Leo en el último libro de Punset (por cierto, bastante flojillo) que el cerebro humano no está hecho para buscar la verdad, sino para rellenar, para sobrevivir ... Parece ser que lo que necesitamos es algo que nos sirva para “ir tirando”, algo que nos permita un cierto equilibrio entre nuestros deseos (¿bioquímicos?) y los estímulos que recibimos del entorno. Esos algos los va fabricando nuestro cerebro, a modo de cuentos que nos contamos, no necesariamente coherentes (más bien llenos de contradicciones) y que en algún post anterior he llamado “ideologías personales”.
Ese equilibrio mental podría ser una definición aceptable de la felicidad y, entonces, el cerebro tendría como función primordial hacernos creer que somos felices. Por supuesto, si creemos ser felices, pues lo somos; ¿qué es la felicidad sino una percepción personal? Un cerebro funcionalmente eficiente “producirá” pensamientos útiles para ajustar equilibradamente nuestros deseos y las percepciones que nos llegan. Ese ajuste puede operar sobre ambos campos, aunque en los dos con suavidad: acomodando nuestros deseos a la realidad que percibimos, interpretando la realidad que percibimos para que se acomode a nuestros deseos. Las insatisfacciones, los “dolores del alma”, serían pues desajustes.
Es curiosa la tendencia humana a preferir siempre buscar el ajuste hacia afuera antes que cuestionarse sus propios deseos insatisfechos. Cuantas ideologías nacen de ansias ególatras de los humanos, de rabietas infantiles que nos incapacitan para aceptar nuestra efímera y diminuta naturaleza. Y así forzamos las explicaciones del mundo hasta límites inverosímiles, en un afán de seguridad (que es ficticia) que creemos necesitar para poder ser felices. ¿No será mera bravuconada, pura apariencia para disimular que, en el fondo, estamos bastante acojonados?
Aunque el cerebro no esté hecho para buscar la verdad, su sistema operativo suele hacer que se tope con ella. Supongo que ese “software” es una exigencia evolutiva, había que poner ciertos límites de supervivencia a la capacidad de contarnos mentiras a nosotros mismos, so pena de que nos diera por salir volando por las ventanas de un décimo piso u otros actos similares. Pero, aun así, esa saludable capacidad de raciocinio escéptico (responsable de los mejores logros de nuestra especie) parece que conviene mantenerla a raya, evitando dirigirla contra nuestras convicciones íntimas, salvo cuando no nos queda más remedio. Eso suele ocurrir tras habernos descalabrado por dentro y no siempre.
Claro que también es verdad que un cerebro que esté cuestionando permanentemente su ideología lo caracterizamos de patológico. En cambio, qué envidiable salud mental muestran quienes eluden esas crisis y muestran un maravilloso equilibrio entre sus certezas y sus deseos, por más que aquéllas estén plagadas de contradicciones sobre las que, simplemente, no quieren reflexionar ni un segundo. No tendría nada que objetar a quienes escapan de los desconciertos si no fuera que entre ellos abundan los que tratan de imponer sus seguridades a quienes (pobrecitos) carecemos de ellas.
Porque para nada voy a arremeter contra la ideologías monolíticas, siempre que –eso sí- se queden en los ámbitos íntimos de cada conciencia. Lo peligroso es que las ideologías gustan de colonizar otras mentes, con apostólico afán de convertir a los que aun desconocen la “verdad” (o, lo que es peor, conociéndola se niegan a convertirse en creyentes). Y esa voluntad salvífica es, a mi juicio, uno de los peores cánceres que ha sufrido la humanidad durante su breve historia. Cuántos crímenes, desde los más atroces a los más cotidianos, se han cometido (y se siguen cometiendo) en los nombres múltiples de lo que no son, al cabo, sino formas de entender el mundo, de concebir al hombre. Ampulosas palabras, que poco o nada afectan de verdad a la felicidad de los individuos, se convierten en argumentos para dar sentido a la vida (y jodérselo a la de los disidentes). Me viene a la mente, ahora mismo, el reciente debate (que de anacrónico debiera ser surrealista) sobre la famosa asignatura de Educación para la Ciudadanía; y de ahí pasaríamos a las fantásticas denuncias de Ratzi (por ejemplo, respecto al “relativismo moral”) que está logrando convertir a Juan Pablo II (si bien a título póstumo) en un adalid del progresismo católico.
Por otra parte, es más que evidente, que la mayor parte de las “ideologías personales” nos las construimos mediante collages estrafalarios a partir de subproductos “enlatados” llenitos de tópicos. Lo de personal se limita al ars combinatoria, y de eso tampoco vaya usted a creer que hay mucho pero, ya se sabe, la creatividad anda escasa (y además cansa). Mientras el sistema (ideológico) funcione, ¿para qué cambiarlo? Y si no funciona, pues al supermercado de repuestos, que hay de todo como en botica. Claro que lo mejor para que no se te estropee (y te vengan crisis psicológicas, que son muy malas) es no meterle mucha caña (léase pensamiento crítico).
Siendo así, me pregunto cuántos se creen lo que creen o hasta qué punto se lo creen. Supongo que, como en todo, habrá una escala de autocinismo en la que todos nos moveremos. Para volver al ámbito religioso, digamos que los extremos estarían en la fe del carbonero (tan alabada por San José María Escrivá de Balaguer) y en el papa aquél (tengo que confirmar su nombre, pero si no me equivoco era un italiano renacentista) que confesó a sus íntimos que si no se hubiera inventado a Dios habría que hacerlo. Este señor puede tomarse como paradigma del tan frecuente uso actual de las ideologías por quienes no creen en ellas pero sacan tremendo provecho de defenderlas. Aunque me dan más miedo los que han logrado creérselas olvidando que lo hacen porque les sacan tremendo provecho. Esos son más peligrosos, quizás porque nos resulta más difícil condenarlos (ahora mismo estoy pensando en George W. Bush, aunque puede que esté equivocado y en realidad sea un cínico malvado que, gracias a excelentes dotes histriónicas, interpreta a una fanático estúpido).
Por cierto, sería divertido que nos atreviésemos a despojar nuestras ruindades de sus mantos ideológicos; que tuviéramos el valor de renunciar al autoengaño, a la autojustificación. A lo mejor esos esfuerzos tienen utilidad terapéutica y, si no, supongo que nos mejorarían la tolerancia y, desde luego, propiciarían que profundizásemos en el conocimiento de nosotros mismos. ¿Por qué hago lo que hago? Hala, a responderse sin excusas (preguntése otro porqué a cada respuesta elusiva) ... y también sin sentimientos de culpa o autocompasión. Por ejemplo, ¿por qué me dedico a denigrar rencorosamente a una persona a la que no conozco gastando tiempo en intentar hacerle daño? Lamentablemente, sigue siendo más estimulante para la mayoría matar infieles.
Ese equilibrio mental podría ser una definición aceptable de la felicidad y, entonces, el cerebro tendría como función primordial hacernos creer que somos felices. Por supuesto, si creemos ser felices, pues lo somos; ¿qué es la felicidad sino una percepción personal? Un cerebro funcionalmente eficiente “producirá” pensamientos útiles para ajustar equilibradamente nuestros deseos y las percepciones que nos llegan. Ese ajuste puede operar sobre ambos campos, aunque en los dos con suavidad: acomodando nuestros deseos a la realidad que percibimos, interpretando la realidad que percibimos para que se acomode a nuestros deseos. Las insatisfacciones, los “dolores del alma”, serían pues desajustes.
Es curiosa la tendencia humana a preferir siempre buscar el ajuste hacia afuera antes que cuestionarse sus propios deseos insatisfechos. Cuantas ideologías nacen de ansias ególatras de los humanos, de rabietas infantiles que nos incapacitan para aceptar nuestra efímera y diminuta naturaleza. Y así forzamos las explicaciones del mundo hasta límites inverosímiles, en un afán de seguridad (que es ficticia) que creemos necesitar para poder ser felices. ¿No será mera bravuconada, pura apariencia para disimular que, en el fondo, estamos bastante acojonados?
Aunque el cerebro no esté hecho para buscar la verdad, su sistema operativo suele hacer que se tope con ella. Supongo que ese “software” es una exigencia evolutiva, había que poner ciertos límites de supervivencia a la capacidad de contarnos mentiras a nosotros mismos, so pena de que nos diera por salir volando por las ventanas de un décimo piso u otros actos similares. Pero, aun así, esa saludable capacidad de raciocinio escéptico (responsable de los mejores logros de nuestra especie) parece que conviene mantenerla a raya, evitando dirigirla contra nuestras convicciones íntimas, salvo cuando no nos queda más remedio. Eso suele ocurrir tras habernos descalabrado por dentro y no siempre.
Claro que también es verdad que un cerebro que esté cuestionando permanentemente su ideología lo caracterizamos de patológico. En cambio, qué envidiable salud mental muestran quienes eluden esas crisis y muestran un maravilloso equilibrio entre sus certezas y sus deseos, por más que aquéllas estén plagadas de contradicciones sobre las que, simplemente, no quieren reflexionar ni un segundo. No tendría nada que objetar a quienes escapan de los desconciertos si no fuera que entre ellos abundan los que tratan de imponer sus seguridades a quienes (pobrecitos) carecemos de ellas.
Porque para nada voy a arremeter contra la ideologías monolíticas, siempre que –eso sí- se queden en los ámbitos íntimos de cada conciencia. Lo peligroso es que las ideologías gustan de colonizar otras mentes, con apostólico afán de convertir a los que aun desconocen la “verdad” (o, lo que es peor, conociéndola se niegan a convertirse en creyentes). Y esa voluntad salvífica es, a mi juicio, uno de los peores cánceres que ha sufrido la humanidad durante su breve historia. Cuántos crímenes, desde los más atroces a los más cotidianos, se han cometido (y se siguen cometiendo) en los nombres múltiples de lo que no son, al cabo, sino formas de entender el mundo, de concebir al hombre. Ampulosas palabras, que poco o nada afectan de verdad a la felicidad de los individuos, se convierten en argumentos para dar sentido a la vida (y jodérselo a la de los disidentes). Me viene a la mente, ahora mismo, el reciente debate (que de anacrónico debiera ser surrealista) sobre la famosa asignatura de Educación para la Ciudadanía; y de ahí pasaríamos a las fantásticas denuncias de Ratzi (por ejemplo, respecto al “relativismo moral”) que está logrando convertir a Juan Pablo II (si bien a título póstumo) en un adalid del progresismo católico.
Por otra parte, es más que evidente, que la mayor parte de las “ideologías personales” nos las construimos mediante collages estrafalarios a partir de subproductos “enlatados” llenitos de tópicos. Lo de personal se limita al ars combinatoria, y de eso tampoco vaya usted a creer que hay mucho pero, ya se sabe, la creatividad anda escasa (y además cansa). Mientras el sistema (ideológico) funcione, ¿para qué cambiarlo? Y si no funciona, pues al supermercado de repuestos, que hay de todo como en botica. Claro que lo mejor para que no se te estropee (y te vengan crisis psicológicas, que son muy malas) es no meterle mucha caña (léase pensamiento crítico).
Siendo así, me pregunto cuántos se creen lo que creen o hasta qué punto se lo creen. Supongo que, como en todo, habrá una escala de autocinismo en la que todos nos moveremos. Para volver al ámbito religioso, digamos que los extremos estarían en la fe del carbonero (tan alabada por San José María Escrivá de Balaguer) y en el papa aquél (tengo que confirmar su nombre, pero si no me equivoco era un italiano renacentista) que confesó a sus íntimos que si no se hubiera inventado a Dios habría que hacerlo. Este señor puede tomarse como paradigma del tan frecuente uso actual de las ideologías por quienes no creen en ellas pero sacan tremendo provecho de defenderlas. Aunque me dan más miedo los que han logrado creérselas olvidando que lo hacen porque les sacan tremendo provecho. Esos son más peligrosos, quizás porque nos resulta más difícil condenarlos (ahora mismo estoy pensando en George W. Bush, aunque puede que esté equivocado y en realidad sea un cínico malvado que, gracias a excelentes dotes histriónicas, interpreta a una fanático estúpido).
Por cierto, sería divertido que nos atreviésemos a despojar nuestras ruindades de sus mantos ideológicos; que tuviéramos el valor de renunciar al autoengaño, a la autojustificación. A lo mejor esos esfuerzos tienen utilidad terapéutica y, si no, supongo que nos mejorarían la tolerancia y, desde luego, propiciarían que profundizásemos en el conocimiento de nosotros mismos. ¿Por qué hago lo que hago? Hala, a responderse sin excusas (preguntése otro porqué a cada respuesta elusiva) ... y también sin sentimientos de culpa o autocompasión. Por ejemplo, ¿por qué me dedico a denigrar rencorosamente a una persona a la que no conozco gastando tiempo en intentar hacerle daño? Lamentablemente, sigue siendo más estimulante para la mayoría matar infieles.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
pues mi cerebro ultimamente me dice que soy feliz a ratos..
ResponderEliminarjaaaaaaaaaaaaaaaaaa
(que facil me conformo no??
un beso
Pues a mí ya me vale con que mi cerebro "crea" que es feliz... a fin de cuentas si lo creo será que lo soy... o algo así...
ResponderEliminar:)
Besos