Me llamo Medea. Soy una mujer de treinta y ocho años. Vivo en España, en Andalucía, pero soy californiana, de una pequeña ciudad costera al sur de Los Ángeles. Estoy casada con Jasón, madrileño de poco más de cuarenta, profesional de éxito, ejecutivo agresivo a cargo de la dirección de la filial para España y Portugal de una importante multinacional norteamericana. Durante los últimos quince años Jasón ha sido el eje de mi vida, quien la llenaba de sentido, a quien se la dedicaba plenamente, en cuerpo y alma. He estado (¿sigo estándolo?) ciega, absorbente, intensa, perdidamente enamorada de él. Y ahora Jasón quiere divorciarse.
Hay otra mujer, claro; si no, ¿para qué? Mi marido nunca me ha amado o, al menos, nunca ha sentido hacia mí desgarros viscerales siquiera cercanos a los de mi pasión. Creo haberlo sabido desde el principio y he podido verificarlo hasta la saciedad en todos estos años. Aun así, siempre, desde aquellos encuentros iniciales en la UCLA, Jasón fue encantador conmigo: atento, amable, cariñoso. Enseguida me hizo sentir especial, única, deseada, admirada; desde muy pronto logró eclipsar en mi mente a todos los otros (y eran muchos), apartarme de mi ambiente familiar, de las conocidas y seguras referencias de las buena familias republicanas del sur del Estado. ¡Cómo me hacía el amor! No era virgen, desde luego, pero no fue hasta estar con él que descubrí el placer infinito del sexo. Y así ha seguido siendo durante todo nuestro matrimonio; cada encuentro sexual, por más que se fueran espaciando, era para mí una ceremonia casi mística, de abandono y disolución, de orgasmos mágicos que me transportaban fuera de mí, que me fundían con lo eterno. Por cursi que resulte, nuestro lecho conyugal es, para mí, el templo de un amor sagrado, el escenario de mi sacrificio, de mi entrega absoluta a él. Pero, pese a mi fatal esclavitud enamorada, ni siquiera en esos gloriosos momentos podía dejar de intuir que Jasón no sentía lo mismo.
Hay otra mujer, claro; pero sé que no la ama o, al menos, no la ama en la misma medida que no me amado nunca a mí. Pero le conviene, como también yo le convine; la ha elegido como me eligió a mí cuando era un joven licenciado que viajó a los Estados Unidos para seguir un máster en administración de empresas. Jasón jamás ha sentido el amor pasional del que hablo, jamás ha vivido la entrega voluntaria al otro, ese deseo funesto de fundirse con el amado. No lo ha sentido porque, seguramente, no puede, no está en su naturaleza. ¿Acaso puede algún hombre sentir así? No he conocido ninguno; en cambio sé de algunas mujeres, tampoco demasiadas pero quizás sea porque nos dé vergüenza hablar de ello, que han vivido arrebatos como los míos. Sin embargo, ninguna ha mantenido un enamoramiento tan feroz y desequilibrado durante tantos años. ¿Por qué he sido maldita con esta pasión?
La nueva se llama Glauca y es la única hija del presidente de uno de los más importantes bancos españoles. Conozco a este señor desde hace tiempo: un sevillano elegante, cauto, soberbio, astuto. Ambos matrimonios hemos coincidido en numerosas fiestas de esta ciudad engreída, reuniones en palacios barrocos en donde ellos exhiben displicentes su poder tejido de sobrentendidos ambiguos y donde ellas exhiben … lo mismo, pero con más matices y más sedas. Sé hace tiempo que mi marido y él, Creonte, urden una audaz operación financiera que, de salir bien, independizará la empresa de Jasón de su matriz yanqui bajo los auspicios del banco español. Se trata de una partida arriesgada que viene requiriendo complejos y sutiles preparativos que hasta ahora apenas nadie conoce. El sigilo es imprescindible antes de dar el golpe, así como también la complicidad, onerosamente obtenida, de hombres clave de aquí y allá. Cuando se descargue el hachazo, éste será fulminante y terrible; habrá víctimas, entre ellas, incluso, algunos que en su momento encumbraron a Jasón. Pero nada de eso preocupa a mi marido; sólo la vanidad del poder y el dinero, ahora como entonces.
Glauca está enamorada. Si no la odiara como la odio, hasta podría compadecerme de ella. Apenas veintiséis años, melena rubia rizada, cara de niña con mirada pícara, delgada y flexible, sin la exuberancia de mis formas (que la edad ha mejorado) pero con un aura de sexualidad inquietante, de esas que imantan a los hombres. Hace apenas un año volvió a la casa paterna, después de sus estudios universitarios de Historia y un semestre excavando en algún paraje desértico del cercano oriente. El regreso de su hija querida, la menor tras tres hermanos, rejuveneció a Creonte. Fiesta por todo lo grande en el palacio de la familia, los jardines aterrazados sobre el río vestidos de guirnaldas multicolores, manjares y vinos exquisitos, la orquesta del conservatorio primero y una banda de rock después, con la graciosa actuación de uno de los más famosos tenores de este país entre medias (estaba invitado), despliegue de fuegos a los postres … Estaban todos los que son en esta sociedad hipócrita y no pocos venidos de fuera; al fin y al cabo, uno de los reyes congregaba a la corte; presentaba a su princesa.
Esa noche, en mi presencia, Glauca y Jasón se conocieron. Nos presentó su padre; éramos, dijo, el matrimonio más querido entre sus amigos. Mintió; Jasón es su amigo muy querido (y su cómplice), pero a mí no me traga. Quizás las cosas habrían podido ser distintas si hace diez años, al poco de conocernos, me hubiese acostado con él. En cierto modo, eso era lo que se esperaba de mí, y con el reflexivo impersonal genérico incluyo al propio Jasón. Su carrera, todavía no del todo consolidada, se habría impulsado gracias a una relación oficialmente clandestina con el primer titiritero de esta ciudad. Fue la primera vez que no supe adivinar los deseos no dichos de mi marido; yo, que tantas veces antes me había adelantado a ellos, despreciando toda moral. Hubo de ser la venda de mi amor la que no me dejó intuir lo que Jasón esperaba de mí, aun sin declarárselo ni a sí mismo. ¿Cómo podría haber imaginado que a quien tanto yo amaba le complacería que me acostase con Creonte? Y he de advertir, para que no haya equívocos, que por más que me hubiese dolido, de saberlo, de habérmelo dicho, de haber entendido que con ello satisfacía al hombre de mi vida, sin dudarlo habría accedido a la lujuria de Creonte. Que, por otra parte, tampoco era lujuria, sino vanidad de macho, vacío afán de dominio que actualizaba con diplomacias contemporáneas el viejo derecho de pernada.
El caso es que no me acosté con el gran financiero y una barrera invisible quedó erigida entre nosotros; o, mejor, entre yo misma y esa sociedad toda, incluyendo en ella a mi marido. Jasón fue integrándose cada vez más en ese mundo, haciéndose parte suyo y, naturalmente, siendo aceptado como un igual. Aparentemente, esa integración de mi marido conllevaba la mía propia; pero, rasgadas las apariencias, yo sabía que mi puesto era prestado, que en el fondo no se me admitía. Y no creo que ese rechazo secreto que sólo asomaba en miradas desprevenidas hubiese podido evitarlo acostándome con Creonte. Pienso que en mí se desprecia a la extranjera, a la extraña que puede poner en peligro no sé bien qué tesoros locales. Sin embargo, no le ocurre así a Agameda, mi compañera del instituto, la que siempre me emulaba y envidiaba, la que, poco después de yo casarme, lo hizo con otro español y en pos mío vino hasta esta ciudad, tras convencer a su marido de que le pidiera un empleo a Jasón, la que se dice mi amiga más íntima y persigue ser mi sombra, llena de un odio hacia mí hecho de fascinación. Agameda me muestra cómo es aceptada y querida en esta sociedad provinciana; me explica, con razón, que el secreto es humillarse, renegar de lo que éramos, alabarles su vanidad. Agameda me aconseja que siga su ejemplo pero no es porque quiera mi felicidad sino porque ansía resquebrajarme, vencer en su interior a la que nunca alcanzó. Vanos esfuerzos los suyos: sé quien soy y estoy orgullosa de serlo.
Me estoy desviando de mi relato. Y es que todo se entremezcla; se superponen en mi mente los remotos recuerdos americanos y los recientes de estas últimas fechas. Escribo para entenderlos, y así conjurarlos; también porque me hierve la sangre, porque mi amor por Jasón se ha tornado en odio mortal. No uso el adjetivo gratuitamente. He de traer la muerte a Jasón y a todo lo que valora porque con su traición infame él mata lo que daba sentido a mi vida. Pero necesito pensar, necesito para ello calmarme. Por eso escribo. Escribiendo hago visibles las simetrías entre las dos etapas cruciales de mi vida: los acontecimientos de California encuentran en estos tiempos su imagen especular. Fueron aquéllos terribles, criminales; y criminales y terribles habrán de ser los presentes. He de seguir escribiendo; revivir la escena del primer encuentro con Glauca, confrontarla con aquella cena en la playa de Santa Mónica. Tan distintas en la forma, tan iguales en el fondo. Y más cosas, tantas cosas más … Pero ahora he de descansar unas horas. Quisiera encontrar el consuelo del llanto, pero el odio me ha secado las lágrimas.
CATEGORÍA: Personas y personajes
Debemos recordar nuestro pasado para enfrentarnos al futuro... pero que nos cuesta ¿verdad?
ResponderEliminarBesos de una maia.
Me ha dejado ensimismada tu relato, digno de novela. Y la perspectiva femenina maravillosamente contada, creíble, creída.
ResponderEliminarEspero, deseo que sigas contando más.
Besos
Seguiré impaciente el siguiente relato.
ResponderEliminarUn beso
Me encanta, tienes otra lectora más de esta novela.
ResponderEliminarMadre mía! Sigue, sigue...
ResponderEliminarPues me halaga que les guste, pero el mérito hay que dárselo a Eurípides. Lo bueno de plagiar a los clásicos es no tienen derechos de autor. Besos a todas.
ResponderEliminarese final... pero el odio me ha secado las lagrimas...
ResponderEliminarhurraaaa
Ufff, ¡qué personaje Medea! Aunque la Medea que has presentado es ya un poquito "light". La auténtica Medea, la del mito, es como para asustar a cualquiera, ya que se convierte en una asesina desde el mismo momento en que conoce a Jasón. Es capaz de despedazar a su hermano Apsirto sólo para que sus perseguidores pierdan tiempo, por ejemplo.
ResponderEliminarBueno, como todavía no has terminado la historia, no voy a comentar algunas cosas que se me ocurren ahora y que serían quizás un adelanto. Ya las comentaré al final.
Koti: ¿y quién te ha dicho que "mi" Medea no es una asesina o, al menos, tan mala como lo es la mitológica? De hecho, lo que pretendía (y pretendo si es que sigo) es ser lo más fiel a la narración canónica, aunque actualizando los acontecimientos para hacerlos creíbles en nuestro contexto (por ejemplo, prescindir de los dioses). Ya aparecerán Apsirto y Eetes, aunque dudo que el primero sea despedazado y arrojado a las aguas del Mar Negro. Y comenta lo que quieras sobre la marcha; obviamente lo importante no es el argumento (que es sobradamente conocido) y así me das ideas. Un beso.
ResponderEliminarSólo iba a decir que es un personaje que se da bastante en la realidad, aunque no siempre se llegue al asesinato. Me estaba acordando ahora de aquella mujer que mató a sus hijos por venganza hacia su marido (creo que los estranguló con el cordón del cargador del móvil) y luego dijo que habían entrado unos ladrones en su casa. Por eso, cuando veo como mucha gente menosprecia la mitología por ser "historias de dioses" "que no son verdad", no me puedo contener y explico eso de las diferentes "verdades": la verdad científica, la verdad histórica, la verdad existencial, aunque no suelen convencerse.
ResponderEliminarY también iba a comentar que es un prototipo fundamentalmente femenino. Los hombres son más de "mía o de nadie", mientras que Medea y las otras Medeas la emprenden con "la otra" y/o con inocentes como los hijos.
Perdona, ya estoy otra vez con los comentarios kilométricos, pero es que el tema me encanta.
Los leí al revés pero no importa mucho. Muy linda su adaptación del mito. De alguna forma, es como ver en el teatro una puesta en escena moderna de las tragedias clásicas.
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