Nunca he jugado al fútbol. Ni siquiera de niño, cuando en la escuela de los años treinta era a lo único que se jugaba en el patio. Además no me gusta, jamás me ha gustado. Sin embargo, mi padre y mi hermano Iñaki fueron futbolistas. Mientras yo me refugiaba en alguna esquina con mis libros de Salgari o Julio Verne, Iñaki jugaba con el resto de chavales. Era portero, como lo había sido nuestro padre, y resultó ser bueno, muy bueno. Tanto que enseguida pasó a equipos infantiles y justo al comenzar la guerra lo fichó el Donostia FC, que era como se llamó la Real Sociedad durante la República. Yo, en cambio, acabé el bachillerato, aunque solo me valió para llevar las cuentas de la carnicería familiar.
En 1940 a Iñaki lo contrató el Valencia. Recuerdo las broncas en casa. Él no quería dejar San Sebastián; ahí estaba su novia, la cuadrilla, su vida. Pero era bastante dinero para una época de miserias y mi padre le obligó. Yo me mantuve al margen; ya por entonces empezaba mi desapego familiar. En el fondo, aunque no lo quisiera admitir, envidiaba a mi hermano y por eso lo rechazaba, sentía rabia, a veces creía odiarlo.
En el Valencia se consagró. Ganó ligas y copa del Rey, fue el portero menos batido del campeonato. Como tenía que ocurrir, fue convocado a la selección nacional. No seguí su carrera, aunque no podía evitar que los ecos de sus triunfos me perturbaran con frecuencia. Algo antes que él dejé el País Vasco y acabé en Canarias. Entré a trabajar de contable en una finca agraria de La Palma que exportaba a Inglaterra. Allí me enamoré profundamente de la mujer más bella y bondadosa que pueda imaginarse. Enseguida nos casamos; yo tenía veinticinco años, ella veinte.
Vivíamos tranquilos en nuestra casita de Las Manchas, casi ajenos a la vida social isleña, envueltos en una narcotizante nube de dicha absoluta. Pero el tiempo de la felicidad es corto, apenas un espejismo que se nos concede para recordarlo y sufrirlo el resto de la vida. El día de San Juan de 1949 despertó el volcán en la Cumbre Vieja y durante mes y medio ardientes coladas fueron resbalando por las laderas. Fueron días de angustia, de auténtico pavor ante los estallidos y terremotos que se repetían incesantes. Como tantos otros vecinos fuimos evacuados. Nuestra casa quedó arrasada por la lava.
La erupción volcánica anonadó a mi mujer. Su alegría habitual reflejada en una sonrisa que me llenaba de gozo se tornó en una mirada opaca y silencio casi perenne. Una tristeza sombría y desmesurada la envolvió. Traté de animarla, asegurándole que nos recuperaríamos, que todo volvería a ser como antes, mejor que antes. Lo importante, le decía, es que nos amamos, que estamos juntos y salvos. Ella se dejaba querer, casi indiferente, pero no se desembarazaba del espectro lúgubre que la poseía. Todos los días, después del almuerzo, salía sola a dar largas caminatas de las que regresaba de anochecida. Una noche no volvió. Su cuerpo roto apareció al día siguiente en la arena negra al pie del acantilado de Puerto Naos.
Escapé de La Palma, mi paraíso tornado en infierno. Me perdí entre las multitudes madrileñas durante semanas, alcoholizándome metódicamente, enredándome en peleas, buscando calmar un dolor que me roía las entrañas. A finales de septiembre de ese año maldito, en un día furiosamente lluvioso, tuve noticia de las catastróficas riadas de Valencia. De pronto, un zarpazo de ansiedad me trajo a la mente a mi hermano. De pronto, sentí la urgencia inaplazable de saber de él, de verlo, de abrazarlo incluso.
No he dicho que Iñaki y yo éramos gemelos idénticos. Sin embargo, durante aquellos años canarios, ni mi apellido ni mi apariencia bastaron para que los pocos con quienes me relacionaba identificaran mi parentesco. Confieso que esa posibilidad me preocupaba pues ni siquiera a mi mujer le había confesado que el portero de la selección era mi hermano. Afortunadamente, en esa época no había televisión y solo en el No-Do podían verse imágenes borrosas de los partidos de la selección nacional. Al fin y al cabo, preservar mi anonimato no fue inverosímil.
No sabía cómo localizarlo, más allá de que jugaba en el Valencia. Ese domingo, por primera vez en mi vida, escuché las retransmisiones futboleras en la radio. El Valencia jugó en Tarragona, contra el Gimnástico y, en efecto, mi hermano ocupó la portería (empataron a uno, con gol tempranero de los chés y el de los catalanes de falta directa en el último minuto del partido). El domingo siguiente el Valencia jugaba en casa, nada menos que contra el Madrid. Decidí que iría a Mestalla. Pensé en colarme en uno de los autobuses que fletaban las peñas blancas, pero de inmediato me di cuenta de que me arriesgaba demasiado a que me reconocieran. Así que el sábado por la mañana cogí en Atocha el rápido automotor que en solo siete horas me dejó en la capital levantina (ya sé que siete horas parece mucho hoy, pero piénsese que otras opciones de la época –el expreso, el correo– tardaban entre doce y catorce; España es hoy mucho más pequeña que entonces).
Era la primera vez que asistía a un estadio de fútbol y la experiencia me fue ingrata como ya me lo esperaba. La tarde era soleada y tibia, pero vestí abrigo de solapas altas y boina para ocultar mis facciones, aunque no creo que ninguno de los energúmenos enfervorizados que estaban en torno se fijaran en mí. El partido me aburrió, claro. No solo porque el fútbol me parece un juego estúpido y tedioso, sino porque ese encuentro fue especialmente malo, sobre todo a partir de la lesión del extremo derecha valencianista hacia la media hora del primer tiempo. Con el marcador empatado a uno, el juego degeneró casi en rugby, con faltas constantes y muy poca continuidad. En el descanso (el equipo de mi hermano ya iba ganando), me escabullí para esconderme cerca de la zona de los vestuarios. Naturalmente, el acceso estaba vigilado, pero la seguridad no era la de estos días y no me costó demasiado colarme, una vez reanudado el encuentro, aprovechando que los dos guardias estaban más atentos al juego que a sus funciones de vigilancia. Me encerré en una de las cabinas del vestuario local y esperé.
Hora y pico permanecí inmóvil sobre un estrecho banco de madera, hasta que el vestuario se inundó de ruidos y gritos. En todo ese tiempo no se me había ocurrido cómo abordar a Iñaki a solas, sin delatarme. De pronto alguien zarandeó el picaporte. Otra vez se ha encallado esta maldita puerta, dijo, y reconocí alborozado la voz de Iñaki. Descorrí el pestillo en uno de sus empujones. Fue todo casi instantáneo: la puerta se abrió, tiré de él hacia adentro, cerré la cabina a sus espaldas, le apreté la mano contra su boca. La cara de sorpresa de mi hermano me resultó tan cómica que no pude evitar una carcajada. Pero, al mismo tiempo, sentí que una emoción cálida me envolvía y, antes de decir nada, lo estreché en un abrazo que nunca antes le había dado. Al separarnos tenía los ojos húmedos.
Naturalmente, en ese cubículo mínimo apenas hablamos. Ni a él ni a mí —cada uno por sus motivos— nos interesaba hacer pública nuestra relación. De modo que solamente ideamos la forma de que saliera sin ser visto (él sería el último en salir del vestuario y volvería a entrar hablando con los guardias, momento en el que yo había de escabullirme) y poder vernos unas horas después a solas en su piso. El plan funcionó perfectamente y salí tranquilamente del estadio ya desierto. Mi hermano vivía enfrente del mercado de Colón, preciosa muestra de arquitectura modernista, a no más de veinte minutos a pie desde Mestalla. Voy a ver a Don Ignacio, al primero, le dije al portero casi sin detenerme, lo que no me impidió ver su gesto de asombro. Al día siguiente, Iñaki le informaría de que se trataba de un primo de las Vascongadas que sí, se le parecía mucho, no era la primera vez que se lo decían.
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