Los huevos y el embrión del pollo
Rebuscando en polvorientos archivos de remotas iglesias castellanas, me he topado con una carta que el párroco del lugar, un pueblo de la provincia de Burgos, escribió probablemente a alguna autoridad eclesiástica de su diócesis, calculo que hacia mediados del XVI. Como el texto tiene su interés, me permito transcribirlo en el blog, con unas mínimas adaptaciones de sintáxis y vocabulario para su mejor comprensión.
Eminencia, me dirijo a vos con el ruego de que vuestra alta sapiencia absuelva la ignorancia que a este pobre párroco a engorrosos embrollos viene abocando en las recientes fechas, y así deja mi autoridad en entredicho y por ende el ministerio de nuestra Santa Madre la Iglesia que humildemente represento. Sabed que no llega todavía a un mes que ha regresado a esta villa el joven Alonso de Salazar, estudiante en Salamanca e hijo segundón de una de las más pudientes familias del lugar, dicen que con relaciones hasta en la corte de nuestro Rey Felipe. Barrunto yo que el muchacho, a pesar de su buena madera, haya podido complacerse en tantas falsas doctrinas que con inconsciente frivolidad gustan debatir en las universidades. Quizá también por allí merodeen seguidores del pérfido Lutero, como los que no ha mucho prendió el Santo Oficio en Valladolid. Pero no penséis que siquiera insinuó que el muchacho peque de herético, que mis cortas luces no dan para tanto alcance. Probable es que se trate sólo de aficiones traviesas de la juventud sumadas a su ingenio natural que, acostumbrado a los estímulos salmantinos, para no aburrirse en estos rústicos parajes, sigue ejercitándose.
El caso es, eminencia, que es costumbre entre los vecinos de esta villa que la comida fuerte de los viernes sea revuelto de huevos con ajos tiernos y otras verduras de sus huertas, añadiendo incluso, en tiempos recientes, esa fruta terrera de las Indias que llaman papa. Parece ser que el primer viernes de su regreso, al sentarse a la mesa de sus padres, don Alonso rechazó con ostentosa indignación la consabida tortilla, con el argumento de que los huevos contenían el embrión de los polluelos nonatos, de modo tal que, ingiriéndolos, se quebraría la santa abstinencia que todos los católicos guardamos en recuerdo de la Pasión de Nuestro Señor. Las palabras de su hijo llevaron la angustia al alma de doña Isabel, mujer de altísima piedad y devoción, tanto así que, pese al enfado de don Álvaro, ordenó retirar los platos y ese viernes en casa de los Salazar la abstinencia pasó casi a mutarse en ayuno.
Pero no acabó ahí el suceso, pues doña Isabel, preocupadísima, alertó a sus amigas del pecado que por descuido podíamos estar cometiendo y, convencidas todas ellas, vinieron en comisión a plantearme a mí, pobre párroco, sus temores, y a solicitarme que les alumbrara la conducta a seguir. Sospechando que los argumentos del joven no serían más que sofismas a los que tan adictos son los universitarios, quise quitar importancia a sus palabras, máxime cuando, como les dije a las buenas señoras, la Iglesia desde siempre ha sabido y permitido que la ingesta de huevos es práctica habitual durante la abstinencia. De otra parte, habéis de saber que sería un grave contratiempo para esta villa cambiar la dieta de los viernes, pues no siendo marinera ni habiendo ríos con pesca cercanos, resulta difícil concebir qué alternativas caben. Mucho me temo, eminencia, que si los huevos resultaran prohibidos daríamos ocasión a mayores pecados contra la abstinencia y conocido es que quienes se atreven a incumplir un precepto de la Iglesia enseguida encuentran pretexto para infringir los demás.
Tales consideraciones pesaban en mi ánimo mientras intentaba inútilmente sosegar a las buenas señoras. Doña Isabel, repitiendo seguramente las razones de su hijo, me espetó que igual que no era lícito comer en viernes las entrañas de una vaca preñada, tampoco puede serlo si el alimento es un huevo, pues éste no es otra cosa que el envoltorio donde anida el futuro polluelo. Sólo atiné a contestarle que el embrión, si el huevo es fresco, no tiene todavía la naturaleza del pollo y, en consecuencia, no puede considerarse carne y es lícita su ingesta en viernes. Mas me temo que no debí abrir esa puerta porque enseguida la dama me inquirió que a partir de qué momento habíamos de considerar que el embrión del pollo ya era carne y que cómo podíamos saberlo. Como no hallé respuesta convincente, les pedí a las señoras que me concedieran unos días para estudiar el asunto y consultarlo con autoridades más competentes. Amedrentado por sus ceños fruncidos, hube de recomendarles que hasta entonces, siguiendo la santa máxima de ante la duda, abstenerse, no comieran huevos en viernes.
Aunque frente a vuestras altas ocupaciones este asunto os parezca baladí, os ruego que le dediquéis la atención que a mi juicio merece, pues tomarlo a la ligera podría acarrear graves perjuicios no sólo a nuestra villa sino al reino entero. No creáis que lo digo por las implicaciones teológicas que, si bien pienso que las tiene, no soy nadie para entrar en sutilezas muy superiores a mi entendimiento. Habéis de saber que las familias más notables están proponiendo que los ayuntamientos de la comarca emitan ordenanzas prohibiendo los huevos durante la cuaresma, so pena que haya un pronunciamiento dogmático de las altas autoridades eclesiásticas. Y eso no es todo, que, enardecidas estas piadosas señoras por lo que ven como una cruzada de purificación de hábitos pecaminosos en estos tiempos de herejías, ya andan maquinando mover sus influencias para que nuestro monarca dicte leyes que no sólo proscriban comer huevos en días de abstinencia, sino que además penalicen a quienes los recojan o merquen en esas fechas. Comprended pues, eminencia, la urgente necesidad de una bula u otra orden de sacra autoridad que sancione con rigor a partir de qué momento el embrión del huevo se hace pollo.
Eminencia, me dirijo a vos con el ruego de que vuestra alta sapiencia absuelva la ignorancia que a este pobre párroco a engorrosos embrollos viene abocando en las recientes fechas, y así deja mi autoridad en entredicho y por ende el ministerio de nuestra Santa Madre la Iglesia que humildemente represento. Sabed que no llega todavía a un mes que ha regresado a esta villa el joven Alonso de Salazar, estudiante en Salamanca e hijo segundón de una de las más pudientes familias del lugar, dicen que con relaciones hasta en la corte de nuestro Rey Felipe. Barrunto yo que el muchacho, a pesar de su buena madera, haya podido complacerse en tantas falsas doctrinas que con inconsciente frivolidad gustan debatir en las universidades. Quizá también por allí merodeen seguidores del pérfido Lutero, como los que no ha mucho prendió el Santo Oficio en Valladolid. Pero no penséis que siquiera insinuó que el muchacho peque de herético, que mis cortas luces no dan para tanto alcance. Probable es que se trate sólo de aficiones traviesas de la juventud sumadas a su ingenio natural que, acostumbrado a los estímulos salmantinos, para no aburrirse en estos rústicos parajes, sigue ejercitándose.
El caso es, eminencia, que es costumbre entre los vecinos de esta villa que la comida fuerte de los viernes sea revuelto de huevos con ajos tiernos y otras verduras de sus huertas, añadiendo incluso, en tiempos recientes, esa fruta terrera de las Indias que llaman papa. Parece ser que el primer viernes de su regreso, al sentarse a la mesa de sus padres, don Alonso rechazó con ostentosa indignación la consabida tortilla, con el argumento de que los huevos contenían el embrión de los polluelos nonatos, de modo tal que, ingiriéndolos, se quebraría la santa abstinencia que todos los católicos guardamos en recuerdo de la Pasión de Nuestro Señor. Las palabras de su hijo llevaron la angustia al alma de doña Isabel, mujer de altísima piedad y devoción, tanto así que, pese al enfado de don Álvaro, ordenó retirar los platos y ese viernes en casa de los Salazar la abstinencia pasó casi a mutarse en ayuno.
Pero no acabó ahí el suceso, pues doña Isabel, preocupadísima, alertó a sus amigas del pecado que por descuido podíamos estar cometiendo y, convencidas todas ellas, vinieron en comisión a plantearme a mí, pobre párroco, sus temores, y a solicitarme que les alumbrara la conducta a seguir. Sospechando que los argumentos del joven no serían más que sofismas a los que tan adictos son los universitarios, quise quitar importancia a sus palabras, máxime cuando, como les dije a las buenas señoras, la Iglesia desde siempre ha sabido y permitido que la ingesta de huevos es práctica habitual durante la abstinencia. De otra parte, habéis de saber que sería un grave contratiempo para esta villa cambiar la dieta de los viernes, pues no siendo marinera ni habiendo ríos con pesca cercanos, resulta difícil concebir qué alternativas caben. Mucho me temo, eminencia, que si los huevos resultaran prohibidos daríamos ocasión a mayores pecados contra la abstinencia y conocido es que quienes se atreven a incumplir un precepto de la Iglesia enseguida encuentran pretexto para infringir los demás.
Tales consideraciones pesaban en mi ánimo mientras intentaba inútilmente sosegar a las buenas señoras. Doña Isabel, repitiendo seguramente las razones de su hijo, me espetó que igual que no era lícito comer en viernes las entrañas de una vaca preñada, tampoco puede serlo si el alimento es un huevo, pues éste no es otra cosa que el envoltorio donde anida el futuro polluelo. Sólo atiné a contestarle que el embrión, si el huevo es fresco, no tiene todavía la naturaleza del pollo y, en consecuencia, no puede considerarse carne y es lícita su ingesta en viernes. Mas me temo que no debí abrir esa puerta porque enseguida la dama me inquirió que a partir de qué momento habíamos de considerar que el embrión del pollo ya era carne y que cómo podíamos saberlo. Como no hallé respuesta convincente, les pedí a las señoras que me concedieran unos días para estudiar el asunto y consultarlo con autoridades más competentes. Amedrentado por sus ceños fruncidos, hube de recomendarles que hasta entonces, siguiendo la santa máxima de ante la duda, abstenerse, no comieran huevos en viernes.
Aunque frente a vuestras altas ocupaciones este asunto os parezca baladí, os ruego que le dediquéis la atención que a mi juicio merece, pues tomarlo a la ligera podría acarrear graves perjuicios no sólo a nuestra villa sino al reino entero. No creáis que lo digo por las implicaciones teológicas que, si bien pienso que las tiene, no soy nadie para entrar en sutilezas muy superiores a mi entendimiento. Habéis de saber que las familias más notables están proponiendo que los ayuntamientos de la comarca emitan ordenanzas prohibiendo los huevos durante la cuaresma, so pena que haya un pronunciamiento dogmático de las altas autoridades eclesiásticas. Y eso no es todo, que, enardecidas estas piadosas señoras por lo que ven como una cruzada de purificación de hábitos pecaminosos en estos tiempos de herejías, ya andan maquinando mover sus influencias para que nuestro monarca dicte leyes que no sólo proscriban comer huevos en días de abstinencia, sino que además penalicen a quienes los recojan o merquen en esas fechas. Comprended pues, eminencia, la urgente necesidad de una bula u otra orden de sacra autoridad que sancione con rigor a partir de qué momento el embrión del huevo se hace pollo.
2º Movimiento (Allegretto) 7ª Sinfonía - Beethoven (Dresden Philarmonic)
CATEGORÍA: Ficciones







Esta intuición le quedó a Bárbara más que confirmada cuando, en noviembre de 1576, le llegó una carta de don Juan en la que le anunciaba que había sido nombrado nuevo gobernador de los Países Bajos y requiriéndola para que lo visitase en su alojamiento de Luxemburgo. Aunque al principio hizo oídos sordos, no estaba dispuesto el hijo del emperador a dejarse ningunear ni siquiera por su madre y unos días después llegaron a su domicilio dos soldados de los Tercios quienes le entregaron una segunda carta y, con muy buenas palabras, ciertamente, la invitaron a arreglarse de inmediato para viajar en una suntuosa carroza que esperaba a la puerta. Entendió Bárbara que más le valía una salida airosa y, después de engalanarse con sus mejores afeites e hirviendo de rabia tras sus sonrisas corteses, se subió al coche que, en apenas poco más de media jornada, cubrió la distancia entre Gante, a donde se había desplazado la dama para participar en los festivos alborotos, y Luxemburgo. Por fin se conocieron hijo y madre y poco o nada se agradaron mutuamente. Él porque vio a una señora madura que, a diferencia de su reverenciada Magdalena de Ulloa, se empeñaba en aparentar aires de jovenzuela no consiguiendo, a sus ojos, más que asemejarse a una cortesana. Ella porque ya iba predispuesta a mostrarle su rabia, a hacerse odiosa a ese arrogante para que, de una vez por todas, la olvidara y la liberara de su cruel destino. Forzáis mi voluntad, señor, que no era ésta acudir a vos. ¿Acaso a una madre no le place visitar a su hijo? No sois mi hijo, sabedlo de una vez. Pero las palabras de Bárbara no irritaron al joven quien extendió una hermosa sonrisa en su no menos hermoso rostro. Estaréis cansada, le contestó mientras se inclinaba ante ella, le cogía una mano y se la besaba. He ordenado que os preparen cómodas habitaciones, por más que ésta sea ahora la vivienda de un soldado; descansad tranquila que ya a la cena podremos hablar con calma.
Esa noche Bárbara comprobó el donaire y galanura del que todos creían su hijo y, contra su voluntad, fue poco a poco cediendo a sus encantos y pensando que quizá no estaba siendo justa con él, que culpa no tenía de los devaneos de su padre, y además podría serle conveniente aprovechar la falsa maternidad para adquirir mayores ventajas. Aún así, seguía recelando Bárbara de Don Juan y, sobre todo, que la quisiese enviar a España, que no dejaba la mujer de comprender que, con su fama de casquivana, no deseara el nuevo virrey tenerla en las mismas provincias (y mucho menos en la misma ciudad) sobre las que había de gobernar. Sin embargo, el joven, prevenido como era, mucho se cuidó de mencionar ningún cambio en los hábitos de su madre y, por el contrario, no cesó de adularla devotamente. De esta guisa le narraba sus viajes y muy en especial sus estancias en Italia, deleitándola con las fiestas cortesanas a las que había asistido. Muy principales señoras, le dijo, me han preguntado por vos, deseosas de conoceros. Y como Bárbara sonreía con incrédula coquetería, decidió el de Austria arriesgar la jugada. ¿No me creéis? Pues sabed que mi hermana, la duquesa de Parma, me ha encarecido que os convenza para que vayáis a visitarla. La propuesta tenía cierta verosimilitud y Bárbara, cegada ya por su vanidad, cayó en la trampa. .jpg)




