se cayó tras un contrapié. Se retiró a su silla visiblemente cansado, dolorido, incluso desconcertado, pero todavía ganaba 4-1. En el sexto juego comencé con un saque débil a su zurda, me lanzó un revés cruzado y entonces me dediqué, de nuevo, a bailarle sin pausa; creo que fueron treinta golpes, un intercambio que decidí acabar con una dejada que el pobre japonés trató sin éxito de alcanzar volando en plancha. Al levantarse le sangraba la nariz. El segundo punto repetí la táctica y cuando ya llevaba tres minutos corriendo apoyó mal el pie izquierdo y se torció el tobillo. Victoria por abandono. Fácil y sin llamar demasiado la atención (fue en la pista 9 y apenas hubo espectadores; dudo incluso que lo televisaran en directo).

 
Betting man - Matt Schofield - (Heads, Tails & Aces, 2009)

miércoles, 12 de agosto de 2015

Carta abierta de un torero

El Mundo del lunes publica una carta abierta al Director de Sebastián Castella, matador de toros, "cansado de que los toreros nos hayamos convertido en moneda de cambio política y nuestra imagen sea vilipendiada día tras día en el panorama informativo". Según este muchacho –32 años– la campaña contra las corridas de toros refleja una persecución política e ideológica, la ejercen quienes, en nombre de una "presunta corriente animalista", se creen en el derecho de arrebatarle la libertad a un pueblo. Hoy son los cosos taurinos, pero mañana será cualquier otra manifestación artística que no les caiga en gracia, dice recordando el poema anti-nazi del pastor Niemöller.

Me entero de esta cartita gracias a Facebook, difundida por quienes entienden los ataques contra la Fiesta Nacional como atentados a las sacras esencias de la españolidad. Supongo que el éxito del texto deriva de vincular la defensa de la tauromaquia con la de los derechos y libertades democráticos, ámbito argumentativo que no suele ser demasiado transitado en este asunto (y que, por cierto, muchas de estas personas sólo invocan cuando sienten que se están conculcando sus ideas, rara vez con carácter general). En todo caso, pese a que sin duda el torero se siente injustamente agraviado, no me parece que sus razones tengan ni de lejos suficiente consistencia.

Dice Castella que los antitaurinos vulneran el derecho a la libertad y a la seguridad (Carta de los Derechos fundamentales de la Unión Europea). Supongo que entiende que porque se le coarta la libertad de dedicarse a su profesión o la de los aficionados a disfrutar de la Fiesta. Ahora bien, uno tiene derecho a ejercer el oficio que quiera o a disfrutar de cualquier espectáculo, siempre que ambos no estén prohibidos por las leyes; no se trata de derechos absolutos en abstracto. Si, como sostienen los seguidores de esa "presunta corriente animalista" debería prohibirse el maltrato animal, especialmente cuando su única finalidad es el entretenimiento de los humanos, está claro que dedicarse a dañarlos o a ver cómo lo hacen deja de estar amparado por ese derecho genérico. Además, en la mayor parte de Europa no se reconoce este derecho; en Cataluña, donde sí se permitían las corridas se han prohibido, sin que –que yo sepa– se haya impugnado la norma argumentando que vulnera el derecho a la seguridad. En cuanto a la seguridad, ¿a qué se refiere? ¿A que le agreden por ser torero? De momento me parece que las leyes siguen garantizando ese derecho.

También los antitaurinos, siempre según este señor, van contra el derecho a la libertad de pensamiento, lo que hay que interpretar que están impidiendo que la gente piense libremente que le gustan los toros. Hombre, que quienes creen que las corridas son algo malo y no deberían existir intenten convencer de ello a los defensores de las mismas sólo muy abusivamente se puede calificar de coacción a la libertad de pensamiento. Cosa distinta sería que se obligara a alguien a cambiar de opinión (o ilegalizar la que tiene) de lo que no veo ningún indicio. Además, dada la polarización en este asunto, no me parece que los "animalistas" se molesten siquiera en intentarlo y, en todo caso, de hacerlo, no están logrando ningún éxito.

Más pertinente me parece su queja de que se infringe el derecho a la producción y creación artística (artículo 20 de la Constitución) así como el derecho a la libertad de expresión y de las artes (artículos 11 y 13 de la Carta europea). Esto lleva el discurso al tan manido (y querido por los taurinos) argumento de que la tauromaquia es una expresión artística. No voy a discutir –es más, acepto sin reservas– que una corrida pueda considerarse un espectáculo artístico, en la cual torero y toro (y demás comparsas) crean una "danza" de sublime belleza capaz de provocar en los espectadores las más hondas emociones estéticas. Al fin y al cabo, arte puede haber en cualquier actividad, por muy atroz y rechazable que sea en términos éticos. Lo que pasa, como en el derecho a la libertad de disfrutar de un espectáculo, lo relevante en éste no es que sea o no arte, sino que la actividad sea permitida o no por las leyes. Los catalanes (como en gran parte de Europa) han prohibido que se haga arte con las corridas, entendiendo que la pérdida que ello supone queda compensada con otros bienes más importantes. Estoy convencido que las ceremonias de sacrificios humanos de los aztecas o, entre nosotros, los autos de fe, podían ser espectáculos de gran valor artístico. Si se prohibieron fue porque se entendió que la tortura y muerte de seres humanos no debía ser la materia con la que se hiciera arte (no porque no se debiera matar a seres humanos). Esos "animalistas" que tan antidemocráticos le parecen a Castiella piensan lo mismo sobre la tortura y muerte de los toros.

En fin, que entiendo que el torero francés se sienta muy dolido al corroborar que cada vez más personas piensan que su profesión no debería existir y hagan campañas (muy agresivas, según él) para conseguir que las corridas se prohíban. Quizá no se percate de que el que existan estas personas en un país con una fuerte tradición taurina es justamente una prueba a favor de que hay libertad de pensamiento; quizá tampoco de que el hagan estas campañas demuestra que hay libertad de expresión. Si, pasado el tiempo, una mayoría suficiente de españoles llega a pensar que, por mucha tradición y arte que se quiera, no se justifica el maltrato animal y mucho menos para el entretenimiento humano, éstos se prohibirán y no se entenderá que esos derechos que invoca Castella amparan la tauromaquia. No es más que la evolución de los valores éticos de la sociedad, igual que ha ocurrido en muchos otros asuntos a lo largo de la historia. Por mi parte, me parecería muy bien que evolucionáramos en esa dirección. Y en cuanto a este hombre, no dudo que sea un excelente matador de toros (con mucho arte), pero creo que deja mucho que desear razonando.

 
Los toreros muertos - Los Toreros Muertos (30 años de Éxitos, 1986)

domingo, 9 de agosto de 2015

Otro texto prescindible sobre el sexismo en el español

Me gustaría saber quién –y cuándo y en qué circunstancias– fue el primero (probablemente la primera) en emplear la ya consagrada (parece) duplicación de los nominativos personales en masculino plural, a quién se le ocurrió por primera vez decir en público “ciudadanos y ciudadanas” o el término originario que fuera. Me pregunto si los estudiosos de la evolución del lenguaje habrán guardado registro de esos primeros balbuceos de innovación o tal vez, en lo que sería culposa omisión de profesionalidad, no les dieron importancia pensando que se trataba de una ocurrencia estúpida sin ninguna posibilidad de consolidarse en el habla cotidiana. Lo cierto es que no encuentro ningún estudio sobre este episodio reciente de la evolución de nuestro idioma, y mucho menos los nombres propios de los esforzados y esforzadas adalides (¿y adalidas?) de esta cruzada reivindicativa contra el deleznable sexismo implícito en el castellano (y también en el catalán, ya que el proceso ha sido absolutamente mimético). Como es obvio, de nada vale el argumento académico de que en español el masculino plural comprende genéricamente ambos sexos. Porque la crítica profunda no apunta, como erróneamente piensan algunos, a que en el término “ciudadanos” no se incluyan las ciudadanas, sino a que el hecho de que el plural omnicomprensivo sea en masculino revela la irrelevancia histórica (mientras se formaba el lenguaje) de las mujeres. Es decir, por mucho que, en efecto, al decir “ciudadanos” nos refiramos indistintamente a los ciudadanos y ciudadanas según establecen los manuales de la lengua, lo cierto es que tal convención normativa surgió cuando esos términos colectivos aludían a un conjunto formado exclusivamente (o muy mayoritariamente) por hombres. Y esa discriminación originaria sigue vigente en el subsconsciente de los hablantes –sostienen los cruzados contra el sexismo– como prueba que inevitablemente la imagen primera que nos viene a la cabeza al escuchar un plural genérico sea la de un grupo de hombres; sólo en un segundo paso mental hacemos la traducción al significado canónicamente correcto. Abundando en la tesis, para referirse a los colectivos que tradicionalmente han estado formados casi exclusivamente por mujeres –las enfermeras, por ejemplo– no parece funcionar del todo bien el empleo del plural genérico en masculino.

Reconociendo (porque me parece indiscutible) que la elección histórica del masculino para el plural genérico tiene sus orígenes en una discriminación social contra las mujeres, no me parece que éste sea un argumento válido para la actual duplicación de los genéros, salvo que se entienda como resarcimiento de  injusticias del pasado. En cambio, sí me parece más relevante la crítica que subyace en esta moda que ya no lo es tanto: que por más que “normativamente” el masculino plural tenga un significado genérico, connota de hecho en los usuarios del lenguaje la misma discriminación sexista que le dio origen. Ciertamente, pese a ser redundante, incómoda y, sobre todo, fea, la duplicación cumple eficientemente su función de expresar sin ambigüedades que el hablante se está refiriendo a los dos sexos. Además –añaden algunos– es “ideológicamente” neutra, no supone ningún trato de favor hacia uno u otro género (salvo, en todo caso, la primacía del masculino por ser el que se enuncia habitualmente en primer lugar). De hecho, sin embargo, en la gran mayoría de los casos, lo que se está haciendo es enfatizar que en el colectivo del que se habla hay mujeres, reivindicando su visibilidad diferenciada que no estaría suficientemente garantizada en el plural genérico. Simétricamente, claro, se hace lo mismo con los hombres, de modo que el término colectivo pierde unidad conceptual para estar siempre formado por dos colectivos, uno de cada sexo. Dicho de otro modo: la condición sexual se erige como lo más relevante, negándole al lenguaje la posibilidad de disolverlo en un término que no la tenga en cuenta. Si queremos referirnos con una sola palabra al conjunto de los ciudadanos (y ciudadanas) habremos de decir “la ciudadanía”, aunque esta palabra no funciona del todo bien en las arengas políticas. Lo malo es que la mayoría de conceptos colectivos (los que según la RAE se expresan en masculino plural) carecen de un equivalente a “ciudadanía”: ¿Cómo nos referimos a los españoles y españolas con una sola palabra en la que no queramos reflejar la división en dos sexos? Así pues, resulta que romper la connotación masculina que todavía hoy implica el uso del plural genérico mediante la solución de la duplicación conduce a una priorización de la división sexual, a una insistencia explícita (y machacona) en la diferenciación que, a mi modo de ver, parece un camino erróneo para evitar –en el ámbito lingüístico– la discriminación. Tíldeseme de ingenuo, pero quizá lo más deseable sería que no fuera necesario especificar el sexo al referirse a un colectivo, sino la cualidad común de personas de todos sus integrantes.

Dije antes que tengo curiosidad por saber si esta reciente evolución del lenguaje está siendo objeto de atención por los estudiosos, dando por sentado que se trata de una evolución real, de lo cual todavía no hay pruebas sólidas. Lo único que de momento podemos constatar es que se ha impuesto en un sub-lenguaje muy concreto, el de los políticos en sus declaraciones públicas (sea en mítines, entrevistas, tertulias, etc). Sin embargo, no conozco todavía a nadie que en su lenguaje cotidiano (hablando con los amigos, en su casa, etc) duplique el plural en los dos géneros; todos, incluyendo a los políticos, usan invariablemente el plural genérico. Así que a lo que estamos asistiendo es a un divorcio entre el lenguaje normal (el de la gente, el que realmente importa) y el que usan los personajes públicos cuando hablan en público. Pero no desdeñemos su importancia, porque la historia contiene numerosos ejemplos de la popularización de términos y formas de uso que originariamente estuvieron limitadas al lenguaje de las élites. A fuerza de bombardearnos con la duplicación, ¿lograrán los políticos que el español pierda el significado genérico del masculino plural? Desde luego, si ocurre, habrán de pasar muchos años, de desaparecer las generaciones que hemos aprendido el lenguaje con esta convención normativa; y durante ese largo periodo, los cruzados de este cambio lingüístico no habrán de desmayar en sus esfuerzos. Por tanto, a quienes desean que esta muestra de discriminación sexista sea definitivamente erradicada del español les recomiendo mucho tesón, sin que les desanime la certeza de que no podrán ver su victoria. De otra parte, han de saber que luchan contra uno de los factores más presentes entre los que dirigen la evolución lingüística, que es el de la simplificación. Evidentemente, es mucho más sencillo decir los ciudadanos que duplicar el sustantivo en los dos géneros; y no digamos si esta duplicación se aplica con rigurosa coherencia (“los ciudadanos y ciudadanas estamos hartos y hartas de unos políticos y políticas que no nos representan”). En fin, que veo muy difícil que en un futuro nuestros descendientes hablen así de forma espontánea.

A lo peor es que los desconocidos innovadores lingüísticos por quienes me preguntaba en el primer párrafo se equivocaron de táctica para lograr su objetivo de acabar con la discriminación sexista del español. Más acertada me parece otra que también ha alcanzado bastante difusión; me refiero a la sustitución de la desinencia del masculino plural por otra nueva para denotar los colectivos de ambos sexos. Se trata del joven símbolo de la arroba (@); la verdad es que la elección es bastante acertada formalmente, porque el signo integra adecuadamente las imágenes de la a y de la o, las dos vocales que en español corresponden en la mayor parte de las palabras a los géneros femenino y masculino. Obviamente, se trataría de una nueva vocal, lo cual ofrece una ventaja añadida, que es la de que puede funcionar también en el singular genérico. Por ejemplo, cuando queremos expresar que “el ciudadano español está harto de los políticos” evitando toda discriminación sexista, en vez del incómodo “el ciudadano y la ciudadana español y española está harto y harta de los políticos y de las políticas”, usaríamos el mucho más elegante (y corto) “el ciudadan@ españ@l está hart@ de los polític@s”. Con un poco de práctica dominaríamos la nueva convención que tendría la ventaja de que aumenta el grado de precisión del lenguaje, permitiéndonos diferenciar –cuando usamos el masculino, tanto singular como plural– si nos referimos a ambos sexos o sólo a los hombres. El problema, claro, es que todavía no hemos acordado cómo pronunciar esta nueva vocal, lo que hace que esta solución esté de momento limitada al lenguaje escrito. Quizá debería sonar como una especie de intermedia entre la a y la o, al estilo de esas vocales híbridas con las que cuentan otros idiomas y que a nosotros nos cuenta tanto identificar correctamente. Así, ciudadan@s se pronunciaría más o menos como ciudadanoas. Naturalmente, la lógica gramatical obligaría a que esta vocal neutra no sustituyera sólo a las aes y oes sino que apareciera siempre en un artículo, sustantivo o adjetivo cuando quiera usarse con significado genérico (por ejemplo, l@s español@s que se leería loas españoloas).

Una opción que hasta ahora no había conocido es la más radical de sustituir el plural masculino genérico (o el singular masculino también genérico) por el femenino. Si las reglas convencionales del castellano hacen que los ciudadanos sea igual a los ciudadanos y las ciudadanas, compensemos esa discriminación sexista originaria y convengamos a partir de ahora de que esa igualdad sea respecto de las ciudadanas. Naturalmente, la nueva solución es merecedora de exactamente las mismas críticas que la actual: se basa en una discriminación. Pero esta discriminación, al ser contraria a la tradicional (y todavía presente) adquiere un valor positivo, se convierte en una especie de denuncia, de provocación. Imaginemos que leemos “la institución que dejó mayor huella en la historia de posguerra ya no se encuentra entre nosotras” o “la lectora atenta habrá notado que falta algo importante en esta historia de crecimiento y crisis”. De entrada nos invade el típico desconcierto de toparte con algo que no es lo que se supone que debe venir, aunque enseguida entendemos que esos anómalos (e incorrectos desde la norma) femeninos tienen el valor semántico del genérico. Pero ciertamente el recurso interrumpe el flujo natural de la lectura, nos obliga a prestar atención –y quizá hasta a cuestionarnos– al género de los sustantivos genéricos. Como digo, nunca me había encontrado con esta opción hasta hace unos días en que apareció misteriosamente el libro de Varoufakis que, comprado hace tres meses, había decidido esconderse por una temporada. Pues bien, en el ejemplar de que dispongo (Capitán Swing Libros, 2013) los nombres genéricos aparecen en femenino (aunque no siempre). Teniendo en cuenta que el original es en inglés y que en este idioma los nombres carecen de género (reader) achaco esta excentricidad a los traductores, Celia Recarey y Carlos Valdés. Lamentablemente, no hay en el libro ninguna nota de los traductores que aclare sus intenciones. Aunque tampoco le auguro mucho futuro a esta propuesta de cambio del discriminatorio castellano, he de confesor que preferiría que los políticos sustituyeran el irritante ciudadanos y ciudadanas por el ciudadanas a secas. Total, no habría de ser el sentido del ridículo lo que les coartase.

 
No way to treat a lady - Bonnie Tyler (Secret Dreams and Forbidden Fire, 1986)

miércoles, 5 de agosto de 2015

No pasa nada

Sigue ahí, mirándome fijamente desde sus ojos inexistentes, negras cuencas vacías. Flota etéreo por detrás del cuerpo desnudo de mi mujer; ella sobre mí, él sobre ella. Boca arriba, trato de no mirarlo, pero lo veo aún cerrando los párpados. Los abro y recorro la piel húmeda de K, mis manos aprietan sus caderas, se acompasan al ritmo lento y profundo de éstas. Es un niño pequeño, de unos cinco o seis años, tez sonrosada, pelo rubio revuelto, el torso desnudo y a partir de la cintura el cuerpo se va transparentando, difuminándose, como si se disolviese en el aire de la habitación o, tal vez, como si surgiera de él, condensándose en ese ente irreal, ajeno a nuestro mundo. Sé que es una alucinación y quiero rechazarla, mientras K se inclina sobre mi pecho, me sostiene la cara, besa mis lágrimas y me abraza sin interrumpir la estrecha comunión de nuestros sexos. Tengo miedo de mirarla, terror de que el niño ciego y fantasmal se funda en su cuerpo, que la mujer con la que estoy haciendo el amor me mire desde negras cuencas vacías.

Camino por un largo pasillo de suelo y paredes brillantes. Los revestimientos son de algún tipo de material plástico muy reflectante y en el techo se empotra un tubo interminable de excesiva luz fluorescente. Busco la puerta correcta entre las infinitas que se suceden a ambos lados de ese corredor interminable. Sé que sólo una permite el regreso, escapar de este escenario de pesadilla. Estoy cansado, agotado, porque llevo muchísimo tiempo caminando sin detenerme, aunque no sé por qué ni cuándo empecé. De hecho, siento que siempre he estado caminando por este pasillo, un siempre que anula el fluir de tiempo para convertirlo en un ahora suspendido. Así que tampoco sería adecuado decir que estoy caminando y sin embargo el pesado cansancio de mis piernas corrobora la paradoja. Sólo sé que he de abrir una puerta, la puerta, pero no abro ninguna porque ninguna por las que paso (¿paso?) es la correcta. Lo sé sin necesidad de abrirlas, como sé que de atravesar cualquiera de las infinitas erróneas entraría en un mundo que no me corresponde, sin posibilidad de regreso.

Estoy en la consulta del ginecólogo y veo en el monitor las imágenes ecográficas del que habría podido ser mi hijo: pequeña masa humanoide encerrada en una cavidad carnosa. Está muerto, traduzco para mí las palabras pretenciosamente analgésicas del médico; está muerto, me repito con monocorde brutalidad. Y siento una extraña náusea, y un vacío en el útero que no tengo, y aflojamiento en las piernas. Evoco otra escena de una década antes, tan igual y tan distinta. Mientras sigo caminando los recuerdos se confunden en este presente eterno, con la sola compañía del niño desnudo y etéreo de negras cuencas vacías, el niño que soy yo y que nunca, salvo en el efímero espejismo de un sueño, he dejado de ser.

 
Nothing's what I cry for - Dana Fuchs (Love to Beg, 2011)