Así se titula la novelita que acabo de leer, de un escritor holandés, Herman Koch de quien no conocía nada (lo que es normal, dado que parece que éste es el primero de sus libros que traducen a nuestro idioma). La historia se desarrolla a lo largo de la cena de dos matrimonios en un restaurante pijo de Amsterdam, cena que tiene por finalidad hablar de sus hijos adolescentes que se han metido en un feo fregado de violencia criminal. Está bien escrita (utiliza adecuadamente el solapamiento de los tiempos narrativos, siempre desde la mente del padre que va pasando casi sin que nos demos cuenta de relator a casi protagonista del relato) pero, al margen de sus virtudes literarias, tiene el acierto de dejar en el lector (en mí, al menos) unos cuantos interrogantes cuyas respuestas no son ni mucho menos obvias.
Lo que han hecho los dos chicos es apalear y finalmente quemar a una indigente que dormía en un cajero automático en el que habían tratado de sacar dinero. El escritor basa su historia, casi milimétricamente, en los hechos ocurridos la noche del 15 al 16 de diciembre de 2005 en Barcelona, que, como en la novela, fueron filmados por la cámara de seguridad de la entidad bancaria. En el libro, los chicos no han sido detenidos pero los padres saben que han sido ellos los autores de un crimen que ha conmocionado al país. ¿Qué han de hacer? ¿Denunciar a sus propios hijos o protegerlos para evitar que los descubran, contemplando incluso nuevos crímenes?
El novelista, sin dar ninguna solución (aunque, eso sí, mostrando las posiciones radicalmente enfrentadas de los dos padres), plantea con bastante crudeza el relativismo o, si se prefiere, lo acomodaticio de los (llamados) principios morales, poco más que meras excusas declamatorias para justificar los sentimientos profundos, los que nacen de las tripas, por así decirlo. Esta es la cuestión central, por supuesto, y la que se ha destacado en las distintas reseñas que he visto del libro (después de leérlo). Ciertamente, la cuestión tiene la suficiente miga como para focalizar un apasionado debate en una reunión de amigos (que tengan hijos adolescentes, claro) y dar pie a diversas consecuencias típicas de los juegos psicológicos: ¿que harías tú si te enteraras de que tu hijo ha quemado a un indigente que dormía en un cajero automático?
Pero hay otras cuestiones que, más de pasada, va dejando caer el novelista, tales como, por ejemplo, el desconcierto y hasta miedo de los padres hacia sus hijos. Intuyo que nacido de la ignorancia sobre cómo acercarse a ellos, la impotencia de tender puentes de comunicación, pese a las buenas intenciones, pese al rechazo de los modos de relación jerárquica patriarcales, sufridos en la infancia y negados en la paternidad; todo ello con la asunción, como sacrosanto lenguaje políticamente correcto, de la necesidad de proteger (¿sobreproteger?) al niño, que sigue siendo siempre niño o, al menos, durante muchos años. Porque hay una paradoja que nos desconcierta; que cuanto mejor tratamos a nuestros hijos (preocupados de que su infancia no les deje "traumas" que dificulten su felicidad futura), menos felices parecen. O quizá sean excepciones en nuestra sociedad occidental del bienestar primermundista (pienso que no).
Otro tema al que se alude: la inanidad de las motivaciones adolescentes. O incluso el vacío motivacional de la propia clase social en su conjunto, también de los adultos. Quizá, a este respecto, Koch revela en mi opinión una cierta complacencia justificativa que donde más se manifiesta es en la personalidad enferma del padre narrador que se va descubriendo poco a poco, lo que no deja de parecerme un recurso fácil, en especial la alusión a la transmisión genética del desequilibrio psicológico. Pero bueno, ahí está la cuestión para darle vueltas.
También plantea el autor si es necesaria o no la penitencia (la condena a cárcel en este caso) para que el adolescente autor de una barbaridad como el crimen que arma la trama pueda superar el destrozo interno que el hecho causa en su conciencia, para poder "sanar" su espíritu. Pero, como cuestionan los padres que quieren evitar que su hijo sea apresado, ¿acaso el hijo ha quedado destrozado interiormente por lo que ha hecho o esa presunción no es más que otra justificación tranquilizadora de la conciencia burguesa? Y, de ser cierto, ¿no puede ser peor el remedio que la enfermedad, como parecen demostrar los comportamientos de los excarcelados? En la entrevista a la que enlazo, Koch insinúa que la respuesta paterna estaría relacioanda con la duración de la pena: mientras que a los autores del crimen barcelonés les han caído 17 años, él dice que en Holanda no serían más de 5.
Algunos asuntos más van desfilando por las páginas del libro e inquietando al lector (no es una novelita agradable), máxime si, como es mi caso, uno ha vivido conflictos con hijos adolescentes (aunque afortunadamente sin llegar a estos extremos) o está siendo testigo del comportamiento de una sobrina que tiene a mi hermana en una situación de impotencia dolorosa. Porque a veces (con demasiada frecuencia, diría yo) el amor no basta, casi hasta diría que es contraproducente.
Lo que han hecho los dos chicos es apalear y finalmente quemar a una indigente que dormía en un cajero automático en el que habían tratado de sacar dinero. El escritor basa su historia, casi milimétricamente, en los hechos ocurridos la noche del 15 al 16 de diciembre de 2005 en Barcelona, que, como en la novela, fueron filmados por la cámara de seguridad de la entidad bancaria. En el libro, los chicos no han sido detenidos pero los padres saben que han sido ellos los autores de un crimen que ha conmocionado al país. ¿Qué han de hacer? ¿Denunciar a sus propios hijos o protegerlos para evitar que los descubran, contemplando incluso nuevos crímenes?
El novelista, sin dar ninguna solución (aunque, eso sí, mostrando las posiciones radicalmente enfrentadas de los dos padres), plantea con bastante crudeza el relativismo o, si se prefiere, lo acomodaticio de los (llamados) principios morales, poco más que meras excusas declamatorias para justificar los sentimientos profundos, los que nacen de las tripas, por así decirlo. Esta es la cuestión central, por supuesto, y la que se ha destacado en las distintas reseñas que he visto del libro (después de leérlo). Ciertamente, la cuestión tiene la suficiente miga como para focalizar un apasionado debate en una reunión de amigos (que tengan hijos adolescentes, claro) y dar pie a diversas consecuencias típicas de los juegos psicológicos: ¿que harías tú si te enteraras de que tu hijo ha quemado a un indigente que dormía en un cajero automático?
Pero hay otras cuestiones que, más de pasada, va dejando caer el novelista, tales como, por ejemplo, el desconcierto y hasta miedo de los padres hacia sus hijos. Intuyo que nacido de la ignorancia sobre cómo acercarse a ellos, la impotencia de tender puentes de comunicación, pese a las buenas intenciones, pese al rechazo de los modos de relación jerárquica patriarcales, sufridos en la infancia y negados en la paternidad; todo ello con la asunción, como sacrosanto lenguaje políticamente correcto, de la necesidad de proteger (¿sobreproteger?) al niño, que sigue siendo siempre niño o, al menos, durante muchos años. Porque hay una paradoja que nos desconcierta; que cuanto mejor tratamos a nuestros hijos (preocupados de que su infancia no les deje "traumas" que dificulten su felicidad futura), menos felices parecen. O quizá sean excepciones en nuestra sociedad occidental del bienestar primermundista (pienso que no).
Otro tema al que se alude: la inanidad de las motivaciones adolescentes. O incluso el vacío motivacional de la propia clase social en su conjunto, también de los adultos. Quizá, a este respecto, Koch revela en mi opinión una cierta complacencia justificativa que donde más se manifiesta es en la personalidad enferma del padre narrador que se va descubriendo poco a poco, lo que no deja de parecerme un recurso fácil, en especial la alusión a la transmisión genética del desequilibrio psicológico. Pero bueno, ahí está la cuestión para darle vueltas.
También plantea el autor si es necesaria o no la penitencia (la condena a cárcel en este caso) para que el adolescente autor de una barbaridad como el crimen que arma la trama pueda superar el destrozo interno que el hecho causa en su conciencia, para poder "sanar" su espíritu. Pero, como cuestionan los padres que quieren evitar que su hijo sea apresado, ¿acaso el hijo ha quedado destrozado interiormente por lo que ha hecho o esa presunción no es más que otra justificación tranquilizadora de la conciencia burguesa? Y, de ser cierto, ¿no puede ser peor el remedio que la enfermedad, como parecen demostrar los comportamientos de los excarcelados? En la entrevista a la que enlazo, Koch insinúa que la respuesta paterna estaría relacioanda con la duración de la pena: mientras que a los autores del crimen barcelonés les han caído 17 años, él dice que en Holanda no serían más de 5.
Algunos asuntos más van desfilando por las páginas del libro e inquietando al lector (no es una novelita agradable), máxime si, como es mi caso, uno ha vivido conflictos con hijos adolescentes (aunque afortunadamente sin llegar a estos extremos) o está siendo testigo del comportamiento de una sobrina que tiene a mi hermana en una situación de impotencia dolorosa. Porque a veces (con demasiada frecuencia, diría yo) el amor no basta, casi hasta diría que es contraproducente.
Culpa- Ara Malikian (Lejos, 2007)
CATEGORÍA: Literaturas
Como no quiero extenderme demasiado aquí va telegráficamente mi posición a lo que planteas:
ResponderEliminar1.- No me imagino a la neofascista sociedad holandesa escandalizada, sino más bien aliviada de tener un indigente menos en sus calles.
2.- Nos olvidamos que “nuestros” niños son sobre todo “suyos”, y que aunque los criemos con todo el cariño del mundo, eso no garantiza nada.
3.- Si tuviera que denunciar a un hijo amado por supuesto que no lo haría, pero no tanto por evitarle el castigo, sino porque creo que el sistema penitenciario es en sí mismo otro crimen.
4.- Y por último decir que como padre ante una atrocidad así trataría de ocultar lo ocurrido pero, o mi hijo me daba alguna esperanza de redención o renegaría de él.
Y encima de escribir esta novela el tío dio con el bacilo de la tuberculosis, qué versatil.
ResponderEliminarCreo que Atman tiene razón en parte, el sistema penitenciario es el nombre que damos a la venganza institucional, y hace mucho que no cubre ninguna función rehabilitadora.
Por otra parte y dado lo anterior, si yo hubiera parido (es un decir) un mal bicho así no sé, honestamente, lo que haría, pero la alternativa quizás no estaría ni en ocultarle ni en denunciarle; se me ocurren otras alternativas, quizás más dolorosas para ambos (padre e hijo)