Lunes, 12 de marzo de 1923
El viernes Ilych sufrió un nuevo ataque. Ha quedado totalmente paralizado del lado derecho y sin habla, la fiebre le sube intermitentemente y con frecuencia cae en una especie de sopor casi comatoso. Los médicos no quieren hacer ningún pronóstico, pero sus miradas delatan bien a las claras su pesimismo. Lenin se muere.
¿Me arrepiento de haberle contado mi desagradable conversación con Stalin? ¿Pienso que el disgusto haya influido en esta recaída? No, me contesto. El comportamiento de Iosif Vissarionovich conmigo no hizo sino confirmar la opinión que sobre él ya tenía Ilych. A mí sí me afectó esa procaz grosería georgiana, esas insultantes amenazas. Y, sin embargo, supe callar ante Vladímir durante más de dos meses, por más que ardían de cólera mis entrañas.
Desde que nos instalamos en Gorki tenía Lenin el convencimiento de que debía disminuirse el poder de Stalin. La carta que me dictó el 22 de diciembre para el camarada secretario general fue una primera advertencia que, desde luego, no justificaba que Stalin se sintiera tan ofendido. O acaso la brutal indignación que me arrojó por teléfono fuera fingida, calculada para que mis nervios estallaran, para minar a quienes somos las últimas defensas de Ilych.
Ese hombre quiere erigirse en el dictador de la Revolución, ponerla a su único servicio y deshacerse de quienes puedan hacerle sombra. Y ni Kámenev ni Zinoviev se lo impedirán; ya está claro visto sus silencios cobardes. Y tampoco confío demasiado en Trotsky, carente de la determinación implacable de Stalin y que además está enfermo en estos momentos en que (¿cómo no se dan cuenta?) se juega el futuro del socialismo. Sólo Lenin tiene la clara conciencia de los riesgos y comprende, como siempre lo ha hecho, que la principal amenaza es ese hombre rudo y despiadado.
No creo, pues, haber hecho mal, casi al contrario. El lunes pasado, Ilych le escribió una dura carta a Iosif Vissarionovich (se permitió usted hacerle a mi mujer, por teléfono, las más groseras advertencias y luego le riño usted con la misma grosería) pero no la dictó desde la agitación nerviosa. Antes bien, pienso que le alegró la oportunidad de disponer de un nuevo argumento en su principal empeño. Y, de paso, pudo aprovechar para dejar constancia del aprecio amoroso hacia su compañera (no tengo la intención de olvidar tan fácilmente algo que se ha hecho contra mí, y no creo necesario insistir en que considero como hecho contra mí todo lo que se haga contra mi mujer). No descarto que también quisiera regalarme algo de protección para el futuro.
¿Qué será de nosotros si muere Lenin? No hablo por mí; los individuos carecemos de importancia. Sin embargo, todo puede perderse por culpa de individuos, unos que no estarán a la altura de los nuevos retos, otros que perseguirán sus egoístas intereses. Y entre éstos, sé (Ilych también lo sabe) que hay uno especialmente sanguinario y peligroso. ¿Qué será de nosotros si Stalin alcanza el poder? Me temo que sólo podrá evitarse si mi marido se recupera. Y supongo que eso misma piensa Stalin; habremos de cuidarnos de que no se ocupe de acelerar su muerte.
CATEGORÍA: Ficciones
"No hablo por mi; los individuos carecemos de importancia". Decir eso de veras, estar convencido de eso, es luchar en el mismo bando que todos los Stalin del mundo, es haberles concedido ya la victoria, por mucho que se crea seguir luchando contra ellos.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo, Vanbrugh y por eso pienso que el propio Lenin (y Krupskaia, que estaba plenamente identificada con sus ideas) fueron quienes "hicieron" a Stalin. O mejor, posibilitaron que un sanguinario sin conciencia alcanzara el poder máximo. Claro que no sé si Krupskaia escribiría esas palabras, pero le cuadran completamente (y a Lenin, por supuesto).
ResponderEliminarLa ironía es que, en su último año de vida, Lenin casi parecía hasta arrepentido de hacia donde había llevado a Rusia (y a la clase obrera) y, desde luego, acojonado por Stalin y el futuro que intuía bajo él.