Un personaje de un relato de Margaret Atwood (ahora no me acuerdo del título) comenta que siempre se siente incómodo hablando por teléfono y lo imputa al respeto reverencial que en su infancia sus padres atribuían al aparato. El personaje, trasunto biográfico de la autora, vivió la niñez en Canadá veinte años antes que yo la mía. Pese a las distancias geográficas y, sobre todo, temporales, a mí me ocurre lo mismo. El teléfono es para dar recados, no para charlar, decía mi padre; y se cabreaba en cuanto la conversación pasaba del par de minutos. Hablo de finales de los sesenta, cuando la tele (en blanco y negro) era una adquisición reciente y mágica y el teléfono, el único teléfono de la casa, un armatoste negro y pesado de baquelita, estaba en la repisa de la cómoda-aparador color crema que había en la sala de estar, a mano izquierda según venías de la puerta de entrada a nuestra casa.
Ninguno de nosotros podía telefonear sin pedir previamente permiso y, para obtenerlo, había que justificar la necesidad de la llamada. Por aquella época, que yo sepa, no se pinchaban las líneas, pero mucho más me cuidaba de lo que decía pues rara vez podía hablar sin que hubiera nadie en la habitación y, desde luego, recurrir a subterfugios para disfrazar la conversación (susurrar, colocarse con el auricular al otro lado de la puerta) suponía arriesgarse a represalias paternas. Cuando me llamaban, antes de avisarme, cualquiera de mis padres exigía la identificación previa (¿de parte de quien?) y, si no era conocido por ellos, había luego de dar, a regañadientes, el reporte pertinente. Si se trataba de un compañero de colegio (la práctica totalidad de quienes me telefoneaban) casi nunca faltaba el corolario irritado de mi padre: ¿y tan importante era lo que tenía que decirte que no podía esperar a hacerlo mañana en el colegio? Pregunta retórica que, dicho sea de paso, también me soltaba cuando era yo quien quería llamar.
A mi padre ya no se lo puedo preguntar y a mi madre no tendría sentido que lo hiciera (cuando se refiere a nuestra infancia y al comportamiento de ellos hacia nosotros me quedo con la impresión de que habla de otra familia), pero, cuarenta años después, me gustaría entender por qué tanta y tan severa sacralización del teléfono. El argumento de entonces era que costaba dinero y, en cierto modo, eso ya para ellos, niños de la guerra y de la inmediata posguerra, marcaba mucho; tanto que nos transmitieron como uno de los mayores pecados el gastarlo si no era estrictamente necesario (o sea, derrocharlo). Así, hablar por teléfono era siempre un agobio (también para ellos), como si a la vez que la voz del interlocutor estuviésemos oyendo el tintineo permanente de un flujo de monedas cayendo de nuestros bolsillos. No digamos si se trataba de una "conferencia", por ejemplo a los abuelos de San Sebastián, que previamente había que solicitar a una operadora para que, al cabo de unos minutos, cuando se había establecido la conexión, ella nos llamara. Cómo iba uno a hablar relajadamente en esas condiciones.
Pero no basta el motivo económico para explicarlo. Creo yo que el teléfono no era sino un símbolo –entre otros, si bien uno de los más potentes– en el cual cristalizaba el carácter represivo de mis padres. Quizá estarían convencidos de que educarnos requería controlarnos y, por eso, las posibilidades liberadoras de comunicación del teléfono tenían que ser subvertidas. (Me es inconcebible imaginar siquiera que hubiera existido internet durante mi infancia). Porque la cicatería para usarlo en casa se convertía en todo lo contrario cuando estábamos fuera; entonces, a nuestra vuelta después de una tarde sin haber estado bajo su control, los reproches eran por no haber llamado: ¿es que no había ningún teléfono? A medida que crecía (e iba progresando en las transgresiones de los mandamientos familiares) el teléfono fue pasando de objeto prohibido a obligatorio.
Con mis antecedentes es natural que el teléfono no me sea especialmente preciado. Y, aunque me gustaría pensar que me he liberado de los condicionantes paternos, me estaría engañando si creyese que no han calado muy hondo y explican en alto grado muchos de mis rasgos. Por más que en la etapa adolescente, alguna vez, me colgué largos ratos del auricular, esos amagos de rebeldía no removieron los posos y siempre me he sentido incómodo si una conversación telefónica se alargaba demasiado, si se iba convirtiendo en una charla. Pasada ya la rabia hacia mis padres, una vez que, adulto ya, me creí a mí mismo con mi autonomía personal a salvo de sus intromisiones (aunque dudo todavía que esa liberación haya llegado a ser completa), me sorprendo al comprobar que los mantras infantiles forman parte y moldean mis esquemas mentales. De forma que no sólo tiendo a usar el teléfono sólo para dar recados, sino que, ya hace años, me ponía nervioso cuando mi hijo pasaba demasiado tiempo con la oreja pegada (ay si hubiera sido niña) y le increpaba el mismo reproche: el teléfono es para quedar, para decirse cosas concretas, no para enrollarse. Y es que llevamos a nuestros padres dentro; somos, al fin y al cabo, nuestros padres.
Ninguno de nosotros podía telefonear sin pedir previamente permiso y, para obtenerlo, había que justificar la necesidad de la llamada. Por aquella época, que yo sepa, no se pinchaban las líneas, pero mucho más me cuidaba de lo que decía pues rara vez podía hablar sin que hubiera nadie en la habitación y, desde luego, recurrir a subterfugios para disfrazar la conversación (susurrar, colocarse con el auricular al otro lado de la puerta) suponía arriesgarse a represalias paternas. Cuando me llamaban, antes de avisarme, cualquiera de mis padres exigía la identificación previa (¿de parte de quien?) y, si no era conocido por ellos, había luego de dar, a regañadientes, el reporte pertinente. Si se trataba de un compañero de colegio (la práctica totalidad de quienes me telefoneaban) casi nunca faltaba el corolario irritado de mi padre: ¿y tan importante era lo que tenía que decirte que no podía esperar a hacerlo mañana en el colegio? Pregunta retórica que, dicho sea de paso, también me soltaba cuando era yo quien quería llamar.
A mi padre ya no se lo puedo preguntar y a mi madre no tendría sentido que lo hiciera (cuando se refiere a nuestra infancia y al comportamiento de ellos hacia nosotros me quedo con la impresión de que habla de otra familia), pero, cuarenta años después, me gustaría entender por qué tanta y tan severa sacralización del teléfono. El argumento de entonces era que costaba dinero y, en cierto modo, eso ya para ellos, niños de la guerra y de la inmediata posguerra, marcaba mucho; tanto que nos transmitieron como uno de los mayores pecados el gastarlo si no era estrictamente necesario (o sea, derrocharlo). Así, hablar por teléfono era siempre un agobio (también para ellos), como si a la vez que la voz del interlocutor estuviésemos oyendo el tintineo permanente de un flujo de monedas cayendo de nuestros bolsillos. No digamos si se trataba de una "conferencia", por ejemplo a los abuelos de San Sebastián, que previamente había que solicitar a una operadora para que, al cabo de unos minutos, cuando se había establecido la conexión, ella nos llamara. Cómo iba uno a hablar relajadamente en esas condiciones.
Pero no basta el motivo económico para explicarlo. Creo yo que el teléfono no era sino un símbolo –entre otros, si bien uno de los más potentes– en el cual cristalizaba el carácter represivo de mis padres. Quizá estarían convencidos de que educarnos requería controlarnos y, por eso, las posibilidades liberadoras de comunicación del teléfono tenían que ser subvertidas. (Me es inconcebible imaginar siquiera que hubiera existido internet durante mi infancia). Porque la cicatería para usarlo en casa se convertía en todo lo contrario cuando estábamos fuera; entonces, a nuestra vuelta después de una tarde sin haber estado bajo su control, los reproches eran por no haber llamado: ¿es que no había ningún teléfono? A medida que crecía (e iba progresando en las transgresiones de los mandamientos familiares) el teléfono fue pasando de objeto prohibido a obligatorio.
Con mis antecedentes es natural que el teléfono no me sea especialmente preciado. Y, aunque me gustaría pensar que me he liberado de los condicionantes paternos, me estaría engañando si creyese que no han calado muy hondo y explican en alto grado muchos de mis rasgos. Por más que en la etapa adolescente, alguna vez, me colgué largos ratos del auricular, esos amagos de rebeldía no removieron los posos y siempre me he sentido incómodo si una conversación telefónica se alargaba demasiado, si se iba convirtiendo en una charla. Pasada ya la rabia hacia mis padres, una vez que, adulto ya, me creí a mí mismo con mi autonomía personal a salvo de sus intromisiones (aunque dudo todavía que esa liberación haya llegado a ser completa), me sorprendo al comprobar que los mantras infantiles forman parte y moldean mis esquemas mentales. De forma que no sólo tiendo a usar el teléfono sólo para dar recados, sino que, ya hace años, me ponía nervioso cuando mi hijo pasaba demasiado tiempo con la oreja pegada (ay si hubiera sido niña) y le increpaba el mismo reproche: el teléfono es para quedar, para decirse cosas concretas, no para enrollarse. Y es que llevamos a nuestros padres dentro; somos, al fin y al cabo, nuestros padres.
CATEGORÍA: Recuerdos
Quizás sea por la edad, o porque a lo mejor somos hermanos :-) , pero me siento plenamente identificando con tus vivencias infantiles/juveniles.
ResponderEliminar¡Hasta los comentarios y reproches de nuestros respectivos padres eran idénticos!
Pero creo que hay algo más. El teléfono, y no la televisión, es el miembro más importante de la familia. Siempre me ha llamado la atención que cualquiera que esté haciendo algo, sea lo que sea, en cuanto suena el teléfono deja lo que está haciendo para contestar.
Esto me ha llevado a alguna que otra discusión con mi padre, ya que aunque suene el teléfono, si estoy haciendo otra cosa, aunque pueda parecer intrascendente, no contesto. Simplemente termino mi actividad y después devuelvo la llamada. Cosa que le irrita y cabrea de sobremanera.
Pero a mi me irrita mucho más llegar a un sitio ponerte a hacer un consulta y que el tipo deje de atenderte para contestar la llamada. ¡COÑO! ¡Qué yo me he tomado la molestia de venir a verle y el otro está en su casa tan pancho! La última vez que me pasó eso, corté por lo sano y después de un par de interrupciones, saqué el móvil y realicé el resto de la consulta por teléfono ante la mirada atónita de mi interlocutor situado a escasos dos metros de mi.
Yo también comparto contigo esas vivencias, aunque mi abuela, que era en realidad la que me crió y no mi semiadolescente madre, no me reprimía tanto como tu padre, sino que más bien se sonreía cuando llegada la edad correspondiente me pasaba el teléfono con una sonrisa pícara y diciéndome: “te llama una chica, me parece que no es la misma de ayer”, pero eso no quita para que mi incomodidad por el tefnº exista. Y francamente, padres represivos o abuelas vigilantes al margen, me parece más sano que esta epidemia de teléfonos móviles (o celulares como dicen en América) con la gente y no sólo los jóvenes hablando continuamente y sin parar, por la calle y de banalidades. Me parece impúdico y un tanto absurdo. El teléfono es para dar recados, sí señor, las conversaciones hay que tenerlas mirándose a los ojos.
ResponderEliminarYo debo de haber interiorizado también las ideas de mis padres sobre el teléfono, prácticamente idénticas a lo que cuentas tú, Miroslav. Anoche mi sobrina de diecisiete años se quedó a dormir en casa. A las once de la noche la llamó un amigo. Al móvil, claro, extensión inseparable de la personalidad de cualquier adolescente, por no decir centro vertebrador de su identidad. A las doce y cuarto tuve que salir de la cama para rogarle, en un tono que ya nada tenía que ver con el ruego, que acabara la conversación de una... vez. La necesidad fisiológica que parecen experimentar de estar permanentemente hablando por teléfono -¿de qué? ¿Qué coño se dicen?- como el que segrega saliva me parece tener todos los rasgos de una enfermedad mental.
ResponderEliminar(Recuerdo las conferencias telefónicas de mi padre con su hermano en Argentina. Eran un acontecimiento de frecuencia menos que anual, preparadas con días de antelación, de tiempo tasado al segundo, entrecortadas de silencios mutuos y frases banales superpuestas. Siempre dejaban un regusto de fracaso no confesado, de expectativa frustrada y carísima.)
Pues yo sí que creo que era solamente una cuestión económica. No olvidemos que ahora el coste de una llamada es mucho menor que quedar con alguien en vivo y en directo. En aquellos años era todo lo contario. De todas formas ¿alguien sabe cuál era el coste de una llamada??.
ResponderEliminarCuántas veces me habrán dicho a mí exactamente las mismas frases que a ti. Y, al igual que en tu caso, al llegar a cierta edad el teléfono era obligatorio y esa pregunta de "¿es que no había ningún teléfono?" se volvió de lo más común.
ResponderEliminarYo sí creo que a cosa iba entre lo económico y el deseo de control.
Ah, yo sí que logré librarme un tanto de ese control y he llegado a mantener largas conversaciones telefónicas :D
Besos
Números: No, hermanos no creo que seamos, salvo que mientas en la edad de tu perfil. Pero va a resultar que mi infancia no fue nada original.
ResponderEliminarLansky: Los abuelos, ya se sabe, son menos represivos que los padres.
Júbilo: Menos mal que en nuestra adolecencia no tuvimos móviles. Y sí, en los de ahora parecen sus prótesis.
Amy: No tengo ni idea de cuáles eran las tarifas entonces, pero supongo que no es demasiado difícil averiguarlo. En todo caso, en mis padres, creo que más que el factor económico pesaba el deseo de controlarnos.
Nanny: Pues yo no; pese a lo mucho que me rebelé contra mis padres, lograron que interiorizara gran parte de sus ideas.
Formidable reflexión que me ha hecho volver a mis tiempos de adolescente, cuando se tapaba el auricular con la mano para que los de casa no oyeran los cotilleos con las amigas, y cuando la llamada de un chico a una hija disparaba laa alertas paternas. En casa llegó un momento feliz en que hubo dos aparatos, lo que daba cierta libertad porque te podías ir "al otro", pero nunca podías estar segura de que no estuvieran escuchando por el otro aparato, y de hecho me consta que mi madre "destapó" algún plan poco admisible desde su punto de vista, escuchándome subrepticiamente desde el otro teléfono. ¡Qué tiempos!
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