Tendría yo seis o siete años, creo que fue antes de mi primera comunión porque para entonces ya mi padre nos había dejado. Era invierno, eso seguro, pues en mi recuerdo veo con claridad el paisaje de la calle nevada desde la habitación grande de la planta baja, esa en la que pasaba casi todo el tiempo entretenido con mis juegos y fantasías. Desde esta repugnante vejez que sufro sigo contemplando la majestuosidad de aquel salón, negándome a admitir que la percepción de un niño exagera las dimensiones. Hará dos veranos un viaje de trabajo me acercó a mi ciudad natal y en una tarde tonta me dejé arrastrar hasta mi barrio, hasta aquella casa, un chalecito anticuado de proporciones modestas con algunos detalles patéticos de pretencioso arribismo. Pero, claro, siéndolo, no era esa la casa de mi infancia. No hay más remedio que aceptar que ni la casa ni el niño existen ya, por más que la lógica adulta diga lo contrario.
Serían las cuatro, las cinco de la tarde a lo sumo. Yo estaba sentado en el suelo, con mis pantaloncitos cortos y ese odioso delantal que mi madre me obligaba a vestir, el babi lo llamaba, prenda que hería mi dignidad masculina. Jugaba a cuidar al gorrioncillo que esa misma mañana mi padre había recogido del jardín, un pajarito herido, con las alas rotas o quizá (ya no lo recuerdo) caído del nido. Lo acariciaba, intentaba que comiese, observaba maravillado sus breves saltitos titubeantes, lo vigilaba … De pronto oí un ruido fuerte, no, dos ruidos distintos pero tan seguidos que se fundieron en un único sonido: una voz humana mitad grito mitad gemido (¿la de mi madre?) y la explosión seca de un portazo. Y enseguida por las escaleras bajó mi padre; mi padre en calzoncillos y camiseta.
Debo aclarar que mi padre siempre, absolutamente siempre, vestía traje y corbata. Era un señor mayor, muy mayor (tendría poco más de treinta) muy serio e imperturbable. Nunca se reía, nunca hacía aspavientos, nunca gritaba o cambiaba el tono de la voz. Hablaba en un volumen suave y gestos pausados, en los breves intermedios entre sus idas y venidas. Porque siempre se estaba yendo o viniendo para volver a irse. Venía poco antes de la hora de la comida, al acabar de comer se iba al dormitorio de mi madre (luego ella, al acabar de fregar la loza, subía también), después volvía a salir (papá se va a trabajar, grumete, me decía), a veces, no siempre, aparecía antes de que mamá me diera la cena y entonces los tres nos sentábamos juntos a la mesa, pero otras muchas me había de ir a acostar sin verle regresar. Mi madre siempre venía a darme el beso del sueño y yo le preguntaba dónde dormiría papá esa noche; aquí, en casa, dónde si no, me decía, pero al día siguiente no estaba, es que ya se ha ido, cariño, me aseguraba mi madre. Lo que sí es verdad es que nunca me daba el beso del sueño, ni siquiera cuando cenaba con nosotros y era él, con su voz tan tranquila, tan neutra, el que me mandaba a la cama; entonces yo me levantaba e, ignorando a mamá (porque ella subiría enseguida), me acercaba hasta él e inclinaba la cabeza a su regazo para recibir una leve caricia en el pelo, algo así, pensé años después, como la unción de un rey a su súbdito.
O sea que yo apenas reconocí a mi padre en ese hombre semidesnudo que bajaba las escaleras, apenas pude hacer nada salvo sentir una opresión desconocida que me atenazaba por dentro, suspendiéndome todo movimiento, hasta el parpadeo, hasta la respiración. Mi padre pasó junto a mí, sin el mínimo gesto, como si no existiese, y se paró ante la mesita camilla del rincón, enfrente justo del espejo alto y alargado; así, quieto, ligeramente inclinado hacia delante, los brazos rígidos, los puños apoyados sobre la mesa, la mirada fija en su reflejo, como si quisiera perforarse, atravesarse, cruzar el espejo. De improviso, impulsándose con los brazos y flexionando el cuerpo, como una rana, saltó hasta la mesa y quedó allí subido, en cuclillas.
Y empezó a gesticular, a distorsionar exageradamente los rasgos de la cara. Abría los ojos y parecía proyectar hacia fuera las órbitas a la vez que bizqueaba, forzaba la boca alargando hasta límites inusitados la longitud de los labios, inflaba y desinflaba las mejillas como si unas bolas le bailaran por dentro, fruncía la nariz y dilataba las fosas que se convertían en agujeros vibrantes de apariencia tenebrosa, retorcía la alineación de las cejas, arrugaba y desarrugaba la frente ... La cara de ese hombre que había de ser mi padre era el escenario de rostros continuamente cambiantes, todos caricaturescos, distorsiones extremas que me producían un pavor creciente. Esa aterradora sucesión de monstruos diversos, ese catálogo de máscaras diabólicas que mi padre iba ensayando, duró unos cuantos minutos, un rato largo durante el cual mi cerebro, todo yo, quedó paralizado por el miedo más absoluto, más irracional. ¿Qué estaba pasando? Pero ese niño asustado ni siquiera acertaba a formularse la pregunta.
Acabó por fin su exhibición mímica y se bajó de la mesita. Sólo entonces me miró; una mirada fofa, inexpresiva, la de un ser sin alma. Luego la mirada cayó a mis manos, al pajarillo que en su hueco albergaba. Se acuclilló junto a mí y muy despacio, con la más completa suavidad, cogió el gorrión. Con la mano izquierda atrapó su cuerpecillo, mientras que la derecha, la palma hacia abajo, la cerraba sobre la cabeza. Entonces giró ambas manos en sentidos contrarios; sólo fue un instante, como si se tratara de un truco mágico. E inmediatamente las separó y abrió la izquierda: en la palma yacía el pajarito inerme. De nuevo muy despacio, con completa suavidad, depositó el gorrión en mis manos, se enderezó, me dio la espalda y subió las escaleras hasta el dormitorio de mi madre.
No guardo memoria de los minutos siguientes. El miedo tuvo que convertirse en angustia y mi cerebro ha debido borrar los siguientes recuerdos. Bastante después, esa misma tarde –mi padre o quien hubiera poseído su cuerpo ya no estaba en la casa– me veo acurrucado en la cama de mi madre, apretado contra ella y llorando en silencio, todavía con el gorrioncillo muerto entre mis manos. Horas después, ya anochecía, volvió mi padre, con su ropa de siempre, con sus gestos de siempre, con sus maneras de siempre. Traía una cajita de madera. Ven, me dijo con su voz suave, casi cariñosa. Y salimos de la mano al jardín trasero y escarbó en la nieve y luego en la tierra húmeda. Me pidió el pajarito y lo metió en la caja. Luego me la dio y con gesto solemne señaló el agujero. Deposité ahí el pequeño ataúd y él volvió a cubrirlo de tierra que compactó con los pies. Yo no hablé nada, el miedo permanecía dentro, apretándome el estómago. De la mano volvimos a la casa.
Poco después volvió a irse. Llevaba una maleta que, no sé como, había aparecido sobre la mesa camilla de la habitación grande. Nunca más volvió. Tampoco nunca más, ni mi madre ni yo, volvimos a mencionar su nombre. Muchos años después, en mis últimos meses del bachillerato, sentí la acuciante necesidad de saber qué había pasado esa tarde en el dormitorio de mi madre, qué era lo que explicaba la aparición de ese desconocido en ropa interior, que gesticuló ante un espejo y mató un gorrión inválido, qué había pasado con mi padre. Pero para entonces mi madre ya había muerto.
Serían las cuatro, las cinco de la tarde a lo sumo. Yo estaba sentado en el suelo, con mis pantaloncitos cortos y ese odioso delantal que mi madre me obligaba a vestir, el babi lo llamaba, prenda que hería mi dignidad masculina. Jugaba a cuidar al gorrioncillo que esa misma mañana mi padre había recogido del jardín, un pajarito herido, con las alas rotas o quizá (ya no lo recuerdo) caído del nido. Lo acariciaba, intentaba que comiese, observaba maravillado sus breves saltitos titubeantes, lo vigilaba … De pronto oí un ruido fuerte, no, dos ruidos distintos pero tan seguidos que se fundieron en un único sonido: una voz humana mitad grito mitad gemido (¿la de mi madre?) y la explosión seca de un portazo. Y enseguida por las escaleras bajó mi padre; mi padre en calzoncillos y camiseta.
Debo aclarar que mi padre siempre, absolutamente siempre, vestía traje y corbata. Era un señor mayor, muy mayor (tendría poco más de treinta) muy serio e imperturbable. Nunca se reía, nunca hacía aspavientos, nunca gritaba o cambiaba el tono de la voz. Hablaba en un volumen suave y gestos pausados, en los breves intermedios entre sus idas y venidas. Porque siempre se estaba yendo o viniendo para volver a irse. Venía poco antes de la hora de la comida, al acabar de comer se iba al dormitorio de mi madre (luego ella, al acabar de fregar la loza, subía también), después volvía a salir (papá se va a trabajar, grumete, me decía), a veces, no siempre, aparecía antes de que mamá me diera la cena y entonces los tres nos sentábamos juntos a la mesa, pero otras muchas me había de ir a acostar sin verle regresar. Mi madre siempre venía a darme el beso del sueño y yo le preguntaba dónde dormiría papá esa noche; aquí, en casa, dónde si no, me decía, pero al día siguiente no estaba, es que ya se ha ido, cariño, me aseguraba mi madre. Lo que sí es verdad es que nunca me daba el beso del sueño, ni siquiera cuando cenaba con nosotros y era él, con su voz tan tranquila, tan neutra, el que me mandaba a la cama; entonces yo me levantaba e, ignorando a mamá (porque ella subiría enseguida), me acercaba hasta él e inclinaba la cabeza a su regazo para recibir una leve caricia en el pelo, algo así, pensé años después, como la unción de un rey a su súbdito.
O sea que yo apenas reconocí a mi padre en ese hombre semidesnudo que bajaba las escaleras, apenas pude hacer nada salvo sentir una opresión desconocida que me atenazaba por dentro, suspendiéndome todo movimiento, hasta el parpadeo, hasta la respiración. Mi padre pasó junto a mí, sin el mínimo gesto, como si no existiese, y se paró ante la mesita camilla del rincón, enfrente justo del espejo alto y alargado; así, quieto, ligeramente inclinado hacia delante, los brazos rígidos, los puños apoyados sobre la mesa, la mirada fija en su reflejo, como si quisiera perforarse, atravesarse, cruzar el espejo. De improviso, impulsándose con los brazos y flexionando el cuerpo, como una rana, saltó hasta la mesa y quedó allí subido, en cuclillas.
Y empezó a gesticular, a distorsionar exageradamente los rasgos de la cara. Abría los ojos y parecía proyectar hacia fuera las órbitas a la vez que bizqueaba, forzaba la boca alargando hasta límites inusitados la longitud de los labios, inflaba y desinflaba las mejillas como si unas bolas le bailaran por dentro, fruncía la nariz y dilataba las fosas que se convertían en agujeros vibrantes de apariencia tenebrosa, retorcía la alineación de las cejas, arrugaba y desarrugaba la frente ... La cara de ese hombre que había de ser mi padre era el escenario de rostros continuamente cambiantes, todos caricaturescos, distorsiones extremas que me producían un pavor creciente. Esa aterradora sucesión de monstruos diversos, ese catálogo de máscaras diabólicas que mi padre iba ensayando, duró unos cuantos minutos, un rato largo durante el cual mi cerebro, todo yo, quedó paralizado por el miedo más absoluto, más irracional. ¿Qué estaba pasando? Pero ese niño asustado ni siquiera acertaba a formularse la pregunta.
Acabó por fin su exhibición mímica y se bajó de la mesita. Sólo entonces me miró; una mirada fofa, inexpresiva, la de un ser sin alma. Luego la mirada cayó a mis manos, al pajarillo que en su hueco albergaba. Se acuclilló junto a mí y muy despacio, con la más completa suavidad, cogió el gorrión. Con la mano izquierda atrapó su cuerpecillo, mientras que la derecha, la palma hacia abajo, la cerraba sobre la cabeza. Entonces giró ambas manos en sentidos contrarios; sólo fue un instante, como si se tratara de un truco mágico. E inmediatamente las separó y abrió la izquierda: en la palma yacía el pajarito inerme. De nuevo muy despacio, con completa suavidad, depositó el gorrión en mis manos, se enderezó, me dio la espalda y subió las escaleras hasta el dormitorio de mi madre.
No guardo memoria de los minutos siguientes. El miedo tuvo que convertirse en angustia y mi cerebro ha debido borrar los siguientes recuerdos. Bastante después, esa misma tarde –mi padre o quien hubiera poseído su cuerpo ya no estaba en la casa– me veo acurrucado en la cama de mi madre, apretado contra ella y llorando en silencio, todavía con el gorrioncillo muerto entre mis manos. Horas después, ya anochecía, volvió mi padre, con su ropa de siempre, con sus gestos de siempre, con sus maneras de siempre. Traía una cajita de madera. Ven, me dijo con su voz suave, casi cariñosa. Y salimos de la mano al jardín trasero y escarbó en la nieve y luego en la tierra húmeda. Me pidió el pajarito y lo metió en la caja. Luego me la dio y con gesto solemne señaló el agujero. Deposité ahí el pequeño ataúd y él volvió a cubrirlo de tierra que compactó con los pies. Yo no hablé nada, el miedo permanecía dentro, apretándome el estómago. De la mano volvimos a la casa.
Poco después volvió a irse. Llevaba una maleta que, no sé como, había aparecido sobre la mesa camilla de la habitación grande. Nunca más volvió. Tampoco nunca más, ni mi madre ni yo, volvimos a mencionar su nombre. Muchos años después, en mis últimos meses del bachillerato, sentí la acuciante necesidad de saber qué había pasado esa tarde en el dormitorio de mi madre, qué era lo que explicaba la aparición de ese desconocido en ropa interior, que gesticuló ante un espejo y mató un gorrión inválido, qué había pasado con mi padre. Pero para entonces mi madre ya había muerto.
Lord, Protect my Child. Susan Tedeschi (Nokia Theater, NY, 2006)
CATEGORÍA: Ficciones
La inspiración de este relato proviene de la novela de Sándor Márai "Los Rebeldes" (Salamandra, 2009), de la cual he plagiado miserablemente la escena del padre gesticulante y matador de pájaros.
ResponderEliminarAhora voy a copiarte yo: esta versión del Protect my child mejora a la de Dylan.
ResponderEliminarBonito relato. A pesar de ese plagio que reconoces (es decir, lo que otros suelen llamar "influencias").
Un saludo
Primera vez que llego acá. No leí ese libro de Marai, pero si otros que me gustaron, y mucho. Asi que si hay plagio, no me di cuenta, pero que buen cuento. Hasta el final, y cuando vi ahi abajo Ficciones, tuve miedo que fuera una historia real. De ser así, angustiante y terrible.
ResponderEliminarTe sigo leyendo.
Saludos
nadasepierde: Bienvenida por estos lares. A mí también me gusta mucho Márai, con quien, además, tengo una deuda de gratitud por lo mucho que me ayudó una novela suya en una etapa dolorosa. He pasado por tu blog sin apenas leer nada, para curiosear (más bien cotillear). Prometo volver y leerte con más atención.
ResponderEliminarOclock. También bienvenida, aunque tenía que habértelo dicho en el post anterior; en todo caso, me encanta que hayas repetido. En cuanto a tu opinión sobre el tema te diré que pocos saben que es de Dylan (no está en ninguno de sus discos "normales") y eso me hace preguntarme si eres algo dylaniana (tú también). En cualquier caso, coincido contigo; si te fijas en las "bandas sonoras" de mis últimos posts, abundan las versiones de temas de Dylan y todas las que he puesto son, para mi gusto, tan buenas o mejores que las que hace el autor. Un beso
¿qué coño va a ser un delantal el babi! El babi era la bata de laboratorio del niño travieso, el uniforme de trabajo.
ResponderEliminarPara un niño resulta de lo más inquietante y aterrador enfrentarse a la locura, si encima la locura es la de su propio padre el terror debe ser extremo. Es fácil ver el lado poético de la demencia, lo difícil es enfrentarse a ella directamente.
ResponderEliminarMe ha encantado el relato. No conozco a Marai así que difícilmente puedo percibir el plagio :)
Besos
Miroslav, te felicito por el relato. No me ha gustado, me ha encantado.
ResponderEliminarComo me encanta lo que he leído de Márai ("Los rebeldes" todavía no...).
Me he quedado con el corazón algo encogido tras leerte... pero quédate tranquilo porque me ha merecido la pena.
Y la música... además de buena, le va al relato que ni compuesta para la ocasión.
¡Un beso! :)
Muy buen relato, Miroslav. Se me hizo la piel de gallina. Yo tampoco pude percibir el plagio. ;)
ResponderEliminarUn beso
Pues me has hecho recordar una cancioncilla sudamericana que cantaba yo con la guitarra: "era el canario un primor, era su dueño un pequeño, que cuidaba con empeño..."
ResponderEliminarEl pajarillo moría, muy triste todo.
Escribes muy bien, muchacho.
Un abrazo