A Zafferano, con amor
Con un pie en la tumba, solo ya en el mundo, abandonado tanto por los amigos como por los enemigos, sin temores ni esperanzas que no sean eternos, liberado por la edad de esas pasiones que extraviaron demasiado a menudo mis juicios y de los efímeros espejismos de una ambición que no fue temeraria, no he recogido de mi vida más que un fruto: la paz de espíritu. Vivo contento con ella, y en ella confío. Es ésta la que señalo a mis hermanos más jóvenes como el más envidiable tesoro, y el único escudo para defenderse contra las seducciones de los falsos amigos, los embelecos de los cobardes y los abusos de los poderosos. Sólo me queda por hacer una última declaración, a la que la voz de un octogenario tal vez dé un poco de autoridad; y es que viví la vida como un bien; basta para ello con que la humildad nos ayude a considerarnos como infinitesimales artesanos de la vida universal y que la rectitud de espíritu nos acostumbre a considerar que el bien de muchos es superior con creces al de cada uno de nosotros. Mi vida temporal, como hombre que soy, toca a su fin; contento del bien que he podido hacer, y seguro de haber reparado en la medida de lo posible el mal que he causado, no me resta más que una esperanza y una fe: que esta vida se confunda pronto en el gran mar del ser.
Proviene este texto de las primeras páginas de Las Confesiones de un Italiano, novelón de más de mil páginas escritas en apenas nueve meses (entre diciembre de 1857 y agosto de 1858) por un entusiasta militante de la unidad italiana que sólo tenía veintiséis años, Ippolito Nievo. Claudio Magris, nada menos, dice en la presentación de la edición de Acantilado, que "es una de esas obras maestras, una de las poquísimas novelas italianas (como Los Novios, con la que puede rivalizar) que está a la altura de las grandes novelas europeas del siglo XIX". No puedo confirmar ese juicio porque acabo de empezarla; pero, por lo que he curioseado sobre ella y tras las cincuenta primeras páginas, promete.
Escritas en primera persona, el narrador comienza, como es frecuente en los novelones decimonónicos presuntamente autobiográficos, justificando el porqué de sus "confesiones" y, ya de paso, su filosofía existencial. El párrafo que he trascrito suena a testamento vital, como corresponde a un anciano de más de ochenta años (a quien da voz un veinteañero; qué audacia). Ha alcanzado la paz de espíritu y la considera el más preciado bien; coincido con él. Dice que vivió la vida como un bien y también estoy absolutamente de acuerdo: es nuestro único bien y hemos de hacerla buena, a ser posible durante todos los segundos que nos sea dado disfrutarla; nada de valles de lágrimas ni similares engañifas. Está el anciano contento del bien que ha hecho y convencido de haber reparado el mal que ha causado. Ojalá a sus años (o antes, para qué fiarlo largo) pueda decir yo lo mismo; es difícil, no obstante, no causar mal incluso sin querer, incluso queriendo hacer el bien (y entonces, remediarlo es difícil).
Y, por último, el narrador dice que sólo le resta la esperanza y la fe de que su vida se confunda en el gran mar del ser (se funda con el gran mar del ser). Me gusta eso del gran mar del ser, metáfora tomada del Canto I del paraíso de Dante (Ne l'ordine ch'io dico sono accline / tutte nature, per diverse sorti, / più al principio loro e men vicine; / onde si muovono a diversi porti / per lo gran mar de l'essere, e ciascuna / con istinto a lei dato che la porti), aunque en Nievo pierde las referencias teístas del florentino y sugiere una religiosidad sin Dios, que hoy se me asemeja mucho al budismo. En todo caso, como ya he dicho, me gusta eso del Ser eterno en el que nos disolveremos, perdiendo nuestra individualidad, con-fundiéndonos. Entre tanto, procuremos ser felices y ayudarnos a serlo.
PS: Para quien lea italiano, Le confessioni d'un italiano está disponible en internet.
Proviene este texto de las primeras páginas de Las Confesiones de un Italiano, novelón de más de mil páginas escritas en apenas nueve meses (entre diciembre de 1857 y agosto de 1858) por un entusiasta militante de la unidad italiana que sólo tenía veintiséis años, Ippolito Nievo. Claudio Magris, nada menos, dice en la presentación de la edición de Acantilado, que "es una de esas obras maestras, una de las poquísimas novelas italianas (como Los Novios, con la que puede rivalizar) que está a la altura de las grandes novelas europeas del siglo XIX". No puedo confirmar ese juicio porque acabo de empezarla; pero, por lo que he curioseado sobre ella y tras las cincuenta primeras páginas, promete.
Escritas en primera persona, el narrador comienza, como es frecuente en los novelones decimonónicos presuntamente autobiográficos, justificando el porqué de sus "confesiones" y, ya de paso, su filosofía existencial. El párrafo que he trascrito suena a testamento vital, como corresponde a un anciano de más de ochenta años (a quien da voz un veinteañero; qué audacia). Ha alcanzado la paz de espíritu y la considera el más preciado bien; coincido con él. Dice que vivió la vida como un bien y también estoy absolutamente de acuerdo: es nuestro único bien y hemos de hacerla buena, a ser posible durante todos los segundos que nos sea dado disfrutarla; nada de valles de lágrimas ni similares engañifas. Está el anciano contento del bien que ha hecho y convencido de haber reparado el mal que ha causado. Ojalá a sus años (o antes, para qué fiarlo largo) pueda decir yo lo mismo; es difícil, no obstante, no causar mal incluso sin querer, incluso queriendo hacer el bien (y entonces, remediarlo es difícil).
Y, por último, el narrador dice que sólo le resta la esperanza y la fe de que su vida se confunda en el gran mar del ser (se funda con el gran mar del ser). Me gusta eso del gran mar del ser, metáfora tomada del Canto I del paraíso de Dante (Ne l'ordine ch'io dico sono accline / tutte nature, per diverse sorti, / più al principio loro e men vicine; / onde si muovono a diversi porti / per lo gran mar de l'essere, e ciascuna / con istinto a lei dato che la porti), aunque en Nievo pierde las referencias teístas del florentino y sugiere una religiosidad sin Dios, que hoy se me asemeja mucho al budismo. En todo caso, como ya he dicho, me gusta eso del Ser eterno en el que nos disolveremos, perdiendo nuestra individualidad, con-fundiéndonos. Entre tanto, procuremos ser felices y ayudarnos a serlo.
PS: Para quien lea italiano, Le confessioni d'un italiano está disponible en internet.
Oiga, no me sea enterao!
ResponderEliminarHay que parlar en cristiano, compadre.
Yo también la estoy leyendo.
ResponderEliminarBuena entrada, como todas las anteriores... pero lo mejor entre lo bueno, la dedicatoria a Zafferano.
ResponderEliminarAdoro el sonido del idioma italiano, tanto en prosa, como en verso.
Las canciones y baladas italianas: mis favoritas.
Un saludo cordial.
M. (Sevilla)
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ResponderEliminarTomo nota de esta recomendación; tiene todos los visos de gustarme al cien por cien.
ResponderEliminarDesde luego es paradójico que un veinteañero escriba con la sabiduría de un octogenario.
Un abrazo