Una esquina acristalada en la octava planta; debajo, tres semáforos. Una línea de colores cambiantes discurre por Guzmán el Bueno mientras, diagonal y transversalmente, dos filas de coches esperan. Rojo un semáforo, verde los otros dos: los colores se congelan y la diagonal se mueve con los coches de Cea Bermúdez. Ambas líneas se acercan cruzándose casi paralelas para recuperar el ángulo inicial al desenvolverse. Los que bajan desde Islas Filipinas han dibujado una curva en el cruce y, durante un minuto, se forma una Y intermitente. Ahora un rojo más: sólo la diagonal tiene paso libre y la Y cambia su figura. Guzmán el Bueno y Cea Bermúdez aguardan mientras sus prolongaciones son salpicadas por una hilera que abre en dos brazos su eje diagonal. De nuevo cambio de luces y vuelve la línea recta, y luego una Y, y luego la otra ...
Desde arriba, tras la ventana, los tres dibujos se suceden en recreación interminable. Las distancias entre las pequeñas cajitas es la justa para que el ojo de María hilvane la continuidad de un diseño a trazos, las curvas exactas, las detenciones suaves, difuminando el ritmo visual de un acto que prepara el comienzo del siguiente. Sobre esta repetición eterna de los mismos dibujos en precisa sucesión, la arbitrariedad del tiempo engarza las distintas variaciones: los colores y formas de los coches, las cambiantes velocidades, los tonos del cielo, la esponjosidad del aire ... Son las notas improvisadas sobre la monótona melodía visual de los semáforos. Un autobús rojo perseguido por dos vespas (azul y blanca), tres coches iguales en paralelismos perfectos, una ambulancia zigzagueando con destellos y sirenas ... Contrastes, coincidencias, analogías: miles de relaciones entre actores mecánicos obedientes al orden prefigurado que da sentido a sus danzas.
Desde la ventana esquinada de la octava planta se puede seguir la sucesión interminable, se pueden descubrir relaciones concretas, efímeros intentos de acotar lo excesivamente abstracto. Por breves momentos se intuyen combinaciones significativas de colores, de distancias, de formas. Pero el sentido siempre se escapa y el espectador renuncia al esfuerzo para volver a percibir, como única constante, el dibujo eterno vaciado de sus notas constitutivas. A ese ballet se regresa siempre para apropiarnos momentáneamente de los actos aislados que en su interior se suceden. Sólo abandonándonos a lo indiferenciado podemos poseer las individualidades que enseguida perdemos porque quedan absorbidas, enlazadas, en el ritmo único del que son matices armónicos, reflejos evanescentes.
Tras ese recodo de vidrio, como en tantas ocasiones, María esconde su cuerpo. Durante un rato dirige su atención a ese bosquejo monótonamente voluble, buscando encadenarse a sus ritmos. Entonces nada de ella se mueve, salvo los dedos sobre el cristal; la cabeza ladeada, en suave flexión la cintura, los ojos fijos ... Una figura tensa, concentrada ajustadamente en su propia silueta, absorta. En esos momentos el mirar de María traza renglones para sus pensamientos.
Un parpadeo de pronto, o el guiño brillante de una breve torsión de tobillo, o algo que avisa en silencio, casi sin avisar: la voluntad se ha dormido y la conciencia de María cae en una mecedora de imágenes. Entonces comienzan a volar los primeros recuerdos, a desarroparse las reflexiones. Recostada en el fluido de colores al que su atención la sujeta, María se diluye en impresiones. Una sonrisa de su padre alzándola contra sí; Fran en silenciosa caricia sobre su cuello y una mirada triste flotando entre ambos. No hay sentimientos, sólo recuerdos vacíos de sonido, escenas mudas que se suceden al ritmo de tres semáforos. Fran muriendo en vez de su padre, el sol derritiendo su cuerpo en la arena de una playa en la que juegan tres niñas, ¿ese señor es mi padre? Rojo, verde, verde, rojo ... Los recuerdos son también sucesiones mecánicas e insensibles en repetición inacabable. Los recuerdos fluyen desde y hacia María, al ritmo inagotable de los tres semáforos, combinándose entre ellos y recreándose en caprichosas variaciones. No hay tiempo ni sonido; sólo imágenes paseándose ante una María que es testigo ajeno de sus propios recuerdos.
Poco a poco, difusamente, aparece un cosquilleo de ansiedad que empapa a María toda. Lo siente sin molestias, sin apreciarlo casi o quizás reconociéndolo cotidiano. La envuelve un desasosiego que no quiso quedarse con su padre o con Fran y que los confunde a ambos, tan lejanos. María casi nunca acoge esta ansiedad que se suele disfrazar luego de desconfianza o de egoísmo o de tristeza. La lleva desde hace mucho, desde antes de la memoria de sus recuerdos. Está en el tinte oscuro de algunos ratos felices y también en el olvido de viejos sentimientos, en el letargo de imaginados sufrires que no llegaron a existir.
Cuando la ansiedad diluye los recuerdos, cuando los coches vuelven a ser tráfico aburrido, cuando la vieja zozobra impone de nuevo su orden irrevocable, carente de imágenes, María deja la ventana esquinada de esa octava planta y vuelve a su habitación.
Desde arriba, tras la ventana, los tres dibujos se suceden en recreación interminable. Las distancias entre las pequeñas cajitas es la justa para que el ojo de María hilvane la continuidad de un diseño a trazos, las curvas exactas, las detenciones suaves, difuminando el ritmo visual de un acto que prepara el comienzo del siguiente. Sobre esta repetición eterna de los mismos dibujos en precisa sucesión, la arbitrariedad del tiempo engarza las distintas variaciones: los colores y formas de los coches, las cambiantes velocidades, los tonos del cielo, la esponjosidad del aire ... Son las notas improvisadas sobre la monótona melodía visual de los semáforos. Un autobús rojo perseguido por dos vespas (azul y blanca), tres coches iguales en paralelismos perfectos, una ambulancia zigzagueando con destellos y sirenas ... Contrastes, coincidencias, analogías: miles de relaciones entre actores mecánicos obedientes al orden prefigurado que da sentido a sus danzas.
Desde la ventana esquinada de la octava planta se puede seguir la sucesión interminable, se pueden descubrir relaciones concretas, efímeros intentos de acotar lo excesivamente abstracto. Por breves momentos se intuyen combinaciones significativas de colores, de distancias, de formas. Pero el sentido siempre se escapa y el espectador renuncia al esfuerzo para volver a percibir, como única constante, el dibujo eterno vaciado de sus notas constitutivas. A ese ballet se regresa siempre para apropiarnos momentáneamente de los actos aislados que en su interior se suceden. Sólo abandonándonos a lo indiferenciado podemos poseer las individualidades que enseguida perdemos porque quedan absorbidas, enlazadas, en el ritmo único del que son matices armónicos, reflejos evanescentes.
Tras ese recodo de vidrio, como en tantas ocasiones, María esconde su cuerpo. Durante un rato dirige su atención a ese bosquejo monótonamente voluble, buscando encadenarse a sus ritmos. Entonces nada de ella se mueve, salvo los dedos sobre el cristal; la cabeza ladeada, en suave flexión la cintura, los ojos fijos ... Una figura tensa, concentrada ajustadamente en su propia silueta, absorta. En esos momentos el mirar de María traza renglones para sus pensamientos.
Un parpadeo de pronto, o el guiño brillante de una breve torsión de tobillo, o algo que avisa en silencio, casi sin avisar: la voluntad se ha dormido y la conciencia de María cae en una mecedora de imágenes. Entonces comienzan a volar los primeros recuerdos, a desarroparse las reflexiones. Recostada en el fluido de colores al que su atención la sujeta, María se diluye en impresiones. Una sonrisa de su padre alzándola contra sí; Fran en silenciosa caricia sobre su cuello y una mirada triste flotando entre ambos. No hay sentimientos, sólo recuerdos vacíos de sonido, escenas mudas que se suceden al ritmo de tres semáforos. Fran muriendo en vez de su padre, el sol derritiendo su cuerpo en la arena de una playa en la que juegan tres niñas, ¿ese señor es mi padre? Rojo, verde, verde, rojo ... Los recuerdos son también sucesiones mecánicas e insensibles en repetición inacabable. Los recuerdos fluyen desde y hacia María, al ritmo inagotable de los tres semáforos, combinándose entre ellos y recreándose en caprichosas variaciones. No hay tiempo ni sonido; sólo imágenes paseándose ante una María que es testigo ajeno de sus propios recuerdos.
Poco a poco, difusamente, aparece un cosquilleo de ansiedad que empapa a María toda. Lo siente sin molestias, sin apreciarlo casi o quizás reconociéndolo cotidiano. La envuelve un desasosiego que no quiso quedarse con su padre o con Fran y que los confunde a ambos, tan lejanos. María casi nunca acoge esta ansiedad que se suele disfrazar luego de desconfianza o de egoísmo o de tristeza. La lleva desde hace mucho, desde antes de la memoria de sus recuerdos. Está en el tinte oscuro de algunos ratos felices y también en el olvido de viejos sentimientos, en el letargo de imaginados sufrires que no llegaron a existir.
Cuando la ansiedad diluye los recuerdos, cuando los coches vuelven a ser tráfico aburrido, cuando la vieja zozobra impone de nuevo su orden irrevocable, carente de imágenes, María deja la ventana esquinada de esa octava planta y vuelve a su habitación.
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Así fue durante tres años, cuatro quizá. Pero una vez el cosquilleo de la ansiedad no devino en desasosiego domesticado. Esa vez los recuerdos (su padre, Fran) aceleraron su sucesión rompiendo el ritmo ordenado de los semáforos y María sintió que le arañaban el alma y que ese dolor era real y no iba a acabar nunca. Esa tarde, de la que han pasado ya casi dos décadas, María abrió la ventana y, durante un largo rato, en el cruce de tres calles madrileñas el tráfico cesó su monótona danza.
PS: Al acabar este breve relato, tenía en mente acompañarlo con la triste canción italiana Albergo a ore, en esta versión de Gino Paoli que es la que conocía y la que tengo. Buscando la letra en internet, llegué a una página en la que descubro que esta canción fue compuesta por Herbert Pagani versionando en italiano un tema francés, Les amants d'un jour, compuesto por Margueritte Monnot en 1956 y cantado por Edith Piaf. En la web citada (de Daniel Tubau, merece la pena curiosear por ella) vienen ambas letras; aunque mi francés es muy pobre, me basta para corroborar que la canción italiana es claramente la derivada. Recomiendo leer las letras.
PS: Al acabar este breve relato, tenía en mente acompañarlo con la triste canción italiana Albergo a ore, en esta versión de Gino Paoli que es la que conocía y la que tengo. Buscando la letra en internet, llegué a una página en la que descubro que esta canción fue compuesta por Herbert Pagani versionando en italiano un tema francés, Les amants d'un jour, compuesto por Margueritte Monnot en 1956 y cantado por Edith Piaf. En la web citada (de Daniel Tubau, merece la pena curiosear por ella) vienen ambas letras; aunque mi francés es muy pobre, me basta para corroborar que la canción italiana es claramente la derivada. Recomiendo leer las letras.
CATEGORÍA: Recuerdos
Si, ya de vuelta, amigo Miroslav. Ya he venido por aquí un par de veces y ando tratando de sacar un poco de tiempo para ponerme al día en tu blog. ¡Prolífico, que eres un prolífico!
ResponderEliminarUN saludo
Un relato conmovedor. Las metáforas y la forma de exporesar me han recordado a otra persona muy querida para mí.Me ha gustado leerte. Volveré si no te importa.
ResponderEliminarSaludos
Tan triste recuerdo como hermosa tu manera de traérnoslo.
ResponderEliminarMe has conmovido.
Un besote. :)
(La música preciosa).
Me ha encantado y me ha emocionado. No se puede pedir más a un relato ¿no?
ResponderEliminarBesos
(Preciosa la música)
Interesante relato. Gracias por escribirlo.
ResponderEliminarNo es justo! Con relatos tan bonitos, emotivos y melancólicos no se puede hacer ni una bromita!
ResponderEliminarPrecioso...
Besos
PD:- Mi individualidad también se está absorbiendo.
Los recuerdos nos hacen vivir y ser lo que somos... mucha melancolía
ResponderEliminarbesos y excelente semana
Recordando vemos lo que hemos vivido y nos acercamos más a quien somos.
ResponderEliminarUn abrazo
Qué bonito Miroslav.
ResponderEliminarBesos.
Precioso relato. La descripción de las luces del comienzo me ha recordado un efecto visual muy bonito, que siempre me propongo fotografiar y no lo consigo. Te brindo la idea. Hay que situarse delante del Ministerio de Agricultura, mirando hacia el Museo Reina Sofía, a una hora tan temprana (mejor en invierno, antes de las 8 a.m.) que aún esté oscuro y los coches lleven las luces encendidas. Hay momentos en que en la marquesina en voladizo que han puesto a la ampliación del Museo por la Ronda de Valencia, se producen unos efectos de luces rojas y blancas, de los faros y las luces de freno de los coches que van y vienen, que es precioso.
ResponderEliminarYo paso siempre con tanta prisa y tanto sueño, y mi máquina es tan mala que no va a salir bien, pero ahí hay materia para una buena foto.