La mayoría de los términos que se refieren a cualidades psicológicas de las personas cubren campos semánticos amplios y ambiguos. Además de la imprecisión intrínseca del lenguaje común (no estoy hablando de las acepciones mucho más restringidas de los lenguajes técnicos), en este caso la ambigüedad corre pareja con la fluidez del concepto; ¿cómo delimitar un sentimiento, una emoción, un rasgo del carácter? Menos explicable es ya el que, en su gran mayoría, estos términos generen tan alta sensibilidad. Digamos que el significado personal que les damos está muy teñido por factores valorativos propios. Como consecuencia de esta “carga emocional” los procesos de comunicación pierden bastante eficacia cuando aparecen estos términos. Entiendo en este contexto que una comunicación será tanto más eficaz cuanta mayor equivalencia haya entre lo que quiere transmitir el emisor y lo que entiende el receptor. La aparición de “términos sensibles” en los mensajes genera no sólo que se distorsione la comunicación alterando la “neutralidad” perceptiva de los interlocutores, sino también aumenta la probabilidad (siempre presente) de que cada uno atribuya al mismo término significados distintos.
Viene el pedante rollo anterior a cuento del término “orgullo”, que recientemente salió en una conversación grupal propiciando un maremagnum de opiniones que, al margen de sorprendentes apasionamientos, me mostró que lo que para cada uno significaba el orgullo era muy distinto. Ciertamente, habríamos podido convenir un mínimo común denominador semántico; lo que pasa es que, para alcanzar tal consenso, habríamos tenido que despojar a la palabra de tantas cosas que, al final, de poco serviría. Claro que a prácticamente nadie le interesaba convenir un uso preciso del término, sino precipitarse a valorar la bondad o maldad de las personalidades orgullosas. Lo divertido es que intuía que dos valoraciones radicalmente enfrentadas (para uno el orgullo era algo malo, para otro algo bueno) a lo mejor respondían a dos conceptos distintos expresados con el mismo término; a lo mejor, si ambos interlocutores hubieran entendido a qué llamaba orgullo cada uno de ellos, habría resultado que no estaban tan en desacuerdo.
Lo cual me lleva a algo de lo que, desde hace mucho tiempo, estoy bastante convencido. Que en multitud de ocasiones la gente no quiere comunicarse, sino fingir que lo hace, para en esa especie de juego, exhibir su posición. Desde luego, es en los debates políticos donde más se aprecia este circo surrealista, ya que adquiere tintes caricaturescos. Pero creo que este fenómeno se produce con harta frecuencia en casi todos los ámbitos, hasta en los momentos más íntimos. Prueba de esto es que suele repatearnos ponernos de acuerdo sobre lo que estamos hablando, asegurarnos de que entendemos igual(o suficientemente igual) los términos. En el fondo, no nos interesa demasiado saber lo que piensan o sienten los demás; no nos interesa demasiado comunicarnos.
Ahora mismo vengo de una reunión que, como tantas otras, ha sido sintomática de lo que estoy contando. Se trataba de conciliar las posiciones encontradas de dos Administraciones Públicas en relación a la protección de los edificios históricos de la ciudad. A mí me tocaba el papel de mediador y lo que pretendía era sobre todo obligarles a concretar los aspectos de disenso. Tarea dificilísima, porque ambas partes lo que querían era soltar sus respectivos rollos, muy en plan de declaraciones de principios, y justificar, en términos absolutamente genéricos, su oposición a lo que la otra parte defendía. Cuando, cumpliendo mi función, empecé a obligarles a ir punto a punto (sin irse por las ramas), a concretar exactamente lo que defendían (en plan fiscal de película americana: diga sí o no), a identificar explícitamente los aspectos aparentemente conflictivos ... pues resultó que tampoco había tanto enfrentamiento como parecía. Así que, en teoría, gracias a la dirección que impuse a la reunión, ésta resultó fructífera, dando como resultado una relación explícita de temas consensuados. Sin embargo, ninguna de las dos partes (mejor dicho, las personas que las representaban) me lo va a agradecer; al contrario, habrían preferido que yo no hubiera estado y no haber llegado a ningún acuerdo, pero que les hubiesen dejado cacarear sus ampulosas banalidades.
Tiene esto –en mi opinión- mucho que ver con el orgullo, al menos con la acepción con la que yo me traduzco esta palabra. Si miramos en el DRAE, la circularidad inevitable de sus definiciones (no puede ser de otra forma), trae a colación muchos otros términos emparentados: vanidad, soberbia, altanería, altivez, presunción, arrogancia, altanería ... En el debate al que antes me refería, como dije, hubo muchas opiniones respecto a lo que cada uno entendía por orgullo y, sobre todo, a la valoración que le otorgaban como cualidad buena o mala. Por supuesto, es cómodo decir que, como en todo, la bondad o maldad dependerá de las dosis en que esta cualidad se manifieste en una personalidad. Vale; pero tengo muchos más ejemplos de los daños que hacen las actitudes orgullosas. Así que permítaseme tenerle un poco de manía.
Dice Sade que el amor es más fuerte que el orgullo; lamentablemente, a veces, no.
Viene el pedante rollo anterior a cuento del término “orgullo”, que recientemente salió en una conversación grupal propiciando un maremagnum de opiniones que, al margen de sorprendentes apasionamientos, me mostró que lo que para cada uno significaba el orgullo era muy distinto. Ciertamente, habríamos podido convenir un mínimo común denominador semántico; lo que pasa es que, para alcanzar tal consenso, habríamos tenido que despojar a la palabra de tantas cosas que, al final, de poco serviría. Claro que a prácticamente nadie le interesaba convenir un uso preciso del término, sino precipitarse a valorar la bondad o maldad de las personalidades orgullosas. Lo divertido es que intuía que dos valoraciones radicalmente enfrentadas (para uno el orgullo era algo malo, para otro algo bueno) a lo mejor respondían a dos conceptos distintos expresados con el mismo término; a lo mejor, si ambos interlocutores hubieran entendido a qué llamaba orgullo cada uno de ellos, habría resultado que no estaban tan en desacuerdo.
Lo cual me lleva a algo de lo que, desde hace mucho tiempo, estoy bastante convencido. Que en multitud de ocasiones la gente no quiere comunicarse, sino fingir que lo hace, para en esa especie de juego, exhibir su posición. Desde luego, es en los debates políticos donde más se aprecia este circo surrealista, ya que adquiere tintes caricaturescos. Pero creo que este fenómeno se produce con harta frecuencia en casi todos los ámbitos, hasta en los momentos más íntimos. Prueba de esto es que suele repatearnos ponernos de acuerdo sobre lo que estamos hablando, asegurarnos de que entendemos igual(o suficientemente igual) los términos. En el fondo, no nos interesa demasiado saber lo que piensan o sienten los demás; no nos interesa demasiado comunicarnos.
Ahora mismo vengo de una reunión que, como tantas otras, ha sido sintomática de lo que estoy contando. Se trataba de conciliar las posiciones encontradas de dos Administraciones Públicas en relación a la protección de los edificios históricos de la ciudad. A mí me tocaba el papel de mediador y lo que pretendía era sobre todo obligarles a concretar los aspectos de disenso. Tarea dificilísima, porque ambas partes lo que querían era soltar sus respectivos rollos, muy en plan de declaraciones de principios, y justificar, en términos absolutamente genéricos, su oposición a lo que la otra parte defendía. Cuando, cumpliendo mi función, empecé a obligarles a ir punto a punto (sin irse por las ramas), a concretar exactamente lo que defendían (en plan fiscal de película americana: diga sí o no), a identificar explícitamente los aspectos aparentemente conflictivos ... pues resultó que tampoco había tanto enfrentamiento como parecía. Así que, en teoría, gracias a la dirección que impuse a la reunión, ésta resultó fructífera, dando como resultado una relación explícita de temas consensuados. Sin embargo, ninguna de las dos partes (mejor dicho, las personas que las representaban) me lo va a agradecer; al contrario, habrían preferido que yo no hubiera estado y no haber llegado a ningún acuerdo, pero que les hubiesen dejado cacarear sus ampulosas banalidades.
Tiene esto –en mi opinión- mucho que ver con el orgullo, al menos con la acepción con la que yo me traduzco esta palabra. Si miramos en el DRAE, la circularidad inevitable de sus definiciones (no puede ser de otra forma), trae a colación muchos otros términos emparentados: vanidad, soberbia, altanería, altivez, presunción, arrogancia, altanería ... En el debate al que antes me refería, como dije, hubo muchas opiniones respecto a lo que cada uno entendía por orgullo y, sobre todo, a la valoración que le otorgaban como cualidad buena o mala. Por supuesto, es cómodo decir que, como en todo, la bondad o maldad dependerá de las dosis en que esta cualidad se manifieste en una personalidad. Vale; pero tengo muchos más ejemplos de los daños que hacen las actitudes orgullosas. Así que permítaseme tenerle un poco de manía.
Dice Sade que el amor es más fuerte que el orgullo; lamentablemente, a veces, no.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
Ya que me puse tan seria en el comentario del anterior post, permíteme una broma en éste ;)
ResponderEliminar- Pregúntale al Rey qué opina, que siempre está lleno de odgullo (y zatizfacción).
(((Ole mi JuanCa!!! :P:P:P)))
Lo de las palabras y sus significados e incluso la simple utilización que hacemos de ellas tiene gracia. Anoche intercambién unas palabras con un conocido, me saludó, lo saludé. Y me hizo una pregunta incómoda. Simplemente le dije que no viniera a hacerse el tonto ahora que sabía cómo estaba la situación. Y va y me dice que como él no es rencoroso que no se le olvidan las cosas. Ja, para ser reconcoroso o dejar de serlo primero es necesario que alguien te ofenda, te haga daño o simplemente lo intente. Como hizo él conmigo, simplemente le dije que yo además de ser rencorosa tenía motivos para serlo, que es condición indispensable, no el simplemente hecho de percibirnos tal cual creemos que somos. La verdad es que cuando eres un capullo que te pasas la vida a ver a quién le puedes incordiar qué bien viene olvidarlo. Supongo que mucha gente me diría que soy orgullosa, pero no no lo soy, simplemente soy rencorosa, o tengo una memoria de elefante, que todo es posible.
ResponderEliminarCreo que la mayoría de la gente confunde orgullo con dignidad cuando no tienen mucho que ver... o más bien nada.
ResponderEliminarBesos
En el fondo, no nos interesa demasiado saber lo que piensan o sienten los demás; no nos interesa demasiado comunicarnos.
ResponderEliminarMe quedo con esta frase...Un beso