Temía no lograr explicar bien mi idea y que, en cambio, se entendiera este post como una crítica; y me da que mis temores se verifican. Vamos a ver: naturalmente que a cada uno le puede gustar la música (o cualquier otra cosa) de la época que sea; naturalmente que muchas expresiones artísticas son atemporales que, en el fondo, es lo mismo que decir que son siempre “riguroso presente”. No iban por ahí los tiros. Tampoco pretendía para nada dar la impresión de que censuro a los veinteañeros que se “atreven” a “apropiarse” de “mis” grupos musicales; en todo caso, al contrario. Sólo expresaba mi “desconcierto”, me preguntaba a mí mismo (aunque fuera en voz alta) sobre el asunto de las cosas (canciones, entre otras) que convertimos en piezas de nuestra personal historia emocional; y esas cosas, por tanto, tienen durante gran parte de nuestra vida la capacidad de emocionarnos, de activar ciertos sentimientos de identificación (como bien dice Eva).
En mi modesta opinión (basada en mi propia historia), esas “cosas” que hacemos nuestras son, sobre todo, las que vivimos en la adolescencia y primera juventud. En esos años, somos (o deberíamos ser) esponjas ávidas de absorber, justamente porque estamos en un proceso de individualización, de construcción de nuestro yo, de autodefinirnos. Ese proceso, con mucha frecuencia, se hace desde dos voluntades simultáneas: la de distanciamiento (normalmente de los valores y gustos de nuestros mayores) y la de identificación (con nuestros amigos). Normalmente, además, cuanto más intensamente vivimos los azarosos revoltijos de nuestra adolescencia, más radicales solemos ser en la expresión de nuestros rechazos e identificaciones; radicalidad que –ley de vida- va mermando con el paso de los años (afortunadamente).
Pasan pues los años y uno va incorporando muchas otras vivencias y, por tanto, muchas otras “cosas” a su historia personal. Pero esas posteriores construcciones de nuestra personalidad (habría que decir que ese proceso es continuo, hasta que la palmamos) ya no son como la tormentosa iniciación adolescente. Ampliaremos nuestros gustos, matizaremos nuestros valores, maduraremos, en suma. Incluso, como a mí me ocurre, sentiremos muy ajenos los pensamientos, sentimientos, inquietudes, que nos absorbían en esos años de descubrimientos, de autoafirmación. Pero hay una diferencia esencial –que me resulta difícil de precisar- entre las cosas que hicimos nuestras en la adolescencia y primera juventud y las posteriores. Y a esas primeras me refería.
Esas cosas –ya lo he dicho- tienen que haberse vivido en primera persona; es decir, nuestro conocimiento de las mismas (su incorporación a nuestra mente) debe haberse producido a través de la emoción no sólo de la inteligencia (una amiga decía que es la diferencia entre aprehender y aprender). Por tal razón, lo normal (no lo obligatorio) es que esas cosas estén “vivas”, sean actuales, en el entorno contemporáneo de nuestra adolescencia. Schubert, por ejemplo, podría ser parte de mi historia personal si, en esa etapa de mi vida, hubiera sido lo que escuchaba; y tanto más, si lo compartiera con un grupo de amigos como seña de identidad; y todavía más, si la música de Schubert fuera para mí (para nosotros) un elemento diferenciador respecto a los gustos de mis padres. Podría haber sido así, pero no fue ... Y la verdad, parece poco probable que lo haya sido en casi nadie de mi generación; lo que no obsta para que pudiera gustarme muchísimo Schubert, incluso más que las canciones de Santana. Pero, entre las múltiples sensaciones que pueden embargarme oyendo La Muerte y la Doncella, no se encuentran esas tan específicas, personales y evocadoras que me traen los acordes de Samba Pa Ti.
Desde este planteamiento (que no creo que sea nada extravagante), me sorprendía que una persona de veintitantos dijera que a él le gustaba de siempre Santana porque entendí que con ese “gustar de siempre” se refería a las canciones que forman parte de su historia. Por supuesto, pude entenderlo mal ya que puede que las canciones de Santana no hayan sido para Pablito de las “cosas” a que yo me refiero. Pero, en el fondo, eso no me importa nada; el texto de ese post tiene para mí valor en tanto me sugiere una reflexión sobre las “cosas que forman nuestra historia personal”, independientemente del acierto o desbarre de mis apreciaciones en cuanto a una persona real concreta (esto ya lo aclaraba en mi post anterior).
Así que, establecida la irrelevancia de que sea verdad o no, voy a suponer que mi Pablito virtual (probablemente muy ajeno al real) cuenta entre las cosas de su historia las canciones de Santana; es decir, que al oír Samba Pa Ti, se le disparan recuerdos emocionados de su adolescencia. Y, por supuesto, puede ser, pero no deja de ser raro que hace algo más de diez años la música vieja de Santana “funcionara” entre los chavales de forma análoga a como lo hacía en quienes hacia 1974 aprovechábamos esa canción para besar en el cuello a una morenita mientras bailábamos abrazados.
Esa misma impresión de extrañeza me surgió al leer los recuerdos sobre Víctor Jara. Como aclara en un siguiente post, la muerte de Víctor (como la de Cafrune) ocurrió cuando Pablito aún no había nacido, en 1973. Vuelvo a decir que no tengo nada que objetar a que nadie “traiga” a su vida acontecimientos no vividos; al contrario, me parece muy enriquecedor. Pero, salvo como licencia poética alusiva a su canción más famosa, esos no son recuerdos.
Yo tenía 14 años en septiembre del 73; acababa de empezar 5º de bachillerato. Ese verano, dos buenos amigos míos habían ido “hacer la vendimia” a las Landas francesas. Uno de ellos, con la radical ingenuidad de aquellos años, se consideraba “muy de izquierdas” (pocos meses después, cuando ETA mató a Carrero, tuvo el “valor” de decir, en un entorno adulto nada receptivo, que le parecía justo). Este amigo había traído algunos discos de lo que entonces se llamaba la Nueva Canción Chilena, un movimiento surgido en la segunda mitad de los 60 y que enlazaba con corrientes similares en otros muchos sitios. Pese a su tinte izquierdista, muchos de esos discos podían conseguirse en la España de entonces (mis propios padres tenían varios de Violeta Parra, de Quilapayún y del propio Víctor Jara) y, en ese último trimestre del 73, era un descubrimiento reciente para unos críos como nosotros. Enseguida, el escucharlos adquirió una connotación especial, cuando supimos que en Chile habían sido prohibidos y que Jara había sido asesinado. Pero el golpe de Pinochet, la heroica y numantina resistencia de Allende, la barbarie de los primeros días (los 5.000 del Estadio Nacional) ... todos esos acontecimientos contemporáneos no fueron percibidos por nosotros con toda su carga de tremenda realidad, por más que nos sintiéramos muy “concienciados” y “solidarios” oyendo esas canciones (muchas de las cuales, aun hoy, me erizan la piel). Sería unos pocos años después, en un país vecino de Chile, donde ese conocimiento “teórico” de la infamia chilena se encarnaría en personas reales que, hasta cierto punto, me harían partícipe de sus vivencias, logrando que nombres, músicas y acontecimientos pasaran en algún grado a ser parte de mi historia personal.
Me temo que no debo haber aclarado nada. Tampoco importa mucho, baste añadir sólo que no trato en absoluto de cuestionar a nadie. Que cada uno piense y viva como quiera. Faltaría más. Pero dejémonos de palabras y oigamos la maravillosa guitarra de Carlitos Santana (Va por Pablito, que sé que le gusta).
En mi modesta opinión (basada en mi propia historia), esas “cosas” que hacemos nuestras son, sobre todo, las que vivimos en la adolescencia y primera juventud. En esos años, somos (o deberíamos ser) esponjas ávidas de absorber, justamente porque estamos en un proceso de individualización, de construcción de nuestro yo, de autodefinirnos. Ese proceso, con mucha frecuencia, se hace desde dos voluntades simultáneas: la de distanciamiento (normalmente de los valores y gustos de nuestros mayores) y la de identificación (con nuestros amigos). Normalmente, además, cuanto más intensamente vivimos los azarosos revoltijos de nuestra adolescencia, más radicales solemos ser en la expresión de nuestros rechazos e identificaciones; radicalidad que –ley de vida- va mermando con el paso de los años (afortunadamente).
Pasan pues los años y uno va incorporando muchas otras vivencias y, por tanto, muchas otras “cosas” a su historia personal. Pero esas posteriores construcciones de nuestra personalidad (habría que decir que ese proceso es continuo, hasta que la palmamos) ya no son como la tormentosa iniciación adolescente. Ampliaremos nuestros gustos, matizaremos nuestros valores, maduraremos, en suma. Incluso, como a mí me ocurre, sentiremos muy ajenos los pensamientos, sentimientos, inquietudes, que nos absorbían en esos años de descubrimientos, de autoafirmación. Pero hay una diferencia esencial –que me resulta difícil de precisar- entre las cosas que hicimos nuestras en la adolescencia y primera juventud y las posteriores. Y a esas primeras me refería.
Esas cosas –ya lo he dicho- tienen que haberse vivido en primera persona; es decir, nuestro conocimiento de las mismas (su incorporación a nuestra mente) debe haberse producido a través de la emoción no sólo de la inteligencia (una amiga decía que es la diferencia entre aprehender y aprender). Por tal razón, lo normal (no lo obligatorio) es que esas cosas estén “vivas”, sean actuales, en el entorno contemporáneo de nuestra adolescencia. Schubert, por ejemplo, podría ser parte de mi historia personal si, en esa etapa de mi vida, hubiera sido lo que escuchaba; y tanto más, si lo compartiera con un grupo de amigos como seña de identidad; y todavía más, si la música de Schubert fuera para mí (para nosotros) un elemento diferenciador respecto a los gustos de mis padres. Podría haber sido así, pero no fue ... Y la verdad, parece poco probable que lo haya sido en casi nadie de mi generación; lo que no obsta para que pudiera gustarme muchísimo Schubert, incluso más que las canciones de Santana. Pero, entre las múltiples sensaciones que pueden embargarme oyendo La Muerte y la Doncella, no se encuentran esas tan específicas, personales y evocadoras que me traen los acordes de Samba Pa Ti.
Desde este planteamiento (que no creo que sea nada extravagante), me sorprendía que una persona de veintitantos dijera que a él le gustaba de siempre Santana porque entendí que con ese “gustar de siempre” se refería a las canciones que forman parte de su historia. Por supuesto, pude entenderlo mal ya que puede que las canciones de Santana no hayan sido para Pablito de las “cosas” a que yo me refiero. Pero, en el fondo, eso no me importa nada; el texto de ese post tiene para mí valor en tanto me sugiere una reflexión sobre las “cosas que forman nuestra historia personal”, independientemente del acierto o desbarre de mis apreciaciones en cuanto a una persona real concreta (esto ya lo aclaraba en mi post anterior).
Así que, establecida la irrelevancia de que sea verdad o no, voy a suponer que mi Pablito virtual (probablemente muy ajeno al real) cuenta entre las cosas de su historia las canciones de Santana; es decir, que al oír Samba Pa Ti, se le disparan recuerdos emocionados de su adolescencia. Y, por supuesto, puede ser, pero no deja de ser raro que hace algo más de diez años la música vieja de Santana “funcionara” entre los chavales de forma análoga a como lo hacía en quienes hacia 1974 aprovechábamos esa canción para besar en el cuello a una morenita mientras bailábamos abrazados.
Esa misma impresión de extrañeza me surgió al leer los recuerdos sobre Víctor Jara. Como aclara en un siguiente post, la muerte de Víctor (como la de Cafrune) ocurrió cuando Pablito aún no había nacido, en 1973. Vuelvo a decir que no tengo nada que objetar a que nadie “traiga” a su vida acontecimientos no vividos; al contrario, me parece muy enriquecedor. Pero, salvo como licencia poética alusiva a su canción más famosa, esos no son recuerdos.
Yo tenía 14 años en septiembre del 73; acababa de empezar 5º de bachillerato. Ese verano, dos buenos amigos míos habían ido “hacer la vendimia” a las Landas francesas. Uno de ellos, con la radical ingenuidad de aquellos años, se consideraba “muy de izquierdas” (pocos meses después, cuando ETA mató a Carrero, tuvo el “valor” de decir, en un entorno adulto nada receptivo, que le parecía justo). Este amigo había traído algunos discos de lo que entonces se llamaba la Nueva Canción Chilena, un movimiento surgido en la segunda mitad de los 60 y que enlazaba con corrientes similares en otros muchos sitios. Pese a su tinte izquierdista, muchos de esos discos podían conseguirse en la España de entonces (mis propios padres tenían varios de Violeta Parra, de Quilapayún y del propio Víctor Jara) y, en ese último trimestre del 73, era un descubrimiento reciente para unos críos como nosotros. Enseguida, el escucharlos adquirió una connotación especial, cuando supimos que en Chile habían sido prohibidos y que Jara había sido asesinado. Pero el golpe de Pinochet, la heroica y numantina resistencia de Allende, la barbarie de los primeros días (los 5.000 del Estadio Nacional) ... todos esos acontecimientos contemporáneos no fueron percibidos por nosotros con toda su carga de tremenda realidad, por más que nos sintiéramos muy “concienciados” y “solidarios” oyendo esas canciones (muchas de las cuales, aun hoy, me erizan la piel). Sería unos pocos años después, en un país vecino de Chile, donde ese conocimiento “teórico” de la infamia chilena se encarnaría en personas reales que, hasta cierto punto, me harían partícipe de sus vivencias, logrando que nombres, músicas y acontecimientos pasaran en algún grado a ser parte de mi historia personal.
Me temo que no debo haber aclarado nada. Tampoco importa mucho, baste añadir sólo que no trato en absoluto de cuestionar a nadie. Que cada uno piense y viva como quiera. Faltaría más. Pero dejémonos de palabras y oigamos la maravillosa guitarra de Carlitos Santana (Va por Pablito, que sé que le gusta).
Samba Pa Ti - Santana (Greatest Hits, 1974)
POST REPUBLICADO PROVENIENTE DE YA.COM
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