Esta semana que hoy acaba será probablemente, en mi concurso personal, una de las candidatas a la más agobiante del año. Compruebo en mi agenda que han sido doce reuniones (incluso dos simultáneas pues se me empieza a exigir capacidad de desdoblamiento espacial), cuatro almuerzos de trabajo, tres conferencias (a técnicos de una empresa pública, a los vecinos de un barrio especialmente conflictivo y a una delegación de uruguayos interesados en algunas de las cosas que hacemos), cinco aviones (el sexto será esta tarde) … En medio de todo este ajetreo, intentar que las tareas cotidianas cuya ejecución me compete vayan saliendo medianamente bien y, a la vez, ir apagando los fuegos que continuamente van prendiendo por los más nimios motivos, que a la gente le encanta disparar primero y preguntar después. Para colmo, a pesar de que el balance general de la marcha de los trabajos es más que positivo, al concejala de urbanismo se ha agarrado una bronca descomunal conmigo debido, parece ser, a que no estoy disponible para ella las veinticuatro horas del día de los siete días de la semana y a que tampoco le resuelvo los problemillas que, sin ninguna planificación, me va planteando a salto de mata cada vez que le surgen.
Aunque creo que no lo llevo demasiado mal, lo cierto es que en la empresa en la que me integro, dadas las circunstancias, hemos decidido que hay que dar un puñetazo en la mesa y plantearle un ultimátum al Ayuntamiento: o se cambian las actitudes ante el trabajo, recuperando unas reglas mínimas de respeto que se están perdiendo (en parte a causa, por paradójico que parezca, de nuestro buen funcionamiento y disponibilidad hacia ellos) y encauzando las relaciones en un programa temporal pactado entre ambos, o adiós muy buenas. Dudo que el alcalde, quien en el fondo sabe que estamos trabajando bien y que está sacando buenos réditos de la revisión del plan general, acepte el órdago, pero ya veremos qué pasa mañana por la tarde …
Pero el suceso más relevante de la semana ha acontecido en mi visita al urólogo y, en concreto, en la “flujometría”. Me levanto el viernes a las siete sabiendo que no he de orinar; bebo, con aversión, cuatro vasos de agua; a las nueve y media estoy en la consulta y tras un cuarto de hora de espera la enfermera me hace pasar para la prueba. Se trata de orinar en una especie de embudo dotado de los correspondientes sensores que miden la intensidad, duración, frecuencia y otras más variables del flujo. Como es natural, tenía tremendas ganas de vaciar la vejiga. Sin embargo, no me salía nada. Tras un tiempo cae un chorrito ridículamente corto y flojo; pasa un rato y me viene un segundo de similares características; y luego un tercero y un cuarto, siempre patéticos. La enfermera me pregunta si normalmente es así mi micción y le aseguro, sin mentir, que en absoluto y que no entiendo qué me ocurre. Me recomienda que vuelva a la sala de espera, aproveche para beber abundante agua (así lo hice) y que repitamos la prueba una media hora después. Nunca segundas partes fueron buenas y, en este caso, la regla se cumplió en los términos más deprimentes, pues apenas logré un minimísimo chorrito, esta vez en presencia del propio urólogo. El hombre, no obstante, le quitó importancia diciendo que se trataba del conocido (para él, no te jode) fenómeno de la “orina inhibida”; luego mi cuñado médico me diría que también lo llaman el “síndrome de la bata blanca”.
Salgo hacia las once de la clínica camino de una de las reuniones a las que ya me he referido y aprovecho para meterme en un bar y pedir un cortado. Mientras me lo preparan entro al baño y meo un chorro espectacular, lo cual, si bien tranquiliza mis tendencias hipocondríacas, me genera una irritante sensación de estupidez. Esa mañana volví al baño tres veces más, todas ellas con resultados que habrían sido estupendos en la dichosa flujometría. En fin, también existen los gatillazos urinarios.
Aunque creo que no lo llevo demasiado mal, lo cierto es que en la empresa en la que me integro, dadas las circunstancias, hemos decidido que hay que dar un puñetazo en la mesa y plantearle un ultimátum al Ayuntamiento: o se cambian las actitudes ante el trabajo, recuperando unas reglas mínimas de respeto que se están perdiendo (en parte a causa, por paradójico que parezca, de nuestro buen funcionamiento y disponibilidad hacia ellos) y encauzando las relaciones en un programa temporal pactado entre ambos, o adiós muy buenas. Dudo que el alcalde, quien en el fondo sabe que estamos trabajando bien y que está sacando buenos réditos de la revisión del plan general, acepte el órdago, pero ya veremos qué pasa mañana por la tarde …
Pero el suceso más relevante de la semana ha acontecido en mi visita al urólogo y, en concreto, en la “flujometría”. Me levanto el viernes a las siete sabiendo que no he de orinar; bebo, con aversión, cuatro vasos de agua; a las nueve y media estoy en la consulta y tras un cuarto de hora de espera la enfermera me hace pasar para la prueba. Se trata de orinar en una especie de embudo dotado de los correspondientes sensores que miden la intensidad, duración, frecuencia y otras más variables del flujo. Como es natural, tenía tremendas ganas de vaciar la vejiga. Sin embargo, no me salía nada. Tras un tiempo cae un chorrito ridículamente corto y flojo; pasa un rato y me viene un segundo de similares características; y luego un tercero y un cuarto, siempre patéticos. La enfermera me pregunta si normalmente es así mi micción y le aseguro, sin mentir, que en absoluto y que no entiendo qué me ocurre. Me recomienda que vuelva a la sala de espera, aproveche para beber abundante agua (así lo hice) y que repitamos la prueba una media hora después. Nunca segundas partes fueron buenas y, en este caso, la regla se cumplió en los términos más deprimentes, pues apenas logré un minimísimo chorrito, esta vez en presencia del propio urólogo. El hombre, no obstante, le quitó importancia diciendo que se trataba del conocido (para él, no te jode) fenómeno de la “orina inhibida”; luego mi cuñado médico me diría que también lo llaman el “síndrome de la bata blanca”.
Salgo hacia las once de la clínica camino de una de las reuniones a las que ya me he referido y aprovecho para meterme en un bar y pedir un cortado. Mientras me lo preparan entro al baño y meo un chorro espectacular, lo cual, si bien tranquiliza mis tendencias hipocondríacas, me genera una irritante sensación de estupidez. Esa mañana volví al baño tres veces más, todas ellas con resultados que habrían sido estupendos en la dichosa flujometría. En fin, también existen los gatillazos urinarios.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
Si te consuela, Miroslav, yo ya he ido dos veces a hacerme esa prueba -mi médico general dice que hay que hacerla a partir de los cincuenta- y ninguna de las dos he sido capaz de expulsar ni el más leve chorrito, a pesar de estar lo que se dice muriéndome de las ganas. La escena era para no contarla: yo con el pinganillo al aire, en la consulta, durante casi media hora, con médicos y enfermeras entrando por allí a cada rato a ver qué tal iba la cosa, y absolutamente incapaz de producir el más tenue asomo de micción. Las dos veces abandoné abochornado la consulta, con palmaditas en el hombro y palabras de aliento, para dirigirme acto seguido a un cuarto de baño y allí mear con profusión, vigor e indescriptible alivio. E intimidad, claro. He decidido no volver a intentarlo, mientras no note síntomas que lo justifiquen. Antes que la salud está la dignidad.
ResponderEliminarPor falta de experiencia, no puedo hacer ningún aporte solidario a tus problemas urinarios. Pero me da penita leerte. Es el problema de ser eficiente y hacer las cosas bien ;-)
ResponderEliminarBesos y una palmadita en el hombro.
Pero...No entiendo, Miroslav, Vanbrugh, ¿vosotros levantáis la pata para mear o meais sentados? ¿O no será que en lugar de mear orináis o, peor aún, miccionáis? ¿Apuntáis dentro, le atizáis en la cabeza a WC Pato? Etc.
ResponderEliminarDe todas maneras, por aquí los viejos chelis/castizos, de un asunto alucinante dicen eso de "eso es para mear y no echar gota"; pues eso.
ResponderEliminarHola, Miros:
ResponderEliminarEspero que tu semana sea menos agobiante de lo que esperas (así las restantes del año serán pan comido) y también que tus problemas urinarios mejoren pronto.
Ánimo y un beso
Pero hombre Miroslav (y demás comentaristas):
ResponderEliminarA partir de una edad, rayana en los 40, todos los caballeros debemos empezar a medirnos el PSA y vigilar la próstata. Las señoras se chequean la entrepierna casi una vez al año desde más jóvenes aún.
Orinar de 'turbillón' es un síntoma; levanterse por la noche varias veces para eso; vigilar el color de la orina (amarillito pálido), etc.
Con lo de mear en la consulta ocurre como con lo de 'NO invitar al vecino a canto de pájaro ni a gracia del nene', porque ni este hará la gracia ni cantará el otro. Bebes un montón de agua y frente a Dr. y/o enfermeras te cortas y NADA.
Por otro lado, creía entender - probablemente equivocado - que el 'síndrome de la bata blanca' era al revés: basta conn llegar a un hospital, centro médico o consulta, para que empiecen a desaparecer los males que uno temía. Es decir: sentirse seguro, bien arropado, a salvo, y mejorar la sintomatología.
(No orinar en presencia de l@s otr@s es mera cuestión de pudor... o que estabas empalmado...)