Llevo toda esta semana en Aguascalientes, México. Me han traído hasta aquí para participar en unas jornadas de trabajo entre el Instituto Municipal de Planeación (Urbanismo) y la Gerencia de Urbanismo de La Laguna (Tenerife). Desde que llegamos (el lunes a primera hora) prácticamente no hemos tenido tiempo libre y, salvo los almuerzos y cenas, nos hemos pasado los días encerrados en una sala de juntas con un montón de personas hablando de los más diversos temas, desde asuntos de "alta filosofía" urbanística hasta cuestiones de organización y funcionamiento administrativo. Digo esto porque apenas hemos podido hacer algo de turismo y entender un poco cómo es esta ciudad, no especialmente bonita pero muy interesante, al menos desde una visión europea.
En todo caso, lo que se impone como primera y apabullante impresión es la extrema simpatía y hospitalidad de los mexicanos; son tan encantadores que uno llega a sentirse violento ante sus desproporcionadas muestras de cariño. Luego está el acento y la maravillosa forma (para mí) con que manejan el idioma. Disfruto oyéndoles y no puedo evitar (tampoco lo pretendo) que se me vayan pegando el tonillo y use las palabras de ellos mientras "platicamos". Otra nota muy relevante de la forma de ser mexicana y que va unida indisolublemente a su manera de hablar, es su tendencia al circunloquio infinito. Les cuesta mucho concretar (concretizar, dicen ellos), ir al grano; con sus sonrisas encantadoras se dedican a "marear la perdiz" y te pasas horas seguidas hablando sin que al final se haya dicho casi nada concreto. Me contaban ayer que usan el verbo "cantinflear" para aludir a esas personas que hablan y hablan, pareciendo que hacen un discurso muy sesudo y, al final, uno se da cuenta de que no han dicho nada. Ahora bien, el "chiste" de Cantinflas consistió justamente en caricaturizar humorísticamente el "mero" modo de ser mexicana. Una conversación con mexicanos te obliga a cambiar las expectativas habituales y carece de sentido que te empeñes en pretender resultados de "eficiencia" típicos de una charla europea.
Ayer al mediodía nos hicieron un tour por la ciudad, explicándonos su evolución histórica y mostrándonos los aspectos más relevantes del desarrollo urbanístico. Uno de los sitios más interesantes y agradables es el balneario erigido junto al "chorro" de aguas termales que explica el nombre de la ciudad; no nos dio tiempo, pero a todos nos habría apetecido "rentar" alguna de las "albercas", con las paredes pintadas en esos maravillosos y audaces colores mexicanos, y sumergirnos durante una horita en esas aguas calientes y terapéuticas. Justo antes de almorzar nos topamos con el Museo Nacional de la Muerte, una de las pocas referencias que conocía de esta ciudad y que tenía muchas ganas de visitar. Me cuentan que la colección fue donada hace un par de años por un artista mexicano que llevaba toda su vida recopilando, a lo largo y ancho de México, objetos artísticos de todo tipo relacionados con la muerte. El museo ocupa seis salas de un antiguo convento, en el centro histórico de Aguascalientes y cuenta con más de 1500 piezas. Hay de todo y de todas las épocas; desde los tiempos prehispánicos (me impresionó muchísimo una pequeñísima calavera tallada en cristal de roca) hasta bastantes recientes.
Por supuesto, el "plato fuerte" (al menos para mí) de la exposición son los grabados de José Guadalupe Posada (1852-1913), el más excelso maestro del humor negro mexicano y el creador de la Catrina, un esqueleto de mujer con el que satirizaba a la clase alta mexicana de antes de la Revolución (que estaba muerta aunque se creyese viva) y que pasó a convertirse en el símbolo de la Muerte. Pero aunque Guadalupe Posada fue el que acertó con la expresión gráfica popular de la Muerte, este personaje ha estado presente en la cultura mexicana desde siempre y de una forma tan propia como no creo que se encuentre en ningún otro lugar. Diría que esa convivencia íntima con la Muerte es una de las notas más llamativas de la cultura mexicana (y probablemente se corresponde con el carácter profundo del alma popular).
Y no cuento ya más porque he de ir al acto de clausura (¿he dicho ya que los mexicanos son también exageradamente ceremoniosos?) y luego a almorzar (tampoco he dicho nada de las delicias gastronómicas). Esta tarde nos la dejan libre y mañana volamos al DF donde apenas dispondremos de día y medio para turistear un ratito. En fin, que me ha encantado lo que he visto, oído y sentido en estos pocos días y, desde luego, habré de volver con más tiempo.
En todo caso, lo que se impone como primera y apabullante impresión es la extrema simpatía y hospitalidad de los mexicanos; son tan encantadores que uno llega a sentirse violento ante sus desproporcionadas muestras de cariño. Luego está el acento y la maravillosa forma (para mí) con que manejan el idioma. Disfruto oyéndoles y no puedo evitar (tampoco lo pretendo) que se me vayan pegando el tonillo y use las palabras de ellos mientras "platicamos". Otra nota muy relevante de la forma de ser mexicana y que va unida indisolublemente a su manera de hablar, es su tendencia al circunloquio infinito. Les cuesta mucho concretar (concretizar, dicen ellos), ir al grano; con sus sonrisas encantadoras se dedican a "marear la perdiz" y te pasas horas seguidas hablando sin que al final se haya dicho casi nada concreto. Me contaban ayer que usan el verbo "cantinflear" para aludir a esas personas que hablan y hablan, pareciendo que hacen un discurso muy sesudo y, al final, uno se da cuenta de que no han dicho nada. Ahora bien, el "chiste" de Cantinflas consistió justamente en caricaturizar humorísticamente el "mero" modo de ser mexicana. Una conversación con mexicanos te obliga a cambiar las expectativas habituales y carece de sentido que te empeñes en pretender resultados de "eficiencia" típicos de una charla europea.
Ayer al mediodía nos hicieron un tour por la ciudad, explicándonos su evolución histórica y mostrándonos los aspectos más relevantes del desarrollo urbanístico. Uno de los sitios más interesantes y agradables es el balneario erigido junto al "chorro" de aguas termales que explica el nombre de la ciudad; no nos dio tiempo, pero a todos nos habría apetecido "rentar" alguna de las "albercas", con las paredes pintadas en esos maravillosos y audaces colores mexicanos, y sumergirnos durante una horita en esas aguas calientes y terapéuticas. Justo antes de almorzar nos topamos con el Museo Nacional de la Muerte, una de las pocas referencias que conocía de esta ciudad y que tenía muchas ganas de visitar. Me cuentan que la colección fue donada hace un par de años por un artista mexicano que llevaba toda su vida recopilando, a lo largo y ancho de México, objetos artísticos de todo tipo relacionados con la muerte. El museo ocupa seis salas de un antiguo convento, en el centro histórico de Aguascalientes y cuenta con más de 1500 piezas. Hay de todo y de todas las épocas; desde los tiempos prehispánicos (me impresionó muchísimo una pequeñísima calavera tallada en cristal de roca) hasta bastantes recientes.
Por supuesto, el "plato fuerte" (al menos para mí) de la exposición son los grabados de José Guadalupe Posada (1852-1913), el más excelso maestro del humor negro mexicano y el creador de la Catrina, un esqueleto de mujer con el que satirizaba a la clase alta mexicana de antes de la Revolución (que estaba muerta aunque se creyese viva) y que pasó a convertirse en el símbolo de la Muerte. Pero aunque Guadalupe Posada fue el que acertó con la expresión gráfica popular de la Muerte, este personaje ha estado presente en la cultura mexicana desde siempre y de una forma tan propia como no creo que se encuentre en ningún otro lugar. Diría que esa convivencia íntima con la Muerte es una de las notas más llamativas de la cultura mexicana (y probablemente se corresponde con el carácter profundo del alma popular).
Y no cuento ya más porque he de ir al acto de clausura (¿he dicho ya que los mexicanos son también exageradamente ceremoniosos?) y luego a almorzar (tampoco he dicho nada de las delicias gastronómicas). Esta tarde nos la dejan libre y mañana volamos al DF donde apenas dispondremos de día y medio para turistear un ratito. En fin, que me ha encantado lo que he visto, oído y sentido en estos pocos días y, desde luego, habré de volver con más tiempo.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas