Aeropuerto de Bangor, Maine
Recuerdo el suceso porque poco después de que ocurriera tuve que hacer un viaje de Madrid a Los Ángeles, muy parecido al del alemán, y mi padre me advirtió que me fijara en las escalas, no fuera también yo a equivocarme. Así supe de la existencia de esta ciudad (y si no del propio Estado de Maine, casi casi), cuyo nombre me evocaba la India (nada que ver, claro, parece que el nombre es en honor de un Bangor preexistente, no tengo claro si del galés o del norirlandés). El caso es que el aeropuerto de Bangor era uno de los más habituales para el repostaje en los vuelos transcontinentales, así que en aquel aventurero viaje juvenil estuve atento, pero no hubo suerte porque la parada de mi avión fue en San Juan de Terranova. En fin, el caso es que casi cuatro décadas después estoy en Bangor y tengo la oportunidad de echar un vistazo a la ciudad, ver si se asemeja en algo a la antigua Yerbabuena californiana (de antemano apostaría a que no). Pero antes quiero comer algo, me asalta de golpe un hambre canina; normal, no he comido nada desde el desayuno, a las siete. Lo raro es que hasta ahora no haya tenido apetito. Tal vez la culpa sea de la novela que había reservado para ese trayecto, The Langoliers, publicada por Stephen King en 1990. Me había mantenido en suspenso, imaginando que iba en ese vuelo Los Ángeles-Boston, del cual desaparecían misteriosamente casi todos los pasajeros. No he acabado el relato (es una novela corta pero no tanto, unas trescientas páginas), he llegado a cuando los supervivientes, aterrados, empiezan a explorar el aeropuerto desierto de Bangor. Hoy no hay mucha gente, pero tampoco está vacío; y sobre todo, he entrado junto a mis compañeros de vuelo a través del finger, sin necesidad de colarme por la cinta transportadora de maletas, como hicieron los protagonistas de la novela. Y en el tanque de cristal de promoción de las langostas de Maine, a diferencia de la novela, nadan bastantes de esos crustáceos.
Subo a la segunda planta, a una hamburguesería. Media docena de mesas y ninguna ocupada; acodados a la barra, dos tipos sesentones con largas barbas y orondas barrigas, cada uno acompañado de una jarra de cerveza tamaño familiar, conversan con dos mujeres rubias de edades parecidas. Una de ellas me saluda con un gesto, mientras me sigue con la mirada sin dejar la charla. Deduzco que son dos matrimonios, socios probablemente en la gestión del bar. El negocio no parece una mina de oro, desde luego, pero a la vista de cómo me atienden nadie diría que les preocupa. Pasa un buen rato desde que me siento hasta que la rubia más joven se acerca a preguntarme qué quiero. Me salmodia las escasas viandas disponibles con un tono de fastidio que desanimaría al más hambriento; al final pido un sándwich de pavo y una caña (insisto en que sea un vaso pequeño) que me sirve casi veinte minutos después. Mientras espero, hojeo una revista abandonada en una silla. Es una publicación de algún organismo local (algo así como la cámara de comercio y turismo de Maine) y contiene una entrevista de tres páginas a Stephen King, sin duda el vecino más famoso de Bangor. Yo he leído muy poco de King; la verdad es que, pese a su popularidad (o a lo mejor precisamente por ella), nunca me ha llamado la atención. Mi hermana, sin embargo, es una devoradora compulsiva de su obra, tanto que casi accede a la categoría de friki, pues conoce multitud de detalles sobre la vida y carrera literaria del escritor de Maine. Incluso suele echarme en cara que, siendo yo tan aficionado a la lectura, desprecie al que ella considera uno de los grandes. Lo cierto es que, en gran medida para darle gusto, he leído dos o tres novelas (tiene más de medio centenar) y le he tenido que reconocer que el tipo demuestra oficio, perfila buenos personajes, le sobra imaginación y, sobre todo, consigue mantener muy bien la tensión narrativa de sus tramas. Aún así, no termina de entusiasmarme; alguna vez, bromeando, le he dicho a mi hermana que prefería ver las adaptaciones cinematográficas de sus obras, contradiciendo mi opinión de que casi siempre las pelis desmerecen los libros en los que se basan. Porque los filmes que he visto de novelas de King son de excelente factura (Carrie, de Brian de Palma, El resplandor, de Stanley Kubrick, La zona muerta, de David Cronenberg, Misery, de Rob Reiner, Cadena perpetua y La milla verde, ambas de Frank Darabont), y sin embargo no he leído ninguna de las correspondientes novelas. Según leo la entrevista me voy arrepintiendo de mi pobre conocimiento de la obra stephenkingniana; fantaseo con que tropiezo con él en Bangor y nos ponemos a charlar un rato, aunque ¿qué iba a decirle? En todo caso, lo que sí tenía previsto es dar un paseo por la que llaman la queen city de Maine, y entre la lista de visitas ya tenía apuntada la mansión del escritor, un palacete italianizado de mediados del XIX, uno entre los varios edificios del Revival ecléctico que se impuso en la ciudad durante el esplendor de la industria maderera. Pero, para ello, lo primero alquilar un coche.