domingo, 30 de diciembre de 2018

Etapa 16: Punta de Teno - Las Portelas

Tras la interrupción navideña, reanudamos la Vuelta recuperando la etapa 16 que en su momento, un poco por las condiciones climatológicas y otro poco por falta de forma, habíamos pospuesto. Quedamos a las 8:30 en Las Portelas, donde Jorge, que ha venido acompañado de su hija Clara, deja aparcado el coche. Pasamos al mío y vamos hasta la Punta de Teno; son las nueve de la mañana y todavía no han cerrado la carretera. Nos sorprende que haya ya bastante gente en el lugar, probablemente por ser días de vacaciones y que el tiempo, aunque frío, esté magnífico. A modo de calentamiento, caminamos en sentido contrario, hacia el faro (el 21 de octubre, cuando llegamos aquí desde Buenavista, no tuvimos tiempo de pasear porque estaba a punto de salir la guagua de regreso). El primitivo faro es una pequeña torreta adosada a la fachada más exterior de una edificación cuadrada de una planta, de piedra traída de La Gomera, que albergaba dos viviendas para los respectivos fareros y sus familias. Todo el conjunto se construyó en la última década del XIX en el centro de la Punta de Teno, una mínima península rocosa que, prolongando la Isla, se convierte en el extremo más occidental de Tenerife. Por esas fechas no existía la carretera a Buenavista y llegar a la capital del municipio había de hacerse a pie por trochas que trepaban por los acantilados. La conexión habitual era por mar, arribando las falúas al pequeño embarcadero que no he logrado descubrir si estaba en el mismo sitio que el actual (al Este del istmo). Lo que sí sé es que con demasiada frecuencia el estado del mar impedía el atraco de las naves y los fareros quedaban varios días incomunicados. El faro actual, una torre cilíndrica de hormigón armado de 20 metros de altura pintada a franjas rojas y blancas se erigió en los setenta y su puesta en funcionamiento coincide, más o menos, con la apertura de la carretera, que haría accesible este extraordinario paraje. Hoy la instalación está completamente automatizada y telecontrolada. La vieja edificación, de momento sin uso, fue cedida por la Autoridad Portuaria al Ayuntamiento de Buenavista para destinarla a escuela taller pero, según me cuentan, los antiguos propietarios han reclamado la reversión de la propiedad y el asunto creo que todavía no ha sido resuelto. Lo cierto es que hoy la verja de entrada está cerrada, lo que nos impide llegar hasta el mirador que hay casi en el extremo de la Punta. Damos media vuelta y bajamos por la pasarela de traviesas de madera sobre el malpaís hasta la plaza de piedra situada en la cara Sur; de ahí, por un camino de tierra, llegamos al embarcadero que, a estas horas aun tempranas no muestra ninguna actividad. Luego subimos al borde de la carretera, a la explanada de aparcamiento.


Desde ahí giramos hacia el Este siguiendo una tenue trocha que se interna en el malpaís. A unos cuatrocientos metros se sitúa una vivienda unifamiliar que desde que la conozco me ha maravillado; no solo es una preciosidad arquitectónica sino que su emplazamiento aislado en medio de ese paisaje mágico le confiere una singularidad excepcional. El proyectista fue el madrileño Fernando Higueras (1930-2008), uno de los más relevantes de la arquitectura española de la segunda mitad del siglo pasado. Higueras conoció a César Manrique a principios de los sesenta haciendo cola en una tienda de pintura, se interesaron mutuamente y se hicieron amigos. Manrique, que entonces vivía en Madrid, llevó a su amigo a conocer Lanzarote en el 62 y ése fue un viaje iniciático: ambos se dieron cuenta de que la isla podía convertirse en un laboratorio que acogiera sus ideas creativas. La fama del proceso que transformó y revalorizó Lanzarote se la ha llevado el pintor canario pero hay bastantes indicios de que fue el arquitecto quien le hizo ver las inmensas posibilidades que se les abrían. Como fuera, lo cierto es que a partir de entonces se inicia una estrecha relación de Higueras con Canarias. Primero fue Lanzarote, pero enseguida dio el salto a Tenerife donde hizo bastantes proyectos aunque pocos han llegado a construirse. Tras exhaustivas búsquedas en internet no he encontrado ningún dato sobre esta vivienda, lo cual no deja de extrañarme. Sin embargo, un arquitecto que está trabajando para la familia propietaria de la casa (y de la casi totalidad de los terrenos de Teno Bajo) me asegura que le enseñaron los planos visados del proyecto con la firma de Higueras. Dice que le contaron que la vivienda era un piloto de una urbanización de lujo que se pretendía disponer en esa plataforma litoral. Sería interesantísimo encontrar documentación de ese proyecto que (afortunadamente) nunca llegó a realizarse. Supongo que todo eso –incluyendo la construcción del chalet– ocurriría a finales de los setenta o principios de los ochenta, poco después de que se abriera la carretera que comunica este paraje con Buenavista. Ciertamente, por esos años Higueras venía con frecuencia a Tenerife. En fin, pendiente de mayores investigaciones, lo cierto es que aquí está una maravillosa vivienda, que hasta hace poco era amarilla y recientemente han pintado de blanco (afeándola para mi gusto), como parte de unas obras de rehabilitación. Comprobamos que hay gente habitándola, sin duda turistas, ya que la casa está anunciada en airbnb al nada barato precio de 400 € diarios. La bordeamos y seguimos hacia el norte, tratando de llegar hasta el sendero PR-TF-51 que sube hacia Teno Alto.

Tras unos cuantos metros llegamos a una pequeña caseta (de instalaciones de servicio) y decidimos renunciar: hay demasiados arbustos que impiden el paso. De modo que retrocedemos hasta el camino de acceso a la vivienda y, a través de él, alcanzamos la carretera. Recorremos unos setecientos metros hasta unos antiguos invernaderos, hoy completamente desechos. Los bordeamos y en la esquina opuesta cogemos un camino que empieza a trepar la ladera. En realidad, el sendero oficial nace unos ochocientos metros más adelante, junto a la nave empaquetadora, y con él confluiremos tras los primeros cuatrocientos metros en los que subimos 120: ¡un 30% de pendiente media! Pero todavía nos queda el tramo peor: unos setecientos metros de tortuoso sendero que nos llevan desde los 180 metros sobre el nivel del mar a los 400, nada menos. Hemos de detenernos varias veces a recuperar fuerzas (y pausar el ritmo cardiaco), y aprovechar para mirar hacia la amplia meseta costera de Teno Bajo, apreciando ese espectacular paisaje en toda su grandiosidad. El camino es pedregoso, tintado de rojizo por la arenilla ferrosa; la ladera está colonizada por tabaibas, cardones, tuneras, verodes y otras plantas arbustivas. Abajo, haciendo abstracción de la espantosa mancha de los invernaderos, el terreno negro y ocre de la plataforma lávica y las rocas acantiladas de la costa (que se convierten en audaz punta que se adentra en el océano). Luego el mar y el horizonte y, sobre éste, la mole de La Gomera, nítida y majestuosa. El punto al que llegamos se dispone sobre la cornisa del macizo que enmarca la plataforma costera; el paraje se llama Las Azoteítas y tiene una especie de banco de piedra en el que descansamos un rato. A partir de aquí entramos en otro paisaje.


Este nuevo tramo del camino es bastante más descansado; seguimos ascendiendo pero con una pendiente suave (en torno al 10%). Recorridos los primeros 500 metros llegamos a una cancela con un cartel que pide que se mantenga cerrada para evitar que se escape el ganado (cabras) que pace libremente por estos prados. Abrimos y cerramos la puerta y seguimos adelante, cada vez con menos pendiente hasta que, a unos doscientos cincuenta metros de la cancela, el camino empieza a descender porque bajamos al cauce del barranco de las Cuevas, luego unas pocas viviendas con huertas y animales (unos gallos y gallinas hermosísimos) y el camino hormigonado de nuevo ascendente. Pero nos desviamos del mismo para seguir el sendero con un trazado más directo (y más en pendiente). Medio kilómetro más adelante y 110 metros más arriba volvemos a reintegrarnos al camino asfaltado (se llama de Las Cuevas), justo donde hay un pequeño grupito de casas rurales abandonadas y casi en ruinas. Seguimos unos cien metros por él para volverlo a abandonar. A partir de ahí, el sendero discurrirá durante mil ochocientos metros sin demasiada pendiente en dirección Este hasta llegar al núcleo de Teno Alto. Es éste un entorno de vegetación rala, casi pelado, donde aflora en varias partes la roca base; salvando las distancias, me recuerda el Pirineo en verano. Bordeamos la montaña del Vallado y me retraso para sentir el paisaje; me gusta mucho, casi diría que me emociona, esta soledad mágica, este silencio grandioso que de pronto rompen unas voces: turistas alemanes que están haciendo la misma ruta en sentido inverso. Aprovecho para decir que esta ha sido la etapa no urbana en la que más gente hemos encontrado. Sin duda el senderismo tiene cada vez más adeptos entre los visitantes de la Isla; no todo va a ser sol y playa.


Es la una menos cuarto cuando llegamos a Teno Alto. Llevamos tres horas y media de caminata para recorrer apenas siete kilómetros y medio; es decir, a una velocidad media de poco más de dos kilómetros a la hora. En nuestro descargo la dureza del recorrido: salimos desde el nivel del mar y estamos ahora en la cota de los 780 metros. Todavía subiremos unos doscientos metros más, pero las pendientes fuertes hace tiempo que pasaron (básicamente el primer tramo). Nos sentamos en la terracita del bar Los Bailaderos, abarrotada de turistas caminantes, la mayoría alemanes, y pedimos unas garbanzas y refrescos. Los Bailaderos es el nombre del caserío en el que estamos, el principal de Teno Alto que, en realidad, es el topónimos de toda el entorno. Era ésta tradicionalmente una zona de cereal, con abundantes eras que ya son solo vestigios etnográficos. El poblamiento se remonta a tiempos prehispánicos (hay una bonita leyenda sobre la nobleza de los guanches del lugar durante la Conquista). De hecho, parece que el nombre de “Bailadero” –repetido en otros lugares del Archipiélago– tiene su explicación en costumbres aborígenes, barajándose dos hipótesis al respecto. Según la primera, estos lugares corresponderían a antiguas plazas en las que los antiguos canarios celebraban sus fiestas con danzas vinculadas a ritos religiosos; la segunda opción hace derivar el término de “baladero”, por ser en estos espacios donde, mediante el ayuno, se forzaba a balar a las ovejas para que los dioses trajeran las lluvias. Cabras siguen quedando y el queso de Teno Alto goza de merecido prestigio. Mientras Jorge y Clara hablan por los móviles, me acerco a la adyacente plaza del caserío, acondicionada en el año 1986 por el Ayuntamiento de Buenavista, según reza en la inevitable placa sobre la fachada de la ermita. La ermita está bajo la advocación de San Jerónimo y data de principios del XVII aunque, de acuerdo a la documentación histórica, fue abandonada ya a mediados de ese siglo y se aprovecharon muchas de sus piedras para construir viviendas particulares del caserío. Actualmente presenta buen estado de conservación (imagino que sería restaurada en la fecha de la placa), respondiendo al aspecto tradicional de estos inmuebles religiosos en Tenerife. En fin, un caserío agradable, cuyo ancestral aislamiento –que llevó a que casi se despoblara en tiempos recientes– está siendo superado gracias a las visitas turísticas (hay unas cuantas casas de turismo rural).


Retomamos la marcha por el camino de La Mesita, una pista asfaltada que asciende sinuosamente en dirección Sur. A medidad que subimos, mirando al Oeste (hacia la Punta de Teno), se nos ofrece el espectacular paisaje por el que hemos caminado. Tras unos 850 metros de camino (y 80 metros de desnivel) abandonamos la pista para tomar a la izquierda un sendero cuyo primer tramo, de tierra rojiza y con escalones de piedras, sube la ladera para llevarnos hasta las cumbres que cierran por el Sur las laderas por las que discurre la carretera que sube a Teno Alto. Tras salvar unos cincuenta metros de desnivel, alcanzada más o menos la altitud de los 900 metros, el camino se adentra en un área boscosa de laurisilva, un paisaje de troncos delgados y retorcidos, cubiertos de musgo y empapados en niebla que evoca inevitablemente duendes y otros seres mágicos. Este recorrido apenas dura trescientos metros: de pronto acaban los árboles y se nos abre un paisaje abierto, de cumbre: rocas y matorral bajo y, sobre todo, majestuosas vistas a ambos flancos. Durante un buen trecho (hasta llegar al mirador de la carretera carretera de Masca, la TF-42), vamos a caminar por la principal arista cumbrera del Macizo de Teno, la que orientada Este-Oeste deja al Sur los impresionantes acantilados y al Norte la parte del Valle del Palmar y más allá la Isla Baja. Jorge me recuerda que en Canarias a las cimas lineales de las montañas, como éste por la que discurrimos, se las llama pericosas, término que también se usa para referirse a las copas de los árboles y por extensión a cualquier sitio alto. El vocablo lo recogen diversos diccionarios de canarismos (no así la RAE) pero no he logrado explicaciones sobre su origen. No cabe duda que proviene de alguna lengua romance, tal vez del italiano pericoloso,a, peligroso; tiene cierta lógica porque desde luego estar y moverse por sitios altos conlleva no pocos peligros.


Avanzamos unos dos kilómetros y medio por la cumbre del Carrizal, como señores de los magníficos paisajes que se extienden bajo nosotros con tentaciones al vértigo. Al poco de salir del bosque coronamos el punto más alto de la etapa (988 metros según la wikiloc) y, a partir de ahí, vamos descendiendo, mayoritariamente con pendientes suaves pero a veces los tramos se empinan presentando cierto riesgo. Me gustaría ser capaz de describir lo que vemos, pero no creo que se pueda con palabras y ni siquiera las fotos logran recoger las sensaciones “en vivo”: es lo que hay.




Aparece ante nosotros la carretera de Masca, la curva en la que cambia de vertiente y en la que, como es obvio, se ha dispuesto un mirador –Altos de Baracán, es su nombre– para que los automovilistas aparquen y por un ratito disfruten de parte de las vistas que nos llevan un buen rato acompañando. En este punto acaba el primer tramo del sendero PR-TF 51 (de dificultad alta, según el Cabildo, y es verdad pero solo en la primera parte) que sigue durante 14 kilómetros más hasta San José de los Llanos, pasando por las cumbres de Bolico y Erjos. Pero ese recorrido lo haremos otro día porque ahora hemos de descender hasta Las Portelas. El caserío lo vemos abajo en el valle pero tardamos un ratito en encontrar el sendero. Poco hay que contar de este último tramo de la etapa: en su primera parte el sendero es estrecho y de pendiente pronunciada, pero luego, al llegar a los terrenos cultivados, adopta un trazado más cómodo que acaba en una pista asfaltada (acceso Masapez, según la cartografía) y de la cual hemos de desviarnos para llegar al cauce del barranco (¿de las Lubes?) y, cruzado éste, hacer el último tramo casi a nivel que, convertido en calle del caserío, nos lleva al centro de Las Portelas; unos metros más allá está aparcado el coche de Jorge: fin de la caminata. Son las tres y media pasadas, de modo que llevamos seis horas y media en la ruta aunque hay que descontar la media hora larga del bar de Teno Alto; pero, aun así, es la etapa más larga, no en kilómetros (han sido algo más de trece) sino en tiempo. Y lo malo es que falta mucho para llegar a nuestras casas. Jorge y Clara me dejan en la estación de guaguas de Buenavista y tomo la que sale a las 16:10. Más o menos a las cuatro y medio estoy arrancando mi coche para recorrer los algo más de sesenta kilómetros que hay hasta mi casa. Normalmente se tarda una hora y diez pero a la altura de Buen Paso (Icod) me topo con un atasco descomunal que nos mantiene a paso de tortuga hasta llegar al municipio de Los Realejos. En resumen que llego a mi casa casi a las siete de la tarde, ya de noche, y muerto de hambre.


viernes, 21 de diciembre de 2018

Lo que yo creo que hay que hacer con Cataluña

Hay algo que para mí es evidente: un Estado no se puede mantener a largo plazo con una parte geográfica del mismo cuyos habitantes mayoritariamente quieren independizarse. No digo que sea el caso actual de Cataluña; parece que su población está dividida más o menos a partes iguales, lo cual ya es bastante grave.

Sin embargo, tanto el PP como Cs (y VOX, por supuesto) parecen no compartir eso que yo considero evidente. A la vista de sus propuestas, parecen considerar que pueden mantener por la fuerza la sacrosanta unidad de España. Bien, lo cierto es que, a corto plazo, esas soluciones funcionarían pero la pregunta es si, a medio o largo plazo, no serían contraproducentes, no nos abocarían a una brecha insalvable entre los catalanes y el resto de los españoles.

Imaginemos una suspensión del régimen autónomo catalán, la ilegalización de los partidos que defiendan la independencia, el encarcelamiento de más políticos … Todas estas medidas han sido ya propuestas por quienes se llaman demócratas y constitucionalistas. No significan otra cosa que instaurar un régimen de excepción en la región más próspera y europea del Estado, poco menos que una “ocupación”

¿Creen los “españolistas” que así se acabará con el independentismo? Tenemos varios antecedentes de estas soluciones en la Historia de España (el último no hace demasiado: el franquismo) y lo que ésta nos enseña es que los sentimientos y deseos centrífugos se reprimen pero no se extinguen, más bien se refuerzan y, cuando cesa la represión, explotan con más fuerza (es decir, los comparten más personas).

Por tanto, la pregunta pragmática es: en estos tiempos que corren, ¿se pueden mantener durante mucho tiempo ese tipo de medidas represoras? Yo creo que no. Pero lo grave no es eso, sino que, de adoptarse, cuando hayan de retirarse se estará en una situación peor que antes, con menos posibilidades de reconstruir puentes. Y si al final no hay más remedio que aceptar la segregación, ésta será a las malas.

Así que me pregunto, ¿tan grave sería contemplar la posibilidad de que Cataluña se independice? Sí, es verdad que se “rompería” la unidad de España pero, en realidad, ¿qué significa eso para los españoles (e incluyo en este término a los propios catalanes)? Piénsese, ¿en qué cambiaría la vida de cualquier españolito el que Cataluña fuera un país independiente? Contesto: si las cosas se hacen por las buenas, en nada.

Y conste que yo prefiero que eso no ocurra. Pero creo que las propuestas de la derecha española no son las adecuadas para lograrlo sino más bien nos llevan a un callejón sin salida, a un aumento de la tensión que fácilmente derive en violencia y que, de seguro, genera un clima de conflicto incompatible con cualquier objetivo de bienestar social. Para mí, la única estrategia posible es desarmar de argumentos a los independentistas y hacerlo antes de que sea demasiado tarde (ya se ha perdido mucho tiempo).

Ello pasa por plantear explícitamente que la segregación de una parte de España no es algo inadmisible y dar pruebas de que se está dispuesto a dar cauces para que los catalanes puedan expresar su voluntad al respecto. Eso no significa reconocer el derecho a la autodeterminación, pero si el derecho a manifestar sus deseos respecto de su relación con el Estado. Ahora bien, una vez expresada con claridad esa posición, habría que obtener a cambio el compromiso de los líderes catalanes del respeto a esos cauces de expresión de voluntad popular y de las posteriores consecuencias.

Y aquí es donde aparece la necesidad de líderes de la talla de los Trudeau (padre) o instituciones como el Tribunal Supremo canadiense. Desde luego, yo ofrecería a los catalanes la posibilidad de manifestar en referéndum su voluntad, peor previamente habría pactado unas condiciones que garantizasen que el proceso no fuera demagógico sino serio y meditado. La pregunta o preguntas a hacer, el tiempo de campaña (suficientemente largo para que se pudieran sopesar serenamente los pros y los contras), los mínimos de participación y los porcentajes para que los resultados fueran relevantes, etc.

También dejaría claro desde el principio que el resultado del referéndum nunca sería vinculante, porque obviamente la Constitución no permite que una región se separe unilateralmente. Pero, al mismo tiempo, me comprometería a que me vinculara políticamente. Es decir, si los catalanes deciden por mayoría suficiente que quieren independizarse, instaría una reforma constitucional para posibilitar tal opción; reforma que obviamente debería ser votada en referéndum por todos los españoles, de modo que siempre sería perfectamente legítima.

Esta estrategia, desde luego, sería abrir un proceso largo, no menor de cinco o seis años. Durante ese tiempo lo que primaría sería la búsqueda del consenso, no del enfrentamiento. Me atrevería a apostar que, de hacerse así, los catalanes no votarían mayoritariamente por la independencia de modo que el conflicto quedaría resuelto para las próximas tres o cuatro décadas. Y si votan que sí, habría que dejar que el conjunto de los españoles decidiera.

Lamentablemente, que en este país se abra un proceso como el que describo se me antoja imposible. Por lo visto, lo que da más réditos es azuzar la bronca, exaltar los ánimos, el tradicional guerracivilismo de las dos Españas. Y, como ya he dicho, creo que esa estrategia solo puede conducir al desastre. Esos que tanto se llenan la boca con su defensa de la unidad de España son, a mi juicio, los verdaderos traidores.

martes, 11 de diciembre de 2018

Dancing in the street

Marvin Gaye, palabras mayores, qué duda cabe. Y, sin embargo, lo descubrí tardíamente, debió ser hacia el 82 porque el primer disco suyo que escuché con atención –obviamente había oído canciones suyas antes– fue Midnight Love, el último que publicó en vida. Más o menos cuando yo nacía, Marvin, con veinte años, se instalaba en Detroit para, en poco tiempo, vincularse a la familia Gordy –se casó con Anna, diecisite años mayor que él– y fichar por la Motown. De nuevo palabras mayores: el sonido motown, en especial durante esa década prodigiosa de los sesenta (yo, claro, era demasiado niño y estaba demasiado lejos para enterarme de nada). Esa discográfica era una fábrica de éxitos, canciones que ya están para siempre en la historia de la música popular. La fórmula no era difícil: contar con unos excelentes compositores y unos excelentes músicos, sencillo, ¿verdad? En el otoño de 1964, cuando Gaye ya era una de las estrellas de la casa (y yo un chiquillo de cinco añitos), contribuye, junto a William "Mickey" Stevenson y Ivy Jo Hunter, en la composición de una cancioncilla alegre y pegadiza que había de interpretar el trío vocal Martha and the Vandellas. La canción es Dancing in the Street y a continuación pueden ver a las tres chicas interpretándola.


Tiene marcha, ¿a que sí? Aunque las tres muchachas se mueven muy recatadamente, quizá para no escandalizar a los televidentes de la época. Pero eso no impidió que alcanzaran un éito tremendo, creo que el mayor de su carrera. La letra no es que fuera muy profunda; se limitaba a gritar a todo el mundo –con menciones específicas a ciudades concretas de los USA– que había que salir a bailar a las calles, sin importar nada, solo bailar, reír y cantar. No está mal la propuesta en años de guerra fría y conflictos raciales en Estados Unidos. En fin, quizá no en las calles, pero desde luego los yanquis bailaron el tema hasta la saciedad. Enseguida cruzó el charco y también triunfó en otros países, entre ellos el Reino Unido, donde se situó en el cuarto puesto de las listas. Y aquí aparece otra banda mítica que deciden hacer un cover en su segundo LP. Me refiero a The Kinks y el álbum es el Kinda Kinks, publicado en marzo de 1965. El grupo de los hermanos Davies ya tenía cierta fama gracias a su You really got me y formaba parte de la invasión británica (a los USA), siempre a la sombra, claro está, de los incuestionados Beatles.


Solo unos meses después de álbum de los Kinks, en noviembre de 1965, un trío de Los Ángeles sacó el primero de la que no iba a ser una larga carrera en el que incluyeron el Dancing in the Street. Me refiero a los Walker Brothers (que no eran hermanos) y de los cuales solo conocía el cover que hacen de la maravillosa Love minus zero / No limit de Dylan. No he podido encontrar ningún video en la que los chicos cantaran el tema (tampoco es que su versión aporte demasiado, la verdad) y, en vez de poner el audio a secas, he preferido poner una la grabación de un show televisivo en el que interpretan uno de los mayores éxitos de Wilson Pickett, The land of 1.000 dances con su inconfundible na nanananá nananá naná (tuve la tentación de incrustar la versión de la de Dylan pero la resistí).


Al año siguiente se nos ofrece la siguiente versión a cargo de otro grupo de culto, The Mamas and the Papas. El tema apareció en su segundo álbum de estudio, The Mamas and the Papas, publicado en septiembre de 1966. La interpretación no estuvo nada mal, con bastante más marcha de la habitual en el repertorio folkie del cuarteto neoyorkino. Una de las aportaciones del grupo a la composición original fue que mencionan unas cuantas ciudades más, entre ellas una canadiense, Halifax, donde había nacido Denny Doherty. La última vez que cantaron el tema en vivo fue nada menos que en el célebre festival de Monterey de junio de 1967; el video que pongo a continuación recoge esa actuación.


Más o menos por la misma época en que los chicos de Mama Cassidy bailaban en la calle, uno de los grandes grupos de la psicodelia gringa incluyeron comenzaron a interpretar la canción en sus conciertos. Me refiero a los locos de Grateful Dead que eran más famosos por sus actuaciones en vivo que por su discografía de estudio. De hecho, este tema no lo grabaron hasta 1977 en su álbum Terrapin Station. No obstante, para ser fiel al espíritu de la banda y aunque imagen y sonido dejan mucho que desear, he preferido poner una grabación de un concierto en el parque Golden Gate de San Francisco, en septiembre de 1967. La ciudad del Norte de California vivía en esos días su apogeo como capital de la contracultura hippy y los Dead eran unos de sus mejores exponentes musicales. La guitarra de García era, desde luego, una verdadera maravilla: sonido rock del bueno.


Dejamos los sesenta –no he encontrado más versiones en esa década– y pasamos a los setenta para toparnos con que esta canción aparece en The King of Rock and Roll, el disco que en 1971 publicó nada menos que Little Richard. Merece la pena disfrutar de la entrega vocal del señor Penniman y entender por qué había enamorado a los Beatles y a los Stones. Lamentablemente no parece haber videos en los que este pionero del rock interprete el bailando en la calle, y es una pena porque era fantástico sobre un escenario. Así que, imagínenselo mientras oyen el single de Reprise Recordings. Desde luego, a diferencia de las versiones anteriores, ésta es la primera en que el cantante se apropia de la canción, la llena con su personalidad dándole un plus inimitable.


En este recorrido por los intérpretes de Dancing in the Street aparece en 1974 una banda que había olvidado hace más de cuarenta años: los Black Oak Arkansas, unos locos contraculturales de rock sureño, cuyo primer LP –en vinilo, desde luego– era uno de los que tenía en mi escasa discoteca a los dieciséis años (se trataba del homónimo Black Oak Arkansas, de 1971). Pero creo que no he escuchado ningún otro y ahora descubro no solo que grabaron el tema que nos ocupa en 1974 en el álbum Street Party (la canción encaja bien con ese título, sin duda), sino que los tíos siguen en activo. Jim “Dandy” Mangrum, el cantante y líder del grupo, ahora un viejete de 70 tacos, sigue subiéndose a los escenarios con la chupa de cuero abierta sobre una camiseta que no disimula la barriga cervecera y la melena rubia de sus comienzos; no me queda claro si es patético o admirable (o ambas cosas). En todo caso, la versión de Dancing in the Street, con la voz rasposa de Dandy, el ritmo más acelerado de lo normal y las guitarras envolventes y un poquito enervantes típicas del rock sureño (aunque no sean las de Duane Allman) tiene no poco interés.


Dejemos los setenta (mi década preferida en lo musical) y pasemos a los ochenta. En 1982 Van Halen saca su quinto álbum, Diver Down, planteado inicialmente como un disco de descanso con versiones de canciones populares (la más famosa, Pretty Woman de Roy Orbison). Van Halen no es precisamente de mis favoritos pese a lo cual reconozco que tienen temas de muy buena calidad y que la guitarra de Eddie es fantástica. De hecho, en su versión, Dancing in the Street casi pierde el aire motown original para vestirse con los sonidos del heavy y he de confesar que no me disgusta para nada. Pongo un video de una actuación en vivo en 1983 en el que la imagen es bastante defectuosa, pero es lo que hay.


Y llegamos al 85, año en el que yo –como muchos, supongo–descubrí Dancing in the Street gracias a la versión que hicieron dos de mis cantantes favoritos: Mick Jagger y David Bowie. El plan original era interpretarla en vivo en el famoso megaconcierto Live Aide organizado por Bob Gedolf contra el hambre en Etiopía, cantando Bowie desde el estadio de Wembley en Londres y Jagger desde el JF Kennedy en Filadelfia. No obstante, hubo que abandonar la atrevida idea porque la conexión vía satélite impedía la perfecta sincronización (¿se acuerdan de ese concierto? ¿De la rutilante presencia de Freddy Mercury? ¿Del We are the world final? ¿De McCartney, Dylan y tantos otros músicos e primea línea? Fue un momento clave en la historia el rock). Descartada la grabación en vivo, los dos genios la hicieron en junio en los estudio londinenses de Abbey Road y la publicaron en un single (el disco tenía tres versiones distintas); años después (en 2002), la versión se incluiría en el doble CD recopilatorio Best of Bowie. La interpretación fue un éxito mundial y llegó al número uno en casi todas las listas (incluyendo España). Aun reconociendo que no soy objetivo –me trae muy buenos recuerdos– ésta es desde luego mi favorita. Ahí va el video oficial.


Y hasta aquí quería llegar; mostrar las versiones de una estupenda canción durante veinte años. A estas alturas han pasado treinta más y revisándolos encuentro algunas más, pero no tantas y, sobre todo, no tan relevantes como las que he reseñado en el post. La única que salvo es la de Phil Collins de su disco Going Back (2010), en el que pretendía hacer un homenaje al sonido Motown, de modo que viene muy bien para cerrar el post (el círculo) con una vuelta a los orígenes. Pues nada, a bailar en la calle porque all we need is music, sweet music.