Como sabéis, queridos hijos, a raíz de las valientes y honestas palabras que el Santo Padre pronunció en Camerún el pasado marzo sobre el sida y los preservativos, los hipócritas voceros del hedonismo políticamente correcto han puesto el grito en el cielo (¿o debería decir en el infierno?) y se han apresurado a escupir las más blasfemas y venenosas descalificaciones, con lo que sólo ponen de manifiesto, ante las inteligencias avisadas, la podredumbre de sus almas y la miseria de sus mentes. Que los profilácticos no son un medio eficaz para protegerse de esa terrible enfermedad, a estas alturas, ya está más que probado científicamente, y negarlo equivale a apartar culposamente la mirada de tantos datos que nos ha dejado la experiencia de las dos última décadas a lo ancho de todo el mundo. No otra cosa que ocultarnos la verdad hacen todas esas campañas execrables fomentadas por nuestras satánicas autoridades civiles y por eso es nuestra obligación cristiana rasgar las tinieblas de tales silencios falsarios con la luz resplandeciente de los hechos auténticos. Debéis estar en condiciones de refutar, pacífica pero firmemente, las mentiras que machaconamente se propagan, con la pretensión de que, como aseguró el nazi Goebbels, el pueblo creerá cualquier cosa que hasta la saciedad se le repita. Pero, a pesar de los muchos medios de que dispone el maligno, nosotros tenemos la Verdad y ésta es una luz que nunca ha de extinguirse. Así que, hijos míos, os insto a que perseveréis en el apostolado de la verdad, en la transmisión constante y atenta a vuestros conocidos, uno a uno, sin desmayos, de las pruebas irrefutables de las que el Santo Padre se hizo eco, que disuelven en su nada esencial el falaz argumentario de la publicidad gubernativa. Estudiad, profundizad, cultivad vuestro pensamiento crítico, la más excelsa potencia con la que el Creador nos ha dotado para descubrir la Verdad y el Bien. Ya sabéis que están a vuestra disposición diversos documentos que pueden ayudaros en esta santa tarea.
No hace falta que gaste las palabras de esta homilía abundando en lo que ya os es harto conocido. Sobra hablaros de los fallos mecánicos de los condones, de sus poros, microscópicos pero más que holgados para los diminutos virus letales, o de las conductas ineficaces de la mayoría de los usuarios. Ni siquiera pretendo ahora recordaros los graves daños que derivan de su inconsciente fomento, al crear falsas seguridades en la población con los inevitables efectos contraproducentes en la prevención de los contagios. Si bien todas estas consideraciones son importantes para demostrar la falsedad de las campañas de promoción de los preservativos, limitarnos a ellas significaría olvidar el verdadero núcleo de su maldad intrínseca que no radica en motivaciones sanitarias (¿de qué le sirve al hombre salvar su cuerpo si condena su alma?) sino en el plano más elevado de la moralidad. El preservativo atenta contra los dos fines sagrados del sexo que son la procreación y el amor conyugal. Toda relación sexual condón mediante (perdonadme la ironía), incluso en el matrimonio, es un acto inmoral, es volverse contra la ética natural establecida por Dios. Así ha sido y así será siempre y por eso la doctrina de la Iglesia no debe ni puede cambiar a este respecto. Aunque no existiera el sida ni otras enfermedades de transmisión sexual, el condón sería inmoral y, por tanto, aunque fuera (que no lo es) eficaz contra esos males, habría que seguir declarando con valentía su maldad y oponernos a su promoción. Que os quede meridianamente claro: no estamos ante un problema de salud pública, como engañosamente nos pretenden embaucar los heraldos luciferinos. Esta batalla, la de los condones y el sida, se lucha en el escenario eterno de la guerra entre el Bien y el Mal. No desdeñemos ningún frente pero no perdamos nunca de vista dónde está el objetivo central del Maligno; no en la prevención de los contagios, sino en la destrucción de la moral sexual para precipitarnos hacia el abismo de la perversión.
Porque, dejémonos de subterfugios complacientes, hermanos: existe el Mal y existe el Bien, y son irreconciliables. No tonteemos con los facilones emplastos del relativismo moral, esa cortina de humo con la que Satán ciega al mundo. El actuar de los seres humanos tiene un sentido moral y, de hecho, es lo que diferencia el nuestro del comportamiento animal. Llevamos impresa en nuestra alma la conciencia del bien y del mal, por más que la perversa ideología de estos tiempos se esfuerce en apagarla. Y el acto sexual es, sin duda, uno de los más plenos de contenido ético, máxime cuando sólo así pasa de ser un repugnante apareamiento de bestias a una excelsa manifestación de nuestra humanidad, un camino hacia nuestra espiritualización, hacia nuestra salvación. ¿Cuándo es bueno el acto sexual? Pablo VI lo dejó claro hace ya más de cuarenta años en su encíclica Humanae Vitae: cuando alcanza plenamente sus dos significados indisolubles, el unitivo y el procreador. El sexo, ya lo decíamos el otro día, es una de las más supremas expresiones del amor entre los esposos y de ahí su función unitiva, ya que contribuye a soldar a los cónyuges. Una relación sexual buscada desde el placer, amén de insatisfactoria, es perversa justamente porque degrada nuestra humanidad. Pero, a la vez, esa expresión del amor conlleva la apertura a la transmisión de la vida. No cabe admitir lo uno sin lo otro, de modo que cualquier medio que, contradiciendo la naturaleza y con ella el designio de nuestro Creador, busque intencionadamente impedir la concepción es éticamente reprobable. Esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia y así seguirá siendo, por muchas presiones a las que se nos someta. Y nada tienen que ver las circunstancias cambiantes de la vida social, porque el Mal ha sido y será siempre el Mal, por más que las autoridades civiles pretendan cambiar la verdad mediante leyes.
No es lo mismo ponerse un condón que abortar, cierto. Pero se trata de cuestiones que se refieren a planos morales distintos. El vil crimen del aborto, aunque provenga de un acto sexual que en todos los casos habrá sido éticamente malo, se sitúa en el mismo saco que los restantes asesinatos. Llamarlo método de planificación familiar sólo es un cruel sarcasmo. Pero como tal es el lenguaje al que nos fuerzan, pareciera que la prioritaria defensa de los más inocentes nos lleva a olvidar otras obligaciones morales. Quizá por ello, algunos cristianos, bienintencionados pero no menos errados, reclaman "suavizar" el Magisterio de la Iglesia sobre las relaciones sexuales y el uso de métodos anticonceptivos artificiales, invocando el conocido argumento del mal menor. Porque, como ya lo dijo el Santo Padre que Dios tenga en su gloria en la encíclica que os he citado, puede ser lícito tolerar un mal menor para evitar otro mayor o para promover el bien, pero nunca hacer positivamente el mal. Idéntica respuesta hay que ofrecer a estos cristianos que ahora defienden el preservativo como el "mal menor" frente a otros mucho mayores, sean el aborto o el sida. ¿Es acaso preciso pervertir la sagrada esencia del amor para evitar la tentación de un crimen o un eventual contagio? Sobradamente sabemos que no.
De ahí la incuestionable coherencia de la prédica del Papa enalteciendo la castidad, esa virtud convertida en energía espiritual que promueve el amor hacia su realización plena. Dios es amor, nos dice Juan, y por tanto todos estamos llamados al verdadero amor. Bajo esta luz sólo los ciegos pueden oponer sexo y castidad cuando, ciertamente, son dos aspectos del camino de salvación. Castidad, en los casados, significa fidelidad mutua y relaciones conyugales como manifestación suma de su amor unitivo y procreador. En los no casados la castidad implica abstenerse de relaciones sexuales para llegar íntegros al matrimonio. Tales son los presupuestos del camino hacia el amor, tanto hoy como ayer o mañana, existiera o no el sida. Por supuesto, como bien declara el Sumo Pontífice, no caben contagios ni otros males análogos en el ejercicio cristiano de la sexualidad. ¿Cómo habría de traernos la enfermedad o el crimen adecuarse al orden que Dios ha establecido para nuestra especie, perseverar en el camino de nuestra salvación? No hemos pues de ser castos para evitar contagios, sino porque sólo a través de la castidad las relaciones sexuales adquieren su pleno valor. Defender el uso de los preservativos, al margen de su probada ineficacia, equivale a degradar el sexo, a precipitarnos por la senda de la perversión, hacia la que desde siempre Satán se empeña en dirigirnos. No nos dejemos engañar por quienes aprovechan el terrible flagelo del sida para confundir la verdades fundamentales, por esos heraldos de la oscuridad que graznan hipócritas condenas frente las palabras del Papa.
No hace falta que gaste las palabras de esta homilía abundando en lo que ya os es harto conocido. Sobra hablaros de los fallos mecánicos de los condones, de sus poros, microscópicos pero más que holgados para los diminutos virus letales, o de las conductas ineficaces de la mayoría de los usuarios. Ni siquiera pretendo ahora recordaros los graves daños que derivan de su inconsciente fomento, al crear falsas seguridades en la población con los inevitables efectos contraproducentes en la prevención de los contagios. Si bien todas estas consideraciones son importantes para demostrar la falsedad de las campañas de promoción de los preservativos, limitarnos a ellas significaría olvidar el verdadero núcleo de su maldad intrínseca que no radica en motivaciones sanitarias (¿de qué le sirve al hombre salvar su cuerpo si condena su alma?) sino en el plano más elevado de la moralidad. El preservativo atenta contra los dos fines sagrados del sexo que son la procreación y el amor conyugal. Toda relación sexual condón mediante (perdonadme la ironía), incluso en el matrimonio, es un acto inmoral, es volverse contra la ética natural establecida por Dios. Así ha sido y así será siempre y por eso la doctrina de la Iglesia no debe ni puede cambiar a este respecto. Aunque no existiera el sida ni otras enfermedades de transmisión sexual, el condón sería inmoral y, por tanto, aunque fuera (que no lo es) eficaz contra esos males, habría que seguir declarando con valentía su maldad y oponernos a su promoción. Que os quede meridianamente claro: no estamos ante un problema de salud pública, como engañosamente nos pretenden embaucar los heraldos luciferinos. Esta batalla, la de los condones y el sida, se lucha en el escenario eterno de la guerra entre el Bien y el Mal. No desdeñemos ningún frente pero no perdamos nunca de vista dónde está el objetivo central del Maligno; no en la prevención de los contagios, sino en la destrucción de la moral sexual para precipitarnos hacia el abismo de la perversión.
Porque, dejémonos de subterfugios complacientes, hermanos: existe el Mal y existe el Bien, y son irreconciliables. No tonteemos con los facilones emplastos del relativismo moral, esa cortina de humo con la que Satán ciega al mundo. El actuar de los seres humanos tiene un sentido moral y, de hecho, es lo que diferencia el nuestro del comportamiento animal. Llevamos impresa en nuestra alma la conciencia del bien y del mal, por más que la perversa ideología de estos tiempos se esfuerce en apagarla. Y el acto sexual es, sin duda, uno de los más plenos de contenido ético, máxime cuando sólo así pasa de ser un repugnante apareamiento de bestias a una excelsa manifestación de nuestra humanidad, un camino hacia nuestra espiritualización, hacia nuestra salvación. ¿Cuándo es bueno el acto sexual? Pablo VI lo dejó claro hace ya más de cuarenta años en su encíclica Humanae Vitae: cuando alcanza plenamente sus dos significados indisolubles, el unitivo y el procreador. El sexo, ya lo decíamos el otro día, es una de las más supremas expresiones del amor entre los esposos y de ahí su función unitiva, ya que contribuye a soldar a los cónyuges. Una relación sexual buscada desde el placer, amén de insatisfactoria, es perversa justamente porque degrada nuestra humanidad. Pero, a la vez, esa expresión del amor conlleva la apertura a la transmisión de la vida. No cabe admitir lo uno sin lo otro, de modo que cualquier medio que, contradiciendo la naturaleza y con ella el designio de nuestro Creador, busque intencionadamente impedir la concepción es éticamente reprobable. Esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia y así seguirá siendo, por muchas presiones a las que se nos someta. Y nada tienen que ver las circunstancias cambiantes de la vida social, porque el Mal ha sido y será siempre el Mal, por más que las autoridades civiles pretendan cambiar la verdad mediante leyes.
No es lo mismo ponerse un condón que abortar, cierto. Pero se trata de cuestiones que se refieren a planos morales distintos. El vil crimen del aborto, aunque provenga de un acto sexual que en todos los casos habrá sido éticamente malo, se sitúa en el mismo saco que los restantes asesinatos. Llamarlo método de planificación familiar sólo es un cruel sarcasmo. Pero como tal es el lenguaje al que nos fuerzan, pareciera que la prioritaria defensa de los más inocentes nos lleva a olvidar otras obligaciones morales. Quizá por ello, algunos cristianos, bienintencionados pero no menos errados, reclaman "suavizar" el Magisterio de la Iglesia sobre las relaciones sexuales y el uso de métodos anticonceptivos artificiales, invocando el conocido argumento del mal menor. Porque, como ya lo dijo el Santo Padre que Dios tenga en su gloria en la encíclica que os he citado, puede ser lícito tolerar un mal menor para evitar otro mayor o para promover el bien, pero nunca hacer positivamente el mal. Idéntica respuesta hay que ofrecer a estos cristianos que ahora defienden el preservativo como el "mal menor" frente a otros mucho mayores, sean el aborto o el sida. ¿Es acaso preciso pervertir la sagrada esencia del amor para evitar la tentación de un crimen o un eventual contagio? Sobradamente sabemos que no.
De ahí la incuestionable coherencia de la prédica del Papa enalteciendo la castidad, esa virtud convertida en energía espiritual que promueve el amor hacia su realización plena. Dios es amor, nos dice Juan, y por tanto todos estamos llamados al verdadero amor. Bajo esta luz sólo los ciegos pueden oponer sexo y castidad cuando, ciertamente, son dos aspectos del camino de salvación. Castidad, en los casados, significa fidelidad mutua y relaciones conyugales como manifestación suma de su amor unitivo y procreador. En los no casados la castidad implica abstenerse de relaciones sexuales para llegar íntegros al matrimonio. Tales son los presupuestos del camino hacia el amor, tanto hoy como ayer o mañana, existiera o no el sida. Por supuesto, como bien declara el Sumo Pontífice, no caben contagios ni otros males análogos en el ejercicio cristiano de la sexualidad. ¿Cómo habría de traernos la enfermedad o el crimen adecuarse al orden que Dios ha establecido para nuestra especie, perseverar en el camino de nuestra salvación? No hemos pues de ser castos para evitar contagios, sino porque sólo a través de la castidad las relaciones sexuales adquieren su pleno valor. Defender el uso de los preservativos, al margen de su probada ineficacia, equivale a degradar el sexo, a precipitarnos por la senda de la perversión, hacia la que desde siempre Satán se empeña en dirigirnos. No nos dejemos engañar por quienes aprovechan el terrible flagelo del sida para confundir la verdades fundamentales, por esos heraldos de la oscuridad que graznan hipócritas condenas frente las palabras del Papa.
CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras
Reverendo Padre Panciutti, permítame que como pobre pecador pero fiel creyente le exponga algunas mínimas objeciones a su magnífico discurso. La primera de ellas es: ¿por qué, si la recta doctrina nos prohibe separar el acto sexual de su finalidad procreadora, se considera lícito desde la más rígida ortodoxia ese método supuestamente anticonceptivo que consiste en determinar los días no fértiles de la mujer para no tener relaciones más que en ellos? ¿No hay en tal método, al margen de que en la práctica resulte o no eficaz, un claro propósito de separar el acto de su fin procreador? ¿Y no es precisamente en el propósito donde reside la moralidad de nuestros actos? ¿Por qué peca quien se asegura de impedir la procreación mediante el uso de un profiláctico o condón y no peca en cambio quien procura ese mismo fin restringiendo el uso del sexo a los días que cree no fértiles? ¿No hay en ambos procedimientos idéntico, y pecaminoso, designio de impedir el fin natural del acto sexual, que es la concepción? Me resulta, humildemente lo confieso, muy difícil entender una moralidad que condena uno de estos métodos y permite el otro, siendo así que ambos comparten el mismo propósito y que es por el propósito, insisto, y no por la eficacia práctica, por lo que debe juzgarse si un acto es o no lícito.
ResponderEliminarY mi segunda duda es ¿por qué, si es de carácter moral el motivo de que tanto la recta doctrina como el Santo Padre que la predica condenen el uso del condón, y si su rechazo se basa en su ilegitimidad, y no en su ineficacia, por qué, digo, insiste no obstante Su Santidad en afirmar que el preservativo no es eficaz en la lucha contra el sida y otras enfermedades? Soy el primero en reconocer y acatar la altísima autoridad -que en ocasiones, si bien no en esta, alcanza la infalibilidad- que ostenta el Pontífice en cuanto a la doctrina se refiere pero ¿está dicho en alguna parte que deba reconocérsele la misma autoridad en cuestiones científicas, higiénicas y de salud pública? Si es su opinion y la de la Iglesia que el uso del preservativo es inmoral, dígalo así tan alto como quiera y le dejen. Pero no entre a juzgar de su eficacia, porque no solo carece de los conocimientos y de la autoridad científica para hacer afirmaciones tajantes en tal terreno sino que, mezclando ambos argumentos, hace que se invaliden mutuamente. Quiero decir que me parece excesiva pretensión por parte del señor Papa que lo que su moral juzga pecaminoso deba ser, además, ineficaz. Eso es apuntarse al pan y a las tortas. Condénelo por inmoral, sea o no eficaz; o desrecomiéndelo por ineficaz, sea o no lícito. Pero no pretenda afirmar ambas cosas como si fueran natural y lógicamente inseparables, no proclame que es ineficaz por ilícito, porque al hacerlo da claras muestras de que en su cabeza se mezclan indebidamente cuestiones netamente distintas e inmiscibles, y se abren, para un oyente razonable, serias dudas sobre el rigor de su discurso, si es que no las tuviera ya de antes.
Dicho sea, naturalmente, con el más humilde y sumiso de mis respetos.
Vanbrugh, como ya detectaron algunos comentaristas anteriores, estos posts no recogen mis palabras sino las de un santo y apasionado predicador quien, deseoso de ampliar su magisterio a este proceloso mundo internáutico me ha solicitado que le preste mi modesta tribuna. Me ha pedido que no desvelesu nombre, así que llamémosle Fray Anonimus. Pues bien, esta tarde, con algo más de tiempo que ahora, procuraré hacerle llegar tus dudas a mi preclaro amigo quien seguro que estará encantado de absolvértelas.
ResponderEliminarSi en anteriores discursos, los mensajes que nos transmitía Fray Anónimus eran patéticos, y vistos con cierta vehemencia, hasta tiernos, en este caso, el mensaje sólo puede calificarse de una manera: es un crimen contra la humanidad. Debería haber leyes para prohibir que se divulgara esa ideología, algo así como “apología de la estupidez criminal”. Porque si bien en anteriores discursos, no se hacía gran daño, aquí sí, y mucho. Pero afortunadamente no todas las iglesias son iguales. Yo me defino como ateo, pero en el fondo soy el más creyente. Porque: ¿Cómo surge este inmenso y maravilloso universo de la nada? ¿Por qué el ser humano ha podido tomar consciencia de sí mismo, y preguntarse: quién soy yo y que hago aquí? ¿Por qué un animal irreflexivo, debe ahora averiguar el porqué de las cosas y elegir el camino a seguir? Sólo lo religioso, lo moral, lo trascendente tiene respuestas para esas cosas. Pero afortunadamente hay otros religiosos, y ellos al igual que yo están muy preocupados por el devenir de nuestra especie y de la misma creación. Tenemos retos muy serios que comprometen la estabilidad del mundo. Y uno de ellos, si no el más importante es el de detener la explosión demográfica. Y por supuesto esto no se logra con los mensajes de nuestro actual líder espiritual, concibiendo burdamente nuestra sexualidad como meramente reproductora.
ResponderEliminarEstimado Vanbrugh: Pese a su nombre de hereje, me consta que es usted un buen católico y acceso gustoso a intentar aclararle las dudas que me plantea. La Iglesia, ciertamente, admite como lícita la abstención de las relaciones conyugales durante los días fértiles de la esposa y, en cambio, condena como inmoral el recurso a métodos artificiales para impedir la concepción. Ya esta aparente contradicción la trató Pablo VI en la encíclica que cito en la homilía que el amigo Miroslav (quien pese a su ateísmo no es mala persona) me ha permitido transcribir en su blog. Dijo el Sumo Pontífice que "la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por Dios. Por consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar".
ResponderEliminarPoco puedo añadir yo, un humilde clérigo, a tan santas y preclaras palabras. Tan sólo me permito apuntarle que la licitud de un acto, como en este caso el recurso al método natural para evitar la procreación, no equivale a que el mismo sea bueno. Los esposos cristianos que mantienen relaciones conyugales sólo en los días infecundos están sin duda impidiendo con esa omisión un acto de amor pleno, al negar la función procreadora al acto sexual. Pero aquí sí es aplicable la doctrina del mal menor. Naturalmente, no se le escapará que esta práctica sólo puede ser lícita cuando existen serios motivos derivados, como ya dijo el Papa, de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores. Sólo si tales motivos existen puede admitirse evitar voluntariamente la procreación y siempre ajustándose al plan de Dios y no contraviniéndolo, que es lo que se hace con el empleo de métodos artificiales. Fíjese además la diferencia de actitud entre los matrimonios respetuosos de la doctrina de la Iglesia y los que recurren a métodos anti-naturales. En los primeros suele primar un amor verdadero e integralmente honesto, que se antepone, mediante la castidad compartida en los periodos fecundos, a la mera búsqueda del placer. No suele ser así en los segundos que, "seguros" de su esterilidad voluntariamente forzada, tenderán a olvidar la verdadera finalidad de las relaciones conyugales.
Dicho lo anterior, me queda aclararle en relación a su primera duda que no es sólo el propósito lo que convierte un acto en pecaminoso (cuide usted esas tendencias protestantes arraigadas quizá en su estirpe). Tampoco la eficacia, como acertadamente usted señala. Los medios, como bien sabe, no justifican los fines. Siendo lícito que un matrimonio desee impedir la prole (siempre con serios motivos justificados en su conciencia, insisto), los medios elegidos, para que el acto no sea pecaminoso, deben respetar el orden establecido por Dios.
Para resolver su segunda duda, estimado Vanbrugh, no necesito recurrir a los textos de ninguna encíclica. Tiene usted razón en que la condena de la Iglesia al condón se hace sólo por motivos morales (lo que no quiere decir de la "moral cristiana" porque los principios morales son universales). Cuando el Papa se refiere a la ineficacia de los preservativos simplemente se hace eco de la experiencia científica probada, como tan acertadamente recalcó el reportaje televisivo de una digna cadena de televisión que me he permitido subir al blog del amigo Miroslav. ¿Y por qué se mete el Santo Padre en tales berenjenales que, stricto sensu, escapan de sus "competencias"? Pues simplemente porque en el mundo actual, en los esfuerzos inspirados por Satán para degradar los valores morales, no se duda en recurrir torticeramente, bajo la apariencia de un falso objetivismo, a argumentos falazmente tildados de científicos. El Papa en ningún caso "pretende afirmar ambas cosas como si fueran natural y lógicamente inseparables", como usted dice, sin duda influido por las engañosas aunque hábiles campañas mediáticas, ni su discurso deja de ser en ningún momento absolutamente riguroso. Todo ello además de que, como usted mismo ha escrito en alguna ocasión, el Papa puede y debe siempre opinar sobre asuntos de costumbres, máxime cuando afectan a la ética de la sociedad.
ResponderEliminarEsperando que mis argumentos le hayan resultado convincentes, sepa que quedo enteramente a su disposición.
Señor Chrysagon, prefiero no responder a los irreflexivos amén de injustos epítetos que dirige a un mensaje que, lejos de estúpido o criminal, no es sino el del amor y la salvación de nuestra especie. Tan sólo me gustaría aclararle que la Iglesia Católica (a la que, por cierto, calificarla de burda muestra muy poco conocimiento de su larga historia) no concibe en absoluto nuestra sexualidad como "meramente reproductora". Ya lo he dicho en el post, transcribiendo las palabras de Pablo VI: el acto sexual es una de las expresiones más sublimes del amor y conlleva, inseparables, el significado unitivo y el procreador. El control de lo que usted denomina "la explosión demográfica" (mucho habría que discutir sobre ese asunto) puede llevarse a cabo, lícita y efectivamente, en el marco de la moral católica. Pero, claro está, habríamos de hablar de la castidad, esa virtud tan denostada en estos tiempos.
ResponderEliminarNo es verdad que mis comentarios sean irreflexivos, pero sí serían apresurados e irrespetuosos. Lo de apresurados viene dado por la escasez de tiempo y seguramente también por mi insuficiente cualificación intelectual, pues otro grado de cualificación sería necesario para mantener un debate profundo y sutil con una persona de su vasto conocimiento teológico. Y lo siento, pero no puedo sentir respeto por la ideología que contiene su discurso. Y créame, que me gustaría que fuera de otra manera, pues la cultura cristiana forma parte de todas las células del cuerpo de este pobre ateo.
ResponderEliminarFray Anonimus:
ResponderEliminarSé bien que insultar es renunciar de antemano a cialquier argumento, pero le aseguro que lo que sigue no es, no son insultos, sino una descripció abreviada de usted como persona:
Chinche rijosa, mofletuda y vidriosa, patán salido y ruin, eunuco inicuo, chimpancé vil y maligno, siniestro, sifilítico, insolente, cínico, artero, engañoso, hipócrita, torpe, nulo, ineficaz y gran proxenetas. ¡Cómo podemos dejar a nuestros niños cerca de vosotros!
Chrysagon: Confío en que no te hayas ofendido por la respuesta de Fray Anonimus o que lo disculpes si así ha sido. No te tomes en serio su estilo, que tal es la forma de hablar de esos personajes. Y por supuesto no vayas a creer para nada que tiene una "vasta cultura teológica"; no se trata más que de verborrea fruto de una educación determinada.
ResponderEliminarEstimado Fray Anónimo, discúlpeme por haberle confundido con Miroslav. O, para ser más exactos, mis disculpas a Miroslav por haberle tomado por un fraile. En fin, repártanse ustedes dos mis excusas como mejor les parezca.
ResponderEliminarEl Papa, lo he dicho y lo mantengo, tiene perfecto derecho a opinar sobre costumbres, sobre ética y sobre lo que le dé la gana. Como cualquier otro ciudadano. Ahí disiento del señor Chrysagon, que pretende criminalizar sus opiniones e impedir su difusión, en una actitud que no me parece nada democrática.
A lo que en cambio creo que no tiene derecho el Papa es a hacer pasar sus opiniones ni como preceptos morales de obligado cumplimiento -no lo son, ni siquiera para los católicos: será cada uno en su conciencia quien, en última instancia, determine si le es lícito o no follar sin propósito de procrear; y puesto que la más estricta ortodoxia admite que esto puede hacerse sin pecado, será cada uno, también, quien libremente elija para lograr ese fin lícito los medios que le parezcan más eficaces- ni mucho menos como opiniones científicas autorizadas, que lo son menos aún. La prudencia más elemental exige callar sobre las cuestiones en las que no se es una autoridad, y el Papa no lo es ni en química ni en medicina. La honradez más elemental exige también que, cuando se invoca un precepto moral, se recuerde al tiempo que el último criterio para tomar decisiones morales es siempre la conciencia de cada persona, y jamás he oído que el Papa recuerde este principio cristianísimo, anterior y más importante que cualquier consideración más o menos oportuna sobre profilácticos. Y esa misma honradez, sobre todo, debería aconsejar al Papa que, antes de hablar, tuviera en cuenta el peso que sus palabras pueden tener sobre millones de creyentes que, poco formados científicamente, pueden tomarle a él por una autoridad científica, cuando él sabe que no lo es; y, poco formados también religiosamente, pueden tomar sus opiniones por preceptos de obligado cumplimiento, cuando él sabe también que no lo son.
En fin, que aunque proclamo el derecho del Papa a opinar lo que considere oportuno, celebraría que considerara oportuno no opinar sobre lo que no es de su incumbencia, y hacerlo sobre lo que sí lo es con más prudencia, más humildad y más caridad.
Miroslav: sí que me he sentido un poco ofendido, pero no por la contestación de fray Anonimus, sino por la concepción que tiene la iglesia católica sobre ciertas cosas. Quiero pensar que éstas se podrían rebatir inteligentemente señalando claramente lo evidente de su ñoñez, porque es verdad que lo de tu fray Anónimus no es vasta cultura teológica, pero los ideólogos vaticanos que están detrás de ese discurso sí que la tienen, y yo no estoy capacitado para arrinconarlos y darles su merecido. Y además, ¡tampoco vamos a ponernos tan trascendentes! Lo de Lansky me ha hecho reír muchísimo…. Lansky, se te ha olvidado lo de “eres hijo de una infecta babosa”. Y Vanbrugh, lo de querer prohibir la libertad de expresión de quién sea no forma parte de mis convicciones ideológicas (de hecho me parece mal incluso la de apología del terrorismo) Pero he querido expresar mi indignación de esa manera.
ResponderEliminarUn alt gunoi împotriva Sanctităţii Sale, Papa
ResponderEliminar¡Bienvenido seáis de nuevo amado Pater!
ResponderEliminarGracias a Dios, que aún existen voces preclaras que nos iluminan hacia el recto entendimiento y a la salvación eterna de nuestra alma.
AMÉN
Es por ello Pater, que me atrevo, lleno de remordimiento, a pediros consejo...
Resulta que mi santa esposa, católica, apostólica y romana, mantiene, como Su Santidad, que el fin último y, para ella, único, del acto conyugal es la procreación. Como por razones que ahora no viene al caso, la procreación no nos resulta posible, mi esposa es cada vez más reacia al cumplimiento de sus deberes conyugales.
(Afortunadamente aún sigue planchando, guisando y limpiando la casa)
El caso es que hay veces que me resulta imposible domeñar mis más bajos instintos y recurro al placer solitario, aunque a veces lo practico en compañía de la criada.
El hecho, y ya voy al grano, es que el otro día, mi naturaleza dio sobradas pruebas de su robustez, y el producto de mi pecado manchó donde no debía. Como mi esposa, al estar permanentemente en Gracia de Dios, tiene una habilidad especial en detectar los pecados, no tardó en localizar el mío, que naturalmente tuve que confesar harto compungido.
Si bien el par de rosarios que me hizo rezar han servido (espero) para limpiar mi alma, que no la mancha que tuve que quitar a fuerza de Volvone, no han sido suficientes para alejar de mi la tentación, y el caso es que a partir de ese momento cada vez que el maligno se apodera de mi, recurro al uso de preservativos y si bien el placer no es el mismo, al menos evito más accidentes desagradables.
Mis preguntas, Santo Padre, son:
1. ¿Al masturbarme con condón, peco dos veces?
2. ¿Al practicar el placer solitario, en compañía de la criada, deja de ser solitario?
3. ¿Dónde están los espejos?
Su muy devoto hijo.