Porque, en realidad, el comunismo nació para saciar un tipo de sed. Este fenómeno era inevitable, porque en las sociedades contemporáneas se propagó una sed enorme. Por ejemplo, había sed de catecismo, de un catecismo sencillo. Una sed así quema mucho más a un intelectual refinado que a un hombre de la calle. El hombre de la calle siempre dispone de algún catecismo, sustituye uno por otro. Aquello fue algo muy elemental, un simple cálculo matemático. De pronto, empezó a haber de todo en demasía. Había demasiada gente, demasiadas ideas, demasiados libros, demasiados sistemas. Demasiado de todo. Y lo que según los antropólogos de hoy hace al hombre, lo que hace que una sociedad sea humana, es la necesidad de poner orden en esta variedad. Esta variedad es tan horrorosa, se ha vuelto tan horrorosamente grande, que una mente refinada no es capaz de dominarla. No creo que hoy en día nadie sea capaz de proponer un sistema con una mínima honradez intelectual. Es decir, no hay nadie que no sea consciente de la existencia de contraargumentos potentes, básicos e irrefutables, que ponen su sistema en tela de juicio. Hoy en día, para proponer ya no digo un sistema, sino solamente un ciclo coherente de ideas, hay que hacer trampa. Hay que silenciar los argumentos que la inteligencia, la memoria y la lectura nos sugieren. Hay que hacer una elección basada en una trampa intelectual. Hoy, a no ser que alguien posea talento para autoengañarse, sólo un simplón puede ser honrado intelectualmente en el sentido más profundo del término. Y, como ha demostrado la historia del estalinismo, entre los intelectuales, en particular entre los occidentales, el talento para engañarse es monstruosamente grande.
Sin duda la polarización de las sociedades europeas, que empezó a principios de los años treinta, sembró por doquier grupos facistoides, si no directamente fascistas, y trazó una frontera neta entre la izquierda y la derecha. Bien mirado, en la novela Le mur, de Sartre, se pone de manifiesto la situación de una sociedad partida por el medio, como de un cuchillazo, en esas dos fracciones. Y la necesidad de pronunciarse a favor de unos o de otros. De ahí que defender la posición neutral del pensador resultara tan difícil; esta posición era prácticamente indefendible.
Entonces todavía nadie creía en la victoria del nazismo (1928). ¡Pero si existía un poderoso ejército comunista formado por comunistas incorruptibles y armado hasta los dientes! Mi hipótesis es que, en un momento dado, Stalin paralizó conscientemente el partido. Porque alguien lo paralizó. ¡La política de buscar enemigos entre la izquierda y de organizar huelgas contra el gobierno socialdemócrata de Prusia! El Partido Comunista Alemán organizaba huelgas mano a mano con el partido de Hitler. Pero en toda aquella locura había un método. Tras la llegada de Hitler al poder, en la portada de Inprekor (revista del Komintern), a bombo y platillo un articulazo trinfal del pobre Lenski, que iba a tener un final trágico. Por aquel entonces Lenski estaba en Moscú, pero probablemente viajaba arriba y abajo. E, imagínate, un artículo triunfal para decir que, gracias a Dios, los nazis habían tomado el poder. Que el panorama se había despejado. Que, naturalmente, aquello no iba a durar mucho pero que al menos el engaño de las masas por parte de la socialdemocracia había terminado, que por fin a las masas les había caído la venda de los ojos. Y que llegaba nuestro turno. Y, mirándolo bien, fue lo que ocurrió. El sojuzgamiento de cien millones de habitantes de la Europa del Este, incluidos los dieciocho millones de alemanes, se produjo gracias a Hitler. Sobre los escombros del nazismo. De modo que, al fin y al cabo, Stalin no era tonto.
Los anteriores son fragmentos del libro Mi siglo, confesiones de un intelectual europeo. Se trata de la transcripción de unas largas entrevistas que Czeslaw Milosz hizo a Aleksander Wat en 1965, primero en Berkeley y luego en París. Wat (1900-1967) fue un poeta polaco, simpatizante comunista durante su juventud, represaliado por los soviéticos en la década de los cuarenta, y desencantado de sus compromisos en sus últimos años. Para Wat el comunismo no sólo constituye la diferencia específica del siglo XX, sino que representa la cristalización de lo demoníaco del hombre (en cierto modo, como se ve en uno de los párrafos que he transcrito, el nazismo no fue más que una fase previa necesaria del mismo Mal.) Pero, como acertadamente señala Milosz en el prefacio, lo interesante del libro no es tanto la condena al estalinismo (por más que la abundancia de recuerdos personales aporte una fuerza testimonial de la que carecen los textos de historiadores profesionales), sino la indagación en los factores que hicieron del comunismo un fortísimo imán atractor entre los intelectuales durante todo el siglo pasado y, muy especialmente, entre los occidentales. A estas alturas podría pensarse, ingenuamente, que es un asunto superado, intrascendente. No lo creo. De hecho, es la realidad de los acontecimientos históricos (la caída del comunismo como sistema político) la que lo ha condenado al olvido, al rechazo, pero siguen vigentes los mecanismos intelectuales que, en palabras de Wat, hacen surgir nuestros demonios. La sed de catecismo, dice él, la sed de la simplificación intelectual (incompatible con la honestidad intelectual), que siempre conduce a la polarización, al rechazo de las gamas de grises. En eso no me parece que hayamos cambiado casi nada, no tengo la sensación de que hayamos aprendido la lección (acaso sólo las partes más anecdóticas, por más que atroces, de la historia reciente).
Sin duda la polarización de las sociedades europeas, que empezó a principios de los años treinta, sembró por doquier grupos facistoides, si no directamente fascistas, y trazó una frontera neta entre la izquierda y la derecha. Bien mirado, en la novela Le mur, de Sartre, se pone de manifiesto la situación de una sociedad partida por el medio, como de un cuchillazo, en esas dos fracciones. Y la necesidad de pronunciarse a favor de unos o de otros. De ahí que defender la posición neutral del pensador resultara tan difícil; esta posición era prácticamente indefendible.
Entonces todavía nadie creía en la victoria del nazismo (1928). ¡Pero si existía un poderoso ejército comunista formado por comunistas incorruptibles y armado hasta los dientes! Mi hipótesis es que, en un momento dado, Stalin paralizó conscientemente el partido. Porque alguien lo paralizó. ¡La política de buscar enemigos entre la izquierda y de organizar huelgas contra el gobierno socialdemócrata de Prusia! El Partido Comunista Alemán organizaba huelgas mano a mano con el partido de Hitler. Pero en toda aquella locura había un método. Tras la llegada de Hitler al poder, en la portada de Inprekor (revista del Komintern), a bombo y platillo un articulazo trinfal del pobre Lenski, que iba a tener un final trágico. Por aquel entonces Lenski estaba en Moscú, pero probablemente viajaba arriba y abajo. E, imagínate, un artículo triunfal para decir que, gracias a Dios, los nazis habían tomado el poder. Que el panorama se había despejado. Que, naturalmente, aquello no iba a durar mucho pero que al menos el engaño de las masas por parte de la socialdemocracia había terminado, que por fin a las masas les había caído la venda de los ojos. Y que llegaba nuestro turno. Y, mirándolo bien, fue lo que ocurrió. El sojuzgamiento de cien millones de habitantes de la Europa del Este, incluidos los dieciocho millones de alemanes, se produjo gracias a Hitler. Sobre los escombros del nazismo. De modo que, al fin y al cabo, Stalin no era tonto.
Los anteriores son fragmentos del libro Mi siglo, confesiones de un intelectual europeo. Se trata de la transcripción de unas largas entrevistas que Czeslaw Milosz hizo a Aleksander Wat en 1965, primero en Berkeley y luego en París. Wat (1900-1967) fue un poeta polaco, simpatizante comunista durante su juventud, represaliado por los soviéticos en la década de los cuarenta, y desencantado de sus compromisos en sus últimos años. Para Wat el comunismo no sólo constituye la diferencia específica del siglo XX, sino que representa la cristalización de lo demoníaco del hombre (en cierto modo, como se ve en uno de los párrafos que he transcrito, el nazismo no fue más que una fase previa necesaria del mismo Mal.) Pero, como acertadamente señala Milosz en el prefacio, lo interesante del libro no es tanto la condena al estalinismo (por más que la abundancia de recuerdos personales aporte una fuerza testimonial de la que carecen los textos de historiadores profesionales), sino la indagación en los factores que hicieron del comunismo un fortísimo imán atractor entre los intelectuales durante todo el siglo pasado y, muy especialmente, entre los occidentales. A estas alturas podría pensarse, ingenuamente, que es un asunto superado, intrascendente. No lo creo. De hecho, es la realidad de los acontecimientos históricos (la caída del comunismo como sistema político) la que lo ha condenado al olvido, al rechazo, pero siguen vigentes los mecanismos intelectuales que, en palabras de Wat, hacen surgir nuestros demonios. La sed de catecismo, dice él, la sed de la simplificación intelectual (incompatible con la honestidad intelectual), que siempre conduce a la polarización, al rechazo de las gamas de grises. En eso no me parece que hayamos cambiado casi nada, no tengo la sensación de que hayamos aprendido la lección (acaso sólo las partes más anecdóticas, por más que atroces, de la historia reciente).
CATEGORÍA: Política y Sociedad
Estoy de acuerdo, mucho, con tus conclusiones, Miroslav. No he leído a Wat ni este libro, pero sí a Milosz, Su alfabeto (El alfabeto de Milosz) es de una clarividencia y matices (tonos de gris) maravilloso.
ResponderEliminarHay una "sed de simplificación intelectual" en el origen de esta atracción que los totalitarismos, singularmente el comunista, pero también, antes, los fascistas, ejercieron sobre algunos intelectuales. (Y siguen ejerciendo: ahora se nota menos porque quedan menos totalitarismos y están más desprestigiados; y, además, porque quedan también menos intelectuales.) Pero hay también, y me parece más grave, una abdicación ética, una especie de rendición gozosa ante la fuerza y la violencia. La "necesidad" de que cualquier nueva sociedad nos llegue montada sobre unos cuantos miles de cadáveres, lejos de disuadir a algunos intelectuales, pareció suponerles un atractivo más. ¡Pasamos por fin a la acción, se acabaron las dudas y las contemplaciones! La necesidad de "mancharse las manos", daba la impresión, a algunos les resultó más un incentivo que un inconveniente menor. O quizás esté yo hoy muy pesimista...
ResponderEliminarMiroslav,
ResponderEliminarMuy interesante el post. Me parece que la simplificación intelectual es un rasgo humano. Me parece que la atracción del stalinimos estaba dada por ser la religion del siglo XX que era más nueva, más vital, que avanzaba a grandes pasos. Claro que esto también es una simplificación porque cualquier explicación necesita eliminar los datos que no encajan en la teoría, incluida esta. La simplificación es peligrosa solo si nos olvidamos de que es una simplificación.
Peca.
Yo no estoy de acuerdo en que quedan menos totalitarismos. El problema es que ahora no es un totalitarismo político sinó econòmico y, en general, no queremos darnos cuenta de él.
ResponderEliminarMuy bueno el post, como siempre.