A principios de febrero de 1957 mi padre llegó a Cuba en un Super Constellation de Aeropostal Venezolana procedente de Maiquetía. Como ya he contado, llevaba ya dos años y pico recorriendo América y dando conferencias de ciudad de en ciudad, aprovechando para hacer muchos y muy diversos amigos y conocer unas realidades bastante diferentes de la española de los tristes cincuentas. Durante los últimos dos o tres meses había estado viviendo en Caracas, ciudad en la que, según me contó alguna vez, se sentía muy a gusto. Eran aquéllos los últimos meses de la dictadura de Pérez Jiménez y la vida venezolana estaba fuertemente salpicada de agitadores políticos que preveían el fin del régimen. Parece que algunos estudiantes vinculados a la Acción Democrática de Rómulo Betancourt (por entonces en el exilio, pero referente indiscutible de una parte importante de la oposición venezolana) mostraron interés por sus ideas y le invitaron a varios debates semiclandestinos. Mi padre me contaba que no siempre las tenía todas consigo, pues no estaba del todo seguro de si, en su condición de extranjero, no se arriesgaba demasiado asistiendo a algunos de esos cónclaves. De hecho, entre las amistades peligrosas que hizo hacia finales de 1956, se encontraban algunos jóvenes cubanos que pertenecían a un entonces casi desconocido Movimiento 26 de Julio. Hacía poco tiempo que, casi sin pena ni gloria, los escasos guerrilleros supervivientes del desembarco del Granma habían huido a refugiarse en la Sierra Maestra. La noticia había sido difundida por la mayoría de la prensa como un intento sedicioso fácilmente atajado por las fuerzas de Batista. Los nuevos amigos de mi padre, sin embargo, le insistieron que esas noticias no eran más que parte de la insidiosa campaña de desinformación de la dictadura cubana y de sus socios capitalistas; que, en realidad, había un profundo clima de resistencia en la isla y que el triunfo de una revolución liberadora estaba al caer. No es que mi padre, ni entonces ni luego, simpatizara demasiado con las revoluciones, pero era curioso y, además, esos chicos de su edad (y más jóvenes incluso) le resultaron simpáticos y, sobre todo, cargados de generosos ideales que defendían con ilusión contagiosa.
El deseo de conocer Cuba de primera mano y trabar contacto con alguno de los jóvenes del 26 de Julio (con los llamados del Llano, que operaban principalmente en La Habana, que "visitar" a los de la Sierra no le excitaba demasiado, además de que eso significaría sobrepasar, en su situación, los límites de la más elemental prudencia) no era la única razón que le impulsaba a darse un salto a la gran isla antillana. En La Habana iba a celebrarse el Primer Gran Premio de automovilismo de Cuba y tenía mucho interés en ver la carrera. Cuando, hace ya muchos años, me comentó este primer viaje cubano, no entendí demasiado que hubiera querido ir a ver una competición de coches, pues mi padre, desde que he tenido uso de razón, las aborrecía. Naturalmente, le pedí que me lo aclarara y, como si le molestara hablar de ello, me respondió escuetamente que conocía a dos de los más famosos conductores de entonces: al célebre campeón del mundo Juan Manuel Fangio y al malogrado aristócrata español Alfonso de Portago. Al Chueco lo había conocido en la Buenos Aires, durante los meses de su estancia argentina y había quedado fascinado con su personalidad, si bien nunca llegó a tener el suficiente trato como para considerarlo amigo. En cambio sí tuvo que sentir verdadero afecto hacia Fon Portago, pese a que tampoco debió frecuentarlo apenas. Esa tarde que rememoro (sería hacia el 78, más o menos), escueta y poco explícitamente, mi padre me dijo que la muerte de "ese chico de mi edad tan alocado y tan generoso" le quitó para siempre el gusto por las carreras de autos. Yo entonces, un universitario poco interesado en las batallitas paternas, ni siquiera sabía quién era ese Portago y, la verdad, tampoco me importaba un ápice.
Luego, por supuesto, me fui enterando de que se trataba de un corredor deportivo, un aristócrata español, playboy, millonario y deportista, que se había criado en Francia (en la costa vasca) y que, huérfano muy joven, había vivido en Estados Unidos. Gracias a internet, he podido conocer varios datos suyos y así comprobar que tanto su vida como su carácter fueron casi diametralmente opuestos a los de mi padre. Cuesta creer que dos personas tan disímiles llegaran a conocerse y, mucho menos, alcanzaran nada parecido a una amistad. Y sin embargo, entre los papeles de mi padre apareció una carta manuscrita de este hombre que firmaba "tu amigo, Fon" y tiene fecha de abril de 1958. En ella se refiere misteriosamente a "tu oportuna ayuda en aquella noche parisina que nos cruzó" y, en el segundo y último párrafo, manifiesta su deseo de que "no pase mucho tiempo antes de que podamos seguir la conversación sobre política que tuvimos que interrumpir en La Habana". Cuando, meses después de su muerte, le pregunté a mi madre que de qué conocía a Alfonso de Portago, ésta no supo darme casi detalles. Era un corredor de coches que se mató en Italia, antes de que nosotros nos conociéramos, me dijo. Algo me contó una vez sobre que le echó un cable en un lío de faldas, tu padre, imagínate. Y parece que ambos se cogieron cariño; admiraba mucho las ideas de tu padre y le decía que, cuando se retirara de los coches pensaba instalarse en España para dedicarse a la política a fin de propiciar la vuelta de la monarquía (creo que era muy amigo de don Juan) y que quería contar con él como asesor. Ya ves ...
Encuentro en internet una entrevista que le hicieron a Portago en 1957 (probablemente en marzo, antes de las 12 horas de Sebring, en Estados Unidos) y en ella Fon le reconoce al periodista lo mismo que, poco después, escribiría a mi padre: Tengo la impresión de que (el automovilismo) es como una preparación para algo, señala el entrevistador; y contesta Portago que "en efecto. No he hablado de esto con mucha gente. Sabes, España no ha tenido un nuevo héroe nacional durante muchos años, muchos. Esto es lo que significa el campeonato del mundo para mí. Cuando deje de correr, iré a España y entraré en política". Lo que, en cambio, sigue siendo un enigma respecto al cual sólo puedo elucubrar fantasías es cómo se conocieron él y mi padre. Imagino que sería en 1953, cuando mi padre estaba becado en Francia. A lo mejor coincidieron en el bar de algún hotel de París (aunque dudo que mi padre pudiera permitirse los mismos alojamientos que el millonario veinteañero) y, desbarremos, el médico becario se hiciera pasar por el acompañante de alguna rutilante corista que había ligado el otro ante la aparición de la esposa de éste. Si así hubiera ocurrido, muy tonta tendría que ser Carroll Pister, una antigua modelo de Carolina del Sur con quien Fon se había casado en 1949, para tragarse el engaño, pues me cuesta imaginar que mi padre, con tan poca pinta de seductor, pudiera dar el pego; aunque vaya uno a saber cómo era a los veinticinco años. Por cierto, la vida de la mujer de Portago no deja de ser interesante: en 1978, con cincuenta tacos y dos hijos del español, se casó con Milton Petrie, una de las grandes fortunas norteamericanas (dueño de Toys'R Us, entre otros negocios) y, tras la muerte de éste en 1994, pasó a ser una de las grandes damas de la filantropía neoyorkina; que yo sepa, sigue viva y residente en el lujoso edificio residencial del número 834 de la Quinta Avenida.
Pero no me seguiré desviando que, como de costumbre, me alargo demasiado. Quedémonos con que mi padre, hacia principios del 57, tenía motivos para querer darse un salto a Cuba. Para el mes de marzo lo habían invitado a participar en unos actos culturales que iban a celebrarse la Universidad de Los Andes de Mérida, así que disponía de algo más de un mes para ausentarse de Venezuela. Algo de dinerillo tendría para costearse el pasaje y poder aguantar en la isla, al menos hasta que consiguiera que le encargaran (y pagaran) algunas conferencias. Si bien no tenía nada seguro, a esas alturas me imagino que habría desarrollado bastante confianza en que así iba a ocurrir (y así ocurrió), visto que el sistema le llevaba funcionando ya casi tres años. Quizá hubiera recibido alguna nota de su amigo Fon, aunque no lo creo probable (habría aparecido entre sus papeles). Como fuera, lo cierto es que, como dije al iniciar este post, en los primeros días de febrero de 1957 mi padre aterriza en el aeropuerto de Rancho Boyeros, a 18 kilómetros de La Habana.
Honky Tonk Women- Groove da Praia (2006)
(Los Stones en versión Bossa Nova, con perdón de los puristas (yo mismo), pero es lo que tiene el easy listening).
CATEGORÍA: Recuerdos
Me reitero: qué tipo más curioso era tu padre.
ResponderEliminarPor cierto, ya que estás de vuelta, que sepas que has estado en la tercera cuenca más grande del mundo, la del río de la Plata.
Ánimo con esa despedida, Miros
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