Soñé que hacíale el amor minuciosamente. Hacíale, sí, así conjugué en el sueño mi acto, verbalizándolo con el pronombre detrás, quizá porque mi subconsciente asoció la portuguesidad de mi pareja onírica a los hablares de veraneos astures de mi infancia. Pero, sobre todo, minuciosamente, que a mí mismo, en el sueño, me sorprendió el adverbio y me lo expliqué explicándoselo a ella: ves María cómo te hago el amor minuciosamente, o sea, con minuciosidad, atento a cada minucia. Ahora te beso el cuello despacio, nota cuán escasa es la porción de tu cuerpo en la que me demoro, placer moroso atento a las minucias, minucioso soy pues (que se detiene en las cosas pequeñas) y busco minuciear hasta el extremo, como si yo fuera Aquiles y tú la tortuga y nuestro coito la sucesión de fracciones cada vez más infinitesimales … Yo le contaba todo eso mientras apretaba mi abrazo, buscando —minuciosamente, sí, pero también con ansiedad— que cada uno de mis más minúsculos trocitos de piel se adhiriese al suyo correspondiente. Nos uniremos biunívocamente, le decía a ella, a María; como si cada poro de tu piel se cosiera con otro de la mía y ése, a su vez, con el siguiente de la tuya, y de ahí a otro de la mía, y así el hilo invisible, el fluido amoroso, va recorriendo puntada a puntada (minuciosamente, claro) nuestras enteras extensiones epidérmicas … ¿Lo notas, María? Ella, en el sueño, no me contestaba, pero abría mucho los ojos y me miraba con tanto amor, aunque yo desconfiaba, temía que fingiera pues sabía que era una actriz y quería que la escogiese para el papel.
Porque yo no era yo, sino Chantal Akerman. Ésa era yo, en el sueño, pese a que cuando lo soñaba ni siquiera sabía mi nombre, o sea el suyo, el de la directora belga. Sin embargo sabía que yo era lesbiana y que me gustaba mucho esa pequeña portuguesa de ojos grandes, un poco como de mística alucinada. Así que le decía que ella sería yo, que escaparía de Bruselas, porque Bruselas era una cárcel (aunque —no vale engañarse— la cárcel la llevamos siempre a cuestas) y París la libertad. Pero no es verdad, María, le digo yo, Akerman, en el sueño; no hay libertad, tan sólo su espejismo. He ahí la clave de la que ha de ser tu interpretación (y cuando pronunciaba el posesivo creí notar un brillo de satisfacción en sus ojos; pequeña zorra, pensé, no tan mística), transmitir la inutilidad del afán por la libertad. Entonces tampoco el amor es posible (ése era yo, pero no el yo que era Chantal Akerman, sino el que soñaba). Pues claro que no, ya no …. El sueño se me plagaba de citas, pues el “ya” se refería al ahora que era entonces (1984) pero también al “después de Auschwitz” de Adorno con la consiguiente imposibilidad ética de la poesía. Entonces, le decía a la pequeña portuguesa, si no hay poesía, no hay libertad y sólo nos queda el amor minucioso.
Tengo treinta y cuatro años, le digo, y tú, mi querida María (ma cherie, digo en el sueño, porque soy belga y esta portuguesita de ojos grandes y cuerpo frágil habla francés sin apenas acento, sin mis asperezas nórdicas), ni siquiera has cumplido aún diecinueve y hasta pareces de menos, de dieciséis, los mismos que tuve cuando sin saberlo ya intuía lo que ahora sé. Así que no es sólo la edad, hay algo más, será que soy judía, nieta de judíos polacos como Auschwitz, donde murieron mis abuelos maternos (pero eso no se lo puedo decir en este primer y tal vez último encuentro amoroso). Así que María, preciosa niña, has de ser minuciosa porque sólo se puede vivir minuciosamente y es nuestro deber hacerlo explícito (el tuyo, pequeña ambiciosa que quieres ser actriz, que vienes a París a serlo y que, maldita sea, sé que lo serás porque tienes unos ojos grandes y místicos). Quiero que actúes minuciosamente que significa dando el protagonismo absoluto a la acción. Eso es actuar: mostrar las acciones del personaje en su más desnuda materialidad, en la más cruel asepsia: la acción limpia de emociones. Sólo así emerge el personaje posible, la chica que llega a París con su amiga. Son casi niñas, tienen hambre, tienen frío … Quieren enamorarse, sí, pero sólo pueden actuar, hacer. Y de todos los haceres, caminar es el que los sublima a todos (yo, Chantal Akerman, me recreo en lo atinado de mi elección semántica, aunque esté hablando en español, y a la vez deploro que la pequeña portuguesa, que abrazo y abrazo y abrazo para que no se me escurra su alma en la que no creo, no ha de ser capas de captar las sutiles polisemias del verbo). Caminar es intentar escapar de tu propia cárcel, sólo para darte cuenta de que la llevas a cuestas. Pero eso ya lo he dicho, me digo en el sueño.
Por lo que sigo haciéndole el amor minuciosamente para que ella, a quien dejaré de ver cuando acabe el próximo rodaje, sepa interpretar a la joven que pude ser yo. Decido que filmaré en blanco y negro y se lo digo pero, como siempre, no contesta. Me doy cuenta de que es perfecta para el personaje, que la ansiedad que a mí me crea por no poder penetrarla (y no importa cuánto la apriete) es el anticipo de la que sentirán los futuros espectadores. Será nada más que una chica con hambre y frío. Tengo frío, también lo decía la protagonista del corto de Godard (maldito antisemita); eso bastará para enlazar las dos películas, pero nada más, ninguna concesión a la verbalización de los sentimientos, ni siquiera para ironizar sobre su fatuidad, su falsedad. Actuar, María, actuar nada más, minuciosamente.
Porque yo no era yo, sino Chantal Akerman. Ésa era yo, en el sueño, pese a que cuando lo soñaba ni siquiera sabía mi nombre, o sea el suyo, el de la directora belga. Sin embargo sabía que yo era lesbiana y que me gustaba mucho esa pequeña portuguesa de ojos grandes, un poco como de mística alucinada. Así que le decía que ella sería yo, que escaparía de Bruselas, porque Bruselas era una cárcel (aunque —no vale engañarse— la cárcel la llevamos siempre a cuestas) y París la libertad. Pero no es verdad, María, le digo yo, Akerman, en el sueño; no hay libertad, tan sólo su espejismo. He ahí la clave de la que ha de ser tu interpretación (y cuando pronunciaba el posesivo creí notar un brillo de satisfacción en sus ojos; pequeña zorra, pensé, no tan mística), transmitir la inutilidad del afán por la libertad. Entonces tampoco el amor es posible (ése era yo, pero no el yo que era Chantal Akerman, sino el que soñaba). Pues claro que no, ya no …. El sueño se me plagaba de citas, pues el “ya” se refería al ahora que era entonces (1984) pero también al “después de Auschwitz” de Adorno con la consiguiente imposibilidad ética de la poesía. Entonces, le decía a la pequeña portuguesa, si no hay poesía, no hay libertad y sólo nos queda el amor minucioso.
Tengo treinta y cuatro años, le digo, y tú, mi querida María (ma cherie, digo en el sueño, porque soy belga y esta portuguesita de ojos grandes y cuerpo frágil habla francés sin apenas acento, sin mis asperezas nórdicas), ni siquiera has cumplido aún diecinueve y hasta pareces de menos, de dieciséis, los mismos que tuve cuando sin saberlo ya intuía lo que ahora sé. Así que no es sólo la edad, hay algo más, será que soy judía, nieta de judíos polacos como Auschwitz, donde murieron mis abuelos maternos (pero eso no se lo puedo decir en este primer y tal vez último encuentro amoroso). Así que María, preciosa niña, has de ser minuciosa porque sólo se puede vivir minuciosamente y es nuestro deber hacerlo explícito (el tuyo, pequeña ambiciosa que quieres ser actriz, que vienes a París a serlo y que, maldita sea, sé que lo serás porque tienes unos ojos grandes y místicos). Quiero que actúes minuciosamente que significa dando el protagonismo absoluto a la acción. Eso es actuar: mostrar las acciones del personaje en su más desnuda materialidad, en la más cruel asepsia: la acción limpia de emociones. Sólo así emerge el personaje posible, la chica que llega a París con su amiga. Son casi niñas, tienen hambre, tienen frío … Quieren enamorarse, sí, pero sólo pueden actuar, hacer. Y de todos los haceres, caminar es el que los sublima a todos (yo, Chantal Akerman, me recreo en lo atinado de mi elección semántica, aunque esté hablando en español, y a la vez deploro que la pequeña portuguesa, que abrazo y abrazo y abrazo para que no se me escurra su alma en la que no creo, no ha de ser capas de captar las sutiles polisemias del verbo). Caminar es intentar escapar de tu propia cárcel, sólo para darte cuenta de que la llevas a cuestas. Pero eso ya lo he dicho, me digo en el sueño.
Por lo que sigo haciéndole el amor minuciosamente para que ella, a quien dejaré de ver cuando acabe el próximo rodaje, sepa interpretar a la joven que pude ser yo. Decido que filmaré en blanco y negro y se lo digo pero, como siempre, no contesta. Me doy cuenta de que es perfecta para el personaje, que la ansiedad que a mí me crea por no poder penetrarla (y no importa cuánto la apriete) es el anticipo de la que sentirán los futuros espectadores. Será nada más que una chica con hambre y frío. Tengo frío, también lo decía la protagonista del corto de Godard (maldito antisemita); eso bastará para enlazar las dos películas, pero nada más, ninguna concesión a la verbalización de los sentimientos, ni siquiera para ironizar sobre su fatuidad, su falsedad. Actuar, María, actuar nada más, minuciosamente.
María de Medeiros - Joana Francesa (A Little More Blue, 2007)
PS: Este breve relato está directamente inspirado en el corto de Chantal Akerman que constituye el primer episodio de la película Paris vu par ... vingt ans après (1984), a la que hice referencia en el post del pasado 29 de diciembre. Este corto se puede ver en Youtube, en francés con subtítulos en inglés. Para quien eso no le baste puede ir a esta página donde, además del corto, puede leer una versión personal escrita por mí.
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