Así que a inicios de la primavera del 84 nos compramos el novedosísimo Macintosh de 128 K, sin disco duro y sólo con una disquetera. Se encendía y la pantalla se ponía en blanca con el iconito del Mac; luego había que meter el diskette rígido de 3,5” (los de los PC eran flexibles y más grandes) y 400K en el que iba el sistema operativo. Una vez cargado el sistema (y almacenado en la memoria ROM), se expulsaba el diskette y se introducía el del programa con el que se fuera a trabajar. No había mucha variedad: de Apple estaba el MacWrite y el MacPaint, para escribir y hacer dibujitos respectivamente; pero el realmente útil era uno integrado de Lotus que se llamaba Jazz y que tenía procesador de textos, hoja de cálculo y base de datos. Supongo que comparados con los equivalentes actuales de MS Office serían bastante elementales, pero a nosotros nos parecieron excelentes y, desde luego, bastante mejores que los que corrían en los PC (el wordstar, creo recordar). Con el disquette del Jazz en el Mac escribíamos o hacíamos tablas hasta que la memoria interna (los 128 k) no aguantaba más y nos los expulsaba para pedirnos que metiéramos otro disquette en el cual grabar el documento. Y luego a volver a cambiar de diskette y así todo el rato, intercalando sucesivamente los tres discos necesarios para que funcionara la maquinita. Visto desde ahora parece algo inconcebible, pero así escribimos todos los volúmenes que conformaron el documento del Plan General de Colmenar Viejo que se aprobó inicialmente por esas fechas y poco a poco íbamos acumulando en cajitas muy bien rotuladas varios diskettes en los que se grababan esos primeros documentos informáticos de nuestra actividad profesional. Y todo en ese aparatito compacto con su pantallita de 9”, que pese a su apariencia modesta, representaba la rebelión contra el opresivo sistema del Gran Hermano, poco imaginativo y aborregador, que tal fue la línea de promoción que desde el inicio se plantearon los jovenzuelos de Apple y así la recogió Ridley Scott en el ya mítico spot que se emitió en enero de 1984 durante la Super Bowl para anunciar el inminente lanzamiento del revolucionario ordenador.
Como era previsible (aunque no para nosotros entonces), en poco tiempo el Mac se nos quedó pequeño y en cuanto se pudo, creo recordar que como un años después, lo ampliamos a 512 K de memoria y además le añadimos un disco duro de 20 megas. Poco después, en 1986, nos compramos el nuevo Mac Plus (¡ya tenía 1 mega de RAM!) y una impresora A4 laser que nos parecía que iba a toda leche y súper silenciosa comparada con el armatoste de la matricial A3. Para esas fechas, también ampliamos nuestros recursos de software con algunos programillas de diseño gráfico y autoedición de la época. Entre los entendidos ya se comentaba que el Mac era el ordenador idóneo para hacer virguerías compositivas, y con alguna tontería me atreví que no me quedó del todo mal. Por supuesto, de más está decirlo, el color todavía no existía (ni en las pantallas ni en las impresoras). Pero, como fuera, nosotros, con nuestros dos bichitos, ya nos considerábamos el summum de la modernidad, aunque no estuvieramos conectados no ya a Internet (que no existía) sino ni siquiera entre nosotros. Piénsese que nuestro equipamiento informático había supuesto una inversión económica importante. No me acuerdo de las cantidades (sí de que los ordenadores valían una pasta y los Mac más que sus equivalentes en PC). Buscando datos en la red, calculo que el valor de lo que teníamos actualizado a la fecha andaría por unos 24.000 euros. Piénsese con este dinero el equipamiento informático que se puede uno montar en la actualidad: ¡no todo ha subido de precio en los últimos veinticinco años!
En 1987 me vine para Tenerife. Mi amiga y yo deshicimos nuestra sociedad y nos repartimos los Mac y las impresoras. Con el Plus y el armatoste matricial, además de dos cajitas de diskettes en las que estaban grabados nuestros trabajos de esos últimos tres años (todavía los conservo y algún día habré de comprobar si todavía son archivos legibles) me instalé en el sur de la Isla. Al año siguiente me mudé a Santa Cruz y con un amigo montamos un estudio. Mientras íbamos consiguiéndonos encargos profesionales, sobrevivíamos haciendo tasaciones para créditos hipotecarios, que preparábamos en el Mac. Sin embargo, unos meses después, la sociedad de tasaciones para la que trabajábamos desarrolló un programa con el que había que elaborar los informes de valoración y, por supuesto, sólo corría en PCs. De esta forma entró en nuestro estudio un compatible, ya no me acuerdo si era IBM o un clon, pero que corresponder al 286 con sistema operativo PS/2. A partir de entonces, poco a poco, el protagonismo del Mac fue decayendo a favor del PC (al que pronto siguió un 386) ya que empezamos a incorporarle más programas directamente vinculados a la arquitectura. Primero fue uno para hacer mediciones y presupuestos, luego otro de estructuras y ya hacia finales de la década el primer Autocad: se iba a acabar dibujar con rotring, corregir raspando la tinta con hojillas de afeitar y sacar las copias a base de inhalar amoniaco. Sin embargo, mientras que Paco, mi compañero, se fue volcando cada vez más a fondo en el uso de todos esos programas PC, yo apenas lo hice. Lo cierto es que, poco a poco, el estudio fue cubriendo dos campos de actividad con tendencias divergentes: la arquitectura y el urbanismo, y cada uno de nosotros, de modo natural, fue inclinándose hacia una en detrimento de la otra. Hacia el año 90, si bien ya podía trabajarse informáticamente el proyecto arquitectónico, no ocurría igual con el urbanismo: los ordenadores de la época eran incapaces de procesar la enorme información que contiene la cartografía base sobre la que se dibuja la ordenación, eso sin contar de que todavía no existía cartografía digital digna de ese nombre. A finales del 90 entré de funcionario y aunque aguanté algo más de un año, finalmente, de común acuerdo, decidimos deshacer el estudio. Así que me llevé mi Mac a la casa de la que fue mi mujer durante muchos años con la idea de seguir usándolo para hacer algunos trabajitos.
Pero aunque creía haber esquivado al PC con mi salida del estudio, su presencia amenazadora me acechaba en el Cabildo, donde, obviamente, todos los ordenadores eran compatibles. Para evitar tener que trabajar con esos odiosos aparatos, lo que me habría obligado a aprender su engorroso sistema operativo, me llevé a mi despacho el Mac y una pequeña impresora A4 de chorro de tinta que me compré al efecto. Si pude hacer eso y convertirme en un funcionario algo excéntrico, fue porque por entonces en la Administración no se funcionaba electrónicamente y mucho menos conectados en red; los ordenadores no se usaban sino como máquinas de escribir (con la ventaja, eso sí, de que permitían guardar los textos producidos) y lo que importaba era el papel impreso, objeto único constitutivo del expediente administrativo (la mitificación del papel con sus correspondientes sellos no ha sido todavía superada en España, por mucha Ley vigente de la Administración Electrónica). Como me había quedado sin Mac en casa, hacia principios del 91 me compré el nuevo Macintosh Classic, que ya tenía 2 MB de memoria y un disco duro de 40 MB; o sea, el doble en todo que el Plus que había llevado al Cabildo pero de apariencia prácticamente igual. Al año siguiente, el olímpico 92, a la vuelta de la visita familiar a la Expo sevillana, me compré mi primer portátil: el PowerBook 100, de prestaciones muy similares al Classic, pero más manejable (por eso de ser portátil). Este bicho de color negro (en oposición al beige claro que caracterizaba a los Mac hasta entonces) fue el que jubiló al viejo Plus. Lo seguí usando en el Cabildo y en algún que otro viaje hasta que, con la llegada masiva de Windows y la puesta en red de los ordenadores del Cabildo, hube de aceptar pasarme a los PC. Por cierto, de todos los Mac que he tenido y que sigo conservando, éste, el PowerBook, ha sido el único que ha “fallecido”, creo que de una sobrecarga eléctrica que debió fundirle los circuitos. Los restantes, distribuidos por mi casa, siguen funcionando, aunque por supuesto no los uso.
En 1987 me vine para Tenerife. Mi amiga y yo deshicimos nuestra sociedad y nos repartimos los Mac y las impresoras. Con el Plus y el armatoste matricial, además de dos cajitas de diskettes en las que estaban grabados nuestros trabajos de esos últimos tres años (todavía los conservo y algún día habré de comprobar si todavía son archivos legibles) me instalé en el sur de la Isla. Al año siguiente me mudé a Santa Cruz y con un amigo montamos un estudio. Mientras íbamos consiguiéndonos encargos profesionales, sobrevivíamos haciendo tasaciones para créditos hipotecarios, que preparábamos en el Mac. Sin embargo, unos meses después, la sociedad de tasaciones para la que trabajábamos desarrolló un programa con el que había que elaborar los informes de valoración y, por supuesto, sólo corría en PCs. De esta forma entró en nuestro estudio un compatible, ya no me acuerdo si era IBM o un clon, pero que corresponder al 286 con sistema operativo PS/2. A partir de entonces, poco a poco, el protagonismo del Mac fue decayendo a favor del PC (al que pronto siguió un 386) ya que empezamos a incorporarle más programas directamente vinculados a la arquitectura. Primero fue uno para hacer mediciones y presupuestos, luego otro de estructuras y ya hacia finales de la década el primer Autocad: se iba a acabar dibujar con rotring, corregir raspando la tinta con hojillas de afeitar y sacar las copias a base de inhalar amoniaco. Sin embargo, mientras que Paco, mi compañero, se fue volcando cada vez más a fondo en el uso de todos esos programas PC, yo apenas lo hice. Lo cierto es que, poco a poco, el estudio fue cubriendo dos campos de actividad con tendencias divergentes: la arquitectura y el urbanismo, y cada uno de nosotros, de modo natural, fue inclinándose hacia una en detrimento de la otra. Hacia el año 90, si bien ya podía trabajarse informáticamente el proyecto arquitectónico, no ocurría igual con el urbanismo: los ordenadores de la época eran incapaces de procesar la enorme información que contiene la cartografía base sobre la que se dibuja la ordenación, eso sin contar de que todavía no existía cartografía digital digna de ese nombre. A finales del 90 entré de funcionario y aunque aguanté algo más de un año, finalmente, de común acuerdo, decidimos deshacer el estudio. Así que me llevé mi Mac a la casa de la que fue mi mujer durante muchos años con la idea de seguir usándolo para hacer algunos trabajitos.
Pero aunque creía haber esquivado al PC con mi salida del estudio, su presencia amenazadora me acechaba en el Cabildo, donde, obviamente, todos los ordenadores eran compatibles. Para evitar tener que trabajar con esos odiosos aparatos, lo que me habría obligado a aprender su engorroso sistema operativo, me llevé a mi despacho el Mac y una pequeña impresora A4 de chorro de tinta que me compré al efecto. Si pude hacer eso y convertirme en un funcionario algo excéntrico, fue porque por entonces en la Administración no se funcionaba electrónicamente y mucho menos conectados en red; los ordenadores no se usaban sino como máquinas de escribir (con la ventaja, eso sí, de que permitían guardar los textos producidos) y lo que importaba era el papel impreso, objeto único constitutivo del expediente administrativo (la mitificación del papel con sus correspondientes sellos no ha sido todavía superada en España, por mucha Ley vigente de la Administración Electrónica). Como me había quedado sin Mac en casa, hacia principios del 91 me compré el nuevo Macintosh Classic, que ya tenía 2 MB de memoria y un disco duro de 40 MB; o sea, el doble en todo que el Plus que había llevado al Cabildo pero de apariencia prácticamente igual. Al año siguiente, el olímpico 92, a la vuelta de la visita familiar a la Expo sevillana, me compré mi primer portátil: el PowerBook 100, de prestaciones muy similares al Classic, pero más manejable (por eso de ser portátil). Este bicho de color negro (en oposición al beige claro que caracterizaba a los Mac hasta entonces) fue el que jubiló al viejo Plus. Lo seguí usando en el Cabildo y en algún que otro viaje hasta que, con la llegada masiva de Windows y la puesta en red de los ordenadores del Cabildo, hube de aceptar pasarme a los PC. Por cierto, de todos los Mac que he tenido y que sigo conservando, éste, el PowerBook, ha sido el único que ha “fallecido”, creo que de una sobrecarga eléctrica que debió fundirle los circuitos. Los restantes, distribuidos por mi casa, siguen funcionando, aunque por supuesto no los uso.
Alvin Lee & Co - There's a Feeling (In Flight, 1974)
Original autobiografía!
ResponderEliminarUn beso grande
O sea, que tu vida no es una tómbola, tom, tom, tómbola de luz y de coloooor, sino un Mac, intock, Mac M;ac...
ResponderEliminarZaffe y Lnsky: En realidad empecé estos posts para referirme a algo para lo cual necesitaba una referencia a mi relación personal con los Mac. Esa referencia personal se está convirtiendo, en efecto, en una autobiografía y ya veremos en cuanta sustancia queda lo que quería contar. Pero así me suele ocurrir en este blog.
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