Ayer por la noche, poco después de publicar el anterior post, me puse a seguir leyendo el último libro de Jesús Mosterín (La Cultura de la Libertad, Espasa Calpe 2008) y, prácticamente enseguida, llego al capítulo décimo cuyo título es el de este post. A menudo me quedo sorprendido con la desconcertante frecuencia de las casualidades cotidianas; uno está tentado a buscar explicaciones mágicas en ese azar que, más que anodino, parece estar cargado de intencionalidades y significados, basta sólo abrir un poco los ojos. Yo había escrito sobre las riñas de gallos a raíz de la lectura en la mañana de ayer de la reseña periodística de un torneo, lo que me sorprendió y despertó mi curiosidad. Luego voy y me encuentro con que ese capítulo diez se refiere, desde una óptica bastante más generalista, a lo mismo que mi post anterior. Lo he copiado (salvo unos pocos párrafos) y lo transcribo (este post no me exige esfuerzo redactor) porque comparto plenamente sus tesis. Ahí va:
La crueldad consiste en el maltrato doloroso e intencional de una persona o de un animal indefenso, alargando o incrementando su dolor sin necesidad alguna. Este aumento deliberado e innecesario del sufrimiento de la víctima es la esencia de la crueldad.
El daño más grande, como la muerte, no implica por sí mismo crueldad. Uno puede matar a alguien sin crueldad, por accidente, sin darse cuenta, o voluntariamente, pero sin ensañamiento, por ejemplo, de un tiro en la nuca. La crueldad añade a la acción o al delito la intención de hacer sufrir atrozmente, lo que nos produce un horror especial, a no ser que tengamos la sensibilidad embotada.
Desde la Baja dad Media hasta principios del siglo XVIII, toda Europa era sucia, chabacana, supersticiosa y cruel. Muchas calles estaban llenas de excrementos, las pestes y epidemias diezmaban la población, y las matanzas, torturas y mutilaciones estaban a la orden del día. En nuestro tiempo, la tortura ha disminuido mucho y se practica en secreto, se esconde, se niega, no se hace de ella un espectáculo. Esto es nuevo. Durante la mayor parte de la historia, la tortura más espeluznante ha sido aplicada de un modo rutinario. Los procedimientos penales tendían a que el condenado no muriese de golpe, sino que si agonía fuese lo más atroz y prolongada posible. Descoyuntar sus miembros y despellejar o quemar viva a la víctima eran prácticas habituales. Gran parte de estas truculencias se efectuaban en público, como espectáculo para las masas.
Los espectáculos más populares eran las ejecuciones públicas y las quemas de herejes, delincuentes o sediciosos. Hace menos de dos siglos que estos macabros pasatiempos han entrado en decadencia. Y hace menos de un siglo que la tortura nos ha empezado a parecer algo intolerable, que hay que erradicar. A pesar de todos los horrores de nuestro siglo, ha habido un cierto progreso moral.
La última ejecución pública celebrada en Madrid tuvo lugar en 1890: se aplicó el garrote vil a la criada que mató a su señora en el famoso crimen de la calle Fuencarral. Se abolieron las ejecuciones públicas “para decepción de un amplio sector del pueblo –niños incluidos– que gustaban de este espectáculo, y para escándalo de los sectores más conservadores de la sociedad, que opinaban que al hacerse privada, se había despojado a la máxima pena de su más profundo sentido, su carácter ejemplarizador. En fin, que nunca más el pueblo llano madrileño podría ya solazarse con aquella especie de romerías en las que se pasaba un buen rato, amenizado por el bullicio y la animación espontánea, y con los puestos de golosinas y los tenderetes de bebidas que se instalaban para mejor disfrute del espectáculo.” (Rafael Núñez, Tal como éramos: España hace un siglo).
Las ejecuciones públicas continuaron siete años más en Barcelona, hasta 1897, como espectáculo siempre bien concurrido. Había un escenario, la tarima de ejecución, dos actores, el verdugo y el condenado. Si el verdugo se equivocaba o el condenado se asustaba demasiado, la gente gritaba y tiraba piedras. Era un entretenimiento, un jolgorio para los espectadores, mientras los vendedores ambulantes ofrecían chufas y golosinas. La puesta en escena era grandiosa, con curas encapirotados y militares uniformados, como se aprecia en el cuadro Garrote vil, de Ramón Casas (1894). Previamente a la ejecución, con frecuencia a los reos se les amputaban manos, orejas y nariz y se los paseaba en procesión por las calles, de modo que con frecuencia no llegaban vivos al cadalso. Los balcones y terrazas de las casas adyacentes estaban abarrotados de espectadores.
TAUROMAQUIA
En la España del siglo XVII, los nobles aburridos, cuando no estaban cazando, entretenían sus ocios alanceando los toros a caballo. El pueblo llano los torturaba a pie. En el Alcázar de Madrid, se laceraba y acribillaba a los toros hasta que éstos, desesperados, se lanzaban por un portillo abierto al precipicio posterior, que daba al Campo del Moro, en el que caían y se estrellaban, destripándose y lanzando sus vísceras por el aire, con gran regocijo de una corte grosera que aplaudía. Esta costumbre se extendió a otros sitios, con ocasión de visitas reales.
La cultura de la libertad admite cualesquiera interacciones y transacciones voluntarias entre adultos, pero no el abuso de los niños, el maltrato de las mujeres o la tortura de los animales. Precisamente los países con más influencia del pensamiento liberal fueron los primeros en poner coto a tales atropellos y en promulgar leyes contra la crueldad. La actual sensibilidad de los ingleses por los animales no es ninguna virtud racial, sino el resultado de un largo proceso cultural de aprendizaje intelectual y moral. Al menos desde la publicación de Los principios de la moral y la legislación, de Jeremy Bentham, los intereses de los animales pasaron a ser también objeto de preocupación ética y jurídica, basada en su capacidad de sufrir. Las ideas ilustradas se fueron imponiendo poco a poco. Los espectáculos basados en la crueldad fueron prohibidos en toda Inglaterra en el siglo XIX.
La España negra de toreros, borrachos e inquisidores, caricaturizada por Goya, había perdido todos los trenes de la ilustración, sobre todo después del ostracismo de afrancesados y liberales, como el mismo Goya, y del restablecimiento del absolutismo en Fernando VII, instaurador de las escuelas taurinas. En su época, cuajó la actual corrida, surgida de la variedad plebeya o a pie de la tauromaquia. Todavía a principios del siglo XX, las corridas eran mucho más violentas que hoy. El público que acudía a las plazas no se andaba con remilgos y exigía espectáculos de la máxima violencia y crueldad. Una de las diferencias con la corrida actual estriba en que los caballos de los picadores no llevaban protección. La bravura de las reses se medía por el número de caballos destripados. (Todavía ahora, los caballos de los picadores que participan en las corridas tienen las cuerdas vocales cortadas, para que no puedan gritar de dolor). Había sangre, mugre y tripas por todas partes.
Los toros siempre han sido pacíficos rumiantes, herbívoros sin la más mínima predisposición a atacar a nadie, por lo que con frecuencia, y a pesar de los puyazos que sufrían, se quedaban quietos y «no cumplían» con las expectativas de la plebe soez que los contemplaba. Como «castigo», se le ponían al toro banderillas de fuego, es decir, cartuchos de pólvora que estallaban en su interior, quemándole las carnes y exasperando aún más su dolor. Más tarde, las banderillas de fuego fueron suprimidas, sobre todo para no espantar a los extranjeros, a los que se suponía una sensibilidad menos embotada que a los encallecidos aficionados hispanos.
El mundo está lleno de barbaridades y crueldades que forman parte de la cultura tradicional del lugar donde se practican. Pero la cultura es una realidad dinámica, no estática, y es precisamente eliminando sus aspectos más siniestros y crueles como la cultura progresa. Los españoles, colombianos y mexicanos no somos más crueles por naturaleza que los ingleses, aunque en este asunto de las corridas estemos más atrasados, pues estamos donde ellos estaban hace dos siglos. Ya hemos abolido la inquisición; estamos luchando contra el maltrato de las mujeres; y próximamente –espero– aboliremos las corridas de toros y convertiremos las dehesas taurinas en parques naturales.
CATEGORÍA: Todavía no la he decidido
La crueldad consiste en el maltrato doloroso e intencional de una persona o de un animal indefenso, alargando o incrementando su dolor sin necesidad alguna. Este aumento deliberado e innecesario del sufrimiento de la víctima es la esencia de la crueldad.
El daño más grande, como la muerte, no implica por sí mismo crueldad. Uno puede matar a alguien sin crueldad, por accidente, sin darse cuenta, o voluntariamente, pero sin ensañamiento, por ejemplo, de un tiro en la nuca. La crueldad añade a la acción o al delito la intención de hacer sufrir atrozmente, lo que nos produce un horror especial, a no ser que tengamos la sensibilidad embotada.
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Montaigne, Montesquieu y los pensadores de tradición liberal han considerado la crueldad como el más odioso de los vicios. La lucha contra la crueldad ha sido considerada como el primer objetivo de las instituciones políticas. El horror moral que produce la crueldad ha sido el motor de la lucha por la abolición de la tortura, que anteriormente había sido una práctica procesal normal. De todos modos, el siglo XX ha sido uno de los más crueles que registra la historia, como ha documentado con escalofriante detalle Jonathan Glover (Humanity: A moral History of the Twentieth Century)...... ..... .....
El adjetivo castellano ‘cruel’ viene del latín crudelis, que, a su vez, procede de cruor (sangre derramada). Crudelis es el sanguinario, el que hiere hasta verter sangre, o el que se complace viendo como la sangre brota de las heridas. En los anfiteatros de la Roma antigua, gladiadores y animales salvajes se despedazaban mutuamente durante horas, para cruel regocijo de una plebe grosera. En el sentido literal de la palabra, esos espectadores que se complacían viendo derramarse la sangre eran crueles. Su crueldad contrastaba con la sensibilidad más refinada y suave de los griegos clásicos, aficionados al atletismo y al teatro de ideas.Desde la Baja dad Media hasta principios del siglo XVIII, toda Europa era sucia, chabacana, supersticiosa y cruel. Muchas calles estaban llenas de excrementos, las pestes y epidemias diezmaban la población, y las matanzas, torturas y mutilaciones estaban a la orden del día. En nuestro tiempo, la tortura ha disminuido mucho y se practica en secreto, se esconde, se niega, no se hace de ella un espectáculo. Esto es nuevo. Durante la mayor parte de la historia, la tortura más espeluznante ha sido aplicada de un modo rutinario. Los procedimientos penales tendían a que el condenado no muriese de golpe, sino que si agonía fuese lo más atroz y prolongada posible. Descoyuntar sus miembros y despellejar o quemar viva a la víctima eran prácticas habituales. Gran parte de estas truculencias se efectuaban en público, como espectáculo para las masas.
Los espectáculos más populares eran las ejecuciones públicas y las quemas de herejes, delincuentes o sediciosos. Hace menos de dos siglos que estos macabros pasatiempos han entrado en decadencia. Y hace menos de un siglo que la tortura nos ha empezado a parecer algo intolerable, que hay que erradicar. A pesar de todos los horrores de nuestro siglo, ha habido un cierto progreso moral.
La última ejecución pública celebrada en Madrid tuvo lugar en 1890: se aplicó el garrote vil a la criada que mató a su señora en el famoso crimen de la calle Fuencarral. Se abolieron las ejecuciones públicas “para decepción de un amplio sector del pueblo –niños incluidos– que gustaban de este espectáculo, y para escándalo de los sectores más conservadores de la sociedad, que opinaban que al hacerse privada, se había despojado a la máxima pena de su más profundo sentido, su carácter ejemplarizador. En fin, que nunca más el pueblo llano madrileño podría ya solazarse con aquella especie de romerías en las que se pasaba un buen rato, amenizado por el bullicio y la animación espontánea, y con los puestos de golosinas y los tenderetes de bebidas que se instalaban para mejor disfrute del espectáculo.” (Rafael Núñez, Tal como éramos: España hace un siglo).
Las ejecuciones públicas continuaron siete años más en Barcelona, hasta 1897, como espectáculo siempre bien concurrido. Había un escenario, la tarima de ejecución, dos actores, el verdugo y el condenado. Si el verdugo se equivocaba o el condenado se asustaba demasiado, la gente gritaba y tiraba piedras. Era un entretenimiento, un jolgorio para los espectadores, mientras los vendedores ambulantes ofrecían chufas y golosinas. La puesta en escena era grandiosa, con curas encapirotados y militares uniformados, como se aprecia en el cuadro Garrote vil, de Ramón Casas (1894). Previamente a la ejecución, con frecuencia a los reos se les amputaban manos, orejas y nariz y se los paseaba en procesión por las calles, de modo que con frecuencia no llegaban vivos al cadalso. Los balcones y terrazas de las casas adyacentes estaban abarrotados de espectadores.
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En París, las ejecuciones mediante la guillotina fueron públicas hasta 1939. Aunque menos multitudinaria, también la tortura pública de osos, toros, gallos, perros y otros animales tenía su público soez y apasionado. Las peleas de gallos y de perros siguen practicándose de forma más o menos legal o clandestina en diversos países. En los siglos XVI y XVII, muchos miles de gatos –identificados con el diablo y la brujería– eran quemados vivos en público, en general en cestos sobre el fuego, a la altura justa para alargar al máximo su agonía. Sus gritos agónicos hacían reír a carcajadas al público. En algunas ciudades de Bélgica, en las fiestas, se arrojaban gatos desde las torres de los ayuntamientos al suelo adoquinado. En el siglo XIX, los gatos de verdad fueron sustituidos por muñecos de trapo con forma de gato, que todavía hoy siguen arrojándose.TAUROMAQUIA
En la España del siglo XVII, los nobles aburridos, cuando no estaban cazando, entretenían sus ocios alanceando los toros a caballo. El pueblo llano los torturaba a pie. En el Alcázar de Madrid, se laceraba y acribillaba a los toros hasta que éstos, desesperados, se lanzaban por un portillo abierto al precipicio posterior, que daba al Campo del Moro, en el que caían y se estrellaban, destripándose y lanzando sus vísceras por el aire, con gran regocijo de una corte grosera que aplaudía. Esta costumbre se extendió a otros sitios, con ocasión de visitas reales.
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La crueldad no era ni es una originalidad étnica o racial de los españoles, sino una característica común de la Europa pre-ilustrada. En Inglaterra, las fiestas de toros no eran menos crueles que en España. Desde el siglo XII hasta el XVIII eran frecuentes los espectáculos de bull-baiting, en los que el toro era hostigado, acribillado, atado y mordido por perros (bull-dogs) especialmente amaestrados. Esta fiesta se celebraba en un bull-ring o plaza de toros circular, con los espectadores situados en gradas alrededor. También se practicaba el bull-running, comparable a los encierros de San Fermín y a las torturas callejeras de toros al estilo de Coria.La cultura de la libertad admite cualesquiera interacciones y transacciones voluntarias entre adultos, pero no el abuso de los niños, el maltrato de las mujeres o la tortura de los animales. Precisamente los países con más influencia del pensamiento liberal fueron los primeros en poner coto a tales atropellos y en promulgar leyes contra la crueldad. La actual sensibilidad de los ingleses por los animales no es ninguna virtud racial, sino el resultado de un largo proceso cultural de aprendizaje intelectual y moral. Al menos desde la publicación de Los principios de la moral y la legislación, de Jeremy Bentham, los intereses de los animales pasaron a ser también objeto de preocupación ética y jurídica, basada en su capacidad de sufrir. Las ideas ilustradas se fueron imponiendo poco a poco. Los espectáculos basados en la crueldad fueron prohibidos en toda Inglaterra en el siglo XIX.
La España negra de toreros, borrachos e inquisidores, caricaturizada por Goya, había perdido todos los trenes de la ilustración, sobre todo después del ostracismo de afrancesados y liberales, como el mismo Goya, y del restablecimiento del absolutismo en Fernando VII, instaurador de las escuelas taurinas. En su época, cuajó la actual corrida, surgida de la variedad plebeya o a pie de la tauromaquia. Todavía a principios del siglo XX, las corridas eran mucho más violentas que hoy. El público que acudía a las plazas no se andaba con remilgos y exigía espectáculos de la máxima violencia y crueldad. Una de las diferencias con la corrida actual estriba en que los caballos de los picadores no llevaban protección. La bravura de las reses se medía por el número de caballos destripados. (Todavía ahora, los caballos de los picadores que participan en las corridas tienen las cuerdas vocales cortadas, para que no puedan gritar de dolor). Había sangre, mugre y tripas por todas partes.
Los toros siempre han sido pacíficos rumiantes, herbívoros sin la más mínima predisposición a atacar a nadie, por lo que con frecuencia, y a pesar de los puyazos que sufrían, se quedaban quietos y «no cumplían» con las expectativas de la plebe soez que los contemplaba. Como «castigo», se le ponían al toro banderillas de fuego, es decir, cartuchos de pólvora que estallaban en su interior, quemándole las carnes y exasperando aún más su dolor. Más tarde, las banderillas de fuego fueron suprimidas, sobre todo para no espantar a los extranjeros, a los que se suponía una sensibilidad menos embotada que a los encallecidos aficionados hispanos.
El mundo está lleno de barbaridades y crueldades que forman parte de la cultura tradicional del lugar donde se practican. Pero la cultura es una realidad dinámica, no estática, y es precisamente eliminando sus aspectos más siniestros y crueles como la cultura progresa. Los españoles, colombianos y mexicanos no somos más crueles por naturaleza que los ingleses, aunque en este asunto de las corridas estemos más atrasados, pues estamos donde ellos estaban hace dos siglos. Ya hemos abolido la inquisición; estamos luchando contra el maltrato de las mujeres; y próximamente –espero– aboliremos las corridas de toros y convertiremos las dehesas taurinas en parques naturales.
Afortunadamente los tiempos han cambiado, es verdad, y se ha evolucionado en esa materia. No comparto las corridas de toro (mas alla de alguna explicacion fallida que intentara darme un novio madrileno que tuve hace un tiempo, acerca de que en realidad se trata de un "arte"...), y espero que pronto sean dejadas de lado esas practicas que incluye el maltrato de los animales. Pero creo que el morbo de la humanidad esta muy lejos de terminarse ...
ResponderEliminarbesos
Miroslav, no mancilles tu excelente blog mencionando a un capullo integral como Mosterín, el filósofo (?) más plagiario y caradura del panorama español al que tengo la desdicha de conocer en persona (le tuve que invitar a un curso de la Menéndez...).
ResponderEliminarY al servidor, y al correcto Miroslav: "capullo" no es un insulto, sino una descripción abreviada del personajillo. Confieso que ese comienzo con cita odiosa me quita las ganas de seguir leyendo el post, de lo que usté no tié la culpa siñor misrolav
Lansky, no me preguntes por qué, pero intuía que conocerías a Mosterín y no te caería bien. La razón de que haya transcrito casi entero ese capítulo suyo, como explico en el primer párrafo del post, es la coincidencia de haberlo leído justo cuando lo leí. Y que coincido totalmente con lo que dice en el texto que cito, e intuyo que tú (al menos en términos generales) también. Al fin y al cabo, se trata de mirar la opinión, independiente de quién sea el opinante.
ResponderEliminarNo conozco a Mosterín, a la persona. He leído tres libros suyos que, los tres, me han parecido sencillas presentaciones generalistas, bastante políticamente correctas, que apenas aportan nada nuevo. Desde luego, no me parece (por esos textos) un filósofo, sino un divulgador para alumnos de instituto. Y no lo digo con ningún ánimo peyorativo, que esa no deja de ser una función muy digna. Teniendo en cuenta el nivel cultural y de lectura de nuestro país, libros como los de Mosterín (que se colocan en las pilas de novedades del Corte Inglés) pueden cumplir un buen papel.
En cuanto a lo de capullo ... ¿no será que no le has dado tiempo para que florezca?
Iba a comentar yo también sobre el ínclito Mosterín (que la verdad tiene nombre de dulce de convento más que de pensador), pero ya se me han adelantado.
ResponderEliminarBaste decir que es el alma mater del proyecto "Gran Simio" cuyo objetivo era "otorgar derechos humanos a los antropoides no humanos".
Debe especificarse aqui que con el término antropoide no humano se refería a los monos. Evitaré chiste alguno.
Como suele pasar a menudo, este señor comienza a teorizar sobre la ética y aplicando la misma metodología de comprobación (es decir ninguna)se mete en berengenales históricos y científicos (como por ejemplo que monos y humanos somos casi iguales o que provenimos del mono, lo cual es una estupidez tan repetida que mucha gente cree cierta).
En cuanto a este texto, a mi no me gustan los toros pero desde luego no soy activista anti-taurino. Por cuestiones de amistad he tenido la desdicha de ser testigo de interminables discusiones entre taurinos y antitaurinos y no llego a tener una posición definida.
Pero desde luego, si seguimos por ese camino yo defiendo también los derechos de las cucarachas, hormigas y ya puestos las bacterias.
Si, ya se que el oso panda es mucho más bonito para poner en una chapa que el la mosca verde o el gusano común pero yo creo que deberían tener los mismos derechos. Y porque no decirlo, siempre nos olvidamos de todo el reino vegetal de forma injusta. Todo el que ha oido (con un conversor del espectro no audible que es donde se producen esos ruidos) el grito desgarrador de un árbol al quitarle una rama o de una lechuga al ser cortada debería convenir en que no hay mayor crueldad.
Imagino que eso se dejará para más adelante cuando seamos mucho más cultos en general.
Quien sabe si alguna vez alcanzaremos la sapiencia de ese señor que suele ponerse siempre en un pedestal desde el que amonestarnos.
Pues yo no estoy de acuerdo con el autor. Vamos a ver no es que no esté de acuerdo con que la crueldad sea algo a abolir. A lo que me refiero es que hoy en día estamos en un panorama muy diferente a cómo se planteaba la crueldad de estos espectáculos en los siglos donde aparecieron. Me refiero a que tanto los toros, como las peleas de gallos se han integrado en el gran mercado donde la oferta y la demanda han hecho de estos espectáculos una gran fuente de riqueza y de impulso para ascender en la escala social a unas personas que de otra forma no hubieran pasado de simples obreros manuales. Hoy en día el capital más que la crueldad es el que se encargará de minimizar la crueldad, no en vano hay una gran labor de lavado de cara atendiendo a aspectos como la cultura que no esconden otra cosa que intereses económicos a los que los que promueven estos espectáculos no están dispuestos a renunciar. La moral siempre se ha ajustado al valor del dinero aunque evidentemente después de un debido maquillaje que no ofenda la sensibilidad del ser humano. Así que cuando alguien demuestre que la bondad es tan rentable como la atrocidad, estaremos capacitados para cambiar.
ResponderEliminarTipo raro: No tenía ni idea de que Mosterín fuese de los promotores del Proyecto Gran Simio ni (como ya he comentado a Lansky) hago un juicio sobre su calidad intelectual y mucho menos sobre sus comportamientos; me limitaba a transcribir un texto concreto al hilo de mi post anterior sobre las riñas de gallos. A tal respecto, al menos en este texto, no se mencionan los derechos de los animales, asunto éste que sí cité en mi post anterior justamente para evitarlo, porque me parece un asunto engorroso que requiere deslindar varios conceptos, tarea dificil cuando es fácil embarrarse en simplificaciones cargadas de demagogia. La cuestión que yo quería resaltar (y que a la que se refiere Mosterín en ese capítulo suyo) no es si el toro (o el gallo) tiene derecho a que se lo trate bien, sino al hecho de que forma parte de nuestros hábitos disfrutar con espectáculos crueles, que el sufrimiento de un ser vivo (sea hombre o animal) es algo atractivo. Eso sería la cultura de la crueldad. Apoyando tu reivindicación de los derechos de las cucarachas, habrás de convenir en que los espectáculos organizados en base al sufrimiento de éstas no han adquirido (¿todavía?) suficiente popularidad.
ResponderEliminarAmy: Teniendo razón en la importancia del dinero en el mantenimiento de estos espectáculos "crueles" (y de casi todo en nuestra sociedad), no creo que sea el único ni siquiera el más importante factor. Estoy convencido de que, si no fuera porque nuestra actual sensibilidad lo considera intolerable, si sólo primara la rentabilidad económica, reimplantaríamos las ejecuciones y torturas a humanos como espectáculos públicos.
ResponderEliminarPues cuando hablo de maquillaje, miros, me refiero precisamente a las pequeñas renuncias que se hacen para dar una cara sin arrugas ni manchas ante el populacho impertinente con sus denuncias y sus peticiones absurdas llenas de buenas intenciones (entiendase el significado irónico).
ResponderEliminarEl Proyecto Gran Simio (The Great Ape Projet) no es del inefable Mosterín -como siempre se subió oportunistamente al carro de otros-, sino de los filósofos Paola Cavalleri y el muy conocido Peter Singer y propone, entre otras cosas, que dada de la proximidad genética de estos antropoides, antes Pongidos y hoy Humanoideos, con nosotros, les concedamos parejos derechos y sobre todo no los mantengamos recluidos ni experimentemeos de forma cruel con ellos como no lo hacemos con nosotros.
ResponderEliminarEn cuanto a lo que dice Tipo Raro estoy en total desacuerdo, cualquiera que mire a los ojos a un chimpancé enjaulado verá su espejo y su dolor, su enajenación. Es lógico que no sintamos la misma simpatía por una cucacracha ni la misma empatía por un rumiante como el toro u ave como las gallinas. En cuanto a descender del mono, frase que jamás pronunció Darwin, sino sus toscos adversarios, lo cierto es que monos y nosotros, que "somos" monos, descendemos de ancestros comunes por evolución. Y punto.
Mosterín, Miroslav, es eso, un divulagador, que a veces divulga transcribiendo sin comillas textos de otros, sin ir más lejos, míos, pero en persona es bastante repulsivo, relamido, blandengue, trepilla...
Sin conocer al autor (y tratando de no sentirme influída por los comentarios sobre él anteriores) diría que su panfleto carece totalmente de argumentación ni científica ni siquiera teórica. Por su teoría de que la "crueldad" es hacer sufrir a un animal te saco yo diez psiquiatras, veinte sociólogos y cien psicólogos que te dirán que "cruel" es una emoción totalmente subjetiva tanto del que la disfruta morbosamente (puede ser tan cruel aquel que insulta y disfruta viendo como el otro llora con ello, como aquel que se lía a puñetazos con su mujer y siente un morbo especial al hacerlo) como del que la aplica: no hay una categorización exacta del "cruel" ni de la "crueldad."
ResponderEliminarClaro que todos nos podemos ir al diccionario de la RAE y decidir consensuar al respecto.
El toreo, como la política, es un debate absurdo por cuanto no tiene capacidad de convicción. Yo lo considero un arte apasionante y de extremas emociones. Para tu autor, un ejercicio de crueldad gratuita que debe desaparecer.
Pero yo no me pondré a escribir panfletillos diciéndole al mundo lo que es Arte y terminando con un "y el toreo acabará siendo arte protegido, y así convertiremos el albero en la cumbre de la expresión artística."
Así que sus lecciones, como la de la mayoría de antitaurinos, me parece que no me las voy a aprender.
Amanda: Coincido contigo en que conviene no dejarse influir por lo que se conoce y se opina sobre la personalidad de un autor, cuando de lo que se trata es de discutir sobre ideas. Un discurso puede ser coherente, verdadero y racional aunque lo pronuncie un individuo despreciable; cosa distinta es la "autoridad moral" que pueda tener para emitirlo. También me parece que es práctica buena el que procuremos consensuar, con una mínima aproximación, el significado de las palabras, porque si no ocurre lo que es norma casi general en los debates en este país: que montamos broncas escandalosas sin tener ni siquiera claro sobre qué no estamos de acuerdo. Por eso no me parece ninguna tontería lo que dices de consultar el diccionario, aunque te note un deje irónico. Por cierto, según el propio DRAE, "panfleto" es un libelo difamatario o un opúsculo de carácter agresivo. La verdad, no me parece que el texto de Mosterín que he transcrito encaje en ninguna de estas definiciones; claro que sentirse difamado o agredido son apreciaciones subjetivas de cada cual.
ResponderEliminarEn todo caso, Mosterín no dice que la crueldad es hacer sufrir a un animal, sino que hacer sufrir intencionada e innecesariamente a un animal (incluyendo entre los animales, en primer lugar, a los humanos) es crueldad. Tú llevas la definición de la crueldad más al terreno de las emociones y, por tanto, de la subjetividad; creo entender que amplías la categoría de cruel para incluir también (o sobre todo) a los que disfrutan con el dolor ajeno, tanto produciéndolo como siendo espectadores. No estoy en desacuerdo en el fondo y, de hecho, como dije en el post sobre los gallos, lo que me parece interesante es justamente el mecanismo psicológico que hace que nos atraiga el sufrimiento y la violencia como espectáculo. Pero como pegas de forma te diría que definir la crueldad como una emoción y, por tanto, vincularla a la existencia de una determinada reacción mental subjetiva más que al acto objetivo en sí mismo, no me parece que añada demasiado y más bien confunde el debate llevándolo a terrenos bizantinos e impidiéndonos calificar los actos de crueles en si mismos; por ejemplo, podríamos concluir que la tortura no es un acto cruel si el torturador no goza ejerciéndola. De otra parte, creo que el término sádico resulta más preciso para referirse a esas personalidades que disfrutan ejerciendo la crueldad, aunque admito que dicha palabra está teñida de matices sexuales y que parece usarse sólo para emociones acompañadas de una frialdad intelectual patológica, por lo que chirría cuando se aplica a quienes, por ejemplo, disfrutan viendo una riña de gallos. Pero, en todo caso, la discusión sobre el alcance preciso del término crueldad me parece, como ya te he dicho, más formal que de fondo, relevante quizá en tu ámbito disciplinar específico, pero poco en el resto. A mi modo de ver, creo que es lícito (y vuelvo a reivindicar el diccionario) hablar de la crueldad de los actos en sí mismos, independientemente de la diversidad de emociones que su ejercicio o contemplación despierten en los sujetos.
Más sugerente me parece tu afirmación de que el debate sobre el toreo (como sobre la política) es absurdo "porque no tiene capacidad de convicción". Este tipo de frases me dejan siempre algo epatado, porque no termino de entender las razones que las sostienen. A lo mejor quieres decir que las posiciones entre los "taurinos" y "antitaurinos" están tan alejadas que es imposible que haya siquiera comunicación, que unos entiendan los argumentos (o emociones) de los otros. Yo creo, más bien, que sí se pueden entender mutuamente, sobre todo, si las discusiones fueran ordenadas tema a tema y, respecto a cada uno de ellos, ambas partes se obligaran a usar argumentos pertinentes. No deben hacerse confrontaciones entre términos incongruentes, y presentarlas como contradicciones lógicas cuando no lo son. Por referirme a la que citas, el toreo podría ser "un arte apasionante y de extremas emociones" y, a la vez, "un ejercicio de crueldad gratuita". De hecho, justamente es esta técnica argumentativa la que más se emplea en los debates y la emplean sobre todo los "taurinos". Pero, aunque no lo suelan decir explícitamente, el argumento puede corregirse de sus defectos sofistas y llevarse a lo que para mí es el punto fuerte desde la óptica taurina: el valor cultural (artístico, según tú, pero el arte no es sino una manifestación de la cultura) de algo justifica la crueldad (que, ciertamente, no es gratuita; tiene una contraprestación: la satisfacción "artística" de los espectadores).
Naturalmente, ese argumento (nunca dicho con mis palabras que, aunque creo que son pertinentes, resultan poco convenientes para los taurinos en el contexto del lenguaje políticamente correcto) se refuerza aumentando y disminuyendo el presunto valor artístico o la crueldad, según los intereses de cada parte. Yo, ya lo dije, opino lo mismo que Mosterín a este respecto. Puedo aceptar que el toreo tenga valor artístico, porque para mí el arte tiene mucho que ver con la capacidad de generar emociones estéticas (aunque el toreo excita también, y sobre todo, otro tipo de emociones que sólo muy forzadamente podríamos encajar en la categoría de estéticas). Lo que no comparto es que algo, por ser Arte, haya de protegerse, máxime cuando casi todo puede llegar a ser Arte.
Las sensibilidades ética y estética del ser humano no necesariamente coinciden, aunque guardan relaciones de dependencia. Por eso, por motivos de sensibilidad ética, nuestra sensibilidad estética no se despierta ante ciertas manifestaciones que, a lo mejor en otras épocas, sí eran consideradas artísticas (o, al menos, estéticas). Y por eso, consideramos que sufren alguna patología los que encuentran placer estético en ellas. Por eso, el carácter artístico del toreo, por muy sublime que se quiera considerar, me parece un argumento irrelevante frente a los de naturaleza ética (o, al menos, fuera de lugar; como mezclar peras y manzanas como dijo en su día la ínclita Ana Botella). De hecho, en los últimos años, las cargas contra la tauromaquia van justamente por ahí, insistiendo en la naturaleza cruel del espectáculo y la consiguiente ilegitimidad ética. Y por eso, los defensores de la "fiesta nacional" insisten en negar que haya crueldad, por más que se aproveche (improcedentemente) para ensalzar los valores culturales de la misma. Lo que es cierto es que la sensibilidad ética evoluciona y parece ir en la línea de condenar como inaceptable que el sufrimiento de los animales sea objeto de espectáculo, por muy sublime que sea. Por eso creo, al margen de que me parezca bien, que las corridas de toros, antes o después, desaparecerán y que generaciones venideras considerarán esa práctica como un ejercicio bárbaro. Perdona el rollo.
A mí se me ha ofrecido como espectáculo presenciar la lucha a muerte entre una cobra y una mangosta. Y todo ello en uno de esos países de los que se supone que Occidente tiene muchíiiiisimo que aprender en el plano espiritual, una de esas culturas que viven "en armonía con la naturaleza", donde abundan los vegetarianos (por convicción y no por necesidad) y todo eso.
ResponderEliminarAmigo Lansky, se te ha olvidado mencionar que Mosterín tiene la costumbre de sacarse moquillos y pegarlos en los ascensores cuando nadie lo ve. En cuanto a sus obras, son eso en lo que se ha coincidido, de divulgación en el sentido más etimológico del término, y yo, que creo ser muy exigente, los leo con gusto, aunque no las uso para estudiar seriamente un tema, sino todo lo más para conseguir una aproximación rápida. Si fusila o no fusila y concretamente a ti, pues no lo sé y no voy a decir que no me importa, pero no tengo pruebas como tú. Me gustó especialmente el que dedicó a los judíos de su muy irregular Historia del pensamiento por su sutil retranca y por su claridad en un tema confuso como la patilla retorcida de los ashkenazim.
ResponderEliminarEn cuanto al tema de la crueldad y más allá del asunto de los discutidos (por parte del propio Mosterin en viejo artículo en El País) derechos de los animales, para mí el problema crucial es el de la evolución de la moral, que no es otra que el de la civilidad. Y en un momento en el que el relativismo y las teorías de índole pendular sobre la no linealidad de la Historia tras el descrédito del marxismo amenazan con contribuir al socavamiento de la Ilustración, creo que no se pueden hacer concesiones a la frívola posmodernidad. Si practicamos ese relativismo se puede acabar justificando el esclavismo, el machismo dominador o el fascismo religioso. Y la abolición del esclavismo es un avance moral de la humanidad tan importante como su equivalente tecnológico del invento de la rueda. Los racistas norteamericanos consideraron a Luther King un estúpido iluminado que defendía vagos conceptos igualitarios. El rechazo a la crueldad con los animales tiene más que ver con esa evolución moral que con cualquier teorización sobre sus derechos. Hemos conseguido mediante los mecanismos basados en la dialéctica de los intereses crear un mundo más justo en determinadas zonas de la Tierra. La crueldad con los animales tanto gratuita como sancionada por criterios estéticos se resiste a esos vientos porque envilece la condición humana en su aspiración a la felicidad, al bienestar racional.
Parece que has inspirado a Amanda para hacer un post.
ResponderEliminarYo estoy de acuerdo contigo en todo lo que has expuesto.
Y todo esto de lo que habláis me ha recordado al perro ese que ataron en un museo y dejaron abandonado hasta que se murió.
También me ha recordado a la foto esa a la que le dieron el premio. Esa del buitre. Seguro que a muchos les hubiera gustado ver como el buitre se lo comía.
Cuanta mente enferma y personas egoístas por el mundo. Que pena.
harazem, la ironía a veces conduce a la clarividencia. me explico. No sé si lo de los mocos es cierto, pero me consta, por indiscrecciones de una común amiga, que de todo tienen que haber, que se mea en la cama.
ResponderEliminarlansky, nunca argumentas tus críticas, con lo cual pierdes credibilidad, lo siento pero eres el perdedor en este inteligente cambio de ideas, en el que no me considero capaz de participar pero si de analizar.
ResponderEliminarAnónimo: No termino de saber a qué críticas de Lansky te refieres; en todo caso, su nivel argumentativo, tanto en sus comentarios como en su propio blog, me parece bastante superior a la media, empezando, sin ir más lejos, por tu propia afirmación de este comentario, carente de toda justificación. Pero lo que quería decirte es que no considero que estemos en ninguna competición que requiera de un árbitro que decida ganadores y perdedores. ¿O crees que sí?
ResponderEliminarMiraslov, perdón por generalizar, en este caso concreto me refería a las críticas del señor Lansky hacia el señor Mosterín, he disfrutado y he aprendido mucho con sus libros, no sé si copia al señor Lansky del que no he tenido el placer de leer ningún libro al menos con ese seudónimo, pero no encuentro su buen nivel argumentativo en contra de Mosterín, me parece que expresa sentimientos negativos de tipo afectivo y emocional pero no razonados.
ResponderEliminarPor supuesto que no hay perdedores ni ganadores, ha sido una forma de expresar que Lansky no ha logrado convencerme de que Mosterín es “un divulagador, que a veces divulga transcribiendo sin comillas textos de otros, sin ir más lejos, míos, pero en persona es bastante repulsivo, relamido, blandengue, trepilla...”
Hace poco que he empezado a leer el blog y estoy gratamente sorprendido por el nivel de los comentarios, por eso me han sorprendido los comentarios de Lansky recordándome al famoso “tomate” cuando alguien les caía mal.
es cierto lo que dice en su último comentario anonimo, Mosterín me cae mal y yo no debería haber mezclado ese sentimiento de rechazo con los argumentos sobre crueldad. En mi descargo, que los trepas me joden. Ahora bien, es fácil desenmascarar a este señor; procedimiento, se coge su historia de la filosofía en tomitos y los dos tomos de la historia de la filosfía occidental de Bertrand Russell, y se van contejando: ahí, en la 1ª se pueden encontrar párrafos enteros del inglés que son fusilados por el hispano sin entrecomillar, o sea, que no esta citando, sino plagiando.
ResponderEliminarLo más divertido de todo esto es que si el susodicho anonimo (esres muy dueño, pero ¿por qué no te buscas un nick?) es alguien medio normal si conociera al iínclito Mosterín le odiaría instantáneamente, ¿por qué? Porque es odioso. O a lo mejor no y son ambos tal para cual. De todas maneras, anonimo, mi comentario primero, que es el primero del blog, ya incidía en esta repulsión; odio es demasaido fuerte.