La expresión es de Alice, la coprota de La soledad de los números primos (Paolo Giordano, Salamandra, 2009). El peso de las consecuencias, sí; porque las consecuencias son pesadas, tienen el abrumador peso de los pisapapeles, de las anclas, de tantas otras cosas hechas para impedir el movimiento.
Cualquier acto, el más nimio; lo inflas de ilusión, vocación de volatilidad. Pero no se puede evitar que tenga una argollita de la empiezan a colgar los eslabones, uno tras otro en peso creciente, de las consecuencias. Pronto la cadena es inamovible y ese acto alegre pasa a acotar los siguientes.
Hay que ser consecuentes, le decía su padre, o puede que fuera el profesor aquel del bachillerato o el cura del Opus que tanto le impresionó en un "retiro espiritual" cuando tenía trece años. O sea, llenarse la vida de pesos que jalonen nuestros trayectos, negar la posibilidad del vuelo. Madura ya de una vez.
Claro que tampoco hay que tomárselas demasiado en serio, las consecuencias. Si no, ¿cómo hacer nada? Profesar los principios aunque nos permitamos transgresiones hipócritas, todos saben mirar para otro lado cuando hace falta. La habilidad estriba en reconocer el intervalo de equilibrio. Es una habilidad social, dicen, necesaria para relacionarnos, para transitar por los complejos laberintos de la vida en comunidad.
El precio de la inconsecuencia ... ¿sería la soledad? ¿la de los números primos? Pero se es libre, se es capaz de volar. No siempre, qué va. Por algo la gran mayoría se atiene a las consecuencias, felicidad resignada, si se quiere, pero ya es algo. De todas formas, como los números, tampoco nadie elige ser indivisible (apechugar con el lugar que nos toca en esa espiral absurda).
Entonces, ¿habrá que legitimar el adoctrinamiento educativo? ¿Será verdad que lo hacen, lo hacemos, por nuestro, vuestro, bien? A lo mejor, aunque siempre sintamos el miedo. También la nostalgia de cuando sabíamos volar.
Cualquier acto, el más nimio; lo inflas de ilusión, vocación de volatilidad. Pero no se puede evitar que tenga una argollita de la empiezan a colgar los eslabones, uno tras otro en peso creciente, de las consecuencias. Pronto la cadena es inamovible y ese acto alegre pasa a acotar los siguientes.
Hay que ser consecuentes, le decía su padre, o puede que fuera el profesor aquel del bachillerato o el cura del Opus que tanto le impresionó en un "retiro espiritual" cuando tenía trece años. O sea, llenarse la vida de pesos que jalonen nuestros trayectos, negar la posibilidad del vuelo. Madura ya de una vez.
Claro que tampoco hay que tomárselas demasiado en serio, las consecuencias. Si no, ¿cómo hacer nada? Profesar los principios aunque nos permitamos transgresiones hipócritas, todos saben mirar para otro lado cuando hace falta. La habilidad estriba en reconocer el intervalo de equilibrio. Es una habilidad social, dicen, necesaria para relacionarnos, para transitar por los complejos laberintos de la vida en comunidad.
El precio de la inconsecuencia ... ¿sería la soledad? ¿la de los números primos? Pero se es libre, se es capaz de volar. No siempre, qué va. Por algo la gran mayoría se atiene a las consecuencias, felicidad resignada, si se quiere, pero ya es algo. De todas formas, como los números, tampoco nadie elige ser indivisible (apechugar con el lugar que nos toca en esa espiral absurda).
Entonces, ¿habrá que legitimar el adoctrinamiento educativo? ¿Será verdad que lo hacen, lo hacemos, por nuestro, vuestro, bien? A lo mejor, aunque siempre sintamos el miedo. También la nostalgia de cuando sabíamos volar.
Moonlight. Maria Muldaur (Heart of Mine, Love Songs of Bob Dylan, 2008)
CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones
anclas es femenino, "las" anclas, amigo miroslav, si no, atente a las consecuencias.
ResponderEliminarVerdad, Lansky ... Me dejé llevar por el uso femenino del artículo el en singular. Lo corrijo ipso facto.
ResponderEliminarNo acabas de dejar claro, Miroslav, si, efectivamente, “no se puede evitar” que hasta el más mínimo acto tenga sus pesadas e inmovilizantes consecuencias, su argollita de la que cuelgan los eslabones cada vez más pesados que acaban impidiéndonos el vuelo, o si, al contrario, “atenerse a las consecuencias”, “ser consecuente”; es decir, “llenarse la vida de pesos que jalonen nuestros trayectos”, “negar la posibilidad del vuelo”, “madurar de una vez” es algo que elegimos hacer, o que nos condicionan para que hagamos, pero que podríamos igualmente no hacer.
ResponderEliminarY el caso es que es importante dejarlo claro, porque las dos cosas a la vez no pueden ser. O las consecuencias de nuestros actos son algo que podemos aceptar o rechazar, para así volar o no, según elijamos, o son, en cambio, inevitables, y acaban lastrándonos el vuelo queramos o no.
Me da la impresión de que, sin embargo, tú afirmas las dos cosas a la vez, empiezas aceptando la inevitabilidad de que cada acto lastre y condicione los siguientes y acabas echándole la culpa de que esto sea así al adoctrinamiento educativo, y añorando la feliz época en que sabíamos volar.
Por mi parte creo que el peso de nuestros actos es inevitable, y nos lastrará en cualquier caso, con “acondicionamiento” o sin él, con nuestra aquiescencia o en contra de nuestra rabieta. Y creo que es posible, y necesario también, un aprendizaje, o una educación, o un proceso de crecimiento dirigido, llámale como más te guste, que no consista ni en imponer acríticamente este lastre ni en tratar de evitarlo, sino en aceptar que existe, aprender a elegir juiciosamente los lastres que estamos dispuestos a asumir –y, por tanto, los actos causantes de estos lastres que estamos dispuestos a realizar- y aprender a manejar y colocar estos lastres para volar con ellos lo mejor que sepamos.
Al fin y al cabo un avión puede controlar su vuelo porque tiene un peso, incluso mucho peso, pero bien colocado, y un motor, y un piloto con años de “lastrante” experiencia a sus espaldas. En cambio un niño en un ultraligero, después de su feliz revoloteo por donde le lleve el viento, tiene bastantes más posibilidades de pegarse un morrón considerable.
La eterna duda...y es que "lo perfecto es enemigo de lo bueno"
ResponderEliminarFeliz vuelo, Miroslav
Yo me voy por la tangente: ¡Qué música tan buena tienes, me estás alegrando la mañana!
ResponderEliminarEl dilema que plantea Vanbrugh es el que maravillosamente expone Melville con aquel "preferiría no hacerlo" de Bartleby
ResponderEliminarHay que atenerse a las consecuencias, ser conscientes de ellas y, sin embargo, de vez en cuando, actuar sin tenerlas en cuenta porque sino, como tú mismo dices "¿cómo hacer nada?". Si cada uno de nuestros actos estuviera medido al milímetro, pendientes continuamente de las consecuencias, no avanzaríamos demasiado ¿o sí?
ResponderEliminarBesos
Vanbrugh: dices que no acabo de dejar claro lo que tampoco me queda claro que digo y estoy de acuerdo contigo en que para nada me aclaro. En mi descargo te digo que no pretendía pontificar, sino más bien desbarrar al hilo de una novela reciente (no estuvo mal, aunque el título prometía más) y, más concretamente, de la expresión aludida, que me pareció sugerente. Dices, además, que es importante dejarlo claro porque ambas cosas no pueden ser a la vez. Pero no acierto a ver por qué te parece importante que uno haya de aclarar (o aclararse) cuál de dos términos dicotómicos es el que considera cierto. Pienso yo que será importante en la medida en que de esa decisión deriven consecuencias importantes (es decir pesadas), con lo cual la propia atribución de importancia sugiere (como efectivamente confirmas) un posicionamiento a priori por tu parte que yo, de momento, no termino de tener tan claro como tú. De otra parte, tampoco termino de estar seguro de que las dos cosas a la vez no puedan ser. En primer lugar porque quizá una cosa y su contraria puedan "ocurrir" y no sé muy bien cómo entender el "a la vez". Pero en segundo lugar, sin vacilar (demasiado) con sofismas pseudocuánticos, no tengo claro que tu dicotomía sea tal (o, al menos, sea siempre una dicotomía); o sea, que podría que los actos, a veces nos permitan aceptar o rechazar sus consecuencias, y a veces nos las impongan inevitablemente. Pero incluso, ante un mismo acto, puedo concebir que más la dicotomía que presentas, haya una gradación de mayor o menor inevitabilidad o mayor y menor libertad de elección. Es decir, que no lo tengo nada claro, aunque desde luego tus conclusiones me parecen de lo más sensatas. En todo caso, repito, en este post al menos, no me pidas demasiada lucidez, que me apetecía simplemente soltar algunas ideas sueltas nada reflexionadas.
ResponderEliminarEl temor al efecto mariposa nos podría llevar a la inacción mas destructiva.
ResponderEliminarDesgraciadamente el hombre se pasa la vida eligiendo qué hacer o no hacer. O afortunadamente.
Menudo debate se desencadenaría con este tema, señor mío. Muy interesante.
Un beso