Finales de 1928 a mediados de 1931: el tiempo en el que Walther fue plenamente feliz, un torrente de entusiasmo por sus venas a cada instante. Era un joven con ganas de apasionarse y se había zambullido de lleno en la vorágine de emociones violentas de la política alemana en los últimos años de la república. Reportero para
Die Rote Fahne era ser también apóstol, agitador y guerrillero. Casi siempre acompañando a
Erich Mielke, sólo tres años mayor pero para él ya todo un veterano, el bisoño judío de Aachen aprendió a moverse por las calles berlinesas, eludiendo a los policías prusianos, emboscando o evitando a los
SA nazis, acudiendo a socorrer a camaradas escondidos por el partido ... En esos años, el corazón del Berlín de Walther, fue la plaza Bülow.
Allí, en un edificio de viviendas avejentadas, una familia de judíos del este le alquilaría una habitación; allí, en la
Volksbühne, se entusiasmaría con las vanguardias escénicas berlinesas; allí vibró enardecido con los discursos de
Thälmann, en los frecuentes mítines del
KPD; allí discutiría hasta las tantas, cada vez más borracho, en la cervecería del viejo Hans; desde allí se plantaría, en dos pasos, en los locales del periódico o en la
Karl-Liebknecht-Haus, la sede del Partido ... Casi setenta años después, visitaría yo esa plaza (ya no Bülow, sino Rosa Luxemburgo) y trataría de evocar (con poco éxito, me temo) las correrías de aquel muchacho que, mucho después de su muerte, iban a sacudir mi vida sin que hasta entonces hubiera podido ni siquiera imaginarlo.
La plaza Bülow fue también el escenario de los asesinatos de los policías, el acontecimiento que le cambió brutalmente la vida. Un atardecer a principios del verano del 31, Walther y un compañero subían por la Jüdenstrasse de camino hacia los locales del periódico. Venían de visitar a una familia judía cuyo hijo mayor había sido brutalmente apaleado por un grupo de nazis. Caminaban indignados, maldiciendo en voz alta a los cobardes fascistas. Poco antes de llegar a la mole roja del
Rotes Rathaus (el Ayuntamiento), cinco o seis individuos con ridículos uniformes pardos y las odiadas cruces gamadas les salieron al paso. Era demasiado obvio que les esperaba una paliza, que nada podrían hacer para evitarlo salvo intentar la huída. Sin necesidad de hablar cada uno de los chicos salió disparado hacia un lado distinto. Walther, buen corredor, creyó enseguida haber escapado o, a lo mejor, es que no tenían ganas de perseguirle. Empezó a reducir la marcha cuando, cerrándole el paso, apareció el policía Paul Anlauf, a quien llamaban cara de cerdo. Anlauf era conocido por su inquina hacia los comunistas y se decía que solía acompañar a los SA en sus correrías violentas contra rojos y judíos. Al verse de frente, cara de cerdo sonrío y alargó sus brazos para atenazarle al tiempo que gritaba, aquí, aquí está una de las ratas. Sin pensarlo, Walther se agachó para evitar las garras del policía y al mismo tiempo arremetió hacia delante propinándole un violento cabezazo en los testículos. Anlauf se dobló de dolor cayendo sobre el pavimento y el chico aprovechó para escapar. Justo a la vuelta de la esquina el portal de un viejo edificio estaba abierto; entrar y subir hacia la azotea; ahí arriba podría permanecer oculto y en silencio hasta que el peligro pasase.
En un rato, se oyeron gritos y risas; el grupo de SAs apareció arrastrando al compañero de Walther, un guiñapo sanguinolento que gemía débilmente. Anlauf, al verlos llegar, hizo ostentosos aspavientos con lo brazos; bien, gritó, al menos a uno de estos malditos rojos le podemos dar su merecido; y descargó una primera patada sobre el cuerpo encogido del muchacho, a la que siguió otra de uno de los SA y luego otra y otra y otra y más, el chico ya no gemía, no se movía, no se protegía, ni siquiera sangraba. Desde la azotea, Walther miraba y lloraba en silencio; ateo él, rezaba para que parase esa tortura, para que el tiempo retrocediera, para que rayos divinos fulminaran a esos nazis asesinos. Pero duraron las patadas inmisericordes un rato largo, infinito casi, hasta que esas bestias desalmadas se cansaron, hasta que cara de cerdo, a modo de jefe, decretó que ya estaba bien, que ese rojo de mierda no volvería a joder. Entonces el grupo se abrió y en un extraño y tétrico silencio esos hombres se alejaron de ese cuerpo callado y encallado en un charco oscuro. Walther, el rostro bañado en lágrimas, dejó pasar unos minutos mínimos y corrió hacia abajo; se arrodilló junto a su amigo, le alzó la cabeza y le llamó sin respuesta. Corrió hasta el Rathaus y pidió ayuda; dos policías cargaron al muchacho hasta una ambulancia. Esa misma noche, un joven reportero del
Die Rote Fahne, un militante comunista, moría en un hospital de Berlín.
Aquella noche Walther no pudo más que contar a Mielke y a algunos dirigentes del partido lo que había pasado. No estuvo, por supuesto, en las varias reuniones posteriores del comité central del KPD; no fue testigo de las acaloradísimas discusiones que motivó el crimen. Por esas fechas, había cada vez más dirigentes inclinados a que el partido se decantase por la violencia, que abandonase el respeto a la legalidad burguesa de la república. En esa dirección presionaban las consignas soviéticas, pero también los propios acontecimientos parecían dejar sin argumentos a los defensores de actuaciones menos radicales.
Hacía ya unos cuantos meses que los comunistas habían previsto que los enfrentamientos contra los nazis irían derivando hacia una espiral violenta, pero confiaban todavía en que serían capaces de controlar la evolución del conflicto para resolverlo a su favor en el momento preciso (todos cometemos errores de cálculo). En esa estrategia, sin embargo, no podía admitirse que la policía jugara impunemente del lado nacionalsocialista y cada vez había más caras de cerdo. Por eso, la muerte del compañero de Walther fue el detonante. Fue en una de esas reuniones cuando otro Walter,
Ulbricht (quien sería años después el primer dirigente de la RDA), hizo que se aprobará su receta del dos por uno: por cada comunista muerto por la policía, los comunistas matarían dos policías. Y al calor de las ansias de venganza, la primera decisión concreta no se hizo esperar: Paul Anlauf fue nominado y su compinche Franz Lenck, acompañante habitual de sus rondas, también.
Walther se había encerrado en su habitación; lloraba, pensaba, rabiaba y volvía a llorar. Apenas salía sino para comer algo, por más que la familia judía que lo alojaba y que casi lo habían adoptado, le animaba a superar el golpe. Dejó de ir por el periódico y nadie apareció para reclamarle sus deberes. Sabía que algo tenía que hacer pero no el qué; sin embargo, sentía que la decisión se le presentaría incuestionable en poco tiempo. Entre tanto, sólo podía esperar mientras pensaba, rabiaba y, sobre todo, lloraba. Dos semanas después de aquella fatídica tarde, el viejo judío tocó en la habitación de Walther; afuera te espera un amigo, le dijo. Era Mielke, de pie con los brazos abiertos. Walther se dejó caer en ellos y lloró sobre el pecho del amigo mayor. Poco a poco, paciente, Mielke lo fue calmando; le explicó que estaban en guerra, lo que había en juego. Luego le contó la decisión del Comité Central y que él había pedido, y le había sido concedido, ser uno de los ejecutores del castigo. Walther le pidió participar y, tras un largo tira y afloja, Erich aceptó; pero con una condición: no debían saberlo en el KPD. Y, efectivamente, no se llegó a saber; la participación de Walther no ha sido registrada en la historia. Sin embargo, sí lo fue en el corazón de ambos jovenes, y ese vínculo, tan fuerte, saltaría a la siguiente generación hasta, de rebote, afectarme a mí tantos años después.
El asesinato de los dos policías es una historia conocida, así que bastará que de unas breves pinceladas. La tarde del 9 de agosto de 1931 el KPD organizó una ruidosa manifestación en la plaza Bülow con la única intención de atraer al lugar a los policías (ese era su territorio y, además, estaban de ronda por los alrededores). Cuando pasaban delante del cine Babylon, desde la marquesina de la entrada principal a la que se había subido, Walther gritó con todas sus fuerzas: Cara de cerdo, asesino hijo de puta. Anlauf, Lenck y el sargento Willig que acompañaba a ambos capitanes, se detuvieron sorprendidos, tratando de localizar a quien gritaba. Esa había sido la señal; de la cervecería de enfrente salieron Mielke y otro camarada disparando sus lugers. Lenck recibió un tiro en el pecho y murió casi al instante; al Sargento Willig le alcanzaron en el estómago y, antes de caer de rodillas, fue capaz de sacar su arma y ahuyentar a los comunistas; al odiado Anlauf le llegaron dos balazos al cuello: se desangró hasta morir a las puertas del Babylon mientras Willig le sujetaba la cabeza y el lugar se iba llenando de curiosos que miraban en silencio, muchos de ellos los comunistas que unos momentos antes se manifestaban en la plaza Bülow. En esas circunstancias, casi nadie se fijó en un joven que desde la marquesina se metía por una de las ventanas y salía minutos después por la puerta lateral del edificio para alejarse no se sabe hacia donde.
El sargento sobrevivió y, como es sabido, identificó a algunos de los participantes en la emboscada. En el KPD enseguida supieron que las autoridades conocían el nombre de Mielke y se ocuparon de enviarlo a Moscú. La noche antes de su marcha los dos amigos se despidieron. Walther no corría peligro, nadie, salvo Mielke, sabía de su participación. Sin embargo, si bien no podía ir a la Unión Soviética, convenía que dejase Berlín y se ocultase por un tiempo. Seguramente, esa decisión acordada a regañadientes, salvaría la vida del chico. Cinco años después volverían a encontrarse: sería en España, iniciada la guerra civil.