lunes, 1 de marzo de 2010

Judit y Holofernes (4). Nínive

¡Cuán espléndida era Nínive! Y ya no queda nada de tanta magnificencia.

Si bien existía desde hacía más de mil años, fue el gran rey Senaquerib quien prácticamente la rehizo de nuevo para convertirla en la más digna capital del gran imperio asirio. En las tierras de la alta Mesopotamia, en la orilla oriental del Tigris, al otro lado de Mosul, la urbe principal del Kurdistán iraquí, en cuya área metropolitana hoy ha quedado integrada.


Senaquerib fue uno de los primeros grandes urbanistas y Nínive su obra maestra. La reconstruyó prácticamente desde los cimientos, trazando nuevas calles, ensanchando las existentes, ampliando su perímetros hasta abarcar una extensión de más de setecientas hectáreas. Erigió las más colosales murallas de la época que, al otro lado de un foso de cincuenta metros de ancho, delimitaban una planta sensiblemente trapezoidal de más de doce kilómetros de longitud; su anchura era tal que hasta seis carros podían circular en paralelo sobre ellas y su altura superaba en varios tramos los cuarenta metros.

Quince puertas se abrían en esta mole de piedra y ladrillos, cada una de ellas dedicada a un Dios del panteón asirio y la principal, claro está, la de la gran Ishtar, a quien toda la ciudad estaba consagrada desde sus orígenes. Desde esta puerta a la de los Jardines la urbe era cruzada por la monumental vía real, de más de treinta metros de ancho y flanqueada de estelas pétreas que cantaban en rasgos cuneiformes la gloria de la monarquía asiria. Aun siendo la principal no era la única; todos los senderos del antiguo asentamiento fueron rectificados, ensanchados y pavimentados y la trama urbana se salpicó con multitud de plazas y jardines.

¡Y los jardines! Cedros, cipreses, enebros, dátiles, olivos, robles, terebintos, fresnos, tamariscos, plátanos, almendros, manzanos, membrillos, perales, higueras, parras, ébanos, sauces, álamos, "árboles de la lana" (algodón), multitud de flores entre las que destacaban las orquídeas ... Hasta los confines del imperio iban los asirios a buscar las más diversas y exóticas plantas. Los cautivos de las derrotadas ciudades eran obligados a acarrear los mejores ejemplares de sus floras que encontrarían nuevo asiento en la alta Mesopotamia, regados por las aguas del Tigris. Cómo podría el forastero no asombrarse de la exuberancia vegetal de Nínive, de ese oasis de verdor que transformaba e iluminaba el árido paisaje millas antes de arribar a la ciudad.


Los ingenieros de Senaquerib idearon un sistema de canales que, desplegado en abanico, se abría en dieciocho brazos hacia los montes del noreste para encauzar hacia la ciudad las aguas de los pequeños manantiales y arroyos. También se construyó un colosal acueducto que desde Jerwan, a más de sesenta kilómetros de distancia, contribuía a saciar lad sedes urbanas. El río Khosr, el afluente del Tigris que cruzaba Nínive, fue domesticado mediante un larguísimo canal y al norte de la capital se represó el gran río y el pantano resultante, poblado de cañas, aves y animales salvajes, se convirtió en uno de los destinos favoritos de la nobleza guerrera, coto de caza y placeres en los breves intervalos de paz.

Pero sin duda la mayor joya de esta ciudad irrepetible era el gran palacio real al que el propio Senaquerib bautizó como el palacio sin rival. Situado al oeste, cerca de la puerta de Ishtar, se levantaba sobre un terraplén resultado de las obras de desviación de un canal para evitar que sus aguas corroyeran los cimientos, como había ocurrido con el antiguo edificio. Sólo los nuevos basamentos elevaban el palacio veinte metros y otros veinte más alcanzaban sus paredes de adobe. El rey, empeñado en culminar el más grande monumento de su época, buscó materiales a distancias lejanas, ensayó inéditas técnicas constructivas (entre ellos mejoras en la fundición del bronce) y abrió nuevas canteras. Encargó a los mejores escultores el tallado de inmensas figuras de piedra (la mayoría animales fantásticos con cabezas humanas), muchas de ellas de más de treinta toneladas. Aplacó casi todas las paredes con bajorrelieves cincelados en los que muestra las más diversas imágenes de la vida asiria, incluyendo la exhaustiva documentación de la propia construcción del palacio y la ciudad. Cuando se acabó, cuenta la leyenda que fue inaugurado con suntuosísimos festejos a los que asistieron más de siete mil personas; banquetes inagotables en los que se consumieron millares de ovejas y decenas de miles de odres de vino. Los viajeros que se acercaban a Nínive desde occidente veían reflejarse los muros de alabastro del palacio en las aguas del Tigris.

Casi ciento cincuenta mil personas habitaban entre los muros de Nínive en los tiempos de Senaquerib y no mucho menor era su censo ochenta años después, cuando se cumplió su tiempo. A las afueras de Nínive, hacia el norte, en los fértiles y bien regados terrenos comunales se recogían abundantes cosechas de cereales y legumbres, mientras que en las cercanías cabras y ovejas pastoreaban indolentes. Pero sin dudaa gran parte de la economía de Nínive se sustentaba en el comercio, en la llegada a la capital del imperio de cuantos dedicaban sus vidas a transitar entre ciudades negociando sus mercancías. La ciudad de Senaquerib estaba en el centro aproximado entre los mares Mediterráneo, Negro, Caspio y el golfo Pérsico, en el centro de la gran ruta entre el oeste y el este, entre el Cáucaso y Egipto. Su posición geográfica había pues de convertirla en polo de atracción comercial pero a ello súmese ser durante un siglo la sede de los amos del mundo civilizado. Las más preciadas producciones de todos los países eran, antes que a ningún otro lugar, llevadas hasta la capital asiria: el oro y los perfúmenes de la Arabia meridional, los linos y cristales tallados con elaborados esmaltes de Egipto, la púrpura fenicia, maderas de los cedros del Líbano, resistentes a los más voraces gusanos, pieles e hierro del Asia Menor y Armenia ... ¡Cuántas eran las riquezas que se acumulaban en los palacios de Nínive y se derrochaban por sus calles!

Por esos tiempos, unos ochenta años antes de los días en que va transcurriendo este relato, el poderoso rey asirio, a la par que dedicaba sus más amorosos afanes constructores a su ciudad, arremetió contra la insurgente Babilonia decidido a acabar para siempre con los irreverentes desafíos a su hegemonía. La ciudad caldea fue tomada al asalto; las tropas asirias abrieron brechas en sus murallas, escalaron las que no lograron abatir y entraron con el empuje irresistible de las más violentas furias, vendaval de muerte que arrasaba todo lo que se le ponía delante. La mayor parte de los babilonios fueron asesinados sin piedad en el fragor de ese huracán que se empapaba de sangre. Los que al final de la tormenta se descubrieron todavía vivos fueron deportados o esclavizados; nadie habría de volver a habitar esa maldita ciudad, quería Senaquerib. Luego, ya sin apenas caldeos, se ordenó demoler todos los edificios y arrojar los escombros al Éufrates para que no svolvieran a emplearse en tareas de reconstrucción, se destrozaron las estatuas de los dioses enemigos y se robaron para llevarlas a Nínive las de aquellos que también adoraban los asirios, también quiso el rey victorioso apropiarse de todo aquello que habría de servir para el ornato de su capital. Por último, no contento todavía, Senaquerib quiso que los suelos de Babilonia fueran removidos y descargados en el río para que éste los llevara hacia el mar y así se perdiera para siempre la tierra de sus enemigos y con ella sus recuerdos, sus almas. Babilonia no volvería a existir; no sólo había logrado un gran objetivo en su estrategia geopolítica garantizando el dominio de toda la Mesopotamia sino que la desaparición de la capital caldea dejaba a Nínive sin rival entre todas las ciudades. Y con sus esfuerzos seguiría fortaleciéndose y floreciendo hasta ser eterna y su belleza inalcanzable. ¿Conocería Senaquerib las profecías de destrucción que aquel profeta hebreo había escupido contra su amada ciudad hace ya algunas generaciones? Sí, claro, pero ¿quién habría de creer a uno de esos chiflados judíos, esos molestos revoltosos que no terminaban de escarmentar y a los que, en algún día no muy lejano, habría que propinarles una lección definitiva?


Nineveh - David Byrne (The Forest)

CATEGORÍA: Ficciones

2 comentarios:

  1. Y aún faltaba llegar a Sadam Husseim y las tropas de la colaición yanqui...Más que 'entre rios' a Mesopotamia habría que haberla bautizado 'entre líos'

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  2. Muy buena la aportación de Lansky.

    Y qué recuerdos de facultad me ha traído esta entrada. Dulce Nínive...

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