Al final no nos levantamos tan temprano como estaba previsto y, además, K amanece sintiéndose fatal, con mucho dolor de garganta y náuseas. Logramos, pese a todo, recoger bien el apartamento, meter nuestras pertenencias en el coche, devolver las llaves (y recuperar la fianza) y estar sentados en la terraza habitual donde hemos desayunado estas tres últimas mañanas a las nueve en punto. Pero los húngaros no son un ejemplo de celeridad hostelera y el tiempo del desayuno se alarga hasta las diez, así que ya empezamos el largo viaje de regreso con retraso. Sorpresivamente, acertamos a la primera con la salida correcta y en relativo poco tiempo nos encontramos en la magnífica autopista M7 (previamente he debido pagar una especie de peaje único que se supone que controlan a través de vídeo) en dirección sudoeste.
Hacia las once llegamos a Siófok, el primer pueblo ribereño del lago Balaton. Como nos apetecía echar un vistazo al primer destino del turismo húngaro “de playa”, cometimos el error de salirnos de la autopista y meternos, en un domingo calurosísimo de agosto, por las carreteras locales que corren paralelas a la orilla. La verdad, poco bueno se puede decir de esta primera impresión de los diez o quince kilómetros más norteños: un continuo desordenado de villas de principios de siglo, con edificios espantosos de apartamentos de la época comunista y con algunos más recientes también de pésimo gusto. El lago no se ve prácticamente en ningún momento porque no sólo no tiene una carretera de borde (lo que está bien) sino tampoco un paseo peatonal por la orilla; las casas y parcelas llegan prácticamente hasta el borde y los únicos accesos son a través de calles transversales y algunas extrañas playas que han acondicionado. Nos metimos por uno de esos callejones con la intención de darnos un baño rápido, accediendo al agua mediante unas escaleras metálicas, tras comprobar que la rampa para la entrada de barcas estaba tremendamente resbalosa (media hora más tarde, mientras comíamos unos bocadillos, comprobamos como un húngaro que quiso bajar por ahí, voló literalmente y se dio un buen bofetón y, de milagro, no se abrió la cabeza). En donde nos bañamos, por más que avanzaras hacia dentro, el agua no te llegaba a la cintura, lo cual le quitaba bastante gracia al asunto; no obstante, estuvo refrescante.
Recuperamos la autopista ya con bastante retraso y, para aumentarlo, no se me ocurre otra cosa que desviarme a ver si la última ciudad importante de Hungría en esa dirección, Nagykanisza (vaya nombre), era interesante. No, no lo era, así que vuelta a la autopista y enseguida, casi llegando a la frontera con Eslovenia, que hemos de desviarnos de la autopista principal, que va hacia Zagreb, y tomar otra hacia Maribor, pero ésta no es autopista y además sigue paralela a la frontera, pero en Hungría. Por unos kilómetros pensamos que nos hemos vuelto a equivocar pero íbamos bien y lo que pasaba es que el mapa de carreteras que compré en Bratislava es tan nueva que ya tiene como autopista el tramo completo aún sin ejecutar. En fin, que más tarde de lo esperado, volvemos a estar en una autopista y a entrar en Eslovenia, el sexto país que pisamos en este viaje. Enseguida notamos un significativo cambio (a mejor) en el paisaje esloveno respecto del húngaro: la topografía es más ondulada, hay mucha más diversidad de masas vegetales y de gamas cromáticas e incluso, desde lejos, los pueblecitos, normalmente encaramados en colinas, parecen mucho más atractivos que los magiares. Disfrutando de los nuevos escenarios, los poco menos de cien kilómetros se nos hicieron bastante cortos y algo después de las tres nos desviábamos para hacer una breve visita a Maribor, la Marburgo austriaca, capital de la Baja Estiria. Su casco histórico no es ninguna maravilla, pero tampoco está mal; lo suficientemente atractivo para justificar una breve paseo (buscando la sombra desesperadamente) y tomarse unos helados con café en una terracita.
Estiradas las patas que ya estaban algo anquilosadas de tanto coche, volvimos a los viejos hábitos de equivocarnos al salir y no se me ocurrió otra cosa que cruzar el Drava y vernos de pronto en la autopista hacia Ljubljana. Debió ser el recuerdo inconsciente de los planes originales, que incluían ir hasta la capital eslovena y seguir luego a Trieste, para después bordear el norte del Adriático y llegar a Venecia. Pero ése era un trayecto para más días de los que hemos dispuesto, que ya hemos densificado nuestro programa en demasía. Por tanto, en cuanto pude me salí de esa autopista, regresé a Maribor, crucé de nuevo el Drava y continué en dirección norte hasta incorporarme a la E59 en dirección a Graz. En muy poquitos kilómetros pasábamos otra frontera y volvíamos a estar en Austria, leyendo carteles en alemán que, después de las experiencias eslavas y magiares, nos parecía hasta comprensible.
La idea era hacer una breve parada en Graz y luego seguir para acercarnos lo más posible a Salzburgo. Pero eran ya las cinco y media, ambos estábamos cansados y K, aunque mejorada, seguía medio enferma y, para colmo, no parábamos de dar vueltas siguiendo flechas que señalaban Altstadt sin que el centro histórico apareciese por ningún lado (y el minúsculo plano de la guía michelín no ayudaba demasiado). Así que, cuando finalmente logramos acertar con la entrada al casco viejo, K sugirió que le gustaría que buscásemos hotel e hiciésemos noche en esta ciudad. Justo entonces apareció enfrente el Hotel zum Dom, un palacete renacentista rehabilitado a cien metros de la catedral; aunque la tarifa era saladilla, decidimos coger una habitación. Duchazos y unos momentos de descanso y paseo por la ciudad. ¡Qué suerte que optamos por quedarnos aquí!
La verdad es que no tenía ni idea de que Graz fuera tan bonita; de hecho, según me enteré en un folleto del hotel, se considera el centro histórico mejor conservado de la Mitteleuropa y no creo que sea una afirmación pretenciosa. De entrada, no sólo la trama urbana es medieval sino que mantiene muchísima arquitectura gótica y renacentista, con sus clásicos cortiles (hof en alemán) desde los que puedes pasar de una calle a su paralela (lo de paralela es un decir) por un espacio en el que se confunden los ámbitos de lo privado y de lo público. El Dom quizá no sea, para mi gusto, muy notable; es un gótico tardío algo tosco pero digno. Al lado de la catedral, en la misma calle de nuestro hotel, destaca el Mausoleo, un enorme templo funerario de un barroco italianizante en donde quiso enterrarse el emperador Fernando II. Porque resulta que Graz fue capital de los Habsburgo en los siglos XIV y XV (también lo ignoraba) y eso explica la profusión de magnífica arquitectura civil gótica y renacentista. En cambio, a partir de la capitalidad vienesa, la cabeza de Estiria pierde importancia y de ahí que el barroco y el neoclásico apenas destaquen. Pero después de tanto empacho de los estilos pomposos, uno se queda encantado con la mayor discreción y autenticidad de lo medieval. Y se pueden encontrar verdaderas joyas como el patio renacentista de la Landhaus o la escalera gótica de doble hélice (¡toda en piedra!) del antiguo palacio imperial, del que ya poco queda. Pero, sobre todo, lo que enamora es el conjunto de las casas adosadas y profusamente adornadas, cada una con su originalidad y todas armónicamente reunidas. Hay que decir que, según me ha parecido entender (he de investigarlo), durante la década de los noventa se trabajo intensamente en la recuperación y revitalización del centro histórico de Graz, con vistas al año de 2003 en que la ciudad ostentó la capitalidad europea de la cultura. Las intervenciones no fueron sólo de restauración de edificios, sino también de urbanización e implantación de nuevas y muy modernas arquitecturas, que contribuyen muy positivamente al resultado global. Por ejemplo, la Kunsthaus, una especie de zeppelin negro, o la isla en el Mur, que viene a ser una concha que alberga un bar-auditorio y que, ubicada en el centro del río, enlaza con ambas orillas a través de unas pasarelas de formas muy divertidas.
En resumen, que Graz ha sido un descubrimiento agradabilísimo, del que seguramente volveré a escribir en algún otro momento. Lástima que llegáramos ya con poco tiempo de luz (algo parecido nos ocurrió en Tubinga), pero pudimos compensarlo parcialmente con las tres horitas que le dedicamos al día siguiente.
Hacia las once llegamos a Siófok, el primer pueblo ribereño del lago Balaton. Como nos apetecía echar un vistazo al primer destino del turismo húngaro “de playa”, cometimos el error de salirnos de la autopista y meternos, en un domingo calurosísimo de agosto, por las carreteras locales que corren paralelas a la orilla. La verdad, poco bueno se puede decir de esta primera impresión de los diez o quince kilómetros más norteños: un continuo desordenado de villas de principios de siglo, con edificios espantosos de apartamentos de la época comunista y con algunos más recientes también de pésimo gusto. El lago no se ve prácticamente en ningún momento porque no sólo no tiene una carretera de borde (lo que está bien) sino tampoco un paseo peatonal por la orilla; las casas y parcelas llegan prácticamente hasta el borde y los únicos accesos son a través de calles transversales y algunas extrañas playas que han acondicionado. Nos metimos por uno de esos callejones con la intención de darnos un baño rápido, accediendo al agua mediante unas escaleras metálicas, tras comprobar que la rampa para la entrada de barcas estaba tremendamente resbalosa (media hora más tarde, mientras comíamos unos bocadillos, comprobamos como un húngaro que quiso bajar por ahí, voló literalmente y se dio un buen bofetón y, de milagro, no se abrió la cabeza). En donde nos bañamos, por más que avanzaras hacia dentro, el agua no te llegaba a la cintura, lo cual le quitaba bastante gracia al asunto; no obstante, estuvo refrescante.
Recuperamos la autopista ya con bastante retraso y, para aumentarlo, no se me ocurre otra cosa que desviarme a ver si la última ciudad importante de Hungría en esa dirección, Nagykanisza (vaya nombre), era interesante. No, no lo era, así que vuelta a la autopista y enseguida, casi llegando a la frontera con Eslovenia, que hemos de desviarnos de la autopista principal, que va hacia Zagreb, y tomar otra hacia Maribor, pero ésta no es autopista y además sigue paralela a la frontera, pero en Hungría. Por unos kilómetros pensamos que nos hemos vuelto a equivocar pero íbamos bien y lo que pasaba es que el mapa de carreteras que compré en Bratislava es tan nueva que ya tiene como autopista el tramo completo aún sin ejecutar. En fin, que más tarde de lo esperado, volvemos a estar en una autopista y a entrar en Eslovenia, el sexto país que pisamos en este viaje. Enseguida notamos un significativo cambio (a mejor) en el paisaje esloveno respecto del húngaro: la topografía es más ondulada, hay mucha más diversidad de masas vegetales y de gamas cromáticas e incluso, desde lejos, los pueblecitos, normalmente encaramados en colinas, parecen mucho más atractivos que los magiares. Disfrutando de los nuevos escenarios, los poco menos de cien kilómetros se nos hicieron bastante cortos y algo después de las tres nos desviábamos para hacer una breve visita a Maribor, la Marburgo austriaca, capital de la Baja Estiria. Su casco histórico no es ninguna maravilla, pero tampoco está mal; lo suficientemente atractivo para justificar una breve paseo (buscando la sombra desesperadamente) y tomarse unos helados con café en una terracita.
Estiradas las patas que ya estaban algo anquilosadas de tanto coche, volvimos a los viejos hábitos de equivocarnos al salir y no se me ocurrió otra cosa que cruzar el Drava y vernos de pronto en la autopista hacia Ljubljana. Debió ser el recuerdo inconsciente de los planes originales, que incluían ir hasta la capital eslovena y seguir luego a Trieste, para después bordear el norte del Adriático y llegar a Venecia. Pero ése era un trayecto para más días de los que hemos dispuesto, que ya hemos densificado nuestro programa en demasía. Por tanto, en cuanto pude me salí de esa autopista, regresé a Maribor, crucé de nuevo el Drava y continué en dirección norte hasta incorporarme a la E59 en dirección a Graz. En muy poquitos kilómetros pasábamos otra frontera y volvíamos a estar en Austria, leyendo carteles en alemán que, después de las experiencias eslavas y magiares, nos parecía hasta comprensible.
La idea era hacer una breve parada en Graz y luego seguir para acercarnos lo más posible a Salzburgo. Pero eran ya las cinco y media, ambos estábamos cansados y K, aunque mejorada, seguía medio enferma y, para colmo, no parábamos de dar vueltas siguiendo flechas que señalaban Altstadt sin que el centro histórico apareciese por ningún lado (y el minúsculo plano de la guía michelín no ayudaba demasiado). Así que, cuando finalmente logramos acertar con la entrada al casco viejo, K sugirió que le gustaría que buscásemos hotel e hiciésemos noche en esta ciudad. Justo entonces apareció enfrente el Hotel zum Dom, un palacete renacentista rehabilitado a cien metros de la catedral; aunque la tarifa era saladilla, decidimos coger una habitación. Duchazos y unos momentos de descanso y paseo por la ciudad. ¡Qué suerte que optamos por quedarnos aquí!
La verdad es que no tenía ni idea de que Graz fuera tan bonita; de hecho, según me enteré en un folleto del hotel, se considera el centro histórico mejor conservado de la Mitteleuropa y no creo que sea una afirmación pretenciosa. De entrada, no sólo la trama urbana es medieval sino que mantiene muchísima arquitectura gótica y renacentista, con sus clásicos cortiles (hof en alemán) desde los que puedes pasar de una calle a su paralela (lo de paralela es un decir) por un espacio en el que se confunden los ámbitos de lo privado y de lo público. El Dom quizá no sea, para mi gusto, muy notable; es un gótico tardío algo tosco pero digno. Al lado de la catedral, en la misma calle de nuestro hotel, destaca el Mausoleo, un enorme templo funerario de un barroco italianizante en donde quiso enterrarse el emperador Fernando II. Porque resulta que Graz fue capital de los Habsburgo en los siglos XIV y XV (también lo ignoraba) y eso explica la profusión de magnífica arquitectura civil gótica y renacentista. En cambio, a partir de la capitalidad vienesa, la cabeza de Estiria pierde importancia y de ahí que el barroco y el neoclásico apenas destaquen. Pero después de tanto empacho de los estilos pomposos, uno se queda encantado con la mayor discreción y autenticidad de lo medieval. Y se pueden encontrar verdaderas joyas como el patio renacentista de la Landhaus o la escalera gótica de doble hélice (¡toda en piedra!) del antiguo palacio imperial, del que ya poco queda. Pero, sobre todo, lo que enamora es el conjunto de las casas adosadas y profusamente adornadas, cada una con su originalidad y todas armónicamente reunidas. Hay que decir que, según me ha parecido entender (he de investigarlo), durante la década de los noventa se trabajo intensamente en la recuperación y revitalización del centro histórico de Graz, con vistas al año de 2003 en que la ciudad ostentó la capitalidad europea de la cultura. Las intervenciones no fueron sólo de restauración de edificios, sino también de urbanización e implantación de nuevas y muy modernas arquitecturas, que contribuyen muy positivamente al resultado global. Por ejemplo, la Kunsthaus, una especie de zeppelin negro, o la isla en el Mur, que viene a ser una concha que alberga un bar-auditorio y que, ubicada en el centro del río, enlaza con ambas orillas a través de unas pasarelas de formas muy divertidas.
En resumen, que Graz ha sido un descubrimiento agradabilísimo, del que seguramente volveré a escribir en algún otro momento. Lástima que llegáramos ya con poco tiempo de luz (algo parecido nos ocurrió en Tubinga), pero pudimos compensarlo parcialmente con las tres horitas que le dedicamos al día siguiente.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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