Acabó la última canción y apagué el walkman. Sólo entonces fui girando la cabeza hacia arriba a la vez que abría los ojos. Lo hice muy despacio, dándome el tiempo requerido reestablecer el pleno contacto sensorial después de casi cuarenta minutos de inmersión autista en la música. Mi mirada se cruzó con otra, la de una cara de hombre que me sonreía, un hombre de unos cuarenta y pico años sentado justo enfrente (no estaba antes), él y yo enfrentados y únicos en ese compartimento del intercity de la Deutsche Bahn entre Colonia y Münster. Sostuve su mirada y su sonrisa un instante, sorprendido y, antes de que decidiera qué hacer, se oyó la voz metálica de la megafonía y, a la vez, los rótulos de una estación y la suave frenada del tren.
-Essen. Es la estación de Essen -me dijo el desconocido en español, con ligero acento alemán.
-Ya-contesté, al tiempo que comprobaba la puntualidad germana de los ferrocarriles alemanes (mi reloj marcaba las 13:02, la hora exacta escrita en el papelito con todas las estaciones del itinerario). Y enseguida pensé que podía pensarse que había contestado en alemán, lo que me hizo gracia, aunque enseguida me dije que mi vecino de enfrente me había hablado en castellano y que me estaba sorprendiendo cuando abrí los ojos. Pero no tuve tiempo de procesar mi sorpresa ni de decir nada más porque,
-Me encanta Bob Dylan, de siempre. Este último disco, Oh Mercy, ¿verdad? Es estupendo, un sonido impactante, ¿no crees? Todavía tiene recursos el viejo.
Sí que era el último CD de Dylan lo que había estado oyendo, el Oh Mercy, que acababa de comprar en una tienda de Colonia, muy cerca de la Hauptbahnhof y de la catedralísima, a un precio bastante más barato que en España. Y sí, también, que me había impactado el sonido (no sabía todavía la asociación con Daniel Lanois) que había logrado envolverme y aislarme de todo, que me había embrujado con esas guitarras de inquietantes resonancias y esos ritmos de extraños síncopes. Sí, sí, sí, pero ¿cómo había podido saberlo ese hombre? Impávida mi expresión (claro):
-Muy bueno el disco, sí. Pero, disculpa, ¿llegabas a oírlo? No imaginaba que se pudiera, debes tener un oído extraordinario.
-La verdad es que sí; tengo un oído muy fino. No creas que siempre es una suerte. A veces he de oír cosas que no quiero; a veces los sonidos que oigo me atormentan, me son una tortura.
El desconocido seguía sonríendo mientras hablaba vocalizando con algo más énfasis del necesario, como si asegurase el dibujo de cada sílaba, armase las palabras que se me antojaban piezas de lego encadenándose en una especie de puente voladizo extendido hacia lo alto y luego, a medida que seguñia hablando, el discurso se hacía una espiral de más y más legos que parecían los primeros pisos de un zigurat. Yo veía esas palabras que oía y me sentía desconcertado porque eran sólidas, pero también porque eran mentira, porque ese tipo no podía haber oído la música de Dylan y era obvio que algo me estaba ocultando. Lo más molesto era que no sabía muy bien qué hacer, ni siquiera qué actitud, qué pose, adoptar. Eso sí, mientras tanto (el mientras tanto no son sino instantes) mantengo la expresión impasible, faltaría más, se trata antes de nada de ganar tiempo, aunque el maldito cerebro ande falto de reflejos y, para colmo, el hombre vuelve a hablar para no darme tiempo a montar mi guardia.
-A mi mujer le gusta Dylan todavía mucho más que a mí. Ella sí es una verdadera fan, una dylanóloga experta. Con decirte que hasta me pone tareas y luego me examina. Siempre, cuando salgo de viaje, me deja un disco y me encarga estudiarlo, escucharlo como con la dedicación y el rigor con que empollábamos los exámenes del instituto. Porque nos conocimos en el Instituto en Aachen, Aquisgran para vosotros, los dos somos de esa ciudad, la capital de Carlomagno (y musitó para sí: Karl der Grosse). ¿Conoces Aquisgrán? (negué con la cabeza) ¿No? Pegada a la frontera con Holanda y Bélgica, no muy lejos de Colonia, a unos setenta kilómetros al oeste de Colonia. Es una ciudad bonita, de ahí somos los dos, mi mujer y yo, estudiamos en el mismo instituto y descubrimos juntos a Dylan, cuando empezaba, en el 62, su primer album, teníamos ambos diecisiete años, era el último curso, luego venía la universidad, pero en ese curso nos enamoramos y los cinco años de universidad separados y escribiéndonos cada semana y las canciones y los discos de Dylan jalonando nuestro noviazgo a distancia. Nos casamos después de John Wesley Harding y antes de Nasville Skyline ...
La torre de babel de legos lingüísticos colma ya el espacio de ese compartimento de tren moderno y ya hemos pasado Gelsenkirchen (a las 13:24) y ahora estamos entrando en Wanne-Eicke (son las 13:29, puñetera puntualidad germana). ¿Para qué me cuenta todo esto? Sigue sonríendo mientras habla despacio, mientras desgrana esas sílabas de aristas algo toscas pero, justo es admitirlo, bien armadas. Queda casi una hora hasta Münster, no puedo seguir así, a la merced de una voluntad que desconozco que pretende. No sé estar sin saber a qué atenerme, no sé asumir las cosas como vienen, no sé aceptar a las personas cuyas intenciones ignoro, cuyos códigos no están previamente verificados. Tengo pues que romper este flujo, al menos lo suficiente para organizar mi estrategia, para, al menos, aventurar qué es lo que quiere este hombre.
-Estás preguntándote que para qué te cuento todo esto (maldita sea, va tres pueblos por delante), ya lo sé. ¿Cómo decírtelo? Te diría que necesito que me hagas un favor y, a la vez, que me dejaras hacerte yo uno a ti (cada vez me desconcierta más; necesito que se calle, que me de tiempo). Pero no me vas ni a entender ni a creer; no si no te explico antes otras cosas. Yo te había visto antes, en la estación de Colonia, estaba detrás vuestro en la cola de la taquilla ...
Nos había visto antes, en la estación de Colonia. Allí, mientras hacía la cola, abrí el CD de Dylan; allí vio cuál era, por eso lo sabía. Pero, ¿para qué esta farsa? ¿Nos ha seguido hasta el tren? ¿Qué pretende este hombre?
-No, no vayas a pensar que soy un loco o un psicópata o nada por el estilo. Os vi en la cola, sí, pero no os seguía. Yo también quería ir a Münster, este es mi último viaje, el más importante: de Aachen a Münster y una noche aciaga en Köln (y musitó algo en alemán) ... Vosotros queriais ir también a Münster, a Münster de Westfalia, ¿verdad? No a Munster de la Baja Sajonia, supongo. No, seguro que no, qué os habría de interesar esa pequeña ciudad, salvo que fueras militar y no tienes pinta. Ese Munster, el de la Baja Sajonia, el que está unos kilómetros al sur de Hamburgo, no tiene ningún interés turístico. No puede ni compararse con el Münster de Westfalia, esa sí que es una preciosa ciudad, su centro medieval, su historia ...
¿De qué coño me está hablando este hombre? Münster de Westfalia, claro. Llegar hoy a Münster al mediodía, pasar la tarde viendo la ciudad, dormir en un pequeño hotel en el centro y mañana seguir hacia el norte, hasta Bremen. ¿Qué dice de la Baja Sajonia? Miro instintivamente el papelito blanco con el listado de estaciones; la lista de estaciones desde Köln a Münster y, entre paréntesis, Westf; pues claro. Y justo ahora, a las 13:37, el tren está entrando en Recklinghausen, exactamente como dice el horario.
-Veo que no me entiendes. Seguro que recuerdas tus dificultades hace un rato con el taquillero, cuando le pediste, en inglés, dos billetes a Münster. Seguro que te diste cuenta de que al hombre le disgustó que le hablaras en inglés; aun hoy hay muchos alemanes mayores que detestan esa lengua, que se sienten algo humillados al oírla. Pero no toda la culpa es de su mal humor; espero que no te moleste que te diga que tu pronunciación de las vocales de nuestra lengua no es demasiado correcta. Tu Münster sonó más Munster. ¿No te acuerdas de que el taquillero te insistió para que aclarases tu destino? Oí que te daba a escoger entre Niedersachsen y Westphalia; seguro que no entendiste los nombres de los lander en alemán. Repetiste varias veces Munster, con tono algo impaciente, sin aclarar nada. Y el hombre, ya malhumorado, te dio dos billetes diciendo en voz alta que eran para Munster (Örtze); y seguro que lo hizo sabiendo que no querías ir ahí, que te estaba haciendo una faena.
Empiezo a entender, no del todo, pero empiezo a entender. De pronto ya no me importa tanto descubrir las intenciones de este tipo; ahora lo prioritario es aclarar si, efectivamente, compré pasajes para otro trayecto, comprobar si estamos en este tren que va desgranando puntualmente las estaciones del itinerario a Münster de Westfalia con unos billetes para otro destino, por muy similares que sean ambos nombres.
-Me parece que vas comprendiendo. ¿Ves cómo antes de nada tenía que explicarte algunas cosas? Sin embargo, no saques conclusiones apresuradas. No os equivocasteis de tren, tomasteis el que marcaban vuestros billetes; ahora tú y tu mujer, esa chica tan guapa era tu mujer, ¿verdad? estáis viajando hacia Munster (Örtze). Noto que vuelves a desconcertarte; tranquilo, no te pongas nervioso y déjame que te lo explique. Pero antes díme, ¿acaso no te has dado cuenta de que viajas solo, que tu mujer no está aquí?
-Essen. Es la estación de Essen -me dijo el desconocido en español, con ligero acento alemán.
-Ya-contesté, al tiempo que comprobaba la puntualidad germana de los ferrocarriles alemanes (mi reloj marcaba las 13:02, la hora exacta escrita en el papelito con todas las estaciones del itinerario). Y enseguida pensé que podía pensarse que había contestado en alemán, lo que me hizo gracia, aunque enseguida me dije que mi vecino de enfrente me había hablado en castellano y que me estaba sorprendiendo cuando abrí los ojos. Pero no tuve tiempo de procesar mi sorpresa ni de decir nada más porque,
-Me encanta Bob Dylan, de siempre. Este último disco, Oh Mercy, ¿verdad? Es estupendo, un sonido impactante, ¿no crees? Todavía tiene recursos el viejo.
Sí que era el último CD de Dylan lo que había estado oyendo, el Oh Mercy, que acababa de comprar en una tienda de Colonia, muy cerca de la Hauptbahnhof y de la catedralísima, a un precio bastante más barato que en España. Y sí, también, que me había impactado el sonido (no sabía todavía la asociación con Daniel Lanois) que había logrado envolverme y aislarme de todo, que me había embrujado con esas guitarras de inquietantes resonancias y esos ritmos de extraños síncopes. Sí, sí, sí, pero ¿cómo había podido saberlo ese hombre? Impávida mi expresión (claro):
-Muy bueno el disco, sí. Pero, disculpa, ¿llegabas a oírlo? No imaginaba que se pudiera, debes tener un oído extraordinario.
-La verdad es que sí; tengo un oído muy fino. No creas que siempre es una suerte. A veces he de oír cosas que no quiero; a veces los sonidos que oigo me atormentan, me son una tortura.
El desconocido seguía sonríendo mientras hablaba vocalizando con algo más énfasis del necesario, como si asegurase el dibujo de cada sílaba, armase las palabras que se me antojaban piezas de lego encadenándose en una especie de puente voladizo extendido hacia lo alto y luego, a medida que seguñia hablando, el discurso se hacía una espiral de más y más legos que parecían los primeros pisos de un zigurat. Yo veía esas palabras que oía y me sentía desconcertado porque eran sólidas, pero también porque eran mentira, porque ese tipo no podía haber oído la música de Dylan y era obvio que algo me estaba ocultando. Lo más molesto era que no sabía muy bien qué hacer, ni siquiera qué actitud, qué pose, adoptar. Eso sí, mientras tanto (el mientras tanto no son sino instantes) mantengo la expresión impasible, faltaría más, se trata antes de nada de ganar tiempo, aunque el maldito cerebro ande falto de reflejos y, para colmo, el hombre vuelve a hablar para no darme tiempo a montar mi guardia.
-A mi mujer le gusta Dylan todavía mucho más que a mí. Ella sí es una verdadera fan, una dylanóloga experta. Con decirte que hasta me pone tareas y luego me examina. Siempre, cuando salgo de viaje, me deja un disco y me encarga estudiarlo, escucharlo como con la dedicación y el rigor con que empollábamos los exámenes del instituto. Porque nos conocimos en el Instituto en Aachen, Aquisgran para vosotros, los dos somos de esa ciudad, la capital de Carlomagno (y musitó para sí: Karl der Grosse). ¿Conoces Aquisgrán? (negué con la cabeza) ¿No? Pegada a la frontera con Holanda y Bélgica, no muy lejos de Colonia, a unos setenta kilómetros al oeste de Colonia. Es una ciudad bonita, de ahí somos los dos, mi mujer y yo, estudiamos en el mismo instituto y descubrimos juntos a Dylan, cuando empezaba, en el 62, su primer album, teníamos ambos diecisiete años, era el último curso, luego venía la universidad, pero en ese curso nos enamoramos y los cinco años de universidad separados y escribiéndonos cada semana y las canciones y los discos de Dylan jalonando nuestro noviazgo a distancia. Nos casamos después de John Wesley Harding y antes de Nasville Skyline ...
La torre de babel de legos lingüísticos colma ya el espacio de ese compartimento de tren moderno y ya hemos pasado Gelsenkirchen (a las 13:24) y ahora estamos entrando en Wanne-Eicke (son las 13:29, puñetera puntualidad germana). ¿Para qué me cuenta todo esto? Sigue sonríendo mientras habla despacio, mientras desgrana esas sílabas de aristas algo toscas pero, justo es admitirlo, bien armadas. Queda casi una hora hasta Münster, no puedo seguir así, a la merced de una voluntad que desconozco que pretende. No sé estar sin saber a qué atenerme, no sé asumir las cosas como vienen, no sé aceptar a las personas cuyas intenciones ignoro, cuyos códigos no están previamente verificados. Tengo pues que romper este flujo, al menos lo suficiente para organizar mi estrategia, para, al menos, aventurar qué es lo que quiere este hombre.
-Estás preguntándote que para qué te cuento todo esto (maldita sea, va tres pueblos por delante), ya lo sé. ¿Cómo decírtelo? Te diría que necesito que me hagas un favor y, a la vez, que me dejaras hacerte yo uno a ti (cada vez me desconcierta más; necesito que se calle, que me de tiempo). Pero no me vas ni a entender ni a creer; no si no te explico antes otras cosas. Yo te había visto antes, en la estación de Colonia, estaba detrás vuestro en la cola de la taquilla ...
Nos había visto antes, en la estación de Colonia. Allí, mientras hacía la cola, abrí el CD de Dylan; allí vio cuál era, por eso lo sabía. Pero, ¿para qué esta farsa? ¿Nos ha seguido hasta el tren? ¿Qué pretende este hombre?
-No, no vayas a pensar que soy un loco o un psicópata o nada por el estilo. Os vi en la cola, sí, pero no os seguía. Yo también quería ir a Münster, este es mi último viaje, el más importante: de Aachen a Münster y una noche aciaga en Köln (y musitó algo en alemán) ... Vosotros queriais ir también a Münster, a Münster de Westfalia, ¿verdad? No a Munster de la Baja Sajonia, supongo. No, seguro que no, qué os habría de interesar esa pequeña ciudad, salvo que fueras militar y no tienes pinta. Ese Munster, el de la Baja Sajonia, el que está unos kilómetros al sur de Hamburgo, no tiene ningún interés turístico. No puede ni compararse con el Münster de Westfalia, esa sí que es una preciosa ciudad, su centro medieval, su historia ...
¿De qué coño me está hablando este hombre? Münster de Westfalia, claro. Llegar hoy a Münster al mediodía, pasar la tarde viendo la ciudad, dormir en un pequeño hotel en el centro y mañana seguir hacia el norte, hasta Bremen. ¿Qué dice de la Baja Sajonia? Miro instintivamente el papelito blanco con el listado de estaciones; la lista de estaciones desde Köln a Münster y, entre paréntesis, Westf; pues claro. Y justo ahora, a las 13:37, el tren está entrando en Recklinghausen, exactamente como dice el horario.
-Veo que no me entiendes. Seguro que recuerdas tus dificultades hace un rato con el taquillero, cuando le pediste, en inglés, dos billetes a Münster. Seguro que te diste cuenta de que al hombre le disgustó que le hablaras en inglés; aun hoy hay muchos alemanes mayores que detestan esa lengua, que se sienten algo humillados al oírla. Pero no toda la culpa es de su mal humor; espero que no te moleste que te diga que tu pronunciación de las vocales de nuestra lengua no es demasiado correcta. Tu Münster sonó más Munster. ¿No te acuerdas de que el taquillero te insistió para que aclarases tu destino? Oí que te daba a escoger entre Niedersachsen y Westphalia; seguro que no entendiste los nombres de los lander en alemán. Repetiste varias veces Munster, con tono algo impaciente, sin aclarar nada. Y el hombre, ya malhumorado, te dio dos billetes diciendo en voz alta que eran para Munster (Örtze); y seguro que lo hizo sabiendo que no querías ir ahí, que te estaba haciendo una faena.
Empiezo a entender, no del todo, pero empiezo a entender. De pronto ya no me importa tanto descubrir las intenciones de este tipo; ahora lo prioritario es aclarar si, efectivamente, compré pasajes para otro trayecto, comprobar si estamos en este tren que va desgranando puntualmente las estaciones del itinerario a Münster de Westfalia con unos billetes para otro destino, por muy similares que sean ambos nombres.
-Me parece que vas comprendiendo. ¿Ves cómo antes de nada tenía que explicarte algunas cosas? Sin embargo, no saques conclusiones apresuradas. No os equivocasteis de tren, tomasteis el que marcaban vuestros billetes; ahora tú y tu mujer, esa chica tan guapa era tu mujer, ¿verdad? estáis viajando hacia Munster (Örtze). Noto que vuelves a desconcertarte; tranquilo, no te pongas nervioso y déjame que te lo explique. Pero antes díme, ¿acaso no te has dado cuenta de que viajas solo, que tu mujer no está aquí?
CATEGORÍA: Ficciones / Recuerdos
No me vas a dejar así, ¿no? :-)
ResponderEliminarInquietante, no se si tambien es por las horas... ¿Viaje al pasado?
ResponderEliminarVaya, si no he entendido mal has dejado a este pobre hombre en el tren que no es, sin saber qué ha sido de su mujer y en la inquietante compañía de un tipo que le habla sin parar en español con acento alemán y parece saber mucho más de lo que debería. Sinceramente espero que el siguiente post no vaya sobre los uzbekos, o sobre los hongos alucinógenos de los shamanes, o sobre algún recóndito novelista búlgaro que te dé por leer. La universalidad de tus intereses me parece admirable y es uno de los motivos que me ha enganchado a tu blog, pero esta historia en concreto la tienes que terminar, por favor.
ResponderEliminarCachis.
ResponderEliminarVaya, de jueves, malita e intrigada...
ResponderEliminarPero, ¿no les parece a todos ustedes que el relato queda mejor así, abierto, para que cada uno le ponga sus particulares explicaciones y desenlaces?
ResponderEliminarEn fin, ya veré si sueño la continuación de estos recuerdos de hace 18 años.
Nooooo, yo no sé el resto de ustedes pero esta usted en concreto quiere más historia.
ResponderEliminarDesde el principio me dí cuenta de que su mujer no estaba a su lado y me tenía intrigada...no me puedes dejar así.
Además no creas que he olvidado que nunca nos diste la receta famosa de la necrosomnia.
Así que...a soñar!
A mí lo que me venía llamando la atención era por qué en el título no le habías puesto diéresis a Munster.
ResponderEliminarEste relato tiene un toque hitchcockiano, con una mujer que desaparece de forma imprevista en un tren (¿o es que acaso no ha llegado a cogerlo nunca?). No sé, yo apostaría también por una segunda entrega...
c.c.buxter: Efectivamente, la ausencia de la diéresis en el Munster del título era intencionada, para sugerir la ambigüedad (¿de cuál de los dos hablamos?) Al hilo de tu comentario, me quedo pensando si no convendría ponérsela ya que, al fin y al cabo, la acción transcurre en el tren a Münster (de Westfalia) ... ¿o no? En fin, lo pensaré más
ResponderEliminarYo estoy con la doña veci y digo que esta usted quiere conocer cómo sigue este relato... cachislamar... lo has dejado en lo más interesante...
ResponderEliminarBesos
Aunque la segunda parte me gustó mucho, yo sí creo que el relato se puede quedar ahí donde se detuvo la primera parte.
ResponderEliminarClaro que, al mismo tiempo cada parte, da para seguir contando más y más.
En todo caso, me encantó el relato.
Un saludo
:)