lunes, 26 de abril de 2010

Los huevos y el embrión del pollo

Rebuscando en polvorientos archivos de remotas iglesias castellanas, me he topado con una carta que el párroco del lugar, un pueblo de la provincia de Burgos, escribió probablemente a alguna autoridad eclesiástica de su diócesis, calculo que hacia mediados del XVI. Como el texto tiene su interés, me permito transcribirlo en el blog, con unas mínimas adaptaciones de sintáxis y vocabulario para su mejor comprensión.

Eminencia, me dirijo a vos con el ruego de que vuestra alta sapiencia absuelva la ignorancia que a este pobre párroco a engorrosos embrollos viene abocando en las recientes fechas, y así deja mi autoridad en entredicho y por ende el ministerio de nuestra Santa Madre la Iglesia que humildemente represento. Sabed que no llega todavía a un mes que ha regresado a esta villa el joven Alonso de Salazar, estudiante en Salamanca e hijo segundón de una de las más pudientes familias del lugar, dicen que con relaciones hasta en la corte de nuestro Rey Felipe. Barrunto yo que el muchacho, a pesar de su buena madera, haya podido complacerse en tantas falsas doctrinas que con inconsciente frivolidad gustan debatir en las universidades. Quizá también por allí merodeen seguidores del pérfido Lutero, como los que no ha mucho prendió el Santo Oficio en Valladolid. Pero no penséis que siquiera insinuó que el muchacho peque de herético, que mis cortas luces no dan para tanto alcance. Probable es que se trate sólo de aficiones traviesas de la juventud sumadas a su ingenio natural que, acostumbrado a los estímulos salmantinos, para no aburrirse en estos rústicos parajes, sigue ejercitándose.

El caso es, eminencia, que es costumbre entre los vecinos de esta villa que la comida fuerte de los viernes sea revuelto de huevos con ajos tiernos y otras verduras de sus huertas, añadiendo incluso, en tiempos recientes, esa fruta terrera de las Indias que llaman papa. Parece ser que el primer viernes de su regreso, al sentarse a la mesa de sus padres, don Alonso rechazó con ostentosa indignación la consabida tortilla, con el argumento de que los huevos contenían el embrión de los polluelos nonatos, de modo tal que, ingiriéndolos, se quebraría la santa abstinencia que todos los católicos guardamos en recuerdo de la Pasión de Nuestro Señor. Las palabras de su hijo llevaron la angustia al alma de doña Isabel, mujer de altísima piedad y devoción, tanto así que, pese al enfado de don Álvaro, ordenó retirar los platos y ese viernes en casa de los Salazar la abstinencia pasó casi a mutarse en ayuno.

Pero no acabó ahí el suceso, pues doña Isabel, preocupadísima, alertó a sus amigas del pecado que por descuido podíamos estar cometiendo y, convencidas todas ellas, vinieron en comisión a plantearme a mí, pobre párroco, sus temores, y a solicitarme que les alumbrara la conducta a seguir. Sospechando que los argumentos del joven no serían más que sofismas a los que tan adictos son los universitarios, quise quitar importancia a sus palabras, máxime cuando, como les dije a las buenas señoras, la Iglesia desde siempre ha sabido y permitido que la ingesta de huevos es práctica habitual durante la abstinencia. De otra parte, habéis de saber que sería un grave contratiempo para esta villa cambiar la dieta de los viernes, pues no siendo marinera ni habiendo ríos con pesca cercanos, resulta difícil concebir qué alternativas caben. Mucho me temo, eminencia, que si los huevos resultaran prohibidos daríamos ocasión a mayores pecados contra la abstinencia y conocido es que quienes se atreven a incumplir un precepto de la Iglesia enseguida encuentran pretexto para infringir los demás.

Tales consideraciones pesaban en mi ánimo mientras intentaba inútilmente sosegar a las buenas señoras. Doña Isabel, repitiendo seguramente las razones de su hijo, me espetó que igual que no era lícito comer en viernes las entrañas de una vaca preñada, tampoco puede serlo si el alimento es un huevo, pues éste no es otra cosa que el envoltorio donde anida el futuro polluelo. Sólo atiné a contestarle que el embrión, si el huevo es fresco, no tiene todavía la naturaleza del pollo y, en consecuencia, no puede considerarse carne y es lícita su ingesta en viernes. Mas me temo que no debí abrir esa puerta porque enseguida la dama me inquirió que a partir de qué momento habíamos de considerar que el embrión del pollo ya era carne y que cómo podíamos saberlo. Como no hallé respuesta convincente, les pedí a las señoras que me concedieran unos días para estudiar el asunto y consultarlo con autoridades más competentes. Amedrentado por sus ceños fruncidos, hube de recomendarles que hasta entonces, siguiendo la santa máxima de ante la duda, abstenerse, no comieran huevos en viernes.

Aunque frente a vuestras altas ocupaciones este asunto os parezca baladí, os ruego que le dediquéis la atención que a mi juicio merece, pues tomarlo a la ligera podría acarrear graves perjuicios no sólo a nuestra villa sino al reino entero. No creáis que lo digo por las implicaciones teológicas que, si bien pienso que las tiene, no soy nadie para entrar en sutilezas muy superiores a mi entendimiento. Habéis de saber que las familias más notables están proponiendo que los ayuntamientos de la comarca emitan ordenanzas prohibiendo los huevos durante la cuaresma, so pena que haya un pronunciamiento dogmático de las altas autoridades eclesiásticas. Y eso no es todo, que, enardecidas estas piadosas señoras por lo que ven como una cruzada de purificación de hábitos pecaminosos en estos tiempos de herejías, ya andan maquinando mover sus influencias para que nuestro monarca dicte leyes que no sólo proscriban comer huevos en días de abstinencia, sino que además penalicen a quienes los recojan o merquen en esas fechas. Comprended pues, eminencia, la urgente necesidad de una bula u otra orden de sacra autoridad que sancione con rigor a partir de qué momento el embrión del huevo se hace pollo.


2º Movimiento (Allegretto) 7ª Sinfonía - Beethoven (Dresden Philarmonic)

CATEGORÍA: Ficciones

sábado, 24 de abril de 2010

Cifras y power-points

Uno de los puntales básicos del florecimiento cultural de nuestros días lo constituye, qué duda cabe, la difusión masiva a través del correo electrónico de esas pequeñas joyas de la sabiduría que son algunos power-point. Poco se ha insistido, a mi juicio, en el decisivo papel que juega el sistema público de empleo de nuestros países desarrollados en la financiación solidaria de este meritorio fomento de la cultura de las masas. Piénsese por un momento en la ingente cantidad de horas que tantos funcionarios dedican a investigar arcanos conocimientos y componer esas logradas diapositivas que luego llegarán a nuestros buzones electrónicos para asombrarnos y enriquecernos. Así, por ejemplo, nos enteramos de que los símbolos de origen árabe con los que representamos las diez cifras del sistema de numeración provienen de los fenicios y que su grafía obedece a una ingeniosa lógica: cada símbolo, en su grafía original, tenía tantos ángulos como unidades expresaba.
Number Story

Verdad es que los dibujos de cada número, hechos con trazos rectos, empiezan a ser algo menos convincentes a partir del siete, con un nueve que, para alcanzar el número de ángulos necesario, requiere un diseño casi laberíntico. Pero así lo hicieron los geniales inventores (¿fenicios?) coherentes con su razonamiento lógico aunque, como aclaran en alguno de los múltiples power-points que nos han llegado sobre esta teoría, sus trazados se simplificaran posteriormente por mor de la simplicidad caligráfica. Y, claro está, el cero es un redondel porque así no hay ángulos. Naturalmente, habría que precisar que, considerando todo símbolo como una sucesión de puntos, lo que se cuentan son los ángulos menores de 180º entre cualesquiera dos puntos adyacentes; pero esto, al fin y al cabo, son minucias que no afectan a la belleza del descubrimiento.

Nos maravillamos pues imaginando a ese mercader de Tiro a quien, para llevar la contabilidad de sus negocios, se le habría ocurrido desdeñar el sistema sexagesimal de los babilonios y pasar a la base diez; y luego ensayaría sus revolucionarios diseños de forma que, gracias al ingenioso mecanismo nemotécnico de los ángulos, le fuera fácil no sólo recordar los valores cuantitativos de cada nueva cifra sino también explicarlos a sus interlocutores. Nos congratulamos de que las herramientas básicas de nuestra evolución cultural resulten de procesos racionales y no de azarosos aconteceres, algo que confirma la balsámica sensación de que el ser humano logra dar sentido al caos de la historia. Tan contundente belleza es la prueba más potente de convicción y ni se nos ocurre cuestionar su veracidad y mucho menos molestarnos en verificarla mínimamente. Por el contrario, en reuniones de amigos (como una reciente a la que asistí), nos alegra poder compartir nuestro nuevo conocimiento y epatar a los (pocos) contertulios que todavía no han recibido el power-point de marras.

Pero nihil novum sub sole, que ya decían los latinos, y desde hace más de mil años bastantes mentes inquietas y ociosas han parido curiosas teorías para explicar el porqué de estos imprescindibles símbolos, siempre bajo la tácita suposición de que las formas de sus dibujos expresaban una lógica subyacente. En su interesante "Una Historia de las notaciones matemáticas" (1928/29), Florian Cajori, bajo el epígrafe "extravagantes hipótesis sobre el origen de las formas de los números", nos cita hasta trece de esas teorías desarrolladas por otros tantos ilustres pensadores occidentales a lo largo de los siglos XVII, XVIII y XIX, las cuales sugieren siempre correspondencias entre el presunto símbolo original y la cantidad de trazos, puntos, ángulos o cualquier otro elemento del dibujo susceptible de contabilización. Todos estos señores no hacían sino seguir las elucubraciones ya planteadas por Aben Ragel (un astrólogo árabe cuyo "libro conplido en los iudizios de las estrellas" fue uno de los éxitos de los traductores toledanos de Alfonso X), quien explicaba las formas de las cifras como una creciente combinatoria de arcos de círculo con dos diámetros. Por supuesto, ninguna de todas estas hipótesis, como tampoco la más reciente de los ángulos, está apoyada por datos fiables ni soporta la mínima prueba.

Aclaremos previamente que nuestras cifras arábigas poca relación tienen con la numeración fenicia (que, al igual que más tarde la griega y luego la romana, se basaba en símbolos alfabéticos) y que su filiación hay que buscarla entre los hindúes. A su vez, las cifras indias, evolucionaron durante muchos siglos, teniéndose por los primeros antecedentes los llamados numerales Brahmi que están datados al menos desde el siglo tercero antes de Cristo. Sus grafías desmienten rotundamente la pretendida correspondencia entre el número de ángulos y el valor numérico que expresan. Los símbolos para el uno, el dos y el tres son absolutamente obvios pero en cambio no resulta nada claro encontrar relación entre formas y contenidos a partir del cuatro. El marroquí Georges Ifrah, en su "Historia universal de las cifras" (probablemente el libro más exhaustivo sobre estos asuntos, nada recomendable para quienes disfruten de la cultura de power-point) propone que "... son los vestigios de una notación numérica indígena, en la que los nueve numerales estaban representados por su correspondiente número de líneas verticales; para que pudieran escribirse de forma rápida estos grupos de líneas evolucionaron de forma similar a como lo hicieron los numerales del Egipto faraónico. Teniendo en cuenta el material en el que se escribía en la India (corteza de árbol u hojas de palmera) y las limitaciones de los instrumentos de escritura (cálamo o pinceles), la forma de los numerales se convirtió en algo muy complejo con numerosas uniones, hasta que perdieron cualquier parecido con los símbolos prototípicos".

Los numerales Brahmi derivaron hacia los Gupta (y probablemente hacia otros distintos de cuya línea evolutiva no provienen los nuestros), por el nombre del gran imperio hindú que se desarrolló durante los siglos IV y VI de nuestra era. Y luego vienen las cifras Devanagari, actualmente en uso en India y Nepal. Probablemente estas cifras serían las que conocería Al-Biruni, uno de los más importantes matemáticos del Islam (hoy habría sido uzbeko) quien, a principios del siglo XI, viajó en varias ocasiones a la India y publicó diversas obras sobre sus números. Hacia el siglo IX los matemáticos árabes ya habían adaptado mayoritariamente la grafía hindú (con sus correspondientes variaciones) y gracias principalmente a la traducción de las obras de Al-Khwarizmi empezaron a conocerse en Europa occidental, aunque su implantación sería lenta y durante mucho tiempo –prácticamente hasta la imprenta– se combinarían con los romanos incluso en un mismo número (por ejemplo, un retablo de Dirk Bouts está fechado en Lovaina en MCCCC4XVII).

Pero a lo que íbamos. No ya los Brahmi, que podemos considerar los originales, es que ni siquiera los Gupta, Devanagari o los primeros árabes, responden en absoluto a la teoría de los ángulos. Tampoco es así con las primeras muestras medievales de estas cifras en Europa (que pueden verse en esta imagen de la wiki). Fueran las que fueran las formas primitivas, parece que su origen y sobre todo su evolución deben muchísimo más al azar que a ningún "diseño inteligente". Pero siempre es atrayente buscar congruencias a posteriori y, ya se sabe, si los hechos no encajan en la teoría, prescindamos de los hechos.


Nothing new under the sun - The Flowers Kings (Alive on Planet Earth, 2000)

martes, 20 de abril de 2010

Prejuicios

Un prejuicio es una opinión valorativa (juicio) que tenemos de algo o de alguien sin suficiente conocimiento. Es, justamente, un juicio que nos formamos antes de contar con los datos bastantes para que éste sea fundado. De otra parte, podemos convenir en que el ser humano está permanentemente haciendo juicios, entendiendo éstos como los modos específicos en que percibimos la realidad; es decir, recibimos una serie de estímulos externos y nos formamos una opinión o, lo que es lo mismo, hacemos una valoración interior de éstos. Estos juicios en sentido amplio son, como dicen los psicólogos, los factores fundamentales en nuestras actuaciones consecuentes: reaccionamos ante los estímulos externos en gran medida en función de la opinión que nos hayamos formado de los mismos. Si esto es así, habremos también de convenir que la práctica totalidad de los juicios que motivan nuestros comportamientos son, siendo rigurosos, prejuicios, ya que rara vez contamos con los datos suficientes para formarnos juicios sensatos.

Los prejuicios gozan de mala reputación y sin embargo, al menos en esta concepción tan amplia, son absolutamente imprescindibles y nuestra tendencia a creárnoslos continuamente responde, probablemente, a una exigencia adaptativa. Piénsese en la paralización vital a que nos conduciría el no ser capaces de formarnos juicios de nada hasta que tuviéramos suficientes seguridades en la fiabilidad de los mismos. Es más, según tengo entendido, la evolución se ha ocupado de ir dotándonos de mecanismos que poco tienen que ver con la racionalidad y el análisis crítico para permitirnos un adecuado grado de acierto en la formación de nuestros prejuicios. Cuántas veces esas primeras impresiones, esos "esto me huele mal" e intuiciones parecidas que no derivan de datos verificados han resultado tremendamente certeras. También es verdad que esas capacidades "prejuzgadoras" están más desarrolladas en unos que en otros.

Ahora bien, siendo cierto que no podemos renunciar a los prejuicios, creo que es bueno que aprendamos a ser conscientes de que los tenemos o, lo que es lo mismo, que estemos dispuestos a poner en cuestión nuestros juicios. Naturalmente, eso exige admitir como premisa de partida que son prejuicios; no necesariamente erróneos, pero siempre susceptibles de modificarse si, como resultado de su cuestionamiento con mayores datos, así lo requieren. Lamentablemente, los prejuicios demuestran frecuentemente ser memes muy robustos, muy difíciles de modificar. Su fuerza básica reside en que no solemos admitir, ni siquiera como ejercicio intelectual, que sean prejuicios y, por tanto, no tenemos ningún interés en cuestionarlos o, lo que es lo mismo, recabar datos que pudieran llevar a esa consecuencia.

Un ejemplo de lo que estoy diciendo es el asunto Garzón, que me motivó el post de ayer. Casi todos con quienes he hablado sobre ello tienen una opinión bastante firme sobre el presunto delito que se imputa al juez y casi ninguno se ha molestado en recabar información suficiente para fundarla. Me atrevería a decir que no les interesa saber en qué han consistido las actuaciones judiciales de Garzón y cuáles aspectos de éstas y por qué pueden ser constitutivos de prevaricación. Si me cae mal Garzón o soy un facha o, por lo que sea, no me gusta que se anden exhumando viejos cadáveres, tengo el prejuicio de que ha prevaricado; si estoy en una posición contraria, en cambio, opinaré a priori que se trata de una conspiración para cargarse al juez y estaré convencido de que éste no ha prevaricado en absoluto. Según en qué lado me ponga, leeré la "desinformación" que publican los periódicos que alimentan mi prejuicio o me indignaré con las "mentiras" que escriben los otros. Lo que no haré es conocer de primera mano los actos por los que se acusa a Garzón y no sólo porque es más trabajoso (esa es la excusa que nos damos), sino porque no tengo ningún interés en tambalear mis convicciones.

Cabe notar que suele haber una correspondencia entre la incuestionabilidad del prejuicio y su esquematismo maniqueo. Los prejuicios, por su propia naturaleza irracional, son poco elaborados y de vocación totalizadora; este tipo es un hijo de puta, por ejemplo, y nada de lo que haga es bueno. Claro que la realidad, cualquier aspecto de la misma sobre el que nos formemos una opinión, rara vez es monocorde, lo cual ya debería ser una pista para que pongamos en duda nuestros juicios absolutos. Supongo que el conocimiento, aunque sea inconsciente, de la inconsistencia lógica de nuestros prejuicios es lo que nos lleva, en absurda actitud defensiva, a no querer cuestionar ninguno de los aspectos incluidos en el mismo. En el ejemplo anterior, si pienso que investigar el paradero de los desaparecidos durante el primer franquismo es algo que hay que hacer, tiendo a creer, erróneamente, que si Garzón hubiese prevaricado se debilita mi convicción. Y ambas cosas son perfectamente compatibles (aunque, en mi opinión, no sea el caso).

Querría poner otros ejemplos de índole más personal, contar algunos prejuicios ajenos que recientemente me han afectado directamente, en concreto en mi actividad laboral. No lo haré porque sería extenderme demasiado y, además, no me conviene molestar a algunos de ese entorno que ocasionalmente pasan por este blog. Diré sólo que dos o tres buenos amigos consideran que algo en lo que estoy involucrado lo estamos haciendo mal. Pero cuando describen ese algo, lo caricaturizan y deforman completamente, acumulando un montón de inexactitudes y prescindiendo de muchos factores que desconocen, de modo tal que lo que a ellos no les gusta dista mucho de ser lo que estamos haciendo. Reconozco que no deja de dolerme la inutilidad de mis intentos por explicarles que no es así; simplemente no les interesa saberlo. Tengo casi la convicción de que esa actitud, tan frecuente en los prejuicios, obedece a una percepción (infundada) de amenaza que, en el fondo, deriva de sus propias inseguridades. En todo caso, este y algunos otros ejemplos de prejuicios con los que recientemente me he topado, no hacen sino reforzar mi idea (¿prejuicio?) de que las emociones, mucho más que la razón, son los motores fundamentales de nuestros comportamientos.


Círculos viciosos - Joaquín Sabina (La Mandrágora, 1981)

CATEGORÍA
: Reflexiones sobre emociones

domingo, 18 de abril de 2010

La prevaricación de Garzón

Como el tema del juez Garzón está de actualidad y yo no me caracterizo por seguirla demasiado, he querido informarme con un poquillo de rigor, huyendo de los posicionamientos radicales y apasionados a que tan aficionados somos por estos lares. Así que he pasado unas cuantas horas tratando de aclararme sobre el asunto de la presunta prevaricación que imputan a Garzón por haberse puesto a investigar las desapariciones del franquismo. Este post es un resumen de las horas que le he dedicado este domingo.

A mediados de diciembre de 2006 llegaron al Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional varias denuncias formuladas por Asociaciones de recuperación de la Memoria Histórica y particulares relativas a presuntos delitos de detención ilegal, llevadas a cabo durante la guerra civil y años posteriores y que obedecían, según los denunciantes, a un plan sistemático. El juez Garzón incoó el procedimiento abreviado de diligencias previas nº 399/2006. Desde esa fecha hasta octubre de 2008 fueron presentándose nuevas denuncias hasta un total de 22 en el momento en que Garzón dicta el auto de 16 de octubre de 2008 mediante el cual acepta la competencia para la tramitación de la causa por los presuntos delitos de detención ilegal, en el contexto de crímenes contra la humanidad.

Garzón, como es preceptivo, antes de dictar el auto en el que se declaraba competente, pidió informe al fiscal de la Audiencia Nacional (desconozco la fecha). El informe del fiscal fue presentado el 1 de febrero de 2008 en el Juzgado número 5 y en él se oponía a la admisión a trámite de las denuncias debido a que los hechos no son constitutivos de crímenes de lesa humanidad ni genocidio, estarían afectados por la Ley de Amnistía de 1977 y, en todo caso, el competente para instruirlos sería, en cada caso, el juez del lugar donde los mismos hubieran ocurrido. Es fundamental la calificación jurídica de los hechos como crímenes contra la humanidad porque éstos no prescriben. Sin embargo, tal figura penal no existía en el momento de la comisión de las presuntas detenciones que, aplicando el código penal de la República, habrían de ser tipificadas como delitos comunes. Pero es que incluso aunque fueras delitos de genocidio, la Audiencia Nacional, según el fiscal, no sería competente para conocerlos (salvo que se hubieran cometido fuera del territorio español). A partir de estos argumentos (que resumo a partir de notas de prensa y del propio auto de 16 de octubre de 2008 de Garzón, ya que no he encontrado el texto del informe), la fiscalía propone que las denuncias sean archivadas.

Como ya he dicho, en el auto de 16 de octubre, Garzón, en contra del informe de la Fiscalía, decide aceptar la competencia para la tramitación de la causa en base a los argumentos que resumo a continuación:

a) En primer lugar, establece con suficiente detalle, que las detenciones ilegales (y muchos otros más actos delictivos) llevadas a cabo durante la guerra civil y los inmediatos por los vencedores de ésta encajan plenamente en el artículo 607 bis del Código Penal que tipifica los crímenes de lesa humanidad. Este artículo fue introducido en el ordenamiento jurídico español mediante la Ley Orgánica 15/2003.

b) En cuanto a la tipificación de los actos como crímenes de lesa humanidad se remite a la sentencia de 2005 que condenó a Alfredo Scilingo por ese delito y a la admisión del mismo en el recurso de casación del Supremo (1 de octubre de 2007) que, aunque no permitan la aplicación de un tipo penal contenido en un precepto posterior que no es más favorable ni autoricen por la misma razón una pena comprendida en límites de mayor extensión, pueden ser tenidas en cuenta para justificar su perseguibilidad universal e incrementar la gravedad del delito.

c) Respecto a la posible prescripción de los delitos, toda vez que han pasado más de veinte años desde que se cometieron. Argumenta Garzón que hasta la promulgación de la Constitución de 1978 no fue posible ejercitar acciones penales pues en ese periodo las acciones ahora encausadas gozaron de impunidad (apoya esta tesis con dos sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y otra del Tribunal Supremo en el ámbito de lo civil). En todo caso, apunto yo, desde el 78 hasta ese auto habían pasado ya 30 años, superando el plazo de prescripción de los delitos tal como estaban tipificados antes de 2003.

d) El argumento central del auto es la tesis de que se trata de delitos permanentes, ya que desde que se produjeron las desapariciones hasta la fecha, las autoridades responsables que las propiciaron han mantenido ocultos los paraderos de las víctimas, así como los datos para descubrirlas. De hecho, dice Garzón, uno de los objetivos de la investigación es, justamente, poner fin a la comisión de un delito permanente.

e) Así pues, Garzón establece que se trata de delitos de consumación permanente (por lo que no han prescrito) que, además, deben considerarse en el contexto de crímenes contra la humanidad, sin que ello vulnere el principio de irretroactividad (según sentencias de tribunales europeas y la incipiente jurisprudencia del Tribunal Supremo), toda vez que ya eran conductas delictivas en el momento del comienzo de su ejecución, poco antes de la guerra civil y siguen cometiéndose en la actualidad, dada su naturaleza de delitos permanentes.

f) La amnistía que la Ley 46/1977 concedió a "todos los actos de intencionalidad política tipificados como delitos o faltas con anterioridad al 15 de diciembre de 1976" no alcanza para Garzón a los hechos y delitos que con arreglo a las normas de derecho penal internacional son catalogados como crímenes contra la humanidad, tal como ha sido establecido en diversas sentencias de altos tribunales internacionales. Hay consenso jurídico internacional en que el Estado no puede borrar sus crímenes cuando han ido dirigidos contra sus propios ciudadanos tanto si quien lo pretende hacer es el propio interesado como su sucesor y que siempre deberá prevalecer el derecho de las víctimas a que el Estado, a través de los Tribunales de Justicia, juzgue a los transgresores. Pero además, la permanencia del delito, impide aplicar dicha Ley de Amnistía, toda vez que el mismo se ha seguido produciendo tras la misma.

g) Por último, en cuanto a la competencia de la Audiencia Nacional (negada por el Fiscal), Garzón admite que, aparentemente, toda vez que las desapariciones ocurrieron en España, no sería competente. Sin embargo, el delito que se juzga va inseparablemente unido al delito contra los altos organismos de la Nación, ya que las desapariciones denunciadas son consecuencia de éste, sin el cual no se habrían producido. A efectos tanto de la competencia como de la prescripción del delito, debe hacerse una valoración conjunta del conexo y del principal (artículo 17 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal). Y el delito contra altos organismos del Estado (que ya lo era en la legislación republicana y lo sigue siendo), además de imprescriptible, compete a la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional

Al día siguiente del auto cuya argumentación he resumido, Garzón acordó la transformación de las Diligencias Previas de procedimiento abreviado a sumario (ordinario), en atención a la gravedad de los hechos. Enseguida, el ministerio fiscal interpuso recurso de apelación contra el auto de 16 de octubre, que fue desestimado. El 8 de noviembre, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, tras tensas discusiones de más de dos horas y media, acordó la paralización cautelar de las exhumaciones de fosas que había ordenado Garzón. Dicha decisión era la respuesta a una solicitud urgente del Fiscal en tanto dichos magistrados decidieran si Garzón era o no competente en la instrucción de la causa.

El 18 de noviembre de 2008, Garzón dicta un nuevo Auto en el que se plantea con mayor extensión las cuestiones conflictivas de esta causa y sobre las que el fiscal se basa para defender su incompetencia y el archivo de la misma. Estas cuestiones son: si existe la figura penal de múltiples detenciones ilegales, su la naturaleza jurídica de los delitos es de carácter permanente y en tal caso cómo debe aplicarse la prescripción, si la Ley de Amnistía es improcedente en este caso, la competencia para conocer los hechos tras el fallecimiento de los responsables, y la necesidad de la protección de las víctimas. No voy a referirme a la argumentación del magistrado porque este post se haría interminable; baste decir que, a lo largo de ciento cuarenta páginas desarrolla detalladamente sus tesis y pone de manifiesto contundentemente las incongruencias de los argumentos de la Fiscalía, amén de señalar cómo en este caso se desvía de la línea que hasta ese momento había seguido. En todo caso, mediante este auto, Garzón, una vez que declara la extinción de responsabilidad penal por fallecimiento de todos los últimos responsables de los delitos investigados, admite la tesis del Fiscal en cuanto a la incompetencia de la Audiencia Nacional y se inhibe a favor de los correspondientes juzgados territoriales. Bien es cierto que, previamente, había ordenado algunas actuaciones que consideraba necesarias para no obstaculizar las posteriores investigaciones (entre ellas, además de la exhumación de fosas, la creación de un grupo de expertos). Así que, probablemente a regañadientes, Garzón se pliega al criterio superior y deja el caso. Diez días después, el Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional decretó que el juez carecía de competencia para investigar las desapariciones.

En circunstancias normales, la cosa debería haber acabado ahí. Sin embargo, en mayo de 2009, "Manos Limpias" presentó una querella por prevaricación contra Garzón; en junio, apareció otra más, esta vez interpuesta por la asociación "Libertad e Identidad"; y en septiembre lo hizo "Falange española de las JONS". Admitidas todas a trámite por el Tribunal Supremo, el 15 de diciembre pasado, en contra del informe del Ministerio Fiscal, la Sala de lo Penal del TS acuerda acumular todas estas querellas y declarar su competencia para la instrucción y enjuiciamiento de las mismas. Y en esas estamos ...

La acumulación de las tres querellas obedece a que, ciertamente, son bastante coincidentes: acusan a Garzón de haber prevaricado al admitir a trámite e iniciar la instrucción de las denuncias contra las desapariciones durante el franquismo. Prevaricar significa adoptar una decisión contraria a derecho a sabiendas. En mi modesta opinión, después de haberme leído los dos autos de Garzón a que me refiero en este post, no hay el más mínimo indicio de que el Juez creyese que la admisión a trámite era contraria a derecho. Está claro que conocía las objeciones que podían hacerse a tal decisión (la prescripción de los delitos, la incompetencia de la Audiencia Nacional) y justamente por ello desarrolla una extensa argumentación para dilucidar si procede o no la admisión de las denuncias. Los argumentos que expone me parecen, desde luego, más fundados que los de la fiscalía pero, en todo caso, incluso quienes no los comparten (salvo que vayan de mala fe), deben reconocer que construyen una tesis coherente que imposibilita afirmar, como he oído alguna voz, que las denuncias eran manifiestamente inadmisibles. Conocidos los razonamientos de los autos, pienso actualmente (a la espera de leer los argumentos de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional y del instructor del Supremo) que Garzón hizo bien admitiendo a trámite e instruyendo las denuncias, pero, naturalmente, puede que esté equivocado. Lo que no me cabe en la cabeza es que se le acuse de prevaricación porque, para que esa imputación prosperara, debería probarse que su argumentación no sólo era incorrecta, sino que había sido construida torticeramente, para disfrazar y justificar una intención que desde el principio sabía que era contraria derecho. Puedo asegurar que no veo el más mínimo indicio en los autos de Garzón que puedan hacer pensar eso, salvo que lo que se quiera es ir contra él.

Cabría, por el contrario, preguntarse qué debería haber hecho Garzón cuando recibe una serie de denuncias de desapariciones. Sin duda, habría sido mucho más cómodo mirar para otro lado y, sin darle demasiadas vueltas, decir que los delitos habían prescrito o que habían sido amnistiados en el 77 o que se dirigieran al juzgado territorial correspondiente. Naturalmente que Garzón sabía que podía hacer eso y también que esa opción le habría traído menos problemas. ¿Aceptó a trámite las denuncias sólo porque es un ególatra vanidoso que quiere protagonizar todos los juicios "estrella" o algo tuvo que ver el sentido del deber y de la justicia, la compasión por las víctimas y alguna que otra cualidad moral no precisamente desdeñable? Las motivaciones de los humanos para actuar son de lo más diversas; lamentablemente nos gusta resaltar siempre las negativas. En este caso, no cayéndome demasiado bien Garzón, tengo la sensación de que más oscuras son las intenciones de quienes lo atacan que las del propio juez.


Ballad of a Thin Man - Bob Dylan (Highway 61 Revisited, 1965)

CATEGORÍA: Política y Sociedad

jueves, 15 de abril de 2010

Herejía añeja

Nos dice la Biblia (y así lo sostienen los creacionistas) que Dios hizo el mundo en seis días y luego descansó. Mas no es verdad, pues el mundo lo hizo el diablo, el ángel caído; por envidia de Dios quiso remedar el universo del espíritu con la pobre materia y de ahí que todo lo corpóreo sea maligno como es su creador. Complaciente Dios con la travesura de su hijo díscolo quiso insuflar alma a esas pobres criaturas y las animó con el espíritu. Pero Satán consiguió que las almas quedasen aprisionadas en la carne, asfixiado el espíritu por la ruin materia, y gozó sobremanera con la que creyó su victoria. Así los hombres, desde el primero, fueron esclavizados por el pecado que ahogaba sus almas, y por eso tuvieron que salir del Paraíso y caer en el barro. El demonio jugaba con ellos, cuidando que sus cuerpos fueran el centro de sus preocupaciones, y para ello inventó las enfermedades, el envejecimiento y la muerte. También los placeres de la carne son obra suya, que al mismo fin están dirigidos. Siempre absortos en su corporeidad, olvidaron los hombres que tenían alma y aunque ésta clamaba sus ansias de Dios su voz no era escuchada. Así que Luzbel creó los infiernos para guardar todas las almas sufrientes que los cuerpos pecadores mantenían encerradas hasta sus muertes, y ese gran número de espíritus era el gran tesoro del demonio que lo celebraba por ser patrimonio de Dios del que él se había apropiado.

¿Por qué permitió Dios, todo bondad, que sus almas fueran dominio del Maligno? Dicen algunos que porque estaba distraído con alguno de sus muchos otros quehaceres. Hay quien declara que no quiso desairar al hijo que tanto había amado arrebatándole sus juguetes. Infundadamente, sostienen algunos que el Diablo retó a su creador a una infantil apuesta: ¿serían capaces las almas de los hombres de escapar de las cárceles de sus cuerpos? Pienso yo que, simplemente, a Dios le importaba un ardite qué fuera de nosotros; al fin y al cabo, ¿qué importancia pueden tener unos seres de tan imperfecta creación en una breve dimensión de su eternidad infinita? Podrían objetarme que, entonces, ¿por qué tanta intervención divina antes de la venida de nuestro Salvador, como nos cuenta el Antiguo Testamento? La respuesta es obvia: porque ese Dios de Moisés y tantos otros no era Dios, sino el Diablo jugando a serlo y, ya de paso, asegurando la mayor confusión de nuestros ancestros, que también contribuye a la ceguera de las almas. Asombraría que las iglesias que se dicen cristianas sigan difundiendo la patraña (y condenando por heréticos a tantos que a lo largo de los siglos han tratado de desenmascararla) si no supiéramos que ellas son fieles aliadas de Satán.

Así nos cuenta la Iglesia que Jesús se hizo hombre para redimirnos y eso es verdad sólo a medias, porque no nos redimió a nosotros, a los que nacimos después y seguimos siendo materia infame con almas doloridas. ¿Acaso nos ha liberado de nuestros cuerpos? Para ello habría debido Dios hacer que cesara esta perversa renovación de lo orgánico, acabar de una vez por todas con el rutinario juego diabólico. Bien es verdad, sin embargo, que su vida y su ejemplo nos han enseñado el camino de nuestra salvación, mas no es éste el que predican los jerarcas eclesiásticos que, por el contrario, se afanan en ocultarnos la única senda a la salvación, pues no es otro su empeño que servir los intereses de su verdadero señor. Por eso, cuantos en la historia han proclamado la necesidad de negar la continuidad del mundo, de lo que erróneamente se llama vida, han sido acallados con las más drásticas y crueles medidas. Desespera comprobar cómo, dos mil años después de la Pasión de nuestro salvador, somos más que nunca juguetes de Satán y por eso más que nunca ahora sería necesaria una nueva redención, una nueva venida de Cristo para llevar nuestras almas al Paraíso. Sólo ésa puede ser nuestra esperanza y merecerla nuestra única preocupación.

Jesús, que es Dios y como tal puro espíritu, se hizo carne para habitar entre nosotros y así convertirse, aunque sólo en apariencia, en uno más de los juguetes de Satán. Ya en vida demostró que su alma divina sabía negar las solicitaciones de la carne y el mundo, y el demonio se enfureció contra él por sus obras y ejemplo. Mas vio que era mortal y se alegró de la preciada adquisición de la que iba a apropiarse. ¿Sospecharía que se trataba de Dios y llegaría, en su infinita soberbia, a confiar en esa inmensa victoria? Aunque así no fuera, sin duda estaría encantado de encerrar en sus dominios tan excelsa alma. Pues Jesús, ciertamente, bajó a los infiernos tras su muerte, que tal era su misión. Llegó ante las inmensas puertas de hierro y bronce y con voz estentórea ordenó por tres veces a las Furias guardianas del Averno que dejasen pasar al Rey de la Gloria, y entonces fue cuando Satán comprendió la verdad y, aullando de miedo y de rabia, prohibió que se le permitiese la entrada. En un instante las puertas volaron en mil pedazos y entró Jesús en los Infiernos y todas sus estancias tenebrosas se iluminaron con la más brillante luz, y esa luz de la Gracia divina se derramó sobre los justos que allí padecían, liberando sus almas de las prisiones de las carnes corruptas, y dicha almas se alzaron y volvieron al reino del espíritu a encontrarse con su Creador. Así fueron redimidos quienes habían vivido en el mundo hasta la venida de nuestro Señor (¿cómo, si no?), pero esta verdadera historia nos es escondida por la Iglesia, aunque la supieron y la contaron los primeros y auténticos cristianos.

CATEGORÍA: Ficciones

miércoles, 14 de abril de 2010

Lo de modernizar la administración no es de ahora

El lunes participé en un congreso que, bajo el título La transparencia en la gestión del territorio, reunía a unas cuantas personas que trabajan en la integración y sistematización de los datos que constituyen la información urbanística. Uno de los ponentes, viejo amigo, refiriéndose a los procesos de modernización de la administración pública y a la tan cacareada (y eterna) transición de la administración tradicional a la e-administración, nos proyectó una copia de la Gaceta de Madrid de 19 de febrero de 1900 en la cual puede leerse la Real Orden mediante la cual se dispone que "en todas las oficinas del Estado, provinciales y municipales se admitan cuantas instancias y documentos se presenten hechos con máquina de escribir, en los mismos términos y con iguales efectos de los escritos o copiados a mano".


Como es sabido, desde hace unos años en España los ciudadanos tenemos el derecho de relacionarnos con las administraciones públicas utilizando medios electrónicos, pero también es verdad que este derecho en no pocas ocasiones cuesta ejercerlo y muchas veces debido a la contumaz obcecación de algunos funcionarios. Hace algo más de un año, por ejemplo, entregamos en la Consejería del Gobierno de Canarias el documento del Avance del Plan General en el que trabajo en un DVD y recibimos en pocos días un escrito reclamándonos tres ejemplares en papel. El documento impreso y encuadernado son 11 tomos con un peso aproximado de 30 kilos y el coste por ejemplar ronda los 3.000 euros. Evidentemente, es bastante más barato regalar un ordenador que imprimir un ejemplar; pero eso a algunos funcionarios les da igual porque, simplemente, "no se sienten cómodos" leyendo en pantalla". Por supuesto, gracias a la Ley 11/2007 pudimos rechazar sus exigencias, aunque sé que dichos funcionarios consiguieron que la Consejería pagara la reproducción en papel de tres copias del documento; en mi opinión, deberían pagarlo de su sueldo y no con cargo al presupuesto público.

Resistencias similares debían ocurrir en los últimos años del siglo XIX. Podemos imaginar al funcionario de manguitos exigiendo a un ciudadano que copiara a mano la instancia que traía impresa a máquina antes de admitir su registro. Parece que el argumento que se usaba se refería a la fiabilidad del documento, ya que tecleado a máquina no se podía someter a una prueba grafológica. Verdad es que, para esos años, las máquinas de escribir no eran todavía herramientas muy populares en España pero seguro que empezaban a proliferar en gestorías y despachos, donde se "producían" los documentos destinados para la Administración. En fin que eran los años iniciales de una herramienta ya prácticamente desaparecida pero que ha subsistido los suficiente para que a muchos nos resulte entrañable (en mi caso, además, hay razones genéticas, pues mi abuelo más querido, antes de casarse y hacerse librero, se ganaba la vida como mecánico de máquinas de escribir, recorriendo, allá por los años veinte y treinta, oficinas por las tierras cántabras y vizcaínas). Hoy, sin embargo, no son sino piezas de coleccionista lo que, cuando Francisco Silvela dictó la Orden que sirve de excusa a este post, debía ser visto por muchos como un artefacto diabólico al que más de uno le auguraría un pobre futuro, pues nunca se podría sustituir la elegancia y belleza caligráfica del rasgado de la pluma sobre el papel.

Llama la atención, por cierto, la celeridad de la administración española durante la regencia de María Cristina, que recibe una instancia el 1 de febrero y doce días después ya ha dictado una norma legal al respecto; aunque sea aventurado extraer conclusiones de un solo hecho, pareciera que la eficacia de nuestros funcionarios ha caído en picado desde entonces. Puede interesar a alguien saber que quien instó este primer paso en lo que ahora llamamos "modernización de la administración" fue un conocido abogado y político de la época, Antonio Comyn Crooke. Este hombre, que en 1900 tenía cuarenta y pocos, era de origen irlandés (en algún sitio he leído que escocés) y se había formado en Inglaterra y España. Desde muy joven debió zambullirse en muchas salsas, pues fue uno de los pioneros del excursionismo en la provincia madrileña, socio del Ateneo, vinculado a diversas firmas comerciales (relacionadas con tecnologías punta de esos años) y metido en política con el partido conservador (fue senador en tres ocasiones: por Gerona, Cuenca y Palencia). Ese mismo año de 1900, antes de ser senador, fue nombrado subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros; no sé si antes o después de su propuesta sobre las máquinas de escribir y tampoco si hay relación entre el cargo y la instancia, aunque a uno se le disparan las elucubraciones. En 1903 se casó con Jesusa Allendesalazar, aristócrata vasca, condesa de Albiz (caserío del municipio vizcaíno de Mendata) y hermana del famoso político Manuel Allendesalazar, que fue muchas veces ministro e incluso por unos breves meses presidente del Consejo de Gobierno. El señor Comyn moriría a finales de 1931, a los setenta y tres años, con la satisfacción, imagino, de comprobar que la máquina de escribir se había popularizado en el procedimiento administrativo. No le agradaría tanto, me supongo dada su filiación política, que unos meses antes se hubiera instaurado la Segunda República, pero no tuvo demasiado tiempo para vivirla. Por suerte para él, no llegó a conocer que su hijo Antonio (dado el nombre es probable que fuera el primogénito) fue muerto en los tristemente célebres fusilamientos de Paracuellos de Jarama a finales del 36. Quien sí supo del asesinato de su tío materno, fue el nieto de Antonio Comyn Crooke, que era entonces un chaval de dieciséis años recién alistado en el ejército y que cuarenta y cinco años después fue apodado el "elefante blanco" con motivo del frustrado golpe de estado del 23F.

CATEGORÍA: Personas y personajes

sábado, 10 de abril de 2010

Apostillas a Bárbara Blomberg

He recibido un par de correos preguntándome por la "veracidad" de la falsa maternidad de Bárbara Blomberg; además, en un comentario al segundo post de la serie anterior, Vanbrugh aludió a esta misma cuestión y le prometí que a ella me referiría una vez acabada la narración de la historieta. A ello voy.

El relato que he escrito es de ficción limitada, como lo son la mayoría de las llamadas novelas históricas. Casi todos los personajes del mismo existieron, así como casi todos los acontecimientos narrados, con sus precisiones geográficas y temporales. Por supuesto, lo que es invención es mi pobre intento de poner negro sobre blanco los pensamientos, emociones y estados de ánimo de quienes hace varios siglos que han vuelto al polvo. El ejercicio de recrear esos "productos mentales" me permite "sentir" hasta cierto grado al ser humano que fue Bárbara (o el omnipotente emperador o cualquier otro), dando un contenido personal a quien, si no, no es más que un "dato". Esta "apropiación afectiva" aplicado a los muertos de la inmensa historia de nuestra especie viene a ser el mismo proceso que nos funciona respecto a los vivos, con muy escasos matices diferenciales.

Bárbara Blomberg ha pasado a los libros de historia como madre de Juan de Austria, seguramente el más relevante de los muchos bastardos reales que han sido. Sin embargo, ya por la época circuló soterradamente, aunque sin demasiado éxito, el rumor de que la verdadera madre era una mujer de la nobleza alemana, cuyos escarceos sexuales con el gran César no podían ser desvelados. Asumiendo dicho cotilleo, Patricio de la Escosura, un escritor romántico merecidamente olvidado, estrenó en 1837 en Madrid, su drama en verso Bárbara Blomberg (que sólo alcanzó cinco representaciones). Dicha obrita, con abundantes incongruencias, me ha aportado los personajes de Blanca y Roberto, ninguno de los cuales encuentran apoyo en fuentes históricas, al menos que yo conozca. Justamente tal escasez de referencias cuando la vida del emperador está documentada prácticamente día a día es el indicio más firme de que no debió existir ninguna duquesa Blanca en su lecho ni ningún Roberto organizando una conspiración en Ratisbona durante esos días de 1546.

Más recomendable es la lectura de Jeromín, estudios históricos sobre el siglo XVI (1902),del jesuita Luis Coloma, biografía novelada que, si bien prescinde de los primeros siete años de la vida de Juan de Austria, dedica algunos párrafos al encuentro de madre e hijo y a la estratagema con la que trajeron a Bárbara a España. El libro, si bien no tiene demasiado valor literario, resulta de entretenida lectura y parece bien documentado, logrando hacernos "ver" el ambiente de la Europa del XVI y "sentir" la realidad de los personajes, aunque con cierto empalagosamiento moralizante muy propio de la época. Por cierto, esta obra fue llevada al cine en 1953 por Luís Lucía, una más de las películas producidas en aquellos años para exaltar los valores imperiales de la eterna Patria española y, de paso, a quien los había salvado de la perfidia roja. Desde luego, Coloma asume le versión oficial de la maternidad de Bárbara, que es la que parece más razonable creer, hasta tanto no se cotejen muestras de los ADN de Don Juan y de la Blomberg (enterrados en sendos monasterios, en el de El Escorial, el primero y en el de Montehano, la segunda).

Salvo el supuesto de que Bárbara no era la verdadera madre del de Austria, que me sirvió de excusa para desarrollar esta serie, los restantes datos que aparecen son siempre rigurosamente ciertos. La época de Carlos V (y la de Felipe II) están muy detalladamente documentadas, así que es fácil no meter la pata. Es impresionante, por ejemplo, el libro de Manuel de Foronda (Estancias y viajes del emperador Carlos V, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, comprobados y corroborados con documentos originales, relaciones auténticas, manuscritos de su época y otras obras existentes en los archivos y bibliotecas públicos y particulares de España y del extranjero, 1914) que nos informa de dónde estaba y qué hacía el emperador en prácticamente cada uno de los días de su vida. Revisándolo se pasma uno ante la cantidad de kilómetros que se metió en el cuerpo; no sabía (o no podía) estarse quieto mucho tiempo en ningún sitio y no paró hasta que se retiró a morir a Yuste. Me han dado ganas de ir pinchando en el Google Earth una marca en cada punto por el que pasó y montar luego una animación que vaya dibujando en orden cronológico todos sus desplazamientos; seguro que sale algo bastante espectacular (y seguro también que alguien ya lo ha hecho).

En fin, una época (como todas, en realidad) muy interesante y que resulta muy entretenido recrear. Y aunque nos parezca muy lejana, tengo la impresión de que, prescindiendo de lo adjetivo, las personas que la vivieron no se diferenciaban casi nada de los que ahora paseamos por la tierra.

CATEGORÍA: Personas y personajes

domingo, 4 de abril de 2010

Bárbara Blomberg (y 4)

El rumor de las olas mece los sueños de Bárbara dirigiéndolos a su único viaje por mar, en aquella galera en la que la embarcaron con engaños. Hacía casi veinte años de esa travesía y el causante –cómo no– Jeromín, que ya no se llamaba así, sino Don Juan de Austria, el más famoso héroe español, vencedor de los moriscos de la Alpujarra y del Turco en Lepanto siendo poco más que un crío y, con apenas treinta años, arribando a Flandes como gobernador general, a sofocar la rebelión que en esos estados avivaba Guillermo el Taciturno. Ya el chico había escrito algunas cartas con anterioridad a la que creía su madre que Bárbara tardaba en responder, cuando lo hacía, pues siempre le agriaban el humor. Sabía además que al joven le advertían de sus jolgorios, que nada gustaban en la corte de Madrid; más de una vez le habían hecho llegar veladas amenazas de enviarla a España si no se recataba como correspondía a su doble estado de viuda y madre de un hijo del César. Pero por fortuna al de Alba, en quien ella veía a su principal enemigo, le ordenaron regresar a Castilla pues no sabía sino exacerbar los ánimos de los flamencos y en su lugar vino ese afable catalán de preclara inteligencia, don Luís de Requeséns, bajo cuyo gobierno la situación de Bárbara mejoró significativamente, bien porque carecía de la seca intolerancia de su predecesor, porque había sido consejero de don Juan y el amor a éste le impelía a agradar a la madre, o porque problemas bastante más graves y acuciantes le agobiaban como para censurar el comportamiento de la viuda. Fuera cualquiera la razón, Bárbara lloró sinceramente la muerte del vicealmirante, sintiéndola como un presagio de la de su propia vida independiente.

Esta intuición le quedó a Bárbara más que confirmada cuando, en noviembre de 1576, le llegó una carta de don Juan en la que le anunciaba que había sido nombrado nuevo gobernador de los Países Bajos y requiriéndola para que lo visitase en su alojamiento de Luxemburgo. Aunque al principio hizo oídos sordos, no estaba dispuesto el hijo del emperador a dejarse ningunear ni siquiera por su madre y unos días después llegaron a su domicilio dos soldados de los Tercios quienes le entregaron una segunda carta y, con muy buenas palabras, ciertamente, la invitaron a arreglarse de inmediato para viajar en una suntuosa carroza que esperaba a la puerta. Entendió Bárbara que más le valía una salida airosa y, después de engalanarse con sus mejores afeites e hirviendo de rabia tras sus sonrisas corteses, se subió al coche que, en apenas poco más de media jornada, cubrió la distancia entre Gante, a donde se había desplazado la dama para participar en los festivos alborotos, y Luxemburgo. Por fin se conocieron hijo y madre y poco o nada se agradaron mutuamente. Él porque vio a una señora madura que, a diferencia de su reverenciada Magdalena de Ulloa, se empeñaba en aparentar aires de jovenzuela no consiguiendo, a sus ojos, más que asemejarse a una cortesana. Ella porque ya iba predispuesta a mostrarle su rabia, a hacerse odiosa a ese arrogante para que, de una vez por todas, la olvidara y la liberara de su cruel destino. Forzáis mi voluntad, señor, que no era ésta acudir a vos. ¿Acaso a una madre no le place visitar a su hijo? No sois mi hijo, sabedlo de una vez. Pero las palabras de Bárbara no irritaron al joven quien extendió una hermosa sonrisa en su no menos hermoso rostro. Estaréis cansada, le contestó mientras se inclinaba ante ella, le cogía una mano y se la besaba. He ordenado que os preparen cómodas habitaciones, por más que ésta sea ahora la vivienda de un soldado; descansad tranquila que ya a la cena podremos hablar con calma.

Esa noche Bárbara comprobó el donaire y galanura del que todos creían su hijo y, contra su voluntad, fue poco a poco cediendo a sus encantos y pensando que quizá no estaba siendo justa con él, que culpa no tenía de los devaneos de su padre, y además podría serle conveniente aprovechar la falsa maternidad para adquirir mayores ventajas. Aún así, seguía recelando Bárbara de Don Juan y, sobre todo, que la quisiese enviar a España, que no dejaba la mujer de comprender que, con su fama de casquivana, no deseara el nuevo virrey tenerla en las mismas provincias (y mucho menos en la misma ciudad) sobre las que había de gobernar. Sin embargo, el joven, prevenido como era, mucho se cuidó de mencionar ningún cambio en los hábitos de su madre y, por el contrario, no cesó de adularla devotamente. De esta guisa le narraba sus viajes y muy en especial sus estancias en Italia, deleitándola con las fiestas cortesanas a las que había asistido. Muy principales señoras, le dijo, me han preguntado por vos, deseosas de conoceros. Y como Bárbara sonreía con incrédula coquetería, decidió el de Austria arriesgar la jugada. ¿No me creéis? Pues sabed que mi hermana, la duquesa de Parma, me ha encarecido que os convenza para que vayáis a visitarla. La propuesta tenía cierta verosimilitud y Bárbara, cegada ya por su vanidad, cayó en la trampa. Margarita de Austria era también una hija ilegítima del emperador, veinticinco años mayor que Juan, que había casado con el duque Farnesio. Además ambas mujeres se conocían pues una década antes había sido la gobernadora de los Países Bajos y habían conversado en algunas ocasiones. Pensó Bárbara que la antigua altanería de la duquesa para con ella se habría trocado en interés debido probablemente al encumbramiento de "su" hijo y tal conjetura reforzó su nueva estrategia de congraciarse con él, visto que a través suyo podría moverse en los más refinados ambientes. En resumen, que la incauta burguesa (pues tal seguía siendo) quedó totalmente seducida y accedió encantada a viajar a Italia, en cuanto llegaran su hijo Conrado y los más fieles de su no escasa servidumbre.

Así que, unos días después, se despidió Bárbara del nuevo gobernador con cariñosas promesas de verse pronto, y partió con los suyos en viaje por tierra hasta Génova. Allí la esperaba la infausta galera con la que habría de navegar hasta Nápoles para desde ese puerto dirigirse hasta l'Aquila donde la duquesa la esperaba. Pero el barco no enfiló hacia el sur sino hacia poniente, a mar abierto; y no costeó la península itálica, sino la ibérica, cruzando un tempestuoso estrecho y surcando el Atlántico y el Cantábrico con tan malos temporales y tan fuertes oleajes que Bárbara, aún consciente del engaño, no pudo sino recluirse en su camarote y entre horrorosos mareos maldecir al hijo como había tantas veces hecho con el padre. En su sueño, se le aparece a Bárbara la figura de Magdalena de Ulloa, la viuda de Luís Quijada que había criado a Don Juan. Como tantos años hizo su marido, ahora le toca a ella decidir sobre su vida. Y como se temía (ya le habían dicho que en España a las mujeres se les encierra), la ilustre señora se ocupa de meterla en un convento donde pasaría un largo año y más que habría pasado si ése de quien todos decían que era madre no hubiese muerto en el otoño de 1578. Pero la Bárbara que salió de las Huelgas Reales era ya una vieja y vieja, cada día más, ha seguido siendo estos últimos veinte años. Recluida en esta aldea cántabra y sin más diversión que cuidar de sus nietos y ayudar a su nuera. Nada queda de esa muchacha alegre que correteaba por las calles de Regensburg; sólo es una anciana olvidada y melancólica que duerme sin saber que no va a volver a despertar, que mañana le harán unos funerales nobles pero discretos y luego la enterrarán en un convento junto al mar, tan lejos de su tierra. No es nada bueno toparse con reyes, Bárbara, y mucho menos con emperadores.



Who was that girl - Bill Frisell (Unspeakable, 2004)

CATEGORÍA: Ficciones

jueves, 1 de abril de 2010

Bárbara Blomberg (3)

Después de ese día de junio de 1546, Bárbara no volvería a ver nunca más al emperador, quien, a cambio de concederle las vidas de su padre y amante, exigió la suya. Quedareis a partir de ahora a la completa disposición de mi mayordomo; sin más que estas lacónicas palabras concluyó el trato y despidió a las dos mujeres, pues sin duda otros asuntos más graves le ocupaban, que no es cuestión que estas minucias roben la preciosa atención de los césares. De los detalles habría de ocuparse don Luís Méndez de Quijada, el seco caballero que solía interrumpir las veladas musicales que, tan recientes, parecían ahora muy remotas. El de Castilla se encargaría de instruirla en su nuevo estado, precisándole con severo rigor cuál, a partir de ese mismo momento, había de ser su conducta y cuáles sus obligaciones. La muchacha volvería a su casa sólo por unos días para que pudiera conocer la liberación de los que había salvado. Luego se presentaría allí quien pasaría ante el mundo por el padre del niño, algún hidalgo de la corte imperial, con el que se casaría y a quien seguiría a donde se decidiera destinarlos. Así sería hasta el fin de su vida, obedeciendo siempre cuanto le ordenasen y, por supuesto, con la boca sellada.

Bárbara desearía dormir pero sus ojos se empecinan en seguir abiertos, mirando hacia las vigas de madera pero viendo, en cambio, escenas vividas hace ya medio siglo. Su padre regresando al hogar de los Blomberg, con el desconcierto apesadumbrado en el rostro, la figura antes altiva del consejero municipal ahora encorvada, mucho más abundantes las canas. Roberto, castigado al exilio, cuyos celos le convencían de que haber escapado a la horca obedecía a la intervención de su amada, y no sólo no se lo agradeció sino que, por el contrario, le increpó duros insultos que todavía hoy hieren su cansado corazón. Y finalmente la ruptura con su familia, una semana después, la víspera de la primera de la bodas regias de ese verano (la de Alberto de Baviera y la archiduquesa Ana de Austria), cuando hacia el mediodía se presentó en la casa de la Kramgasse el que le había sido elegido para marido. Se trataba de un hombre robusto, frisando la cuarentena, de poco agraciados rasgos afeados, además, por una profunda cicatriz que desde la mejilla le bajaba hasta el cuello. Jerónimo Kegel, que así dijo llamarse el pretendiente, no era en absoluto ningún noble sino un soldado de la guardia imperial, dignidad ni siquiera suficiente para la hija de un principal de la villa. Tosco y tímido a la vez, venía acompañado de dos petimetres callados que se adivinaban funcionarios de la corte cuya misión parecía ser la de vigilar que todo sucediera como había sido estipulado. Con palabras torpes expresó su voluntad de desposar a la que iba a ser madre de su hijo, asegurando a los atónitos Blomberg que cuidaría de ella y le daría una vida acomodada gracias a las mercedes que el emperador le había prometido. Bárbara evoca la revuelta mixtura de emociones que entonces la embargaron: la vergüenza por la humillación propia y de sus padres, la triste decepción al conocer a quien habría de ser su esposo, la dolorosa resignación al quebrarse cualquier ilusión de futuro, hasta el regocijo irónico por la chusca farsa con que resolvían su destino. Pero de todas, ahora que es vieja, sólo le queda un dolor sordo tintado de airada amargura, el recuerdo de las duras palabras de su padre al despedirse de ella: maldíjola Wolfgang Blomberg, jurando que no volvería a verla y que renegaría de ella hasta su muerte y Bárbara calló aunque quería gritar su inocencia, se mantuvo erguida aunque quería arrojarse a los pies de su padre, abrazar a su madre, despertar de esa cruel pesadilla.

Los siguientes meses, los que duró el embarazo de Blanca, los pasaron ambas mujeres recluidas en un convento a las afueras de Regensburg. El emperador había partido de la ciudad y, sin embargo, Bárbara sentía su vigilancia a través de discretos personajes que, con sus enigmáticas y esporádicas apariciones, la obligaban a tener siempre presente que era una prisionera sin voluntad. Durante esos días eternos, con cierta frecuencia la visitaba Kegel, en quien poco a poco fue apreciando un trato más cuidado y unas atenciones amables. El soldado a su vez estaba siendo objeto de una calculada educación cortesana, entrenado para cumplir con corrección el papel asignado de tutor del hijo del César. Próximo ya el alumbramiento, Kegel anunció a su prometida que había sido nombrado comisario en la corte de María de Hungría, la hermana de Carlos V, que era por entonces la gobernadora de los Países Bajos. En cuanto naciera el niño y los funcionarios de los Habsburgo se aseguraran de su buena salud, Bárbara se desposaría en secreto y en pocos días partirían los tres, con escolta adecuada al cargo del ex-soldado, en viaje hasta Bruselas, para iniciar una nueva vida, muy lejos de Ratisbona y sus peligrosas habladurías.

Y así ocurrió. Ahora a Bárbara le asaltan las imágenes de esa tarde del 24 de febrero de 1547, acompañando a Blanca en sus dolores de parto y rodeada de comadronas, médicos y cortesanos, pendientes todos de que no surgiera ningún contratiempo. Vino al mundo un niño rebosante de salud y energía (cómo berreaba el condenado), rubio como el emperador, pero muchísimo más bello. Era además la fecha del cuadragésimo séptimo cumpleaños, de Carlos coincidencia que fue considerada por todos como la más incuestionable prueba de la imperial paternidad. Luís de Quijada recibió al recién nacido de la comadrona y, tras escrupuloso examen, se lo entregó ceremoniosamente a Bárbara: señora, he aquí vuestro hijo, cuidadlo. Bárbara miró hacia Blanca, pero ésta, adormilada por el vino de láudano que le acababan de dar a beber, parecía indiferente a todo. De esta forma pasó la joven a ser madre sin haber dado a luz, a tener entre sus brazos al ser que, casi desde su misma concepción, era el culpable de su destino y que, ya entonces así lo intuyó, habría de traerle otros más sinsabores en el futuro. ¿Podría alguien reprocharme que desde ese instante ya lo odiara? Y sin embargo, se dice a si misma la anciana, nunca lo traté mal.

En todo caso, poco tiempo tuve yo al pequeño bastardo, piensa Bárbara notando ya por fin la pesadez de los párpados. No había cumplido aún los tres años cuando le fue arrebatado por orden de Carlos, quien llevaba ya varios meses en Bruselas. Un tal Adrián de Bois, ayuda de cámara del emperador, llegó una tarde acompañando a su esposo y, sin andarse con rodeos ni delicadezas, le comunicó que el niño, Jeromín como lo llamaban, había de ser criado en España, lo que para ella no cambiaba un ápice la obligación de seguir cumpliendo el trato acordado. Esa noche, el pánfilo de Kegel le confesó que en la corte no estaban demasiado contentos con su papel maternal y que algunos rumores sobre su escaso recato habían llegado hasta oídos del César. Verdad era que Bárbara no seguía las pacatas costumbres de la aburrida Bruselas y que, pese al dolor enfurruñado que aún conservaba, no podía evitar, por su edad, carácter y origen, demostrar su desenvuelta lozanía. Pero considerarla poco apropiada como madre le pareció entonces un nuevo insulto, mayor todavía cuando, algunos meses después, vino a saber que el niño había sido dado en custodia nada menos que a un flamenco cuyo oficio era tocar la viola en palacio, sólo porque estaba casado con una española con algunas parcelas de tierra en el villorrio de Leganés, excusa suficiente para despachar a "su" Jeromín a esa maldita tierra de fanáticos.

Se está adormilando la dama y tenues como sueños se le pasan por la memoria los veintidós años vividos con Kegel, sin llegar a amarlo nunca del todo, sin que nunca pudiera el pobre hombre colmar sus ansias, pero apegada a su cariño dócil y servicial. Al fin y al cabo, le hizo dos hijos, aunque sólo le haya sobrevivido Conrado, con cuya familia vive en esta mansión cántabra. Pero el viejo Jerónimo la dejaría viuda con poco más de cuarenta y sin apenas posibles, que nunca gustó ella de ser ahorrativa, segura de que habrían de preocuparse otros por su subsistencia no fuera la necesidad a desatarle la lengua. Y claro que acudieron en su ayuda, que el mismo Duque de Alba se presentó a darle el pésame en los funerales del comisario Kegel y, con sus retorcidas maneras diplomáticas, se interesó por sus demandas financieras. El tan temido gobernador de Flandes le propuso viajar a Castilla, donde el rey Felipe le ofrecía casa y servidumbre para ella y sus hijos. Pero nada más lejos de la voluntad de Bárbara que asentarse en ese país que tan poco quería y menos entonces, que se sentía todavía joven y con ganas de desquitarse del aburrido encierro marital. Una sonrisa se insinúa en los labios de la anciana, ya casi dormida, recordando los buenos años que siguieron en Bruselas, sus alegres correrías y la desahogada posición que obtuvo gracias a los casi cinco mil florines de renta que le asignó el rey de España.


The Wife and Kid - Bill Frisell (Gone, just like a Train, 1998)

CATEGORÍA: Ficciones