El lunes participé en un congreso que, bajo el título La transparencia en la gestión del territorio, reunía a unas cuantas personas que trabajan en la integración y sistematización de los datos que constituyen la información urbanística. Uno de los ponentes, viejo amigo, refiriéndose a los procesos de modernización de la administración pública y a la tan cacareada (y eterna) transición de la administración tradicional a la e-administración, nos proyectó una copia de la Gaceta de Madrid de 19 de febrero de 1900 en la cual puede leerse la Real Orden mediante la cual se dispone que "en todas las oficinas del Estado, provinciales y municipales se admitan cuantas instancias y documentos se presenten hechos con máquina de escribir, en los mismos términos y con iguales efectos de los escritos o copiados a mano".
Como es sabido, desde hace unos años en España los ciudadanos tenemos el derecho de relacionarnos con las administraciones públicas utilizando medios electrónicos, pero también es verdad que este derecho en no pocas ocasiones cuesta ejercerlo y muchas veces debido a la contumaz obcecación de algunos funcionarios. Hace algo más de un año, por ejemplo, entregamos en la Consejería del Gobierno de Canarias el documento del Avance del Plan General en el que trabajo en un DVD y recibimos en pocos días un escrito reclamándonos tres ejemplares en papel. El documento impreso y encuadernado son 11 tomos con un peso aproximado de 30 kilos y el coste por ejemplar ronda los 3.000 euros. Evidentemente, es bastante más barato regalar un ordenador que imprimir un ejemplar; pero eso a algunos funcionarios les da igual porque, simplemente, "no se sienten cómodos" leyendo en pantalla". Por supuesto, gracias a la Ley 11/2007 pudimos rechazar sus exigencias, aunque sé que dichos funcionarios consiguieron que la Consejería pagara la reproducción en papel de tres copias del documento; en mi opinión, deberían pagarlo de su sueldo y no con cargo al presupuesto público.
Resistencias similares debían ocurrir en los últimos años del siglo XIX. Podemos imaginar al funcionario de manguitos exigiendo a un ciudadano que copiara a mano la instancia que traía impresa a máquina antes de admitir su registro. Parece que el argumento que se usaba se refería a la fiabilidad del documento, ya que tecleado a máquina no se podía someter a una prueba grafológica. Verdad es que, para esos años, las máquinas de escribir no eran todavía herramientas muy populares en España pero seguro que empezaban a proliferar en gestorías y despachos, donde se "producían" los documentos destinados para la Administración. En fin que eran los años iniciales de una herramienta ya prácticamente desaparecida pero que ha subsistido los suficiente para que a muchos nos resulte entrañable (en mi caso, además, hay razones genéticas, pues mi abuelo más querido, antes de casarse y hacerse librero, se ganaba la vida como mecánico de máquinas de escribir, recorriendo, allá por los años veinte y treinta, oficinas por las tierras cántabras y vizcaínas). Hoy, sin embargo, no son sino piezas de coleccionista lo que, cuando Francisco Silvela dictó la Orden que sirve de excusa a este post, debía ser visto por muchos como un artefacto diabólico al que más de uno le auguraría un pobre futuro, pues nunca se podría sustituir la elegancia y belleza caligráfica del rasgado de la pluma sobre el papel.
Llama la atención, por cierto, la celeridad de la administración española durante la regencia de María Cristina, que recibe una instancia el 1 de febrero y doce días después ya ha dictado una norma legal al respecto; aunque sea aventurado extraer conclusiones de un solo hecho, pareciera que la eficacia de nuestros funcionarios ha caído en picado desde entonces. Puede interesar a alguien saber que quien instó este primer paso en lo que ahora llamamos "modernización de la administración" fue un conocido abogado y político de la época, Antonio Comyn Crooke. Este hombre, que en 1900 tenía cuarenta y pocos, era de origen irlandés (en algún sitio he leído que escocés) y se había formado en Inglaterra y España. Desde muy joven debió zambullirse en muchas salsas, pues fue uno de los pioneros del excursionismo en la provincia madrileña, socio del Ateneo, vinculado a diversas firmas comerciales (relacionadas con tecnologías punta de esos años) y metido en política con el partido conservador (fue senador en tres ocasiones: por Gerona, Cuenca y Palencia). Ese mismo año de 1900, antes de ser senador, fue nombrado subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros; no sé si antes o después de su propuesta sobre las máquinas de escribir y tampoco si hay relación entre el cargo y la instancia, aunque a uno se le disparan las elucubraciones. En 1903 se casó con Jesusa Allendesalazar, aristócrata vasca, condesa de Albiz (caserío del municipio vizcaíno de Mendata) y hermana del famoso político Manuel Allendesalazar, que fue muchas veces ministro e incluso por unos breves meses presidente del Consejo de Gobierno. El señor Comyn moriría a finales de 1931, a los setenta y tres años, con la satisfacción, imagino, de comprobar que la máquina de escribir se había popularizado en el procedimiento administrativo. No le agradaría tanto, me supongo dada su filiación política, que unos meses antes se hubiera instaurado la Segunda República, pero no tuvo demasiado tiempo para vivirla. Por suerte para él, no llegó a conocer que su hijo Antonio (dado el nombre es probable que fuera el primogénito) fue muerto en los tristemente célebres fusilamientos de Paracuellos de Jarama a finales del 36. Quien sí supo del asesinato de su tío materno, fue el nieto de Antonio Comyn Crooke, que era entonces un chaval de dieciséis años recién alistado en el ejército y que cuarenta y cinco años después fue apodado el "elefante blanco" con motivo del frustrado golpe de estado del 23F.
Como es sabido, desde hace unos años en España los ciudadanos tenemos el derecho de relacionarnos con las administraciones públicas utilizando medios electrónicos, pero también es verdad que este derecho en no pocas ocasiones cuesta ejercerlo y muchas veces debido a la contumaz obcecación de algunos funcionarios. Hace algo más de un año, por ejemplo, entregamos en la Consejería del Gobierno de Canarias el documento del Avance del Plan General en el que trabajo en un DVD y recibimos en pocos días un escrito reclamándonos tres ejemplares en papel. El documento impreso y encuadernado son 11 tomos con un peso aproximado de 30 kilos y el coste por ejemplar ronda los 3.000 euros. Evidentemente, es bastante más barato regalar un ordenador que imprimir un ejemplar; pero eso a algunos funcionarios les da igual porque, simplemente, "no se sienten cómodos" leyendo en pantalla". Por supuesto, gracias a la Ley 11/2007 pudimos rechazar sus exigencias, aunque sé que dichos funcionarios consiguieron que la Consejería pagara la reproducción en papel de tres copias del documento; en mi opinión, deberían pagarlo de su sueldo y no con cargo al presupuesto público.
Resistencias similares debían ocurrir en los últimos años del siglo XIX. Podemos imaginar al funcionario de manguitos exigiendo a un ciudadano que copiara a mano la instancia que traía impresa a máquina antes de admitir su registro. Parece que el argumento que se usaba se refería a la fiabilidad del documento, ya que tecleado a máquina no se podía someter a una prueba grafológica. Verdad es que, para esos años, las máquinas de escribir no eran todavía herramientas muy populares en España pero seguro que empezaban a proliferar en gestorías y despachos, donde se "producían" los documentos destinados para la Administración. En fin que eran los años iniciales de una herramienta ya prácticamente desaparecida pero que ha subsistido los suficiente para que a muchos nos resulte entrañable (en mi caso, además, hay razones genéticas, pues mi abuelo más querido, antes de casarse y hacerse librero, se ganaba la vida como mecánico de máquinas de escribir, recorriendo, allá por los años veinte y treinta, oficinas por las tierras cántabras y vizcaínas). Hoy, sin embargo, no son sino piezas de coleccionista lo que, cuando Francisco Silvela dictó la Orden que sirve de excusa a este post, debía ser visto por muchos como un artefacto diabólico al que más de uno le auguraría un pobre futuro, pues nunca se podría sustituir la elegancia y belleza caligráfica del rasgado de la pluma sobre el papel.
Llama la atención, por cierto, la celeridad de la administración española durante la regencia de María Cristina, que recibe una instancia el 1 de febrero y doce días después ya ha dictado una norma legal al respecto; aunque sea aventurado extraer conclusiones de un solo hecho, pareciera que la eficacia de nuestros funcionarios ha caído en picado desde entonces. Puede interesar a alguien saber que quien instó este primer paso en lo que ahora llamamos "modernización de la administración" fue un conocido abogado y político de la época, Antonio Comyn Crooke. Este hombre, que en 1900 tenía cuarenta y pocos, era de origen irlandés (en algún sitio he leído que escocés) y se había formado en Inglaterra y España. Desde muy joven debió zambullirse en muchas salsas, pues fue uno de los pioneros del excursionismo en la provincia madrileña, socio del Ateneo, vinculado a diversas firmas comerciales (relacionadas con tecnologías punta de esos años) y metido en política con el partido conservador (fue senador en tres ocasiones: por Gerona, Cuenca y Palencia). Ese mismo año de 1900, antes de ser senador, fue nombrado subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros; no sé si antes o después de su propuesta sobre las máquinas de escribir y tampoco si hay relación entre el cargo y la instancia, aunque a uno se le disparan las elucubraciones. En 1903 se casó con Jesusa Allendesalazar, aristócrata vasca, condesa de Albiz (caserío del municipio vizcaíno de Mendata) y hermana del famoso político Manuel Allendesalazar, que fue muchas veces ministro e incluso por unos breves meses presidente del Consejo de Gobierno. El señor Comyn moriría a finales de 1931, a los setenta y tres años, con la satisfacción, imagino, de comprobar que la máquina de escribir se había popularizado en el procedimiento administrativo. No le agradaría tanto, me supongo dada su filiación política, que unos meses antes se hubiera instaurado la Segunda República, pero no tuvo demasiado tiempo para vivirla. Por suerte para él, no llegó a conocer que su hijo Antonio (dado el nombre es probable que fuera el primogénito) fue muerto en los tristemente célebres fusilamientos de Paracuellos de Jarama a finales del 36. Quien sí supo del asesinato de su tío materno, fue el nieto de Antonio Comyn Crooke, que era entonces un chaval de dieciséis años recién alistado en el ejército y que cuarenta y cinco años después fue apodado el "elefante blanco" con motivo del frustrado golpe de estado del 23F.
CATEGORÍA: Personas y personajes
No, desde luego que no es de ahora. Si no, no sería un eterno problema enquistado y la causa de la fama de articulista de Larra. Véase, a guisa de ejemplo, lo de las dos Españas de Machado que te hielan el corazón, tan mal citado, puesto que no se refiere a la ¡España leal a la República contra la rebelde franquista, sino a la alternancia en la Regencia de mauristas y canovistas que…echaban a los funcionarios a la calle, admitían los suyos y cambiaban los procedimientos burocráticos sea, que una de las dos o tres o cuatro España ha de acabar con tu paciencia
ResponderEliminar(¿Aún seguís gestionando el territorio o sólo mirais como se degrada, eso sí cono modernas técnicas de teledetección?)
Nunca se me habría ocurrido que para que un texto mecanografiado tenga la misma validez legal que uno manuscrito haya sido necesaria una Real Orden. La capacidad de algunos funcionarios para convertir en problema hasta las cuestiones más obvias supera siempre mi imaginación.
ResponderEliminarEsta Real Orden, más que una muestra del permanente esfuerzo modernizador de la Administración, me parece un síntoma de la irremediable inutilidad de ese esfuerzo. No hay nada que hacer: la Administración estará siempre controlada por gente que no acepta la evidencia hasta que no la lee publicada en el BOE, y aún entonces solo la entienden en los términos exactos en las que un congénere suyo, igualmente obtuso, haya redactado esa publicación. Y, si hay alguna posibilidad -casi siempre la hay- entendiéndolos mal.
El orígen de la familia Comyn es escocés, no irlandés. Y el mayor de los varones de Antonio Comyn fue Juan Comyn Allendesalazar. Antonio fue el segundo de los varones. Tanto Juan como su padre fueron abogados de la Embajada inglesa en Madrid. Estando detenidos Juan y Antonio en la cárcel de Porlier durante la guerra, la Embajada reclamó a su abogado y les llevaron por equivocación a Antonio. La Embajada, en lugar de retenerlo, lo hizo cambiar por Juan. Antonio murió fusilado poco después en Paracuellos.
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