Hurgando en la red, me topo con un libraco en inglés titulado "Ellos estuvieron allí: la historia de la Segunda Guerra Mundial y de cómo ocurrió", publicado en Estados Unidos en 1944. El volumen consiste en una sucesión de distintos capítulos, cada uno a cargo de un corresponsal, que narran episodios significativos de la guerra y de sus antecedentes; atendiendo al subtítulo, uno pensaría que cada escritor cuenta su historia en calidad de "testigo presencial" pero no siempre es así, como en el ejemplo que traigo a este post. En la segunda parte hay varios capítulos dedicados a España y el primero de ellos, con el título de "La sublevación de Franco", escrito por Reynolds y Eleanor Packard, me interesaba porque está dedicado a esos días de mediados de julio del 36 en los que últimamente ando curioseando. Antes de comentar nada más, me permito transcribir el texto.
Una avioneta D.H. Rapids sobrevolaba el aeródromo de Santa Cruz de la Palma mientras el sol se ponía detrás del hangar de acero corrugado. Tras un perfecto aterrizaje rodó hacia la cabaña de aduana. Dos guapas jóvenes con vestidos veraniegos estampados bajaron del aeroplano, seguidas por un hombre de mediana edad, de aspecto marcial, que inmediatamente buscó en su bolsillo, sacó una pipa y la encendió. Poco después, un piloto inglés saltó de la cabina y se les unió. Ese caluroso 14 de julio no era precisamente temporada alta en un destino de turismo invernal como las Canarias, pero el fumador inglés, desdeñando cualquier intento de hablar en español, preguntó a los guardias civiles:
–¿Hay algún hotel junto a la playa por aquí? Queremos tomar unos baños.
El Guardia Civil masculló algunas palabras en español que ninguno de los del grupo aparentó entender. Un oficial de aduana, ansioso por ser servicial, se apresuró a ayudarlos. Nuevamente, el inglés explicó que estaban buscando un hotel en la playa. El funcionario le contestó que no era temporada turística pero que, no obstante, podrían encontrar alojamiento en alguno de los pequeños hoteles que él les recomendaría. El examen de los pasaportes, perfectamente en orden, reveló cuál había sido el itinerario: Croydon, desde donde habían despegado el 11 de julio, Biarritz, Oporto, Lisboa, Casablana, y Cabo Juby, en la colonia española de Río de Oro. Mientras el piloto aparcaba su avión, el resto del grupo pasó la aduana sin ningún incidente y cogieron un taxi hasta el hotel. El corro de españoles –mecánicos, pilotos y funcionarios de aduana– que se habían arremolinado para admirar a las dos chicas no podían ni imaginar el papel que ese trío de tan inocente aspecto iba a jugar en el destino de España. En el hotel se registraron usando sus verdaderos nombres: Mayor Hugh Pollard, oficial retirado del ejército, Diana Pollard, su hija, y la señorita Dorothy Watson; El piloto dijo llamarse Capitán Cecil Bebb. Esa noche, en la recepción del hotel, en torno a una botella de jerez y con la ayuda de una guía turística y un mapa de carreteras de las islas, el Mayor y las dos chicas empezaron a planificar sus visitas para los siguientes días.
A la mañana siguiente, los tres embarcaron en un vapor de pasajeros y fueron a Santa Cruz de Tenerife, otra isla canaria al otro lado de la bahía. Después de dar un paseo durante el cual entraron a curiosear en un buen número de tiendas típicas y compraron varios souvenirs, regresaron cuesta abajo y se detuvieron ante la casa de un abogado. Una criada española los hizo pasar a una salita y enseguida apareció el abogado. El Mayor, hablando español con acento británico, le dijo: "Viva la Muerte". El abogado se puso pálido. Tironeando nerviosamente de su corbata negra, preguntó: "¿Qué ha dicho usted?" "Larga vida a la muerte", replicó el Mayor, esta vez en inglés. El abogado le aseguró que tenía que haber algún error, pero el Mayor insistió en que la frase era una contraseña. El abogado, todavía desconfiado, le dijo que volvieran pasada una hora, que para entonces estaría presente un amigo suyo autorizado para establecer contacto. Los tres ingleses se fueron a un café, donde bebieron el inevitable jerez. Cuando regresaron a la hora convenida se encontraron con el amigo del abogado quien, aunque también desconfiado, se mostraba bastante más calmado. Con grandes esfuerzos, el Mayor finalmente convenció a los dos españoles de que él era el enviado que el General Franco estaba esperando. Entonces le dijeron que volviera a su hotel en Santa Cruz de la Palma y esperara noticias. Era toda una aventura para el Mayor, quien desde sus días de oficial de inteligencia durante la Primera Guerra Mundial, no había hecho nada más interesante que coleccionar antiguas armas de fuego y escribir artículos para la sección de deportes de la revista Country Life. Como ardiente católico, estaba muy preocupado por la situación de la Iglesia española tras el advenimiento de la República.
Hacia mediados de la siguiente noche, el Mayor oyó unos golpes en la puerta de su dormitorio. Ahí parado estaba el segundo español que esta vez admitió ser el asistente del General Franco y le dijo que todo estaba ya preparado. Quería que Pollard dispusiera el inmediato despegue de su avión. El Mayor avisó al piloto, quien se vistió apresuradamente, y ambos, acompañados por el español, dejaron el hotel y se metieron apretadamente en un Cadillac cerrado. Un hombre bajo y gordito y una mujer distinguida y más bien alta ya estaban en el coche. Intercambiaron saludos en español y el auto arrancó. La mujer estaba empañada en lágrimas y constantemente invocaba a la Virgen María para que protegiera a su marido en la aventura que estaba a punto de iniciar. En el aeródromo, al Mayor le sorprendió la facilidad con la que el Capitán Bebb, a quien no se le había contado nada de la trama, obtuvo el permiso para volar con Franco y su ayudante. El Mayor y la mujer de Franco se quedaron en tierra. Más tarde en ese mismo día, el capitán Bebb llegó a Casablanca, en el Marruecos francés, a unas setecientas millas, donde los dos pasajeros se metieron rápidamente en un pequeño hotel. Allí, en una habitación trasera, fueron saludados con gran deferencia por un grupito de españoles. Entre ellos estaba el Marqués Pepe del Mérito, un importante productor de jerez, quien, junto con Juan de la Cierva, el inventor del autogiro, había comprado el avión y financiado la expedición de Pollard; y también Luís Bolín, corresponsal en Londres del periódico madrileño ABC, que como amigo personal de Pollard le había convencido para que hiciera el viaje a Canarias. Le dijeron a Franco que la revolución había comenzado al amanecer en el Marruecos español pero que todavía no sabían cuánto había progresado. Era el 17 de julio de 1936. A la mañana siguiente Franco despegó hacia Ceuta, sin saber si a su llegada sería fusilado como traidor o aclamado como líder. (Siguen unos pocos párrafos más pero son irrelevantes respecto al tema que me interesa).
Una avioneta D.H. Rapids sobrevolaba el aeródromo de Santa Cruz de la Palma mientras el sol se ponía detrás del hangar de acero corrugado. Tras un perfecto aterrizaje rodó hacia la cabaña de aduana. Dos guapas jóvenes con vestidos veraniegos estampados bajaron del aeroplano, seguidas por un hombre de mediana edad, de aspecto marcial, que inmediatamente buscó en su bolsillo, sacó una pipa y la encendió. Poco después, un piloto inglés saltó de la cabina y se les unió. Ese caluroso 14 de julio no era precisamente temporada alta en un destino de turismo invernal como las Canarias, pero el fumador inglés, desdeñando cualquier intento de hablar en español, preguntó a los guardias civiles:
–¿Hay algún hotel junto a la playa por aquí? Queremos tomar unos baños.
El Guardia Civil masculló algunas palabras en español que ninguno de los del grupo aparentó entender. Un oficial de aduana, ansioso por ser servicial, se apresuró a ayudarlos. Nuevamente, el inglés explicó que estaban buscando un hotel en la playa. El funcionario le contestó que no era temporada turística pero que, no obstante, podrían encontrar alojamiento en alguno de los pequeños hoteles que él les recomendaría. El examen de los pasaportes, perfectamente en orden, reveló cuál había sido el itinerario: Croydon, desde donde habían despegado el 11 de julio, Biarritz, Oporto, Lisboa, Casablana, y Cabo Juby, en la colonia española de Río de Oro. Mientras el piloto aparcaba su avión, el resto del grupo pasó la aduana sin ningún incidente y cogieron un taxi hasta el hotel. El corro de españoles –mecánicos, pilotos y funcionarios de aduana– que se habían arremolinado para admirar a las dos chicas no podían ni imaginar el papel que ese trío de tan inocente aspecto iba a jugar en el destino de España. En el hotel se registraron usando sus verdaderos nombres: Mayor Hugh Pollard, oficial retirado del ejército, Diana Pollard, su hija, y la señorita Dorothy Watson; El piloto dijo llamarse Capitán Cecil Bebb. Esa noche, en la recepción del hotel, en torno a una botella de jerez y con la ayuda de una guía turística y un mapa de carreteras de las islas, el Mayor y las dos chicas empezaron a planificar sus visitas para los siguientes días.
A la mañana siguiente, los tres embarcaron en un vapor de pasajeros y fueron a Santa Cruz de Tenerife, otra isla canaria al otro lado de la bahía. Después de dar un paseo durante el cual entraron a curiosear en un buen número de tiendas típicas y compraron varios souvenirs, regresaron cuesta abajo y se detuvieron ante la casa de un abogado. Una criada española los hizo pasar a una salita y enseguida apareció el abogado. El Mayor, hablando español con acento británico, le dijo: "Viva la Muerte". El abogado se puso pálido. Tironeando nerviosamente de su corbata negra, preguntó: "¿Qué ha dicho usted?" "Larga vida a la muerte", replicó el Mayor, esta vez en inglés. El abogado le aseguró que tenía que haber algún error, pero el Mayor insistió en que la frase era una contraseña. El abogado, todavía desconfiado, le dijo que volvieran pasada una hora, que para entonces estaría presente un amigo suyo autorizado para establecer contacto. Los tres ingleses se fueron a un café, donde bebieron el inevitable jerez. Cuando regresaron a la hora convenida se encontraron con el amigo del abogado quien, aunque también desconfiado, se mostraba bastante más calmado. Con grandes esfuerzos, el Mayor finalmente convenció a los dos españoles de que él era el enviado que el General Franco estaba esperando. Entonces le dijeron que volviera a su hotel en Santa Cruz de la Palma y esperara noticias. Era toda una aventura para el Mayor, quien desde sus días de oficial de inteligencia durante la Primera Guerra Mundial, no había hecho nada más interesante que coleccionar antiguas armas de fuego y escribir artículos para la sección de deportes de la revista Country Life. Como ardiente católico, estaba muy preocupado por la situación de la Iglesia española tras el advenimiento de la República.
Hacia mediados de la siguiente noche, el Mayor oyó unos golpes en la puerta de su dormitorio. Ahí parado estaba el segundo español que esta vez admitió ser el asistente del General Franco y le dijo que todo estaba ya preparado. Quería que Pollard dispusiera el inmediato despegue de su avión. El Mayor avisó al piloto, quien se vistió apresuradamente, y ambos, acompañados por el español, dejaron el hotel y se metieron apretadamente en un Cadillac cerrado. Un hombre bajo y gordito y una mujer distinguida y más bien alta ya estaban en el coche. Intercambiaron saludos en español y el auto arrancó. La mujer estaba empañada en lágrimas y constantemente invocaba a la Virgen María para que protegiera a su marido en la aventura que estaba a punto de iniciar. En el aeródromo, al Mayor le sorprendió la facilidad con la que el Capitán Bebb, a quien no se le había contado nada de la trama, obtuvo el permiso para volar con Franco y su ayudante. El Mayor y la mujer de Franco se quedaron en tierra. Más tarde en ese mismo día, el capitán Bebb llegó a Casablanca, en el Marruecos francés, a unas setecientas millas, donde los dos pasajeros se metieron rápidamente en un pequeño hotel. Allí, en una habitación trasera, fueron saludados con gran deferencia por un grupito de españoles. Entre ellos estaba el Marqués Pepe del Mérito, un importante productor de jerez, quien, junto con Juan de la Cierva, el inventor del autogiro, había comprado el avión y financiado la expedición de Pollard; y también Luís Bolín, corresponsal en Londres del periódico madrileño ABC, que como amigo personal de Pollard le había convencido para que hiciera el viaje a Canarias. Le dijeron a Franco que la revolución había comenzado al amanecer en el Marruecos español pero que todavía no sabían cuánto había progresado. Era el 17 de julio de 1936. A la mañana siguiente Franco despegó hacia Ceuta, sin saber si a su llegada sería fusilado como traidor o aclamado como líder. (Siguen unos pocos párrafos más pero son irrelevantes respecto al tema que me interesa).
Ruegos y Preguntas- Ara Malikian (Lejos, 2007)
Es impresionante el cúmulo de patrañas, tópicos e inexactitudes que aparecen en este breve capítulo. Ya no es sólo que, salvo la existencia de un vuelo desde Croydon a Canarias y los nombres de los cuatro ingleses, prácticamente nada sea verdad, sino que además, para cualquiera que conozca mínimamente le época y la geografía, lo que cuentan estos autores cae en tantas contradicciones que crea una sensación apabullante de falsedad. O sea, que mienten y mienten mal. Es más que evidente que los Packard no "estuvieron allí", aunque sí en España durante la Guerra Civil y, probablemente, adquirieron fama de voces autorizadas en el conflicto de nuestro país, la suficiente para que Curt Reiss les pidiera escribir un capítulo del libro colectivo que me he encontrado en la red. Hago un paréntesis para aclarar que Curt Reiss era un judío alemán que en el 33 tuvo que escapar, como tantos otros, del régimen nacionalsocialista. Algunos años después se instaló en Manhattan y fue un importante activista contra los nazis, además de corresponsal de guerra con el ejército norteamericano. En el prólogo del libro que he encontrado (recopilación de textos escritos por corresponsales casi todos estadounidenses) Reiss defiende que son justamente estos periodistas quienes nos permiten no sólo conocer lo que ocurre en el mundo, sino incluso entender las causas que explican los acontecimientos. Sin querer despreciar la función de los corresponsales de prensa (especialmente en tiempos convulsos como lo fueron los del libro a que me estoy refiriendo), el entusiasmo de Reiss (poco desinteresado) no deja de parecerme algo exagerado. Y si no, valga como ejemplo el texto transcrito de los Packard.
Los Packard, Reynolds y Eleanor, eran un matrimonio de periodistas. Reynolds, hacia el inicio de la Guerra Civil, debía andar por los 32 años y, aunque no he encontrado demasiados datos de Eleanor, supongo que sería de edad similar, probablemente algo más joven. Ambos fueron enviados por la United Press como corresponsales a España, en los primeros momentos del conflicto, pero desde luego no tiene ningún sentido pensar que los mandaran a Canarias antes de que hubiera ocurrido nada (basta leer algunas frases de su texto –la isla de Santa Cruz de Tenerife al otro lado de la bahía– para darse cuenta de que ni siquiera se molestaron en estudiar con mínima atención un mapa de las islas). El primer salto a la fama de Reynolds fue con motivo de la toma de Badajoz por las tropas de Yagüe. Parece que el 15 de agosto, ya dominada la ciudad por los nacionalistas y en plena represión, entraron varios corresponsales extranjeros y entre ellos algunos de la UP, que informaron sobre las matanzas que se estaban produciendo. La nota de la United Press estaba firmada por Reynolds Packard, pero parece que él no estuvo ahí, como efectivamente confirmó la agencia estadounidense cuando los rebeldes exigieron explicaciones. Sin embargo, supongo que aunque no entrara en Badajoz (empezaba su práctica de no estar donde decía estar) por esas fechas andaría ya por España. Meses más tarde, con su mujer, se desplazó a Italia a informar sobre el régimen fascista, experiencia que les permitió escribir en 1942 su obra más importante: Balcony Empire: Fascist Italy At War. Por lo visto, la pareja tenía fama de extravagante (con bastante afición, entre otras cosas, a agarrarse tremendas cogorzas) y creaba no pocos problemas a la UP. Hacia 1945, con ambos en Nueva York, la agencia despidió a Eleanor y envió al marido a China, donde no duró ni siquiera dos años. Ignoro qué sería de su vida a partir de entonces, pero intuyo que abandonaron el periodismo. Reynolds debió dedicarse a escribir durante las décadas de los cincuenta y de los sesenta novelas policíacas, muy populares en aquellos años, y de Eleanor no he encontrado ninguna pista (apuesto que se divorciarían acabados los días de aventuras).
No puedo acabar este post sin describir la forma en que Packard entendía el periodismo, su función como corresponsal. Más o menos, las siguientes fueron palabras suyas: "Si uno tiene una buena historia, lo importante es publicarla inmediatamente. Más tarde te preocuparás por los detalles. Y si es necesario enviar alguna corrección, aprovecha para convertirla en otra buena historia". Este planteamiento explica perfectamente por qué el texto que he traducido es tan mendaz. Lo más probable es que, en esos días veraniegos del 36, alguien que conocería algunos pocos datos del avión que voló desde Inglaterra a Canarias, se los contaría a la pareja gringa. Y éstos, años más tarde, sin apenas molestarse ni en corroborar ni en completar las lagunas, se inventarían una historia llena de tópicos y falacias. Moraleja: no hay que creerse todo lo que se lee, por más que esté publicado en un libro (y menos si lo dicen en la tele).
CATEGORÍA: Personas y personajes
Los Packard, Reynolds y Eleanor, eran un matrimonio de periodistas. Reynolds, hacia el inicio de la Guerra Civil, debía andar por los 32 años y, aunque no he encontrado demasiados datos de Eleanor, supongo que sería de edad similar, probablemente algo más joven. Ambos fueron enviados por la United Press como corresponsales a España, en los primeros momentos del conflicto, pero desde luego no tiene ningún sentido pensar que los mandaran a Canarias antes de que hubiera ocurrido nada (basta leer algunas frases de su texto –la isla de Santa Cruz de Tenerife al otro lado de la bahía– para darse cuenta de que ni siquiera se molestaron en estudiar con mínima atención un mapa de las islas). El primer salto a la fama de Reynolds fue con motivo de la toma de Badajoz por las tropas de Yagüe. Parece que el 15 de agosto, ya dominada la ciudad por los nacionalistas y en plena represión, entraron varios corresponsales extranjeros y entre ellos algunos de la UP, que informaron sobre las matanzas que se estaban produciendo. La nota de la United Press estaba firmada por Reynolds Packard, pero parece que él no estuvo ahí, como efectivamente confirmó la agencia estadounidense cuando los rebeldes exigieron explicaciones. Sin embargo, supongo que aunque no entrara en Badajoz (empezaba su práctica de no estar donde decía estar) por esas fechas andaría ya por España. Meses más tarde, con su mujer, se desplazó a Italia a informar sobre el régimen fascista, experiencia que les permitió escribir en 1942 su obra más importante: Balcony Empire: Fascist Italy At War. Por lo visto, la pareja tenía fama de extravagante (con bastante afición, entre otras cosas, a agarrarse tremendas cogorzas) y creaba no pocos problemas a la UP. Hacia 1945, con ambos en Nueva York, la agencia despidió a Eleanor y envió al marido a China, donde no duró ni siquiera dos años. Ignoro qué sería de su vida a partir de entonces, pero intuyo que abandonaron el periodismo. Reynolds debió dedicarse a escribir durante las décadas de los cincuenta y de los sesenta novelas policíacas, muy populares en aquellos años, y de Eleanor no he encontrado ninguna pista (apuesto que se divorciarían acabados los días de aventuras).
No puedo acabar este post sin describir la forma en que Packard entendía el periodismo, su función como corresponsal. Más o menos, las siguientes fueron palabras suyas: "Si uno tiene una buena historia, lo importante es publicarla inmediatamente. Más tarde te preocuparás por los detalles. Y si es necesario enviar alguna corrección, aprovecha para convertirla en otra buena historia". Este planteamiento explica perfectamente por qué el texto que he traducido es tan mendaz. Lo más probable es que, en esos días veraniegos del 36, alguien que conocería algunos pocos datos del avión que voló desde Inglaterra a Canarias, se los contaría a la pareja gringa. Y éstos, años más tarde, sin apenas molestarse ni en corroborar ni en completar las lagunas, se inventarían una historia llena de tópicos y falacias. Moraleja: no hay que creerse todo lo que se lee, por más que esté publicado en un libro (y menos si lo dicen en la tele).
CATEGORÍA: Personas y personajes
Con métodos muy parecidos a los de estos chicos escribió Dan Brown el Código da Vinci. Al menos él no trata de hacerlo pasar por crónica periodística. Estos, en cambio, pretenden dar a entender que estaban en Canarias cuando llegó el Dragon Rapide, aunque, evidentemente, no se toman la molestia de explicar por qué. (¿Presciencia?) Al parecer iban, incluso, dentro del coche en el que no sé quién se retorcía las manos, y asistieron también por un agujerito a las entrevistas de los conspiradores. Vaya una manera de hacer periodismo...
ResponderEliminarCreo que el padre de este tipo de periodismo se llamaba Goebbels
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