Motivos personales
No es nada personal, dice el mafioso a su víctima, sólo negocios. Quizá la frase sea verdad en el ambiente gangsteril de la Cosa Nostra, pero rara vez en la vida profesional, en el mundo de lo que genéricamente podemos llamar negocios (por oposición al ocio, en el que incluyo naturalmente la vida privada). Si se me concede entender como personales todas las motivaciones de nuestro actuar que derivan, al menos en parte significativa, de nuestras emociones y de nuestros sentimientos, supongo que también podríamos convenir en que no sería nada malo que en la marcha de los negocios dichos factores interviniesen lo menos posible. Y para acotar algo más, diré que me refiero en particular a los negocios públicos, a aquéllos que en mayor o menor medida influyen en la vida colectiva, en los intereses comunes (no sólo las actividades del sector público).
No es así, sin embargo. Las motivaciones personales suelen jugar un papel determinante en la vida profesional. Pensemos, por ejemplo, en las decisiones de un directivo o de un político. ¿Cuánto influyen en ellas las cuestiones personales? Mucho, puedo asegurarlo. Y lo peor es que no son precisamente los rasgos más laudables de nuestra naturaleza, sino las tendencias más ruines, entre las que frecuentemente destacan la vanidad, el orgullo (y la dignidad mal entendida), la envidia y tantas otras joyas de nuestros caracteres. Sería desde luego excesivamente ingenuo pensar que podamos erradicar lo personal de nuestras motivaciones profesionales y hasta es probable que, de poderse, no fuera nada recomendable. Pero se me ocurre que es, como tantas otras cosas, el problema radica en las proporciones.
Cuando yo era niño aprendí que la actividad laboral, amén de ser necesaria para ganarse la vida (la función alimenticia que la llaman algunos), tenía también y sobre todo por finalidad contribuir a mejorar la sociedad. Era la tópica, entonces, la idea de servicio público que donde más se expresaba era en la esfera pública y en particular en la política. No niego que, teniendo en cuenta durante qué época transcurrió mi niñez, esa pedagogía fuera una descarada muestra de cinismo hipócrita, pero tal hecho es irrelevante a los efectos de mi argumentación. La ideología asumida es la que digo, y cuando uno actuaba profesionalmente lo prioritario en sus motivaciones era propiciar un cambio a mejor del conjunto del ámbito en el que actuaba. Hoy esta manera de pensar, si alguien la expresara, nos sonaría ridícula.
Esta mañana, sin ir más lejos, he vivido otro de los múltiples episodios de motivaciones personales cutres. Estábamos, mi compañero en la empresa y yo, discutiendo con otro profesional la posibilidad de formar una asociación para optar a un encargo importante. los problemas que teníamos que resolver eran, vistos con una mínima objetividad, bastante sencillos. La complejidad no radicaba en lo que había que hacer sino en cómo llevarlo a cabo sorteando la maraña de fobias y susceptibilidades de los que habría que implicar en el proceso. Empezando por nuestro interlocutor quien, para colmo, declaró que él desde luego no se guía por factores personales (y lo peor es que estoy seguro de que se lo cree: la capacidad de autoengaño del primate humano es tan infinita como su estupidez).
La verdad es que a mí me agota y pone a prueba mi escasa paciencia el tremendo trabajo que exige esta especie de actividad diplomática para conciliar rencillas, vanidades y demás miserias. Afortunadamente, en el reparto de tareas, éstas le tocan en la mayor parte a mi compañero, mucho más entrenado y paciente que yo. Siempre me dice que el 80% de su trabajo consiste justamente en eso: en lograr con un despilfarro de tiempo y esfuerzos desactivar tantísimas cuestiones personales que obstaculizan el desarrollo de los objetivos de nuestro trabajo. Es inimaginable cuánto aumentaría la productividad si esos tiempos y esfuerzos se dedicaran a hacer las cosas que se supone que son las que tenemos que hacer. Pero, por desgracia, así funcionan las cosas en la práctica.
Lo cual nos lleva a tener que acostarnos con el diablo, que en este caso significa aprender las artes de la manipulación que ya enunciara magistralmente Maquiavelo hace casi casi quinientos años. Cuando esta mañana acabó la reunión, ya de vuelta en mi oficina, tuve una conversación telefónica con un amigo que se mueve en mi mismo ámbito laboral. Ambos estamos preocupados por unos rumores (fundados) que advierten de una movida político-legislativa cuyos efectos serían muy dañinos para el urbanismo y la ordenación del territorio en Canarias (atentando incluso contra principios democráticos elementales). Las motivaciones de la misma son una combinación de las ambiciones y ansias de protagonismo del promotor unidas a una audacia que sólo me explico por sus limitaciones profesionales. Ahora bien, aunque mi amigo y yo coincidíamos en la necesidad de intentar impedir esta amenaza, disentíamos en el modo de hacerlo. Lo que yo traté, supongo que infructuosamente, de hacerle ver es que no convenía una oposición frontal, articulada básicamente con críticas demoledoras, por más que tuvieran toda la razón. Había, le dije, que conseguir darle una alternativa a este individuo y conseguir que él llegase a creer que era obra suya o, al menos, que los méritos se le atribuyesen. Pero claro, eso supone discreción en los movimientos y renunciar a la cuota de protagonismo que a uno le gustaría, máxime cuando sería hasta merecida. A mí, a estas alturas, ya no me supone ningún sacrificio, y no es presunción vana. Lo que me produce satisfacción es contribuir a lograr que las cosas en que creo salgan (o salgan lo mejor posible). Que yo sepa (y algunos cercanos como mucho) que mis esfuerzos han valido para algo es mucho mayor premio que cualquier reconocimiento externo.
Operator - Alexis Korner (A new generation of blues, 1968)
La canción que acompaña este post está tomada de un fantástico album de 1968 de Alexis Korner (que ya me apetecía volver al blues como banda sonora). Este tema en concreto es un bonus track añadido con la remasterización en 2006; una canción, compuesta e interpretada por tres magníficos, el propio Korner (guitarra acústica, armónica y voces), Robert Plant, el cantante del por entonces recién nacido Led Zeppelin y al que, aunque conozco desde siempre, he redescubierto hace pocos años ya que siempre me lo había opacado Jimmy Page, y Steve Miller (aquí al piano y no con su guitarra habitual). Si Alexis Korner no hubiera existido es altamente probable que la revolución británica del rock en los sesenta hubiera sido muy distinta (y probablemente no tan maravillosa como fue) y, sin embargo y lamentablemente, todavía hoy no es lo suficientemente reconocido y mucho menos escuchado.
No es así, sin embargo. Las motivaciones personales suelen jugar un papel determinante en la vida profesional. Pensemos, por ejemplo, en las decisiones de un directivo o de un político. ¿Cuánto influyen en ellas las cuestiones personales? Mucho, puedo asegurarlo. Y lo peor es que no son precisamente los rasgos más laudables de nuestra naturaleza, sino las tendencias más ruines, entre las que frecuentemente destacan la vanidad, el orgullo (y la dignidad mal entendida), la envidia y tantas otras joyas de nuestros caracteres. Sería desde luego excesivamente ingenuo pensar que podamos erradicar lo personal de nuestras motivaciones profesionales y hasta es probable que, de poderse, no fuera nada recomendable. Pero se me ocurre que es, como tantas otras cosas, el problema radica en las proporciones.
Cuando yo era niño aprendí que la actividad laboral, amén de ser necesaria para ganarse la vida (la función alimenticia que la llaman algunos), tenía también y sobre todo por finalidad contribuir a mejorar la sociedad. Era la tópica, entonces, la idea de servicio público que donde más se expresaba era en la esfera pública y en particular en la política. No niego que, teniendo en cuenta durante qué época transcurrió mi niñez, esa pedagogía fuera una descarada muestra de cinismo hipócrita, pero tal hecho es irrelevante a los efectos de mi argumentación. La ideología asumida es la que digo, y cuando uno actuaba profesionalmente lo prioritario en sus motivaciones era propiciar un cambio a mejor del conjunto del ámbito en el que actuaba. Hoy esta manera de pensar, si alguien la expresara, nos sonaría ridícula.
Esta mañana, sin ir más lejos, he vivido otro de los múltiples episodios de motivaciones personales cutres. Estábamos, mi compañero en la empresa y yo, discutiendo con otro profesional la posibilidad de formar una asociación para optar a un encargo importante. los problemas que teníamos que resolver eran, vistos con una mínima objetividad, bastante sencillos. La complejidad no radicaba en lo que había que hacer sino en cómo llevarlo a cabo sorteando la maraña de fobias y susceptibilidades de los que habría que implicar en el proceso. Empezando por nuestro interlocutor quien, para colmo, declaró que él desde luego no se guía por factores personales (y lo peor es que estoy seguro de que se lo cree: la capacidad de autoengaño del primate humano es tan infinita como su estupidez).
La verdad es que a mí me agota y pone a prueba mi escasa paciencia el tremendo trabajo que exige esta especie de actividad diplomática para conciliar rencillas, vanidades y demás miserias. Afortunadamente, en el reparto de tareas, éstas le tocan en la mayor parte a mi compañero, mucho más entrenado y paciente que yo. Siempre me dice que el 80% de su trabajo consiste justamente en eso: en lograr con un despilfarro de tiempo y esfuerzos desactivar tantísimas cuestiones personales que obstaculizan el desarrollo de los objetivos de nuestro trabajo. Es inimaginable cuánto aumentaría la productividad si esos tiempos y esfuerzos se dedicaran a hacer las cosas que se supone que son las que tenemos que hacer. Pero, por desgracia, así funcionan las cosas en la práctica.
Lo cual nos lleva a tener que acostarnos con el diablo, que en este caso significa aprender las artes de la manipulación que ya enunciara magistralmente Maquiavelo hace casi casi quinientos años. Cuando esta mañana acabó la reunión, ya de vuelta en mi oficina, tuve una conversación telefónica con un amigo que se mueve en mi mismo ámbito laboral. Ambos estamos preocupados por unos rumores (fundados) que advierten de una movida político-legislativa cuyos efectos serían muy dañinos para el urbanismo y la ordenación del territorio en Canarias (atentando incluso contra principios democráticos elementales). Las motivaciones de la misma son una combinación de las ambiciones y ansias de protagonismo del promotor unidas a una audacia que sólo me explico por sus limitaciones profesionales. Ahora bien, aunque mi amigo y yo coincidíamos en la necesidad de intentar impedir esta amenaza, disentíamos en el modo de hacerlo. Lo que yo traté, supongo que infructuosamente, de hacerle ver es que no convenía una oposición frontal, articulada básicamente con críticas demoledoras, por más que tuvieran toda la razón. Había, le dije, que conseguir darle una alternativa a este individuo y conseguir que él llegase a creer que era obra suya o, al menos, que los méritos se le atribuyesen. Pero claro, eso supone discreción en los movimientos y renunciar a la cuota de protagonismo que a uno le gustaría, máxime cuando sería hasta merecida. A mí, a estas alturas, ya no me supone ningún sacrificio, y no es presunción vana. Lo que me produce satisfacción es contribuir a lograr que las cosas en que creo salgan (o salgan lo mejor posible). Que yo sepa (y algunos cercanos como mucho) que mis esfuerzos han valido para algo es mucho mayor premio que cualquier reconocimiento externo.
Operator - Alexis Korner (A new generation of blues, 1968)
La canción que acompaña este post está tomada de un fantástico album de 1968 de Alexis Korner (que ya me apetecía volver al blues como banda sonora). Este tema en concreto es un bonus track añadido con la remasterización en 2006; una canción, compuesta e interpretada por tres magníficos, el propio Korner (guitarra acústica, armónica y voces), Robert Plant, el cantante del por entonces recién nacido Led Zeppelin y al que, aunque conozco desde siempre, he redescubierto hace pocos años ya que siempre me lo había opacado Jimmy Page, y Steve Miller (aquí al piano y no con su guitarra habitual). Si Alexis Korner no hubiera existido es altamente probable que la revolución británica del rock en los sesenta hubiera sido muy distinta (y probablemente no tan maravillosa como fue) y, sin embargo y lamentablemente, todavía hoy no es lo suficientemente reconocido y mucho menos escuchado.