Después de ese día de junio de 1546, Bárbara no volvería a ver nunca más al emperador, quien, a cambio de concederle las vidas de su padre y amante, exigió la suya. Quedareis a partir de ahora a la completa disposición de mi mayordomo; sin más que estas lacónicas palabras concluyó el trato y despidió a las dos mujeres, pues sin duda otros asuntos más graves le ocupaban, que no es cuestión que estas minucias roben la preciosa atención de los césares. De los detalles habría de ocuparse don Luís Méndez de Quijada, el seco caballero que solía interrumpir las veladas musicales que, tan recientes, parecían ahora muy remotas. El de Castilla se encargaría de instruirla en su nuevo estado, precisándole con severo rigor cuál, a partir de ese mismo momento, había de ser su conducta y cuáles sus obligaciones. La muchacha volvería a su casa sólo por unos días para que pudiera conocer la liberación de los que había salvado. Luego se presentaría allí quien pasaría ante el mundo por el padre del niño, algún hidalgo de la corte imperial, con el que se casaría y a quien seguiría a donde se decidiera destinarlos. Así sería hasta el fin de su vida, obedeciendo siempre cuanto le ordenasen y, por supuesto, con la boca sellada.
Bárbara desearía dormir pero sus ojos se empecinan en seguir abiertos, mirando hacia las vigas de madera pero viendo, en cambio, escenas vividas hace ya medio siglo. Su padre regresando al hogar de los Blomberg, con el desconcierto apesadumbrado en el rostro, la figura antes altiva del consejero municipal ahora encorvada, mucho más abundantes las canas. Roberto, castigado al exilio, cuyos celos le convencían de que haber escapado a la horca obedecía a la intervención de su amada, y no sólo no se lo agradeció sino que, por el contrario, le increpó duros insultos que todavía hoy hieren su cansado corazón. Y finalmente la ruptura con su familia, una semana después, la víspera de la primera de la bodas regias de ese verano (la de Alberto de Baviera y la archiduquesa Ana de Austria), cuando hacia el mediodía se presentó en la casa de la Kramgasse el que le había sido elegido para marido. Se trataba de un hombre robusto, frisando la cuarentena, de poco agraciados rasgos afeados, además, por una profunda cicatriz que desde la mejilla le bajaba hasta el cuello. Jerónimo Kegel, que así dijo llamarse el pretendiente, no era en absoluto ningún noble sino un soldado de la guardia imperial, dignidad ni siquiera suficiente para la hija de un principal de la villa. Tosco y tímido a la vez, venía acompañado de dos petimetres callados que se adivinaban funcionarios de la corte cuya misión parecía ser la de vigilar que todo sucediera como había sido estipulado. Con palabras torpes expresó su voluntad de desposar a la que iba a ser madre de su hijo, asegurando a los atónitos Blomberg que cuidaría de ella y le daría una vida acomodada gracias a las mercedes que el emperador le había prometido. Bárbara evoca la revuelta mixtura de emociones que entonces la embargaron: la vergüenza por la humillación propia y de sus padres, la triste decepción al conocer a quien habría de ser su esposo, la dolorosa resignación al quebrarse cualquier ilusión de futuro, hasta el regocijo irónico por la chusca farsa con que resolvían su destino. Pero de todas, ahora que es vieja, sólo le queda un dolor sordo tintado de airada amargura, el recuerdo de las duras palabras de su padre al despedirse de ella: maldíjola Wolfgang Blomberg, jurando que no volvería a verla y que renegaría de ella hasta su muerte y Bárbara calló aunque quería gritar su inocencia, se mantuvo erguida aunque quería arrojarse a los pies de su padre, abrazar a su madre, despertar de esa cruel pesadilla.
Los siguientes meses, los que duró el embarazo de Blanca, los pasaron ambas mujeres recluidas en un convento a las afueras de Regensburg. El emperador había partido de la ciudad y, sin embargo, Bárbara sentía su vigilancia a través de discretos personajes que, con sus enigmáticas y esporádicas apariciones, la obligaban a tener siempre presente que era una prisionera sin voluntad. Durante esos días eternos, con cierta frecuencia la visitaba Kegel, en quien poco a poco fue apreciando un trato más cuidado y unas atenciones amables. El soldado a su vez estaba siendo objeto de una calculada educación cortesana, entrenado para cumplir con corrección el papel asignado de tutor del hijo del César. Próximo ya el alumbramiento, Kegel anunció a su prometida que había sido nombrado comisario en la corte de María de Hungría, la hermana de Carlos V, que era por entonces la gobernadora de los Países Bajos. En cuanto naciera el niño y los funcionarios de los Habsburgo se aseguraran de su buena salud, Bárbara se desposaría en secreto y en pocos días partirían los tres, con escolta adecuada al cargo del ex-soldado, en viaje hasta Bruselas, para iniciar una nueva vida, muy lejos de Ratisbona y sus peligrosas habladurías.
Y así ocurrió. Ahora a Bárbara le asaltan las imágenes de esa tarde del 24 de febrero de 1547, acompañando a Blanca en sus dolores de parto y rodeada de comadronas, médicos y cortesanos, pendientes todos de que no surgiera ningún contratiempo. Vino al mundo un niño rebosante de salud y energía (cómo berreaba el condenado), rubio como el emperador, pero muchísimo más bello. Era además la fecha del cuadragésimo séptimo cumpleaños, de Carlos coincidencia que fue considerada por todos como la más incuestionable prueba de la imperial paternidad. Luís de Quijada recibió al recién nacido de la comadrona y, tras escrupuloso examen, se lo entregó ceremoniosamente a Bárbara: señora, he aquí vuestro hijo, cuidadlo. Bárbara miró hacia Blanca, pero ésta, adormilada por el vino de láudano que le acababan de dar a beber, parecía indiferente a todo. De esta forma pasó la joven a ser madre sin haber dado a luz, a tener entre sus brazos al ser que, casi desde su misma concepción, era el culpable de su destino y que, ya entonces así lo intuyó, habría de traerle otros más sinsabores en el futuro. ¿Podría alguien reprocharme que desde ese instante ya lo odiara? Y sin embargo, se dice a si misma la anciana, nunca lo traté mal.
En todo caso, poco tiempo tuve yo al pequeño bastardo, piensa Bárbara notando ya por fin la pesadez de los párpados. No había cumplido aún los tres años cuando le fue arrebatado por orden de Carlos, quien llevaba ya varios meses en Bruselas. Un tal Adrián de Bois, ayuda de cámara del emperador, llegó una tarde acompañando a su esposo y, sin andarse con rodeos ni delicadezas, le comunicó que el niño, Jeromín como lo llamaban, había de ser criado en España, lo que para ella no cambiaba un ápice la obligación de seguir cumpliendo el trato acordado. Esa noche, el pánfilo de Kegel le confesó que en la corte no estaban demasiado contentos con su papel maternal y que algunos rumores sobre su escaso recato habían llegado hasta oídos del César. Verdad era que Bárbara no seguía las pacatas costumbres de la aburrida Bruselas y que, pese al dolor enfurruñado que aún conservaba, no podía evitar, por su edad, carácter y origen, demostrar su desenvuelta lozanía. Pero considerarla poco apropiada como madre le pareció entonces un nuevo insulto, mayor todavía cuando, algunos meses después, vino a saber que el niño había sido dado en custodia nada menos que a un flamenco cuyo oficio era tocar la viola en palacio, sólo porque estaba casado con una española con algunas parcelas de tierra en el villorrio de Leganés, excusa suficiente para despachar a "su" Jeromín a esa maldita tierra de fanáticos.
Se está adormilando la dama y tenues como sueños se le pasan por la memoria los veintidós años vividos con Kegel, sin llegar a amarlo nunca del todo, sin que nunca pudiera el pobre hombre colmar sus ansias, pero apegada a su cariño dócil y servicial. Al fin y al cabo, le hizo dos hijos, aunque sólo le haya sobrevivido Conrado, con cuya familia vive en esta mansión cántabra. Pero el viejo Jerónimo la dejaría viuda con poco más de cuarenta y sin apenas posibles, que nunca gustó ella de ser ahorrativa, segura de que habrían de preocuparse otros por su subsistencia no fuera la necesidad a desatarle la lengua. Y claro que acudieron en su ayuda, que el mismo Duque de Alba se presentó a darle el pésame en los funerales del comisario Kegel y, con sus retorcidas maneras diplomáticas, se interesó por sus demandas financieras. El tan temido gobernador de Flandes le propuso viajar a Castilla, donde el rey Felipe le ofrecía casa y servidumbre para ella y sus hijos. Pero nada más lejos de la voluntad de Bárbara que asentarse en ese país que tan poco quería y menos entonces, que se sentía todavía joven y con ganas de desquitarse del aburrido encierro marital. Una sonrisa se insinúa en los labios de la anciana, ya casi dormida, recordando los buenos años que siguieron en Bruselas, sus alegres correrías y la desahogada posición que obtuvo gracias a los casi cinco mil florines de renta que le asignó el rey de España.
Bárbara desearía dormir pero sus ojos se empecinan en seguir abiertos, mirando hacia las vigas de madera pero viendo, en cambio, escenas vividas hace ya medio siglo. Su padre regresando al hogar de los Blomberg, con el desconcierto apesadumbrado en el rostro, la figura antes altiva del consejero municipal ahora encorvada, mucho más abundantes las canas. Roberto, castigado al exilio, cuyos celos le convencían de que haber escapado a la horca obedecía a la intervención de su amada, y no sólo no se lo agradeció sino que, por el contrario, le increpó duros insultos que todavía hoy hieren su cansado corazón. Y finalmente la ruptura con su familia, una semana después, la víspera de la primera de la bodas regias de ese verano (la de Alberto de Baviera y la archiduquesa Ana de Austria), cuando hacia el mediodía se presentó en la casa de la Kramgasse el que le había sido elegido para marido. Se trataba de un hombre robusto, frisando la cuarentena, de poco agraciados rasgos afeados, además, por una profunda cicatriz que desde la mejilla le bajaba hasta el cuello. Jerónimo Kegel, que así dijo llamarse el pretendiente, no era en absoluto ningún noble sino un soldado de la guardia imperial, dignidad ni siquiera suficiente para la hija de un principal de la villa. Tosco y tímido a la vez, venía acompañado de dos petimetres callados que se adivinaban funcionarios de la corte cuya misión parecía ser la de vigilar que todo sucediera como había sido estipulado. Con palabras torpes expresó su voluntad de desposar a la que iba a ser madre de su hijo, asegurando a los atónitos Blomberg que cuidaría de ella y le daría una vida acomodada gracias a las mercedes que el emperador le había prometido. Bárbara evoca la revuelta mixtura de emociones que entonces la embargaron: la vergüenza por la humillación propia y de sus padres, la triste decepción al conocer a quien habría de ser su esposo, la dolorosa resignación al quebrarse cualquier ilusión de futuro, hasta el regocijo irónico por la chusca farsa con que resolvían su destino. Pero de todas, ahora que es vieja, sólo le queda un dolor sordo tintado de airada amargura, el recuerdo de las duras palabras de su padre al despedirse de ella: maldíjola Wolfgang Blomberg, jurando que no volvería a verla y que renegaría de ella hasta su muerte y Bárbara calló aunque quería gritar su inocencia, se mantuvo erguida aunque quería arrojarse a los pies de su padre, abrazar a su madre, despertar de esa cruel pesadilla.
Los siguientes meses, los que duró el embarazo de Blanca, los pasaron ambas mujeres recluidas en un convento a las afueras de Regensburg. El emperador había partido de la ciudad y, sin embargo, Bárbara sentía su vigilancia a través de discretos personajes que, con sus enigmáticas y esporádicas apariciones, la obligaban a tener siempre presente que era una prisionera sin voluntad. Durante esos días eternos, con cierta frecuencia la visitaba Kegel, en quien poco a poco fue apreciando un trato más cuidado y unas atenciones amables. El soldado a su vez estaba siendo objeto de una calculada educación cortesana, entrenado para cumplir con corrección el papel asignado de tutor del hijo del César. Próximo ya el alumbramiento, Kegel anunció a su prometida que había sido nombrado comisario en la corte de María de Hungría, la hermana de Carlos V, que era por entonces la gobernadora de los Países Bajos. En cuanto naciera el niño y los funcionarios de los Habsburgo se aseguraran de su buena salud, Bárbara se desposaría en secreto y en pocos días partirían los tres, con escolta adecuada al cargo del ex-soldado, en viaje hasta Bruselas, para iniciar una nueva vida, muy lejos de Ratisbona y sus peligrosas habladurías.
Y así ocurrió. Ahora a Bárbara le asaltan las imágenes de esa tarde del 24 de febrero de 1547, acompañando a Blanca en sus dolores de parto y rodeada de comadronas, médicos y cortesanos, pendientes todos de que no surgiera ningún contratiempo. Vino al mundo un niño rebosante de salud y energía (cómo berreaba el condenado), rubio como el emperador, pero muchísimo más bello. Era además la fecha del cuadragésimo séptimo cumpleaños, de Carlos coincidencia que fue considerada por todos como la más incuestionable prueba de la imperial paternidad. Luís de Quijada recibió al recién nacido de la comadrona y, tras escrupuloso examen, se lo entregó ceremoniosamente a Bárbara: señora, he aquí vuestro hijo, cuidadlo. Bárbara miró hacia Blanca, pero ésta, adormilada por el vino de láudano que le acababan de dar a beber, parecía indiferente a todo. De esta forma pasó la joven a ser madre sin haber dado a luz, a tener entre sus brazos al ser que, casi desde su misma concepción, era el culpable de su destino y que, ya entonces así lo intuyó, habría de traerle otros más sinsabores en el futuro. ¿Podría alguien reprocharme que desde ese instante ya lo odiara? Y sin embargo, se dice a si misma la anciana, nunca lo traté mal.
En todo caso, poco tiempo tuve yo al pequeño bastardo, piensa Bárbara notando ya por fin la pesadez de los párpados. No había cumplido aún los tres años cuando le fue arrebatado por orden de Carlos, quien llevaba ya varios meses en Bruselas. Un tal Adrián de Bois, ayuda de cámara del emperador, llegó una tarde acompañando a su esposo y, sin andarse con rodeos ni delicadezas, le comunicó que el niño, Jeromín como lo llamaban, había de ser criado en España, lo que para ella no cambiaba un ápice la obligación de seguir cumpliendo el trato acordado. Esa noche, el pánfilo de Kegel le confesó que en la corte no estaban demasiado contentos con su papel maternal y que algunos rumores sobre su escaso recato habían llegado hasta oídos del César. Verdad era que Bárbara no seguía las pacatas costumbres de la aburrida Bruselas y que, pese al dolor enfurruñado que aún conservaba, no podía evitar, por su edad, carácter y origen, demostrar su desenvuelta lozanía. Pero considerarla poco apropiada como madre le pareció entonces un nuevo insulto, mayor todavía cuando, algunos meses después, vino a saber que el niño había sido dado en custodia nada menos que a un flamenco cuyo oficio era tocar la viola en palacio, sólo porque estaba casado con una española con algunas parcelas de tierra en el villorrio de Leganés, excusa suficiente para despachar a "su" Jeromín a esa maldita tierra de fanáticos.
Se está adormilando la dama y tenues como sueños se le pasan por la memoria los veintidós años vividos con Kegel, sin llegar a amarlo nunca del todo, sin que nunca pudiera el pobre hombre colmar sus ansias, pero apegada a su cariño dócil y servicial. Al fin y al cabo, le hizo dos hijos, aunque sólo le haya sobrevivido Conrado, con cuya familia vive en esta mansión cántabra. Pero el viejo Jerónimo la dejaría viuda con poco más de cuarenta y sin apenas posibles, que nunca gustó ella de ser ahorrativa, segura de que habrían de preocuparse otros por su subsistencia no fuera la necesidad a desatarle la lengua. Y claro que acudieron en su ayuda, que el mismo Duque de Alba se presentó a darle el pésame en los funerales del comisario Kegel y, con sus retorcidas maneras diplomáticas, se interesó por sus demandas financieras. El tan temido gobernador de Flandes le propuso viajar a Castilla, donde el rey Felipe le ofrecía casa y servidumbre para ella y sus hijos. Pero nada más lejos de la voluntad de Bárbara que asentarse en ese país que tan poco quería y menos entonces, que se sentía todavía joven y con ganas de desquitarse del aburrido encierro marital. Una sonrisa se insinúa en los labios de la anciana, ya casi dormida, recordando los buenos años que siguieron en Bruselas, sus alegres correrías y la desahogada posición que obtuvo gracias a los casi cinco mil florines de renta que le asignó el rey de España.
The Wife and Kid - Bill Frisell (Gone, just like a Train, 1998)
CATEGORÍA: Ficciones
¿Es de Holbein el bonito retrato verde de María?
ResponderEliminarNo, es de un pintor alemán un poco más joven, Hans Krell (1490-1565), que trabajó en la corte de Luis II de Bohemia, rey de Hungría y marido de la retratada hermana de Carlos V.
ResponderEliminarDebería ponerle pies a las ilustraciones; me enmendaré a partir de ahora.