El que controla el pasado, controla el futuro; y el que controla el presente, controla el pasado. Esta frase es de 1984, obra de George Orwell, en la que, recién salidos de la segunda guerra (allá por 1948), el autor británico describía un nuevo "mundo feliz" basado en el absoluto control de los ciudadanos por el Estado (el Gran Hermano).
El corolario elemental de las anteriores premisas es, obviamente, que quien controla el presente, controla el futuro. Y, como propuesta de actuación, resultaría que para controlar el futuro se debe, desde el presente, controlar el pasado. Pero, ¿qué es, en este contexto orwelliano, controlar? Pues lograr que, entre las infinitas posibilidades del devenir, sucedan unas y no otras; es decir, mandar sobre la dinámica de los acontecimientos (de aquéllos relacionados con el objeto del control).
El pasado, sin embargo, ha pasado. ¿Cómo cabe controlar aquello cuya existencia, por acabada, ya no es dinámica, ya no permite otras posibilidades que las que efectivamente fueron? Naturalmente, no se controla el pasado, sino la imagen del mismo en el presente. Lo que se controla, individual y colectivamente, es la "narración" del pasado. Por tanto, para controlar el futuro hemos de controlar cómo nos contamos el pasado. O dando un pasito más: hemos de contarnos el pasado de la forma en que sus efectos resulten más eficaces para que el futuro sea como queremos, para controlarlo.
¿Cómo es posible que nuestra imagen del pasado pueda condicionar tanto el devenir futuro? No me cuestiono sobre la relación causa-efecto del pasado en el futuro, aunque confieso que me fascinan tantas elucubraciones que, desde diversos ámbitos, sugieren quiebras en la idea racionalista de la continuidad y unicidad temporal. Lo que me llama la atención es el que, efectivamente, lo que creamos que ha sido nuestro pasado condiciona (en distintos grados) nuestro futuro. Parece, además, que ese condicionamiento es tanto mayor cuanto el devenir de los acontecimientos más obedece a nuestras propias acciones. Y también es tanto mayor cuanto más interiorizada tengamos nuestra idea de lo que ha sido el pasado (cuanto más seguros estamos de la veracidad de su narración).
Intuyo que la explicación mucho tiene que ver con que la conciencia de nuestra propia identidad sea fundamentalmente narrativa y con que los elementos que forman esa narrativa provengan siempre del pasado. Somos lo que nosotros mismos nos contamos que somos, dando continuidad coherente a nuestra historia personal. En la medida en que actuamos desde lo que somos, cuando el devenir futuro se nos abre en opciones posibles, la que elijamos vendrá muy condicionada por nuestra personal (subjetiva) interpretación de nuestro pasado. Lo relevante pues a la escala individual (y me temo que también a la colectiva) no es tanto el pasado "real" (suponiendo que exista unívocamente) sino cómo nos lo hemos contado.
Al hilo de estos desvaríos, me acuerdo ahora del capítulo de House que emitieron el martes pasado. Un tipo está enamorado hasta el tuétano de una compañera, pero no puede hacérselo ver porque ella va a casarse con su hermano. La represión de tan inmenso amor le produce unos problemas cardíacos de tal magnitud que irremisiblemente va a morir. ¿La solución? Se le aplican unas sesiones de electroskock que le borran sus recuerdos, entre ellos, el de estar enamorado; de esta forma -efectivamente- su corazón se estabiliza y salva la vida. La sorpresa es que la mujer que ama no iba a casarse con su hermano (ni siquiera salían); debido a un problema orgánico (otro distinto que House y sus muchachos no habían detectado) el hombre se había "construido" recuerdos falsos (que los otros se amaban e incluso -imagino- que él estaba enamorado). El caso es que él era lo que era (un hombre enamorado) como resultado de su personal narración de su propio pasado, aunque ese pasado no hubiera existido.
Supongo que en psiquiatría este tipo de disfunciones de la mente entran bajo la rúbrica de la esquizofrenia. Entre paréntesis y a propósito, me atrevo a recomendar un entretenido libro (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero) en el que el neurólogo Oliver Sacks cuenta los historiales médicos de pacientes que tienen perdidos o alterados sus recuerdos. Pero, sin llegar al caso de los trastornos diagnosticados clínicamente, podríamos admitir que todos, aunque sea moderadamente, distorsionamos nuestros recuerdos. En cierta forma, reinventar nuestro pasado quizás sea una actividad intrínseca de nuestra conciencia, quizás sea inevitable en el proceso vital de construirnos la propia identidad.
Aunque así fuera, tampoco pasa nada, me parece, mientras nuestro cuento del pasado (propio y ajeno) nos sea funcional. Y a estos efectos, mediré la funcionalidad por el grado de contribución a nuestra felicidad. Claro que, en mi opinión, es recomendable (buena muestra de salud mental) mantener un cierto distanciamiento escéptico entre el pasado subjetivo (el que nos contamos) por muy personal que sea y el que de hecho sucedió. Como de éste, lamentablemente, nunca podremos estar seguros (ya puestos, ni siquiera de su propia existencia), el mejor hábito mental a mi modo de ver sería asumir sin angustias la endeble condición (en términos de veracidad absoluta) de nuestros propios convencimientos (que, por tanto, dejarían de serlo) y, consiguientemente, admitir la posibilidad (también en términos de veracidad) de otros distintos. Se me ocurre que, contra lo que pudiera parecer de forma simplista, asumir una inevitable esquizofrenia intrínseca puede vacunarnos contra sus manifestaciones patológicas.
No estoy proponiendo, desde luego, que renunciemos a narrarnos nuestro pasado (el propio y el que, no siéndolo directamente, también integramos en el cuento personal) al asumir su carácter "ilusorio". Entre otras cosas, porque, de ser posible (que no lo es), ello nos despojaría de nuestra conciencia individual, convirtiéndonos en peleles pasmados o, a lo mejor, en personajes como el Zelig de Woody Allen. Al contrario, narrémonos nuestro pasado en los términos más funcionales posibles; es decir, como medio y requisito para buscar nuestra felicidad.
A lo mejor, en la escala de lo individual, es la búsqueda de la felicidad el criterio que debería guiar nuestra capacidad, desde el presente, de controlar nuestro pasado para controlar nuestro futuro. Aunque yo no usaría, por sus connotaciones, el verbo controlar, dejémoslo estar para enlazar adecuadamente con la frase orwelliana que motiva este post. En todo caso, me vale, como útil metodología de desarrollo personal, una adecuada combinación de escepticismo y búsqueda de nuestra felicidad, en el proceso narrativo de nuestra identidad. Al final, creo que bien dosificados (desde luego, no dispongo de la receta) ambos elementos son imprescindibles para que el futuro nos sea propicio. Porque, a mí al menos, me resultaría muy difícil ser feliz cerrando el paso a tantas dudas para evitar resquicios en las convicciones con las que he construido mi narración personal. Y dudo que, salvo en personas de muy elementales circuitos neuronales, puedan mantenerse esas actitudes íntimas sin que, de una forma u otra, la mente pase factura (normalmente a través de crisis psicológicas).
Y acabo saliéndome brevemente del ámbito de lo individual para apuntar que pienso que mucho de lo aquí dicho tiene aplicación respecto a lo colectivo. E igual que hay comportamientos individuales esquizofrénicos, los hay de grupos sociales; y del mismo modo que es bueno el escepticismo íntimo, también lo es el social, por más que los obispos clamen indignados contra lo que ellos llaman relativismo moral. Así, el pasado colectivo se integra en cada uno de nuestros pasados personales y, por tanto, forma parte de cada una de nuestras identidades individuales (no creo para nada en la llamada identidad colectiva, al menos no como entidad autónoma). Y a este respecto sí que resulta pertinente el verbo controlar de Orwell. Inventemos nuestro pasado para controlar nuestro futuro (por supuesto, el nosotros de la frase no somos todos). Supongo que se intuye por dónde van los tiros, pero enrollarme con ellos sería materia de otro post.
El corolario elemental de las anteriores premisas es, obviamente, que quien controla el presente, controla el futuro. Y, como propuesta de actuación, resultaría que para controlar el futuro se debe, desde el presente, controlar el pasado. Pero, ¿qué es, en este contexto orwelliano, controlar? Pues lograr que, entre las infinitas posibilidades del devenir, sucedan unas y no otras; es decir, mandar sobre la dinámica de los acontecimientos (de aquéllos relacionados con el objeto del control).
El pasado, sin embargo, ha pasado. ¿Cómo cabe controlar aquello cuya existencia, por acabada, ya no es dinámica, ya no permite otras posibilidades que las que efectivamente fueron? Naturalmente, no se controla el pasado, sino la imagen del mismo en el presente. Lo que se controla, individual y colectivamente, es la "narración" del pasado. Por tanto, para controlar el futuro hemos de controlar cómo nos contamos el pasado. O dando un pasito más: hemos de contarnos el pasado de la forma en que sus efectos resulten más eficaces para que el futuro sea como queremos, para controlarlo.
¿Cómo es posible que nuestra imagen del pasado pueda condicionar tanto el devenir futuro? No me cuestiono sobre la relación causa-efecto del pasado en el futuro, aunque confieso que me fascinan tantas elucubraciones que, desde diversos ámbitos, sugieren quiebras en la idea racionalista de la continuidad y unicidad temporal. Lo que me llama la atención es el que, efectivamente, lo que creamos que ha sido nuestro pasado condiciona (en distintos grados) nuestro futuro. Parece, además, que ese condicionamiento es tanto mayor cuanto el devenir de los acontecimientos más obedece a nuestras propias acciones. Y también es tanto mayor cuanto más interiorizada tengamos nuestra idea de lo que ha sido el pasado (cuanto más seguros estamos de la veracidad de su narración).
Intuyo que la explicación mucho tiene que ver con que la conciencia de nuestra propia identidad sea fundamentalmente narrativa y con que los elementos que forman esa narrativa provengan siempre del pasado. Somos lo que nosotros mismos nos contamos que somos, dando continuidad coherente a nuestra historia personal. En la medida en que actuamos desde lo que somos, cuando el devenir futuro se nos abre en opciones posibles, la que elijamos vendrá muy condicionada por nuestra personal (subjetiva) interpretación de nuestro pasado. Lo relevante pues a la escala individual (y me temo que también a la colectiva) no es tanto el pasado "real" (suponiendo que exista unívocamente) sino cómo nos lo hemos contado.
Al hilo de estos desvaríos, me acuerdo ahora del capítulo de House que emitieron el martes pasado. Un tipo está enamorado hasta el tuétano de una compañera, pero no puede hacérselo ver porque ella va a casarse con su hermano. La represión de tan inmenso amor le produce unos problemas cardíacos de tal magnitud que irremisiblemente va a morir. ¿La solución? Se le aplican unas sesiones de electroskock que le borran sus recuerdos, entre ellos, el de estar enamorado; de esta forma -efectivamente- su corazón se estabiliza y salva la vida. La sorpresa es que la mujer que ama no iba a casarse con su hermano (ni siquiera salían); debido a un problema orgánico (otro distinto que House y sus muchachos no habían detectado) el hombre se había "construido" recuerdos falsos (que los otros se amaban e incluso -imagino- que él estaba enamorado). El caso es que él era lo que era (un hombre enamorado) como resultado de su personal narración de su propio pasado, aunque ese pasado no hubiera existido.
Supongo que en psiquiatría este tipo de disfunciones de la mente entran bajo la rúbrica de la esquizofrenia. Entre paréntesis y a propósito, me atrevo a recomendar un entretenido libro (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero) en el que el neurólogo Oliver Sacks cuenta los historiales médicos de pacientes que tienen perdidos o alterados sus recuerdos. Pero, sin llegar al caso de los trastornos diagnosticados clínicamente, podríamos admitir que todos, aunque sea moderadamente, distorsionamos nuestros recuerdos. En cierta forma, reinventar nuestro pasado quizás sea una actividad intrínseca de nuestra conciencia, quizás sea inevitable en el proceso vital de construirnos la propia identidad.
Aunque así fuera, tampoco pasa nada, me parece, mientras nuestro cuento del pasado (propio y ajeno) nos sea funcional. Y a estos efectos, mediré la funcionalidad por el grado de contribución a nuestra felicidad. Claro que, en mi opinión, es recomendable (buena muestra de salud mental) mantener un cierto distanciamiento escéptico entre el pasado subjetivo (el que nos contamos) por muy personal que sea y el que de hecho sucedió. Como de éste, lamentablemente, nunca podremos estar seguros (ya puestos, ni siquiera de su propia existencia), el mejor hábito mental a mi modo de ver sería asumir sin angustias la endeble condición (en términos de veracidad absoluta) de nuestros propios convencimientos (que, por tanto, dejarían de serlo) y, consiguientemente, admitir la posibilidad (también en términos de veracidad) de otros distintos. Se me ocurre que, contra lo que pudiera parecer de forma simplista, asumir una inevitable esquizofrenia intrínseca puede vacunarnos contra sus manifestaciones patológicas.
No estoy proponiendo, desde luego, que renunciemos a narrarnos nuestro pasado (el propio y el que, no siéndolo directamente, también integramos en el cuento personal) al asumir su carácter "ilusorio". Entre otras cosas, porque, de ser posible (que no lo es), ello nos despojaría de nuestra conciencia individual, convirtiéndonos en peleles pasmados o, a lo mejor, en personajes como el Zelig de Woody Allen. Al contrario, narrémonos nuestro pasado en los términos más funcionales posibles; es decir, como medio y requisito para buscar nuestra felicidad.
A lo mejor, en la escala de lo individual, es la búsqueda de la felicidad el criterio que debería guiar nuestra capacidad, desde el presente, de controlar nuestro pasado para controlar nuestro futuro. Aunque yo no usaría, por sus connotaciones, el verbo controlar, dejémoslo estar para enlazar adecuadamente con la frase orwelliana que motiva este post. En todo caso, me vale, como útil metodología de desarrollo personal, una adecuada combinación de escepticismo y búsqueda de nuestra felicidad, en el proceso narrativo de nuestra identidad. Al final, creo que bien dosificados (desde luego, no dispongo de la receta) ambos elementos son imprescindibles para que el futuro nos sea propicio. Porque, a mí al menos, me resultaría muy difícil ser feliz cerrando el paso a tantas dudas para evitar resquicios en las convicciones con las que he construido mi narración personal. Y dudo que, salvo en personas de muy elementales circuitos neuronales, puedan mantenerse esas actitudes íntimas sin que, de una forma u otra, la mente pase factura (normalmente a través de crisis psicológicas).
Y acabo saliéndome brevemente del ámbito de lo individual para apuntar que pienso que mucho de lo aquí dicho tiene aplicación respecto a lo colectivo. E igual que hay comportamientos individuales esquizofrénicos, los hay de grupos sociales; y del mismo modo que es bueno el escepticismo íntimo, también lo es el social, por más que los obispos clamen indignados contra lo que ellos llaman relativismo moral. Así, el pasado colectivo se integra en cada uno de nuestros pasados personales y, por tanto, forma parte de cada una de nuestras identidades individuales (no creo para nada en la llamada identidad colectiva, al menos no como entidad autónoma). Y a este respecto sí que resulta pertinente el verbo controlar de Orwell. Inventemos nuestro pasado para controlar nuestro futuro (por supuesto, el nosotros de la frase no somos todos). Supongo que se intuye por dónde van los tiros, pero enrollarme con ellos sería materia de otro post.
La canción es de David Bowie (del album Diamond Dogs). De todas las suyas no es de mis preferidas (muchas tiene que me encantan), pero se llama 1984 y venía a cuento.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Pues sin entra en esquizofrenias patológicas a mi siempre me ha resultado curioso cómo cada cual recuerda su pasado inmediato. Me resulta curioso porque yo no percibo la realidad inmediatamente anterior como los demás lo hacen. Yo suelo decir que estas personas adornan su pasado para evitar enfrentarse con sus miedos, con el dolor, para no admitir el fracaso sufrido. Y si nos centramos en el mundo de las relaciones entre hombres y mujeres es especialmente curioso, porque pasado un tiempo, la mayoría de la gente olvida que los hemos visto llorar desconsoladamente por un amor, por alguien que los hizo sufrir, y de repente te encuentras con alguien que cuenta que ha sido siempre un crack con el sexo opuesto y que siempre triunfó en el amor y siempre fue el/la que dejó al otro/a. Lo mismo hasta yo lo hago bajo la observación de los demás. Lo que yo me preguntaría es si estas personas que adornan su pasado inmediato, a solas, consigo mismo, son capaces de reconocerse lo vivido, o también se sienten tan desconocidos, tan ajenos a su yo interior que hasta se creen sus propias mentiras piadosas.
ResponderEliminarNos forman nuestras vivencias, por tanto, somos consecuencia de nuestro pasado lo malo es que, como bien dices, nuestros recuerdos no son tan fiables como quisiéramos. Como ejemplo puedo hablarte de un conocido que te contará, con la total convicción de que le ha ocurrido a él, una anécdota que tú le has contado hace un par de semanas y así vive, con recuerdos prestados y convencidos de que son suyos.
ResponderEliminarNo llego yo a esos extremos (o eso creo, a saber) pero no confío demasiado en mis recuerdos. No confío en que las cosas sean exactamente cómo creo recordarlas y no confío tan siquiera en si realmente han ocurrido (sobre todo los más antiguos).
Todo esto para decir que, estoy de acuerdo, que debemos ser escépticos con nuestros recuerdos y con los recuerdos comunes. Que los recuerdos, como todo, están pasados por la batidora de nuestra subjetividad y que no siempre las cosas son como creemos.
Besos