Una notable diferencia entre los debates soberanistas de Quebec y Cataluña (o del País Vasco) es que en Canadá que una parte del Estado celebrase en referéndum no debía ser ilegal y en España parece que sí lo es. Aclaro que no he confirmado si el Derecho canadiense (o el quebequés) permite que el gobierno de una Provincia convoque una consulta popular sobre asuntos que afectan a la integridad territorial o a la forma política del Estado. Es probable que no haya tal norma positiva pero quiero suponer que tampoco habría ninguna prohibición expresa. Y hago tal suposición porque, si la hubiera habido, lo normal habría sido que el gobierno federal hubiese impugnado la iniciativa del de Quebec y, en cambio, no he encontrado ninguna referencia en las crónicas de aquellos días en tal sentido. Por el contrario, como ya he contado, Trudeau y sus colegas se implicaron en el debate y pidieron a los quebequeses el voto negativo en el referéndum, lo que habría sido incongruente si éste hubiera estado proscrito por la legislación canadiense. Ahora bien, que celebrar un referéndum en Quebec sobre asuntos políticos que afectaban al conjunto del Estado no fuera ilegal no equivale a que el resultado de ese referéndum tuviera algún tipo de consecuencia legal vinculante. Eso lo dejó muy claro Trudeau declarando sin ambigüedades que en esos momentos el Gobierno no tenía margen legal para negociar la relación política de la Provincia con el Estado federal. Dicho de otra forma: consultar a los quebequeses (y no al resto de los canadienses) sobre la relación que deseaban mantener con el Estado no era ilegal, aunque los resultados de dicha consulta carecieran de todo efecto jurídico.
En España, sin embargo, las cosas son muy distintas. Lo primero que llama la atención a un profano al indagar en este asunto de las consultas populares es que, ya desde el legislador constitucional, había una profunda desconfianza hacia las formas de lo que se ha llamado democracia directa. La Constitución incluye entre las competencias exclusivas del Estado la “autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum” (artículo 149.1.32ª). Verdad es que la Constitución solo prevé tres tipos de referendos (modalidades, diría la Ley Orgánica 2/1980) y los tres son consultas que afectan al Estado en su conjunto y, por lo tanto, parece razonable en principio que su autorización competa al Estado. Pero también es cierto que la ambigüedad de la Constitución en cuanto al término referéndum ha obligado al Tribunal Constitucional a ir precisando su alcance y lo ha hecho en un sentido expansivo, de modo que casi podría decirse que cualquier consulta con adecuadas garantías pasa a entenderse como un referéndum y, por tanto, su celebración queda a merced de que el Gobierno la autorice o no. Prueba de ello es que desde el año 1980 ha habido 60 solicitudes al Gobierno de celebración de referendos municipales, de las cuales 24 fueron autorizadas y 36 denegadas. Sin entrar en la valoración de las motivaciones sobre estas autorizaciones y denegaciones, llama la atención que asuntos estrictamente locales (por ejemplo, preguntar a los vecinos si se implantaba un sistema de recogida de basura puerta a puerta) hayan requerido el permiso de Madrid. Nótese que en muchos de estos casos, el Ayuntamiento era competente para decidir mediante sus órganos de gobierno (representativos) pero no podía “delegar” su competencia decisoria en los vecinos sin autorización estatal. Induce a pensar que al Constituyente, al legislador de la Ley 2/1980 o al propio Tribunal Constitucional no le gusta nada la democracia directa.
Hay algunos detalles más en la Carta Magna que avalan esta impresión. Como no se trata de abundar demasiado por ahí, citaré solo como ejemplo que las fuertes limitaciones constitucionales a la iniciativa legislativa popular, que requieren medio millón de firmas y son inadmisibles en los aspectos realmente importantes (leyes orgánicas, materias tributarias o de carácter internacional). Prueba de ello es que de las 142 que se han propuesto (según la Wikipedia), sólo 10 se han tramitado en el Congreso y todas ellas han acabado siendo rechazadas. Aunque estas demoledoras cifras, más que el rechazo de la Constitución por la democracia directa, lo que revelan es que tampoco a los congresistas les gusta nada; y este disgusto se ha venido manteniendo inalterable durante treinta y cinco años. En fin, que no creo equivocarme mucho si concluyo que el sistema político que se montó a partir de la Constitución, leyes, jurisprudencia y actores del cotarro (parlamentarios y miembros del poder ejecutivo) se resiste a que las decisiones sean adoptadas directamente por los electores. La función de éstos es delegar su soberanía en representantes, los cuales decidirán en su nombre. Incluso he podido escuchar argumentaciones que cuestionaban el carácter democrático de los instrumentos decisorios basados en consultas populares o mecanismos análogos, tildándolos de populistas (me viene ahora a la cabeza la indignación cuando Tsipras anunció que iba a consultar a los griegos sobre la aceptación de las medidas que imponía la Troika a Grecia). No quiero ahora entrar a discutir sobre la calidad democrática de los métodos directos y representativos; bástame dejar la idea de ese rechazo subyacente del sistema a las consultas populares.
Volvamos, en todo caso, a la comparación entre lo que ocurrió en Canadá en 1980 y la situación española. Fue en 2008, con motivo de la famosa consulta sobre el derecho a decidir del Pueblo Vasco impulsada por Ibarretxe, cuando por primera vez el Gobierno del Estado (entonces presidido por Zapatero) impugnó una iniciativa de consulta popular de fuerte calado constitucional argumentando, entre otras razones, que la competencia para permitirla era exclusiva del Estado. Y el Tribunal Constitucional, mediante su sentencia 103/2008 de 11 de septiembre, confirmó la inconstitucionalidad de la Ley por razones competenciales. Aunque me gustaría entrar más en detalle en este aspecto (y lo haré en futuros posts) y aunque, además de los competenciales, el TC encontró también motivos de fondo en cuanto a la inconstitucionalidad de aquella Ley (que en parte valen para las posteriores iniciativas catalanas), lo importante es que el Gobierno español, tanto el del PSOE con los vascos como el PP con los catalanes, se negó a autorizar una consulta popular sobre temas como los que se planteaban. Como desconozco el sistema legal canadiense (seguro que menos complejo que el nuestro), no puedo decir si el que el gobierno de Ottawa no intentara impedir el referéndum de Quebec fue debido a una voluntad democrática o a que, simplemente, no tenían medios para impedirlo. Me inclino más por la segunda opción, lo cual no obsta para que piense que si Trudeau y sus colegas hubiesen tenido las potestades que tuvieron los gobernantes españoles no las habrían empleado de la misma manera, sino tal vez con algo más de inteligencia política.
Porque, al margen de la potestad de cada gobierno (canadiense y español) de impedir legalmente peliagudas consultas soberanistas, una cosa era idéntica en ambos casos: el resultado de cualquier referéndum de esa naturaleza no podía tener ningún efecto jurídico real. Como luego interpretó el Tribunal Supremo de Canadá (y de lo que trataré más extensamente en un próximo post), que una mayoría clara de un territorio manifestase a través de referéndum cualquier voluntad que, para hacerse efectiva, requiriese modificaciones constitucionales en cuanto a la estructura política del Estado, implicaría consecuencias políticas pero en absoluto tendría efectos vinculantes. Si en España algún gobierno hubiese admitido una consulta sobre estas cuestiones, ya en el País Vasco ya en Cataluña, lo único que habría ocurrido es que todos los españoles sabríamos cuál era la voluntad de los vascos o catalanes. Si el resultado de ese referéndum hubiera sido contrario a la independencia (lo que probablemente habría ocurrido con la primera consulta de Mas) los efectos habrían significado una dosis de analgésico a los ardores nacionalistas durante unos cuantos años al menos. Si el resultado hubiese sido favorable, puede que hubiésemos tenido que entrar en una dinámica similar a la de Quebec, lo que a mi modo de ver tampoco estaría tan mal. En todo caso, obligaría a hacer política estatal con la conciencia real de la voluntad de los catalanes.
En cambio, no permitir la celebración del referéndum equivale a negar desde el gobierno, no ya el derecho de autodeterminación (que obviamente no existe), sino el poner sobre la mesa con suficientes garantías el conocimiento de los deseos reales de los catalanes. Y creo que esa no es buena estrategia (como han demostrado los hechos) ya que da argumentos a los independentistas a acusar al Estado español de poco democrático. Por eso, al comparar nuestro conflicto reciente con el de Quebec, me pregunto si no nos habría ido mejor si los gobernantes españoles hubiesen seguido la estrategia de los canadienses.
En España, sin embargo, las cosas son muy distintas. Lo primero que llama la atención a un profano al indagar en este asunto de las consultas populares es que, ya desde el legislador constitucional, había una profunda desconfianza hacia las formas de lo que se ha llamado democracia directa. La Constitución incluye entre las competencias exclusivas del Estado la “autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum” (artículo 149.1.32ª). Verdad es que la Constitución solo prevé tres tipos de referendos (modalidades, diría la Ley Orgánica 2/1980) y los tres son consultas que afectan al Estado en su conjunto y, por lo tanto, parece razonable en principio que su autorización competa al Estado. Pero también es cierto que la ambigüedad de la Constitución en cuanto al término referéndum ha obligado al Tribunal Constitucional a ir precisando su alcance y lo ha hecho en un sentido expansivo, de modo que casi podría decirse que cualquier consulta con adecuadas garantías pasa a entenderse como un referéndum y, por tanto, su celebración queda a merced de que el Gobierno la autorice o no. Prueba de ello es que desde el año 1980 ha habido 60 solicitudes al Gobierno de celebración de referendos municipales, de las cuales 24 fueron autorizadas y 36 denegadas. Sin entrar en la valoración de las motivaciones sobre estas autorizaciones y denegaciones, llama la atención que asuntos estrictamente locales (por ejemplo, preguntar a los vecinos si se implantaba un sistema de recogida de basura puerta a puerta) hayan requerido el permiso de Madrid. Nótese que en muchos de estos casos, el Ayuntamiento era competente para decidir mediante sus órganos de gobierno (representativos) pero no podía “delegar” su competencia decisoria en los vecinos sin autorización estatal. Induce a pensar que al Constituyente, al legislador de la Ley 2/1980 o al propio Tribunal Constitucional no le gusta nada la democracia directa.
Hay algunos detalles más en la Carta Magna que avalan esta impresión. Como no se trata de abundar demasiado por ahí, citaré solo como ejemplo que las fuertes limitaciones constitucionales a la iniciativa legislativa popular, que requieren medio millón de firmas y son inadmisibles en los aspectos realmente importantes (leyes orgánicas, materias tributarias o de carácter internacional). Prueba de ello es que de las 142 que se han propuesto (según la Wikipedia), sólo 10 se han tramitado en el Congreso y todas ellas han acabado siendo rechazadas. Aunque estas demoledoras cifras, más que el rechazo de la Constitución por la democracia directa, lo que revelan es que tampoco a los congresistas les gusta nada; y este disgusto se ha venido manteniendo inalterable durante treinta y cinco años. En fin, que no creo equivocarme mucho si concluyo que el sistema político que se montó a partir de la Constitución, leyes, jurisprudencia y actores del cotarro (parlamentarios y miembros del poder ejecutivo) se resiste a que las decisiones sean adoptadas directamente por los electores. La función de éstos es delegar su soberanía en representantes, los cuales decidirán en su nombre. Incluso he podido escuchar argumentaciones que cuestionaban el carácter democrático de los instrumentos decisorios basados en consultas populares o mecanismos análogos, tildándolos de populistas (me viene ahora a la cabeza la indignación cuando Tsipras anunció que iba a consultar a los griegos sobre la aceptación de las medidas que imponía la Troika a Grecia). No quiero ahora entrar a discutir sobre la calidad democrática de los métodos directos y representativos; bástame dejar la idea de ese rechazo subyacente del sistema a las consultas populares.
Volvamos, en todo caso, a la comparación entre lo que ocurrió en Canadá en 1980 y la situación española. Fue en 2008, con motivo de la famosa consulta sobre el derecho a decidir del Pueblo Vasco impulsada por Ibarretxe, cuando por primera vez el Gobierno del Estado (entonces presidido por Zapatero) impugnó una iniciativa de consulta popular de fuerte calado constitucional argumentando, entre otras razones, que la competencia para permitirla era exclusiva del Estado. Y el Tribunal Constitucional, mediante su sentencia 103/2008 de 11 de septiembre, confirmó la inconstitucionalidad de la Ley por razones competenciales. Aunque me gustaría entrar más en detalle en este aspecto (y lo haré en futuros posts) y aunque, además de los competenciales, el TC encontró también motivos de fondo en cuanto a la inconstitucionalidad de aquella Ley (que en parte valen para las posteriores iniciativas catalanas), lo importante es que el Gobierno español, tanto el del PSOE con los vascos como el PP con los catalanes, se negó a autorizar una consulta popular sobre temas como los que se planteaban. Como desconozco el sistema legal canadiense (seguro que menos complejo que el nuestro), no puedo decir si el que el gobierno de Ottawa no intentara impedir el referéndum de Quebec fue debido a una voluntad democrática o a que, simplemente, no tenían medios para impedirlo. Me inclino más por la segunda opción, lo cual no obsta para que piense que si Trudeau y sus colegas hubiesen tenido las potestades que tuvieron los gobernantes españoles no las habrían empleado de la misma manera, sino tal vez con algo más de inteligencia política.
Porque, al margen de la potestad de cada gobierno (canadiense y español) de impedir legalmente peliagudas consultas soberanistas, una cosa era idéntica en ambos casos: el resultado de cualquier referéndum de esa naturaleza no podía tener ningún efecto jurídico real. Como luego interpretó el Tribunal Supremo de Canadá (y de lo que trataré más extensamente en un próximo post), que una mayoría clara de un territorio manifestase a través de referéndum cualquier voluntad que, para hacerse efectiva, requiriese modificaciones constitucionales en cuanto a la estructura política del Estado, implicaría consecuencias políticas pero en absoluto tendría efectos vinculantes. Si en España algún gobierno hubiese admitido una consulta sobre estas cuestiones, ya en el País Vasco ya en Cataluña, lo único que habría ocurrido es que todos los españoles sabríamos cuál era la voluntad de los vascos o catalanes. Si el resultado de ese referéndum hubiera sido contrario a la independencia (lo que probablemente habría ocurrido con la primera consulta de Mas) los efectos habrían significado una dosis de analgésico a los ardores nacionalistas durante unos cuantos años al menos. Si el resultado hubiese sido favorable, puede que hubiésemos tenido que entrar en una dinámica similar a la de Quebec, lo que a mi modo de ver tampoco estaría tan mal. En todo caso, obligaría a hacer política estatal con la conciencia real de la voluntad de los catalanes.
En cambio, no permitir la celebración del referéndum equivale a negar desde el gobierno, no ya el derecho de autodeterminación (que obviamente no existe), sino el poner sobre la mesa con suficientes garantías el conocimiento de los deseos reales de los catalanes. Y creo que esa no es buena estrategia (como han demostrado los hechos) ya que da argumentos a los independentistas a acusar al Estado español de poco democrático. Por eso, al comparar nuestro conflicto reciente con el de Quebec, me pregunto si no nos habría ido mejor si los gobernantes españoles hubiesen seguido la estrategia de los canadienses.