domingo, 30 de abril de 2017

Aeropuerto de Bangor, Maine

He volado desde LaGuardia con Delta. Poco más de hora y media para setecientos kilómetros sobre cinco estados. Pasado el mediodía aterrizo en el aeropuerto de Bangor, el principal de Maine, pero más bien pequeño, sin demasiado tráfico. Desde luego hoy, cuando me toca pisarlo por primera vez, no hay ajetreo, solo los que venimos desde Nueva York, apenas una veintena de pasajeros, la mayoría en viaje de trabajo o de regreso a casa (se mueven con la seguridad de lo conocido, en cambio yo camino sin prisas, fijándome en todo). La terminal está resplandeciente, se nota que ha sido reformada recientemente. Pero los monitores de salidas y llegadas anuncian pocos vuelos y todos locales, pese a que se trata de un aeropuerto internacional. Me viene a la cabeza la historieta de aquel bávaro, no logro acordarme del nombre, pero lo averiguo enseguida (bendita Wikipedia): Erwin Kreuz se llamaba, era octubre del 77 y volaba en un charter de Augsburgo a San Francisco. Tenía cincuenta tacos y no había cogido un avión en su vida, tampoco hablaba inglés. La aeronave aterrizó en Bangor, allí repostaba y cambiaba la tripulación. Aprovechando el parón se hacía bajar a los pasajeros para que pasaran los trámites de aduana e inmigración. Erwin creyó que ya habían llegado a San Francisco, salió del aeropuerto, cogió un taxi y le pidió que lo llevara a un hotel. Por alucinante que parezca, el tío estuvo nada menos que cuatro días paseando por Bangor convencido de estar en San Francisco. Eso sí, como no lograba encontrar las referencias de su guía de viaje (tenía especial interés en ver el Golden Gate) pensó que estaría en algún suburbio de la ciudad californiana. Así que al cuarto día, con su balbuceante inglés, le pidió a un taxista que lo acercara al  San Francisco downtown y éste le dijo que sería una carrera de tres mil millas. El buen hombre lo llevó a un restaurante regentado por alemanes que le explicaron dónde estaba. El error fue difundido por los medios de comunicación y los ciudadanos de Bangor se enamoraron de ese bávaro despistado. Durante varios días lo trataron a cuerpo de rey, convirtiéndolo en toda una celebridad local: fue el invitado de honor de la Octoberfest local, admitido como miembro honorario de la tribu india de los Penobscot, lo recibió el gobernador del Estado en Augusta, le hicieron tres propuestas de matrimonio y hasta le regalaron una parcela edificable en un pueblo vecino. Nunca una equivocación resultó tan beneficiosa.

Recuerdo el suceso porque poco después de que ocurriera tuve que hacer un viaje de Madrid a Los Ángeles, muy parecido al del alemán, y mi padre me advirtió que me fijara en las escalas, no fuera también yo a equivocarme. Así supe de la existencia de esta ciudad (y si no del propio Estado de Maine, casi casi), cuyo nombre me evocaba la India (nada que ver, claro, parece que el nombre es en honor de un Bangor preexistente, no tengo claro si del galés o del norirlandés). El caso es que el aeropuerto de Bangor era uno de los más habituales para el repostaje en los vuelos transcontinentales, así que en aquel aventurero viaje juvenil estuve atento, pero no hubo suerte porque la parada de mi avión fue en San Juan de Terranova. En fin, el caso es que casi cuatro décadas después estoy en Bangor y tengo la oportunidad de echar un vistazo a la ciudad, ver si se asemeja en algo a la antigua Yerbabuena californiana (de antemano apostaría a que no). Pero antes quiero comer algo, me asalta de golpe un hambre canina; normal, no he comido nada desde el desayuno, a las siete. Lo raro es que hasta ahora  no haya tenido apetito. Tal vez la culpa sea de la novela que había reservado para ese trayecto, The Langoliers, publicada por Stephen King en 1990. Me había mantenido en suspenso, imaginando que iba en ese vuelo Los Ángeles-Boston, del cual desaparecían misteriosamente casi todos los pasajeros. No he acabado el relato (es una novela corta pero no tanto, unas trescientas páginas), he llegado a cuando los supervivientes, aterrados, empiezan a explorar el aeropuerto desierto de Bangor. Hoy no hay mucha gente, pero tampoco está vacío; y sobre todo, he entrado junto a mis compañeros de vuelo a través del finger, sin necesidad de colarme por la cinta transportadora de maletas, como hicieron los protagonistas de la novela. Y en el tanque de cristal de promoción de las langostas de Maine, a diferencia de la novela, nadan bastantes de esos crustáceos.

Subo a la segunda planta, a una hamburguesería. Media docena de mesas y ninguna ocupada; acodados a la barra, dos tipos sesentones con largas barbas y orondas barrigas, cada uno acompañado de una jarra de cerveza tamaño familiar, conversan con dos mujeres rubias de edades parecidas. Una de ellas me saluda con un gesto, mientras me sigue con la mirada sin dejar la charla. Deduzco que son dos matrimonios, socios probablemente en la gestión del bar. El negocio no parece una mina de oro, desde luego, pero a la vista de cómo me atienden nadie diría que les preocupa. Pasa un buen rato desde que me siento hasta que la rubia más joven se acerca a preguntarme qué quiero. Me salmodia las escasas viandas disponibles con un tono de fastidio que desanimaría al más hambriento; al final pido un sándwich de pavo y una caña (insisto en que sea un vaso pequeño) que me sirve casi veinte minutos después. Mientras espero, hojeo una revista abandonada en una silla. Es una publicación de algún organismo local (algo así como la cámara de comercio y turismo de Maine) y contiene una entrevista de tres páginas a Stephen King, sin duda el vecino más famoso de Bangor. Yo he leído muy poco de King; la verdad es que, pese a su popularidad (o a lo mejor precisamente por ella), nunca me ha llamado la atención. Mi hermana, sin embargo, es una devoradora compulsiva de su obra, tanto que casi accede a la categoría de friki, pues conoce multitud de detalles sobre la vida y carrera literaria del escritor de Maine. Incluso suele echarme en cara que, siendo yo tan aficionado a la lectura, desprecie al que ella considera uno de los grandes. Lo cierto es que, en gran medida para darle gusto, he leído dos o tres novelas (tiene más de medio centenar) y le he tenido que reconocer que el tipo demuestra oficio, perfila buenos personajes, le sobra imaginación y, sobre todo, consigue mantener muy bien la tensión narrativa de sus tramas. Aún así, no termina de entusiasmarme; alguna vez, bromeando, le he dicho a mi hermana que prefería ver las adaptaciones cinematográficas de sus obras, contradiciendo mi opinión de que casi siempre las pelis desmerecen los libros en los que se basan. Porque los filmes que he visto de novelas de King son de excelente factura (Carrie, de Brian de Palma, El resplandor, de Stanley Kubrick, La zona muerta, de David Cronenberg, Misery, de Rob Reiner, Cadena perpetua y La milla verde, ambas de Frank Darabont), y sin embargo no he leído ninguna de las correspondientes novelas. Según leo la entrevista me voy arrepintiendo de mi pobre conocimiento de la obra stephenkingniana; fantaseo con que tropiezo con él en Bangor y nos ponemos a charlar un rato, aunque ¿qué iba a decirle? En todo caso, lo que sí tenía previsto es dar un paseo por la que llaman la queen city de Maine, y entre la lista de visitas ya tenía apuntada la mansión del escritor, un palacete italianizado de mediados del XIX, uno entre los varios edificios del Revival ecléctico que se impuso en la ciudad durante el esplendor de la industria maderera. Pero, para ello, lo primero alquilar un coche.

miércoles, 26 de abril de 2017

Ambages

En el último post digo en relación al sedevacantismo que “el nombre expresa sin ambages lo que sostienen”. Lo escribí sin pensarlo, de forma natural, pero luego, releyéndolo, me llamó la atención haber usado ese término –ambages– del cual no estaba muy seguro de saber su significado. Conocía la palabra, claro, como complemento modal del verbo decir y similares; en realidad, precedida siempre de la preposición sin. Decir algo sin ambages lo he leído en varias ocasiones para expresar que se hacía a las claras, sin rodeos, abiertamente. Y, en efecto, tal es la primera acepción que recoge el diccionario: “rodeos de palabras o circunloquios” (circunloquio, por cierto, no es otra cosa que un rodeo de palabras, con el añadido no baladí, de ser innecesario, ya que de lo que se habla podría haberse entendido sin tanto gasto verbal). Curioseo en el Corpus del Español del Siglo XXI (citas recientes del uso del idioma) y compruebo que de las 224 que la RAE aporta solo en una ambages viene precedido de con en vez de sin (proviene de la novela Los incorpóreos, 2010, de Ana Ripoll: “su rostro se contrajo en un rictus de furia y decidí no volver a andar con ambages”). Así que me da que en la actualidad asumimos sin + ambages como una construcción fija, de modo que si leyéramos la palabreja sin el sin nos chocaría, obligándonos probablemente a preguntarnos por su significado. A mí al menos nunca se me habría ocurrido usarla de forma distinta a como lo hice.

Ahora bien, el significado actual de ambages corresponde a la acepción “metafórica” del término. Hay otra con referencia material, y cuya definición, en el Diccionario de Autoridades (1726), reza así: “Se halla usado en lo antiguo por rodeos materiales, intrincados”. Algunos años después, en la 3ª edición (1791), encontramos una explicación algo más clara que es la que sin casi alteración aún se mantiene (aunque ahora como segunda acepción y precedida de la abreviatura “poco usada”): “Rodeos o caminos intrincados como los de un laberinto”. Así que en algún momento este vocablo se usó en nuestro idioma para nombrar una ruta tortuosa con soporte físico, material. Busco ejemplos en otra de las bases lexicográficas que nos facilita la RAE (el Corpus Diacrónico del Español) pero no encuentro casi ninguno con esta acepción, tan sólo dos citas usan la palabra con clara referencia material y ambas son de las más antiguas de la relación, del siglo XVI. La primera es del bueno de Fray Bartolomé de las Casas y pertenece a su Apologética historia sumaria (que escribió desde 1527 hasta mediada la década de 1550 para defender la racionalidad y humanidad del indio): ““Labirinto es o era obra portentísima y espantable invención para mostrar la sotileza del humano ingenio sobre las pirámides y todas las otras obras hechas por hombres. Contenía en sí el labirinto mil caminos, vueltas y revueltas que llaman ambages, encuentros y recuentros, entradas y salidas inexplicables, muchas puertas para entrar; los que pensaban entrar salían y los que creían salir entraban”.

La otra referencia también proviene de literatura indiana, en este caso de la Primera parte de los problemas y secretos maravillosos de las Indias, que publicó en 1591 el médico mexicano (nacido en Sevilla pero trasladado a Nueva España con solo catorce años), Juan de Cárdenas. La cita que contiene nuestra palabra aparece en el capítulo XI en un epígrafe dedicado a explicar “por que causa las tunas restriñen el vientre y provocan tanto la orina”. (Aclaro que la tuna es la opuntia ficus-indica, también llamada chumbera o nopal y entre los nativos mexicanos, tal como nos informa el propio Cárdenas, nochtle). Pues bien, aunque la cita es larga, al ser también jugosa y sabrosa (como la misma tuna) no me resisto a transcribirla: “Pues, digo agora lo que succede: la parte aguanosa y subtil de la tuna, éssa, como tan delicada y penetrativa, apenas ha llegado al estómago quando por las venas mesaraycas se cuela y reparte al hígado y de allí lo más aguanoso y sin provecho baxa a los riñones y bexiga, quedando lo que es de substancia en el hígado. La otra parte seca y dura, que son los granillos, éssos, como quedan sin aquella humidad de que antes tenían, porque toda la chupó y llamó a sí el hígado, quedan, como digo, secos y sin xugo ninguno, no más de como si imaginássemos muchos granillos de uva muy secos y muy sin xugo; puestos los dichos granillos en las tripas, como les falta toda la humidad, mediante la qual avían de deslizarse y descendir del estómago por el vientre abaxo, es de fuerça que se queden açolvados y detenidos en los senos y ambages de las tripas, Y ésta es la causa por que las tunas tanto quanto más llaman la orina, yéndose toda la parte aguanosa a los riñones, tanto más restriñen las hezes, por quedar, como he dicho, los granillos solamente despojados de humidad, por quanto la chupó toda el hígado”.

Nótese que en los dos ejemplos que he encontrado, los ambages referidos son rutas tortuosas con un soporte físico. De las Casas está describiendo la laberíntica distribución de la mansión del señor de Tezcuquo, que era sobrino de Moctezuma; Cárdenas las vueltas y revueltas del intestino. Sin embargo, el uso metafórico de ambages no solo es mucho más frecuente sino también más antiguo (aunque, en los ejemplos más vetustos, para aclarar que tal es la acepción con que se emplea, suele escribirse retóricos ambages). La explicación creo yo que es que el vocablo se adoptó directamente del latín, del famosísimo Satiricón de Petronio y precisamente de una parte en la que está hablando sobre la forma de escribir propia de la poesía; se trata del capítulo CXVIII y el texto que nos interesa es el siguiente: “Ecce belli civilis ingens opus quisquis attigerit nisi plenus litteris, sub onere labetur. Non enim res gestae versibus comprehendendae sunt, quod longe melius historici faciunt, sed per ambages deorumque ministeria et fabulosum sententiarum tormentum praecipitandus est liber spiritus, ut potius furentis animi vaticinatio appareat quam religiosae orationis sub testibus fides” (El que quiera, por ejemplo, tratar un asunto como la guerra civil … no se ha de contentar con encerrar en sus versos la relación de lo acontecido. Eso corresponde a la historia, que lo hará mejor. Tiene que usar grandes rodeos, recurrir a la intervención de los dioses. El genio, libre siempre, se ha de precipitar por entre las ficciones de la fábula. Más se ha de asemejar a los oráculos de la pitonisa agitada por delirios proféticos que a una narración fiel apoyada en testimonios fiables).

Es curioso que en el siglo primero el árbitro de la elegancia recomendara para hacer literatura abundar en circunloquios, cuando posteriormente, al menos desde el Renacimiento en adelante, andarse con ambages pasó las más de las veces a desaconsejarse. Pero, en todo caso, dos son los datos que me parecen relevantes: que ya en tiempos de Nerón el vocablo se usaba en su acepción metafórica; y también que haya pasado al español directamente del latín, sin ninguna alteración. Pero es que aumenta mi sorpresa que el palabro también existe tal cual en casi todas las lenguas romances: en italiano, en francés, en portugués, en catalán … Y en todas, por cierto, es siempre plural; no sé por qué. No obstante, por mucho que el término sea latino, algo más puede añadirse de su etimología, que para eso tengo mi estimado Corominas. Así, aprendo que deriva de agere, ‘conducir’, con el prefijo amb–, ‘alrededor’. O sea, lo que se mueve (se conduce) alrededor, sin entrar al interior o, en el caso de discursos, sin ir al meollo del asunto (circunloquio, el sinónimo, tiene otra etimología pero con equivalente lógica). Gracias a Corominas, por cierto, me entero de que del sustantivo ambages deriva el adjetivo ambagioso, que califica a lo que está “lleno de ambigüedades, sutilezas y equívocos”; si ya ambages se usa poco (limitado casi exclusivamente a la expresión que motiva este post), no digamos este derivado que es, además, todavía más feo. Aun así, me siento tentado de emplearlo alguna vez, sobre todo para aplicárselo a los textos legales que últimamente se producen, plenos de ambigüedades. Y acabo ya: seguro que el lector atento habrá deducido acertadamente que ambiguo participa de la misma etimología.

lunes, 24 de abril de 2017

Infalibilidad y falsos Papas

"...con la aprobación del Sagrado Concilio, enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando, ejerciendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, en virtud de su Suprema Autoridad Apostólica, define una doctrina de Fe o Costumbres y enseña que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por lo mismo, las definiciones del Obispo de Roma son irreformables por sí mismas y no por razón del consentimiento de la Iglesia. De esta manera, si alguno tuviere la temeridad, lo cual Dios no permita, de contradecir ésta, nuestra definición, sea anatema". (Constitución Dogmática Pastor Æternus, promulgada por el Papa Pío IX el 18 de julio de 1870, tras su elaboración y aprobación por el Concilio Vaticano I).

Por tanto, el Magisterio de la Iglesia (el conjunto de proposiciones establecidas por el Papa o los Concilios) han de considerarse como verdades inmutables. Si alguna enseñanza eclesiástica –declarada ex cathedra, claro– fuera falsa, el Papa no sería infalible. Con la misma argumentación, un Papa no puede declarar, hablando ex cathedra, nada que contradiga el magisterio inmutable de la Iglesia. Si lo hiciera, estaría errando; pero no puede errar, porque es infalible. Llegaríamos pues a una contradicción que solo admite dos soluciones lógicas: o los Papas no son infalibles o, si lo son, el Papa que contradice cualquier verdad de la doctrina de la Iglesia no es Papa; es un falso Papa. Yo creo, claro, que los Papas no son infalibles y que al establecer este dogma Pío IX metió a la Iglesia en un fregado bastante incómodo (como ya le advirtieron los más preclaros de sus contemporáneos). Pero lo cierto es que la infalibilidad del Papa es dogma, verdad que han de creer todos los católicos (fue confirmada en el Concilio Vaticano II). Lo cual conduce inexorablemente a la segunda alternativa lógica.

Tal fue lo que ocurrió a causa del Concilio Vaticano II que, como es sabido, supuso una profunda renovación de la Iglesia Católica. Muchos católicos se sintieron profundamente disgustados con los cambios y unos cuantos –el más famoso fue el obispo francés Marcel Lefebvre– se mantuvieron firmes en esa oposición durante el resto de sus vidas. Los muy varios desafectos al Vaticano II fueron bautizados grupalmente como católicos tradicionalistas que, como toda etiqueta, engloba posturas bastante distintas entre sí. En todo caso, la gran mayoría de ellos, con los años (el tiempo todo lo cura y ya ha pasado más de medio siglo) han ido amoldándose en el seno matriarcal de la Iglesia y han dejado de ser considerados desobedientes por la jerarquía romana (mucho menos, cismáticos). No obstante, hay una posición teológica que obviamente no es admisible y es la que se denomina sedevacantismo. El nombre expresa sin ambages lo que sostienen: que la sede papal se encuentra vacante o, lo que es lo mismo, que quien la ocupa con el título de Papa es un usurpador, no es un verdadero Papa.

Aunque recuerdo haber conocido en mi adolescencia (todavía con el Vaticano II cercano) curas que con más o menos disimulo refunfuñaban contra los nuevos aires posconciliares, no llegué a enterarme de que los disensos llegaron a los extremos de negar la legitimidad de todos los Papas a partir del bueno de Juan XXIII. El otro día, en medio de otras búsquedas, me topé con la web de una organización sedevacantista llamada el Monasterio de la Sagrada Familia que, por lo visto, lleva funcionando en Estados Unidos desde finales de los sesenta. Su sitio web, según sus propias palabras, “está dedicado a defender y propagar la fe católica, tal y como fue enseñada y definida por las enseñanzas magisteriales de los Papas a través de la historia. También está dedicado a desenmascarar en detalle la pseudo-“Iglesia” post-Vaticano II y la Nueva Misa. Estas últimas pretenden ser católicas, pero no lo son”. Ahí he visto un video de media hora que titulan “Lo que Francisco realmente cree” en el que pretenden demostrar que es un hereje y un falso Papa. Lo cierto es que prácticamente todas las ideas del Papa que citan calificándolas de heréticas por opuestas al magisterio de la Iglesia son justamente las que a muchos cristianos les han generado más ilusión, viéndolas como aires de renovación en la buena dirección. Por ejemplo, las declaraciones de Francisco de tolerancia e intento de confluencia hacia otras religiones (en especial las cristianas), en las que se niega a condenar a los homosexuales, su insistencia en el amor y el perdón antes que en el castigo …


Al acabar de ver ese video, uno se pregunta si esta gente tendrá seguidores bastantes. Porque si los tiene es que hay muchos a quienes los que le motiva es el odio, mucho más que el amor. Y es que lo que queda claro es que, al margen de la discusión sobre cada frase concreta (citan muchas) y su grado de ortodoxia, los del Monasterio de la Sagrada Familia parecen defender una Iglesia de la intolerancia, de la punición, del rechazo, del odio. Quizá deberían leer más el capítulo 13 de Corintios, que podríamos adaptar diciendo que “aunque fuera infalible, si no tengo caridad, nada soy”. Pero además de sorprenderme de que existan católicos defensores de esa Iglesia vetusta que tanto daño ha hecho a la humanidad y que debería desaparecer, hemos de entender que éstos no son sino un producto de la propia Iglesia, hijos de sus doctrinas, le guste o no a quienes ahora aplauden a Francisco. Lo cierto es que lo mejor que podría hacer la Iglesia Católica es derogar el dogma de la infalibilidad papal y admitir que, como institución humana que es, está sujeta a errores y por ello, puede luego corregirlos, sin atarse per saecula saeculorum a dogmas del pasado.

jueves, 20 de abril de 2017

Funerales (3)

La siguiente jugada de Víctor fue definitiva, la estocada mortal. Ocurrió unos meses después de las pasadas elecciones autonómicas y locales; en la Institución escenario de este culebrón se repitió el anterior pacto de gobierno, de modo que el joven consejero siguió en el cargo y Víctor mantuvo incluso reforzada su posición de poder. El instrumento fue la solicitud de un operador de telefonía móvil para instalar un antena gigante en lo alto de uno de los conos volcánicos del Sur de la Isla. La proliferación de estos artefactos aconsejó hace pocos años elaborar un plan territorial que definía unas localizaciones preferentes, las prohibía en muchas otras parte de la Isla y, sobre todo, imponía unos requisitos que debían verificarse con carácter previo a la autorización. Hay que decir que ese Plan había sido muy contestado desde el Ministerio, que defendía una política desreguladora radical; o sea, que no se debía establecer ningún condicionante a las antenas. Por suerte, sobre la base de argumentos medioambientales, se había logrado salvar el primer contencioso contra el Plan y, aunque con reticencias, los operadores comenzaban a pasar por el aro. No obstante, se sabía que estaban disgustados porque las normas de implantación les suponían sobrecostes excesivos. En ese marco llegó la solicitud a que me refiero cuya resolución última correspondía al servicio a cuyo cargo todavía estaba Ángel.

Ángel redactó el informe jurídico en el cual transcribía la parte más relevante del informe técnico, que verificaba que el proyecto presentado cumplía los condicionantes del Plan Territorial. El documento de Ángel, tras pasar por el Consejo de Gobierno de nuestra Institución, fue remitido a la Consejería de Industria del Gobierno de Canarias que es la que, en última instancia, resuelve estas autorizaciones. Pasadas unas semanas, el director general de Telecomunicaciones y Nuevas Tecnologías del Gobierno convocó a nuestro consejero en su despacho para transmitirle su preocupación porque la resolución elaborada por Ángel aseguraba que la antena en trámite se situaba en uno de los ámbitos de localización preferente cuando no era así; por el contrario, el emplazamiento solicitado caía dentro de una de las áreas de exclusión para estas instalaciones. Aunque las competencias territoriales eran de nuestra institución, al director general le había parecido tan obvio el incumplimiento de los requisitos del Plan que había preferido parar la tramitación para evitar problemas ulteriores que, aparte de los efectos políticos, pudieran incluso suponer imputaciones penales. Nuestro consejero, naturalmente, quedó anonadado; a estas alturas y con la que está cayendo, todos son perfectamente conscientes de los riesgos que corren con asuntos de este tipo. Le agradeció a su colega el aviso y le pidió que congelara el expediente con la mayor discreción hasta que él hiciera las pertinentes averiguaciones.

Por supuesto, nuestro consejero le pidió a Víctor que aclarara lo que había pasado. Resultó que el informe técnico archivado en el expediente llegaba a una conclusión denegatoria pues confirmaba que la antena se localizaba en área de exclusión. El texto que Ángel decía ser transcripción del informe técnico no coincidía con éste. Todo apuntaba pues a un falseamiento doloso con la intención de posibilitar una autorización en un emplazamiento prohibido. Al consejero no le cupo duda de que Ángel había prevaricado, sólo le faltaba descubrir sus conexiones con la operadora de telefonía, cuánto tiempo llevaba embarrado en estos tejemanejes; estaba decidido a denunciarlo a la fiscalía. Sin embargo, igual que hizo con al asunto de Cristina, Víctor trató de mitigar el castigo al que había sido su amigo. Esta vez casi no pudo convencer al consejero; parece que tuvo que amenazar con que dimitiría de su puesto si se denunciaba a Ángel. Se aceptó pues tapar el caso, pero Ángel había de desaparecer del Área. El consejero lo citó en su despacho y, muy cabreado, le gritó que lo tenía por un infame corrupto, que había avergonzado a la Institución, que por supuesto estaba cesado como jefe de servicio y que se ocuparía de que lo trasladaran a un puesto donde no pudiera hacer más daño. En el culmen de su ira, le soltó como agravante que era un acosador, y que si no había sido castigado entonces como merecía, ni tampoco ahora, era gracias a Víctor. Ángel, recibió las acusaciones estupefacto. Al principio trató de rebatirlas pero el consejero, indignado, no le dejó casi hablar. Luego, a medida que iba entendiendo la magnitud del embolado, fue hundiéndose en un silencio ominoso.

Esa reunión tuvo lugar hacia mediados del pasado octubre. Acabada la misma, sin hablar con nadie, sin dar ninguna explicación, Ángel se marchó a su casa y no volvió más. A los pocos días, se supo en el Área que estaba de baja médica. Como es natural, surgieron los rumores y no pasó mucho tiempo sin que casi todos nos enteráramos de lo que había ocurrido, por más que se hubiese pretendido tapar el asunto. Los que habían trabajado más estrechamente con él no daban crédito a la imputación; sencillamente, no podían creer que Ángel estuviera implicado en ninguna trama corrupta. Pero además del convencimiento general de su honradez, varias cosas no cuadraban. De entrada, no parecía lógico que un funcionario con larga experiencia planteara tan burda falsificación, diciendo que un texto era transcripción del informe técnico cuando bastaría con ver éste para quedar en evidencia. Pero había un detalle curioso: la parte que Ángel decía que era transcripción del informe técnico incluía una imagen en la que se veía la ubicación de la antena sobre cartografía y el ámbito de localización preferente. Se trataba de la típica exportación a JPG de una vista de un proyecto GIS en el que alguien había georreferenciado la antena y cargado de las bases de datos geográficas la cartografía oficial y los recintos del plan territorial. Ese ejercicio, siendo práctica habitual en la elaboración de los informes técnicos, no podía haberlo hecho Ángel porque no sabía manejar el programa GIS. En otras palabras, la imagen que aparecía en su informe, Ángel podía haberla copiado y pegado a partir de un informe técnico previo en Word pero no haberla generado él. Es decir, lo que a todos nos parecía lo más plausible es que Ángel efectivamente hubiera transcrito el informe técnico, tal como decía; no podría haberlo falsificado.

Así que cuando Ángel escribió su informe, en el expediente tenía que haber uno técnico falsificado. En nuestra institución todavía no hay un programa informático de control de expedientes; ni siquiera se ha implantado la firma electrónica. Lo que se hace es que la carpeta física llena de papeles con firmas a bolígrafo y sellos, se reproduce en una carpeta en el disco duro del Área. La auxiliar administrativa encargada, va apuntando en una Excel el momento en que se cumple cada paso de la tramitación y se ocupa de avisar al que sigue. Esa rutina tuvo que producirse en el funesto asunto de la antena. El aparejador acabaría su informe técnico, guardaría el Word (con la imagen incrustada) en el disco duro y le daría el papel impreso y firmado a Conchi para que lo archivara en el expediente físico. Conchi, entonces, avisaría a Ángel para que redactara su informe. En ese momento tuvo Víctor que cometer la felonía: copiar y modificar el informe del aparejador y sustituir el original por su falsificación. Probablemente, ni siquiera haría lo mismo con el de papel, sabedor de que Víctor solía trabajar a partir del documento informático. Ciertamente, la apuesta tenía un cierto riesgo: que Ángel consultara alguna duda al aparejador y se descubriera el pastel. Pero se trataba de un informe sencillo y Ángel solía resolver sus obligaciones con la mayor eficacia y evitando molestar innecesariamente a sus subordinados. En fin, lo cierto es que la jugada le salió perfecta. Desde luego, en cuanto Víctor comprobó que el informe jurídico había sido remitido a la Consejería de Industria (solo tres días después de su redacción), se ocupó de volver a colocar en el ordenador el informe técnico correcto.

Esto que acabo de contar fue la conclusión a la que llegamos unos cuantos. No teníamos pruebas, por supuesto, y sabíamos que nuestra certeza sobre la honestidad de Ángel (y la consiguiente vileza de Víctor) no valía para convencer a nadie más. Para colmo, la condena que se había precipitado sobre Ángel no era explícita y por tanto contra ella no cabía defensa; eso, sin duda, aumentaba el daño. Nos sentíamos desolados ante el dolor que imaginábamos sufría Ángel, horrorizados ante la maldad de Víctor, frustrados ante nuestra impotencia. Intentamos contactar con nuestro compañero pero se nos hizo saber que se encontraba muy mal (dedujimos que sumido en una depresión) y que no quería hablar con nadie. Así se fue acabando el año pasado y cuando estaban a punto de llegar las fiestas navideñas recibimos un nuevo golpe, más terrible aún.

martes, 18 de abril de 2017

Pesadilla recurrente

No sueño frecuentemente. Quiero decir, claro, que no me acuerdo de lo que sueño, que suelo despertarme cuando ya la última de las películas de la nocturna sesión continua ha proyectado el the-end. Pero a veces es el propio sueño, pesadilla agitadora, el que me despierta. Y en esos casos sí me acuerdo. Al menos recuerdo las escenas finales.

Con los años he ido comprobando que tengo algunos tipos recurrentes de sueños incómodos, de esos que me despiertan. No es que la trama de todos ellos sea la misma. No, los acontecimientos de las historias suelen ser distintos entre sí (será que a mi subconsciente no le gusta repetir pelis ya proyectadas), pero se mantiene una misma estructura. Por eso los agrupo por tipos; por eso digo que sueño recurrentemente los mismos tipos de sueños.

Uno de estos sueños-tipo podría caracterizarse por la presencia agobiante de lo irremediable. El común denominador de todas sus variantes es que ha ocurrido algo (normalmente lo he hecho yo mismo) y ya no se puede volver atrás. Por ejemplo, hace unas noches, en el sueño que me despertó había apretado el disparador de un misil y sabía con absoluta certeza que en brevísimos instantes se produciría una tremenda tragedia.

Ese algo irremediable, lo que sea, muy tonto o infantil las más de las veces, sé que va a ocurrir por mucho que me empeñe en evitarlo. Normalmente, durante el sueño, no llega a suceder el efecto catastrófico pero ya ha sido, ya ha pasado el acto causal. O sea, ya he apretado el botón; aún no ha explotado el misil (incluso tal vez no ha despegado) pero es inevitable que lo haga, ya nada puede impedir la tragedia.

Digamos que la duración del sueño se enmarca en el periodo temporal entre el acto y su efecto. Da igual que dicho lapso pueda ser brevísimo, instantáneo incluso. Mi sueño, mientras dura, transcurre en ese corto plazo que en la realidad onírica podría llegar a ser eterno. En realidad, el sueño consiste en un esfuerzo obsesivo de repasar la sucesión de acontecimientos (aunque casi nunca llego a “ver” ningún acto distinto del fatal) con la vana pretensión de descubrir dónde podría romper esa cadena que se enlaza inexorablemente hacia el desastre. Sin éxito, claro.

Lo gracioso –por llamarlo así– es que mientras sueño sé perfectamente que ese intento de cambiar lo que ya ha pasado es inútil. Y la conciencia de inexorabilidad se traduce en una angustia opresiva que es la que convierte el sueño en pesadilla. Pero, a la vez, parte de mí sabe que estoy soñando,
y discute conmigo mismo, con la parte que se cree que el sueño es real, para convencerlo(me) de ello y así aminorar la angustia. La pelea acaba con mi despertar, acordándome más o menos del argumento del sueño y, por supuesto, con la agobiante sensación de angustia, que tarda en quitárseme.

No es, me parece, una pesadilla al uso porque, en realidad, durante la misma nada malo concreto sucede. Sé, ciertamente, que va a ocurrir algo terrible, pero lo que me genera la angustia no es esa tragedia inminente por espantosa que sea, sino la cruel y absoluta convicción de que es inevitable. El no poder hacer nada, la impotencia. Me pregunto si revelará algún miedo oculto a abandonarme, a dejarme llevar.

Me pregunto también si estos sueños enlazan en alguna forma con mis pesadillas infantiles en las que descubría con horror que inexorablemente iba a morir. La angustia que me despertaba empapado en sudores fríos tenía que ver, desde luego, con la inaceptable idea para mi mente de niño de que iba a desparecer, a dejar de ser. Pero creo que tan importante, si no más, era el horror de darme cuenta de que nada podía hacer para evitarlo.

domingo, 16 de abril de 2017

Patriotismo californiano

Juan Bautista Alvarado y Vallejo nació en Monterrey, California, el 14 de febrero de 1809, y murió el 13 de julio de 1882 en el rancho de San Pablo, hoy parte de la ciudad del mismo nombre, al Norte de San Francisco. En sus 73 años de vida, Alvarado tuvo las nacionalidades española (hasta 1821), mexicana (entre 1821 y 1848) y estadounidense a partir de esta última fecha. Ahora bien, según declara en el prefacio de su “Historia de California”, escrita en 1876 –en la última etapa de su vida–, siempre sintió que su patria era California, un país que nunca fue un estado libre y soberano, salvo que lo admitamos como tal durante el breve periodo de la República insurgente tras la revuelta de la bandera del oso y luego el tiempo que pasó hasta convertirse en el vigésimo octavo de la Unión. El caso es que leyendo la obra citada me sorprendió tan apasionada declamación patriótica, máxime proviniendo de una persona como él. Y me pareció interesante porque este caso ofrece una variante de lo que tras la emancipación hispanoamericana debieron plantearse los que pasaban de ser súbditos de la monarquía española a ciudadanos de las nuevas repúblicas. Un residente mexicano tendría que elegir si seguía siendo español o si, por el contrario, volcaba su emotividad patriotera al nuevo estado. Hay varias historias sobre estos conflictos en los primeros años de los nuevos países. Son muchos menos, en cambio, quienes no sólo rechazaron la lealtad a la metrópoli sino también a la nueva república, declarando que su patria era un territorio casi despoblado, provincia periférica tanto de España como de México. Transcribo un párrafo del prefacio citado.

… sobrevino la guerra entre los Estados Unidos de Norte América y la República Mejicana; esta última fue vencida, su capital invadida y sus puertos de mar bloqueados. En tan aflictivas como críticas circunstancias los comisionados de Méjico suscribieron en la villa de Guadalupe Hidalgo un tratado de paz y amistas. Ese tratado que puso término a la ocupación militar de los norteamericanos en Méjico, también cerró para siempre a los presidentes mejicanos las puertas de la Alta California. Este acontecimiento forma época en los anales de mi patria pues, puesto el país al poderoso amparo del pendón santificado con los padecimientos de Washington, Warren, Putman y muchos otros heroicos patriotas del siglo pasado, hemos presenciado, casi estoy por decir con asombro, una era de progreso que no puede menos que dejarme satisfecho. Pues si bien yo y algunos otros de mis conciudadanos y parientes hemos sufrido con el cambio de bandera, la mayoría ha ganado. No puedo menos que calificar como época gloriosa la entrada de los norteamericanos en California, pues ellos sustituyeron la pesada carreta tirada por bueyes con el ferrocarril, el inseguro con una administración de correos tan bien administrada que la misma Europa puede envidiárnosla, y en vez de las pesadas lanchas en que antes cruzábamos la bahía hoy tenemos hermosos vapores. Y ¿qué diré de la instrucción pública, de los planteles de educación? En mi juventud, un soldado inválido a veces ignorante era quien enseñaba a los niños a leer y escribir; hoy día, los mejores y más afamados profesores del orbe conocido desempeñan cátedras en nuestras escuelas, colegios y universidades, y la juventud tiene, sin necesidad de gravar a sus padres, el privilegio de aprender todas las ciencias conocidas. Soy del parecer que las mejoras introducidas por los norteamericanos en el ramo de la enseñanza pública deberían por si solas bastar para que los californios celebren con entusiasmo el aniversario del día en que quedó para siempre abolida de este Estado la dominación mejicana.

Nótese el entusiasmo con que alaba la benéfica acción de los Estados Unidos en California, confrontándola con el desastroso estado en que la tenía sumida México. Para alejar sospechas, asegura que él, como otros de sus parientes, sufrió con el cambio de bandera. Alvarado pertenecía a las reducidas familias privilegiadas en la época previa, pero tampoco puede decirse que la entrada norteamericana le supusiera menoscabos en su posición o fortuna. Él como todos los californianos (entonces se decía “californios”), resultó beneficiado del indudable mayor progreso de Estados Unidos. O sea que, al final, a eso se reduce el patriotismo: a una mejora en las condiciones materiales. Y elevado el nivel de éstas, los Alvarados se ponen a cantar alabanzas (los estómagos repletos deben ser agradecidos); nótese, por ejemplo, como antes del Tratado de Guadalupe Hidalgo, California era dominada por México y tras éste pasó a estar al amparo de Washington.

Alvarado, desde muy joven, había intrigado en las esferas del poder local. Con solo veinticinco años fue elegido diputado en la cámara legislativa de Monterrey (institución mexicana, claro) y al año siguiente ya estaba involucrado en una revuelta con los caciques locales contra el nuevo gobernador designado por el Estado. El conflicto lo solucionaron dándole a nuestro hombre el cargo de gobernador, al que accedió con solo veintisiete tacos. En su Historia nos cuenta, sin embargo, que asumió el puesto por orden del Estado libre y soberano de California. Pero no tuvo reparos en pedir ayuda a los opresores mexicanos cuando, en abril de 1840, se enteró de que un grupo de norteamericanos asentados en el territorio planeaba una revuelta contra su gobierno (aunque esa petición le costó igualmente el cargo, pues Santa Anna envió tropas bajo el mando del general Micheltorena que pasó a ser el gobernador). Así que de nuevo en Alvarado se reavivó el descontento hacia México y, consecuentemente, sus afanes patrióticos, lo que no le impidió presentarse y ser elegido como representante al Congreso mexicano (aunque nunca llegó a desplazarse). Luego vino la guerra, la ocupación norteamericana y la ambigua actitud del prohombre californiano que acabó decantándose hacia una descarada simpatía hacia los nuevos amos (incluso le ofrecieron la gobernación, que él rechazó). Desde su retiro en el rancho de San Pablo, el patriota vio como se creaba la convención constituyente californiana (agosto de 1849) que solicitaba el ingreso de California como Estado de la Unión, aunque excluyendo del territorio de la antigua provincia española y mexicana la parte al Este de Sierra Nevada (que calculo a ojo que representa no menos de dos tercios de la extensión); supongo que su patriotismo californiano no sufrió por esta amputación. En fin, me da la impresión (prematura porque estoy recién en los primeros capítulos del manuscrito del amigo) que Alvarado construyó su patriotismo a su conveniencia, lo cual, por otra parte, es lo que suelen hacer los próceres y padres de cualesquiera patrias (otra cosa es el pueblo llano). A su vejez, cuando escribe su obra magna, se esfuerza en dar coherencia a su vida y en reafirmar ese amor a la patria, llegando a mi juicio al desvarío. Y para muestra otro párrafo del citado prefacio.

Hago esta advertencia porque deseo que todos mis compatriotas hagan un supremo esfuerzo y pongan su contingente de luces al alcance del historiador que se ha hecho cargo de hacer justicia a los prohombres que con arrojo y denuedo libertaron a la Alta California del yugo de los bárbaros infieles, y con brazo fuerte rompieron los vínculos con que los esbirros del fanatismo habían ribeteado el cuerpo y el alma de los primitivos moradores de este hoy próspero Estado. Nuestro antepasados de gloriosa memoria, peleando uno contra ciento, vencieron en mil combates a los bárbaros infieles, y nosotros sus hijos, corriendo aún mayores riesgos, declaramos la guerra a los padres misioneros que eran los representantes de las doctrinas añejas, que no tenían más miras que mantenernos en la más crasa ignorancia, que pretendían perpetuarse en el goce de bienes inmensos negando a los californios los privilegios que les concedían las leyes divinas y humanas. La refriega fue tenaz, pues por una parte estaba el prestigio, la inteligencia y la riqueza y por la otra no había sino jóvenes inexpertos a quienes animaba el deseo de abrir para sí y sus descendientes el campo de la ilustración. Me es satisfactorio poder recordar que tomé parte en la lucha a que las ideas de progreso habían desafiado el fanatismo, y más satisfactorio aún me es hallarme en caso de probar que los pocos vencieron a los muchos y al cerrarse el combate el yerto cadáver del fanatismo yacía tendido en el suelo para ya nunca volverse a levantar, a lo menos en mi patria.

¿Quiénes son los antepasados de Juan Bautista Alvarado y Vallejo? Desde luego, no los “primitivos moradores de este hoy próspero Estado” sino españoles que llegaron a esas tierras y contribuyeron a reducir la población de aquéllos a menos de la cuarta parte. ¿Cuáles eran esas doctrinas “añejas” destinadas a la opresión? Obviamente la religión católica en la que había sido bautizado nuestro protagonista, como todos sus ascendientes. ¿Qué bienes les negaba México a los californianos, cuando éstos (los miembros de las pocas y privilegiadas familias entre las que estaba la de Alvarado) llevaban toda la época republicana ocupando los cargos de poder y repartiéndose las tierras secularizadas? ¿Cómo que unos pocos californianos libertaron la patria del yugo opresor si lo único que hicieron fue decantar su apoyo a los gringos cuando la victoria de éstos era segura? En fin, dejémoslo aquí. Ahora, eso sí: ha pasado más de siglo y medio y, con la natural evolución estilística, este discurso sigue funcionando: lamentable.

sábado, 15 de abril de 2017

Yerbabuena

Pocas ciudades en la historia han experimentado un crecimiento demográfico como el de San Francisco en un solo año, entre 1848 y 1849, periodo en el que pasó de menos de un millar de habitantes a más de veinticinco mil. Alucinante, ¿verdad? La fiebre del oro fue la causa, sí. Una desmesurada locura colectiva que duró unos siete años y cambió para siempre la ciudad y también lo que hoy es el Estado de California. Por cierto, el descubrimiento de las primeras pepitas de oro en el río Americano (24 de enero de 1848) fue solo unos días antes de que, por el Tratado de Guadalupe Hidalgo (2 de febrero), California pasara a pertenecer a los Estados Unidos. Desde luego, el descubrimiento de oro nada tuvo que ver con las ansias anexionistas de los gringos sobre las enormes provincias norteñas del México recientemente independizado, pero ya es potra que el dominio del territorio coincidiera con la aparición de tan grandes riquezas.

Bien es verdad que ni mexicanos ni españoles antes habían prestado demasiada atención a esas tierras. Las enormes extensiones que desde mediados del XVIII fueron llamadas las provincias internas (me refiero a las Californias, Santa Fe de Nuevo México y Texas; podría sumarse la Luisiana española, pero ésta tuvo su propia historia) apenas estaban pobladas, por más que los administradores hispanos fomentaban ansiosamente la inmigración, regalando latifundios inmensos. En la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824 (después del derrocamiento del Primer Imperio de Agustín de Iturbide que siguió la independencia), las dos Californias no se conformaron como Estados sino Territorios dependientes del gobierno federal (tampoco Nuevo México, aunque sí Texas que estaba unida a Coahuila), lo que nos da una idea de que, pese a la enormidad de sus superficies, apenas estaban habitadas.

De hecho, España no empezó a preocuparse por California hasta el reinado de Carlos III (faltaba poco más de medio siglo para perderla) y sólo porque los rusos se habían apoderado de Alaska y avanzaban hacia el Sur. Fue entonces cuando el Borbón creó la Comandancia General de las Provincias Internas (demarcación militar) y animó a sus súbditos novohispanos a que migrasen hacia el Norte. Mucho caso no le hicieron, salvo los dieciséis misioneros franciscanos encabezados por Junípero Serra (santificado en 2015 por el Papa Francisco), que relevaron a los jesuitas –recientemente expulsados de España y sus dominios– en las labores evangelizadoras. Y así, en 1776, Francisco Palóu, uno de los colegas, funda la Misión de San Francisco de Asís (o de Dolores) en lo que hoy es San Francisco. En el mismo año, al mando de 193 soldados, mujeres y niños, llega también al lugar el capitán Juan Bautista de Anza y erige en la punta Norte de la península, sobre la colina que controla la entrada a la bahía (donde ahora está el Golden Gate) el Presidio Real, una fortaleza defensiva.

Desde luego, la elección del lugar para asentarse no era casual. La magnífica bahía ya era conocida desde hacía tiempo y ya era hora de que se aprovechase (en lo que a los españoles se refería para tener un refugio frente a los abundantes corsarios que acosaban la flota del Pacífico). Parece que por esas mismas fechas se funda también, más o menos equidistante de los polos militar y misionero, el primer núcleo residencial, en lo que hoy es Portsmouth Square. A ese minúsculo asentamiento, apenas serían unas pocas casas, se le denomina Yerbabuena, ya que esta planta abundaba en la zona. En fin, lo cierto es que poco sabemos de la historia de Yerbabuena durante sus primeras décadas; supongo yo que poco habría para contar: los soldados de la fortaleza, los frailes de la misión, unos cuantos colonos en el magro caserío … De hecho, la ciudad vivió los tiempos finales del dominio colonial hispano sin penas ni glorias. Su historia “oficial” parece que empieza bajo la república mexicana, según compruebo en una página sobre la historia de San Francisco que relaciona todos los alcaldes (and mayors) de la ciudad, y el primero, Francisco de Haro, ocupa el cargo en 1834. Para entonces, a catorce años de la anexión de California a los USA, la ciudad y la bahía ya estaban en el punto de mira de los estadounidenses.

Yo diría que el acto fundamental que marca el inicio de la breve etapa mexicana de la ciudad fue la secularización de la Misión. El Congreso acordó en agosto de 1833 que debían secularizarse las misiones de ambas Californias. Dos años después, el gobernador de la Alta California, José Figueroa (un mestizo orgulloso de sus ancestros indios) emitió un decreto por el cual las misiones pasaban a convertirse en pueblos. Los frailes debían ser privados de todo control sobre los bienes de la misión y a cada indio adulto habían de entregársele veintiocho acres; además, la mitad del ganado y de las herramientas de cada misión tenían que repartirse entre los indios. Pero tan humanitarias intenciones nunca llegaron a realizarse; parece que nada más saberse que la Misión iba a ser secularizada, no pocos avispados se apropiaron de todos sus bienes. Los indios, sin control, se largaron en su mayoría hacia las montañas, aunque algunos se quedaron a trabajar como sirvientes de los rancheros blancos. En todo caso, pocos años después no quedaba ni rastro de ellos en el área de San Francisco.

Desaparecidos los frailes, empiezan los repartos y/o concesiones de solares, porque la Misión era propietaria de toda la punta de la península (30 millas hacia el Sur desde el Presidio). Puede decirse que lo que hasta entonces no era más que un pequeño poblado (no creo que llegara al centenar de residentes) comienza a pensar en convertirse en una ciudad y, para ello, eran imprescindibles dos condiciones: una mínima planificación urbana y la propiedad privada del suelo.

miércoles, 12 de abril de 2017

Funerales (2)

La estrategia de Víctor, vista a toro pasado, era bastante simple. Primero consiguió convertirse en el hombre de absoluta confianza de Pedro, el joven consejero. Hay que decir que desde siempre Víctor había mostrado altas habilidades sociales, una actitud abierta y extrovertida que exhibía, sobre todo, en ambientes con suficiente densidad de personajes poderosos. En cuanto detectaba a alguien con poder o que él preveía que habría de tenerlo (y aunque esto sea mucho más difícil es sorprendente el porcentaje de aciertos en sus apuestas), se lanzaba a la conquista, en la que rara vez fracasaba. Las que sin duda eran dotes innatas las había desarrollado hasta el virtuosismo durante sus años en el competitivo mercado profesional, y cuando volvió a la Administración era un hombre con múltiples y sofisticados recursos en el complejo arte de la manipulación psicológica. Por supuesto, en términos generales, sus víctimas más fáciles eran los políticos: le bastaba toquetearles con gracia sus infladas vanidades para que se desmoronaran cualesquiera reticencias ante el simpático ingeniero. En el tiempo en que trabajó cerca de mí pude observarlo ejerciendo lo que solemos llamar, con equivocado desprecio, el peloteo a muy variados políticos y, especialmente, al que era responsable de nuestra Área. Desde fuera uno se asombraba de que aquéllos no se dieran cuenta de cómo los estaba titiriteando descaradamente; pero no, no se daban cuenta y, al final, comprendías que Víctor era un maestro en ese oficio, por más que me pareciera vil y repugnante.

A nuestro consejero, desde luego, lo tenía abducido, lo había convertido sin apenas esfuerzo en una marioneta. Era tronchante (o patético, según se mire) escucharle en alguna de las reuniones a las que nos convocaba los lunes y comprobar cómo repetía argumentos de Víctor, con frecuencia expresados con sus propias palabras; parecía que asistíamos al espectáculo de un ventrílocuo. Dueño pues de Pedro, el siguiente paso de la estrategia de Víctor consistió en ir instilándole calculadas dosis de ponzoña destinadas a ensuciar la imagen de Ángel. Previamente a iniciar su campaña, se aseguró de convencer al consejero de que, pese al rechazo que le mostraba Ángel, él nunca había dejado de tenerle aprecio, que seguía queriéndolo y, por tanto, deseaba su bien. Justamente por ello le preocupaban algunos asuntos que llegaban a sus oídos y que podían redundar en graves perjuicios para su amigo. Y justamente por ello se lo contaba a Pedro para que entre ambos encontraran los modos de ayudar a Ángel, casi de salvarlo de sus propios demonios. Más o menos, éste fue el planteamiento de la que podemos llamar la primera fase, que se centró en el “descubrimiento” de graves vicios personales de Ángel que había que evitar que se hicieran públicos para que su carrera e incluso su vida no se fueran al garete. Con gran habilidad, el primer acto lo escenificó a través de persona interpuesta –tirar la piedra y esconder la mano–, previendo acertadamente que el consejero lo llamaría para pedirle consejo; de este modo reforzaba aún más su credibilidad.

La persona que se convirtió en instrumento de Víctor fue una chica joven, una jurista que llevaba sólo unos meses con contrato laboral en el servicio de Pedro. Se llama Cristina (Cristi la decimos todos) y, sin ser un bellezón, no está nada mal. Profesionalmente, claro, muy verde, pero apuntaba maneras y, sobre todo, exudaba ambición. No puedo sino elucubrar el proceso mediante el cual fue captada por Víctor, cómo decidió que le convenía apuñalar a su jefe para mejorar en su carrera administrativa. Según he sabido bastante después de los hechos, el mecanismo de relojería se puso en movimiento con una visita de Cristi al médico de empresa para pedirle una baja por un cuadro de depresión y ansiedad. Entre lloros le contó que se sentía acosada por Ángel, quien, con la excusa de que tenía trabajo atrasado, la obligaba a hacer más horas que al resto del servicio y, además, la amenazaba con que no renovarle el contrato. Tenía mucho miedo, aseguraba, y no se atrevía a pedir ayuda a nadie. De otra parte, aunque todavía no había ocurrido nada, temía que su jefe le exigiera algún tipo de favor sexual para seguir en el puesto. En las últimas tardes que se había quedado sola en el despacho, Ángel había aparecido sin hablar y ella se había notado evaluada como si fuera ganado, la mirada de él recorriéndole el cuerpo, una sensación inquietante y asquerosa. La actuación de Cristi tuvo que ser muy convincente porque el médico, en efecto, le dio la baja por dos semanas y la pertinente receta de pastillas. Pero, como empleado de la institución, tenía que llevar tan grave asunto a las instancias adecuadas, en concreto a la directora de personal.

La directora, una persona con larga experiencia en estos asuntos y de sobra consciente de que han de llevarse con mucho cuidado, habló a solas con Pedro, nuestro consejero, para aconsejarle que hiciera algunas gestiones discretas a fin de evaluar la gravedad del caso y decidir las acciones más convenientes. Pedro, obviamente, llamó a Víctor, su siempre hombre de confianza y más en algo tan delicado. Víctor expresó su sorpresa ante la noticia y, demostrando su lealtad al antiguo amigo, le hizo saber al consejero que dudaba mucho de la veracidad de las acusaciones (e insinuaciones) de Cristi; probablemente, le dijo, la chica le ha cogido ojeriza y/o ha interpretado mal gestos o palabras. Pero, en todo caso, se ofreció para gran alivio del consejero a tantear personalmente a Cristi. Unos días después volvieron a reunirse el consejero y su consejero. Tras haber hablado con Cristi, Víctor ya no se mostraba tan seguro de la inocencia de Ángel; no es que lo condenara abiertamente pero dejó ver a Pedro que era posible que el antiguo amigo hubiera traspasado límites prohibidos: siempre es mejor sembrar dudas que ser taxativo. No obstante, insistió en que había que resolver la crisis sin que Ángel quedara afectado; lo mejor era no decirle nada. Se trataba de un funcionario con treinta años de antigüedad el escándalo que se provocaría salpicaría inevitablemente a la institución; además, tampoco tenemos pruebas concretas. La solución de Víctor consistía en trasladar a Cristina a otro departamento, a un puesto mejor y además ofrecerle una plaza de funcionaria. Como pude confirmar años después, esta era el precio pactado por la felonía (a fecha de hoy, Cristi sigue siendo jefa de sección en otro servicio administrativo de la casa y, según me dicen, es una funcionaria bastante apreciada y con excelentes perspectivas). En cuanto a Ángel no se tomaría ninguna medida pero a partir de entonces las sombras de la sospecha le cubrieron y su comportamiento quedó bajo la observación suspicaz de los pocos que supieron del incidente.

Esto ocurrió hace unos tres años, en el último de la pasada legislatura. Por entonces yo no me percaté de nada, tampoco de ningún cambio en la actitud del consejero hacia Ángel. Sin embargo, como he sabido hace poco, ese cambio se produjo y Ángel lo notó. No es de extrañar. Habría sido muy difícil que un tipo joven y no precisamente inteligente hubiera sido capaz de disimular sus reticencias ante uno de sus jefes de servicio del que pensaba que había acosado a una empleada. Supongo que Pedro se repetiría a sí mismo que no estaba probado, que Ángel podía ser inocente, pero es fácil concluir que pesarían más los prejuicios maliciosos que la frágil “presunción de inocencia”. De modo que podemos imaginar que en las reuniones para despachar los asuntos del Área, el consejero se sintiera incómodo ante su jefe de servicio y esa incomodidad se trasluciera. También parece lógico suponer que Ángel se daría cuenta: se trataba de un hombre con mucha más experiencia y que llevaba ya tres años con Pedro. Lo que no parece que llegara a descubrir por entonces (pero sí más tarde, como ya contaré) fue que pesaba sobre él la imputación silenciosa de acoso laboral y casi sexual. En estas condiciones de confusa ambigüedad transcurrieron los meses que faltaban hasta las elecciones. Durante ese periodo no hubo más incidencias reseñables. Víctor estaba preparando sus siguientes movimientos, que prefería jugarlos en el nuevo marco político-administrativo.

sábado, 8 de abril de 2017

Censura literaria

Durante el periodo en el que Norman Mailer convivió con Adele Morales sólo publico una novela, “El Parque de los Ciervos” (The Deer Park); de hecho, está dedicada a Adele y al amigo común que los presentó, Dan Wolf. Como he estado fisgando sobre la vida y milagros de Mailer durante esos años, tenía interés en leer ese libro. Conseguí un ejemplar en la biblioteca pública que hay a pocos metros de mi casa; se trataba de la primera edición de Planeta, publicada en noviembre de 1982. Creo que fue la primera versión de la novela en castellano (ya no está a la venta); posteriormente lo publicó Anagrama con otra traducción.

La novela narra la vida de unos pocos personajes durante su estadía en una urbanización ficticia (Desert D’Or, parece que inspirada en Palm Springs) habitada por gente de Hollywood. Aprovechando su experiencia anterior, Mailer describe el ambiente y costumbres de esa singular tribu, con algunas escenas bastante bien logradas pero sin que la trama consiga terminar de articularse; me he quedado con la sensación de que tenía material y medios para obtener un resultado mucho mejor del que le salió. De hecho, aunque mejor considerado que su obra anterior (Barbary Shore), el libro no obtuvo en general buenas críticas ni tampoco ventas aceptables. A pesar de mantener su prestigio literario, Mailer todavía no había confirmado el bombazo de Los Desnudos y los Muertos con otra obra de similar nivel. E intuyo que él lo sabía, que pese a sus vanidosas protestas, era consciente de que su creatividad no terminaba de engrasarse. Estoy seguro de que su odiosa irritabilidad de aquellos años se debía en gran medida a esto.

En mayo de 1955, Mailer envió lo que él creía que era la versión final del manuscrito a su editorial, Rinehart & Co, y luego él y Adele se fueron a pasar una larga temporada de descanso en México. Cuando, en octubre, volvió a Nueva York, Stanley Rinehart lo llamó para pedirle que suprimiera seis líneas de la novela porque temía que pudieran generar problemas legales por obscenidad (parece que a Rionehart, además, le preocupaba que su madre, una famosa escritora de novelas de misterio, se sintiera ofendida). La escena en cuestión aparece en el capítulo vigésimo, ya hacia el final del libro. Estamos en el despacho del poderoso dueño de los estudios Supreme Pictures, Herman Teppis. Después de atender sucesivamente a dos de sus actores, entra su yerno, el productor Collie Munshin. Discuten durante un par de páginas sobre qué hacer con esos dos actores y liego Collie le dice a su suegro que, tal como le ha recomendado el médico, debe relajar su tensión nerviosa y añade que le ha traído una “muchachita muy dulce” que, además, “mantendrá la boca cerrada cual coño de virgen”. Teppis, hipócritamente, se hace de rogar para, tras la breve insistencia de Munshin, decirle que de acuerdo, que se la mande. “Poco después, una muchacha de veintipocos años, con el cabello recién teñido de color de miel, entró por una puerta independiente que daba al despacho de Teppis”. A lo largo de una página, asistimos a un diálogo entre la chica y el magnate, en la cual es aparente interesarse por la vida de ella y muestra su voluntad de mejorarle el futuro, ayudarla a que desarrolle su carrera de actriz. Acabado el paripé, Teppis le dice que se siente en sus rodillas y le pregunta si es discreta; ella le asegura que sí. Luego quiere saber qué le ha pedido Munshin y que le ha contestado ella; la chica dice que el productor le había dicho que había de hacer lo que Teppis quisiera y que ella le había contestado que lo haría. Chica lista, contesta Herman, y, a partir de aquí vienen las seis líneas que en 1955 Rinehart exigió que debían suprimirse; el texto es el que sigue:

Dubitativamente, la muchacha alargó la mano para acariciarle el cabello, y en ese momento Herman Teppis abrió bruscamente las piernas y la chica se cayó al suelo. Ante la expresión de sorpresa en la cara de la chica, Teppis se echó a reir y dijo: –No te preocupes, muñeca. Y fijó la vista en la atemorizada boca femenina, en aquellos labios, copia de todos los labios sonrientes que él había visto, dispuestos a servir los deseos del poderoso. Teppis, después de toser, dijo con voz dulce: –Buena chica … Eres un ángel, pequeña, y me gustas, eres mi chica favorita, ¿sabes?

Estas líneas describen una felación, por lo visto demasiado crudamente para la época, tanto que el editor temió que lo demandaran por obscenidad. Cuando yo las leí, las identifiqué porque estaba esperándolas, ya que conocía las quejas de Rinehart y la subsiguiente pelea con Mailer. Pero me da la impresión de que, si no hubiera conocido los antecedentes, no me habría enterado de lo que hablaba el autor. Como mucho, podría haber considerado la felación como una de las posibilidades de lo que ocurría cuando la muchacha se resbalaba entre las piernas de Teppis, pero más como una consecuencia lógica que porque el escritor dijera algo concreto al respecto. De modo que me extrañó mucho que un texto tan elíptico (de elipsis, no de elipse) hubiera sido objeto de tanto escándalo. Se me ocurrió entonces que a lo mejor la traducción española había suavizado el texto, así que intenté encontrar la original y, tras algunos intentos lo conseguí; dice así:

Tentatively, she reached out a hand to caress his hair, and at that moment Herman Teppis opened his legs and let Bobby slip to the floor. At the expression of surprise on her face, he began to laugh. “Just like this, sweetie,” he said, and down he looked at that frightened female mouth, facsimile of all those smiling lips he had seen so ready to be nourished at the fount of power and with a shudder he started to talk. “That’s a good girlie, that’s a good girlie, that’s a good girlie”, he said in a mild lost little voice, “you’re just an angel darling, and I like you, and you understand, you’re my darling darling, oh that’s the ticket,” said Teppis.

Como puede comprobarse apenas hay omisiones o diferencias relevantes en la traducción. Sólo he subrayado dos breves expresiones en boca de Teppis que, en el texto original, sí apuntan a lo que estaba haciendo la chica, mientras que en la traducción son alteradas y se pierde esa pista. Me refiero al “just like this, sweetie” (justo así, cariño) y al “oh, that’s the ticket” (oh, justo es es lo que necesitaba). De modo que parece que en 1982 (año de la publicación en español de la novela) todavía se consideraba conveniente disimular la alusión –ya bastante velada en el original- a una mamada, tal como había sucedido en Estados Unidos casi treinta años antes. Claro que el editor hispano no necesitó pelearse con Mailer; le bastó con retocar ligeramente la traducción. Supongo que en la edición posterior de Anagrama se habrá corregido esta breve alteración; no he tenido ocasión de comprobarlo.

En todo caso, en mi opinión ni siquiera en inglés el texto, desde la perspectiva actual, puede tildarse de obsceno. No se me ocurre cómo se puede contar una escena así de forma aún más elusiva. Lo que me hace pensar que quizá lo escandaloso no fuera tanto que el lector comprendiese que se estaba describiendo una felación, sino el significado de la misma en ese contexto: una chica necesitada, dispuesta a hacer lo que sea para conseguir un trabajo; un magnate del cine al que le sirven chicas jóvenes para que se relaje. El texto conflictivo continúa así: “Antes de que transcurrieran dos minutos, Teppis acompañaba afablemente a Bobby hasta la puerta. Una vez allí le dijo: –Cuando quiera volver a verte, te llamaré, muñeca”. Y luego, a solas en la habitación, en una muestra descarada de cinismo dice: “–En el corazón humano se esconde un monstruo”. En fin, un mero ejemplo de censura, de una censura que hoy nos cuesta entender, que cuando me enteré de que había existido me picó la curiosidad (ya la he satisfecho) y supuse que sería algo mucho más contundente. Como se deduce, Mailer se negó a cambiar el texto, y ello le supuso romper el contrato con Rinehart y, tras no pocas dificultades, publicar la novela en otra editorial.

jueves, 6 de abril de 2017

Funerales (1)

Esta que voy a contar es una historia triste, desazonadora también. Conocí “en persona” (por así decirlo) las escenas finales; me inquietaron y pregunté por los antecedentes. El relato no puede ser más que fragmentario, incompleto. Los protagonistas son dos hombres ya mayores, ambos al final de su vida laboral; llamémosles Ángel y Víctor. Son compañeros de trabajo, los dos en una misma institución pública. Uno, Ángel, jurista; el otro, ingeniero. Los dos entraron más o menos por las mismas fechas en la Administración, a principios de los ochenta. Entonces eran treintañeros, iniciando sus carreras profesionales, también sus vidas familiares. Cayeron en el mismo departamento y enseguida se hicieron amigos, íntimos según me cuentan. Fueron los años de vino y rosas, de proyectos en común, de compartir ilusiones y relaciones. También las mujeres se hicieron muy amigas, de modo que las dos parejas pasaban mucho tiempo juntas, incluyendo viajes de vacaciones, cuando hacía falta se ocupaban unos de los hijos de los otros …

El idilio duró algo más de una década. Nadie sabe con completa seguridad por qué se rompió. Parece que tuvo algo que ver con una decisión organizativa que adoptó Ángel –para entonces ya había sido nombrado jefe de servicio– y que Víctor interpretó como una humillación. Quienes me han hablado de aquellos tiempos recuerdan que la reacción de éste fue desproporcionada y fulminante: de golpe le retiró prácticamente la palabra a Ángel lo que, además de dejar a todos los compañeros asombrados, creó situaciones tremendamente violentas en la oficina. El propio Ángel no entendía por qué le había ofendido y le costó varios días conseguir que se lo explicara. Cuando lo hizo, se dio cuenta que, si bien había un hecho real de base, la mayor parte del cabreo de Víctor obedecía a que presumía unas intenciones en los actos de Ángel que éste nunca había tenido. Para Ángel, que quien consideraba un buen amigo pensara eso de él le supuso un duro golpe. Luego, atando cabos, se convencería de que la principal instigadora de esos pensamientos había sido la mujer de Víctor, empeñada en envenenarlo contra el amigo por antiguos y oscuros motivos que ahora no vienen al caso. Pero la decepción fue tan amarga que Ángel perdió las ganas de reconstruir la relación que quedó definitivamente rota.

A los pocos meses la situación se había hecho tan insoportable que Ángel pidió el traslado a otro departamento y vino al área en la que yo llevaba poco más de un año trabajando. Eso fue a principios de los noventa, así que hace unos veinticinco años que lo conozco; hemos trabajado estrechamente en varios momentos y, sin que pueda decir que hayamos sido amigos íntimos, sí creo que nos hemos apreciado mutuamente. Unos diez años mayor que yo y de carácter bastante reservado, Ángel, cuanto más lo conocía, más me parecía un buen tipo, una persona digna de respeto. A Víctor, en cambio, lo conocí menos y posteriormente. De hecho, tras la marcha de Ángel no permaneció mucho tiempo en aquel departamento. El empozoñamiento de la relación se había extendido y, aunque uno de ellos se hubiera marchado, el ambiente distaba de haberse calmado. Los que vivieron aquellos días en aquel lugar dicen que todos deseaban que se marchara, no tanto por encono personal (aunque unos cuantos sí) sino sobre todo porque sentían que era necesaria su desaparición para recuperar una suerte de equilibrio que se había roto. Compartiera o no esa impresión, lo cierto es que Víctor pidió la excedencia y se marchó para montar un despacho profesional, aprovechando la época de vacas gordas en el ámbito de la construcción y la obra civil.

Pasaron los años sin que los antiguos amigos recuperaran la relación, hasta que, hará unos cuatro años, Víctor pidió reincorporarse a la Administración; le interesaba alcanzar su próxima jubilación en su puesto de funcionario, aparte de que la crisis había casi vaciado su cartera de clientes. El caso es que entró en nuestro departamento donde, para la sorpresa de todos, se le creó una nueva plaza de jefatura de servicio. La explicación era sencilla: el joven consejero a cargo de nuestra área, también ingeniero, había sido compañero de universidad del hijo de Víctor y había además trabajado en el estudio de éste, antes de volcarse con dedicación completa a la política. Enseguida todos comprobamos que Víctor pasaba a comportarse como si más que un funcionario de carrera fuera una especie de asesor áulico plenipotenciario; también pronto aprendimos que convenía no tener conflictos con él. Lo cierto es que, tras unos primeros meses de tanteo, empezó a manifestar su autoridad consiguiendo del consejero varios cambios en los puestos de trabajo que, bajo la excusa de mejoras en la organización funcional, enmascaraban burdamente castigos contra las personas concretas que a Víctor le molestaban o simplemente no le gustaban.

El reencuentro entre Víctor y Ángel dejó claro que hay sentimientos que ni el tiempo es capaz de borrar (al menos, se necesitarían más de los casi veinte años que habían estado alejados el uno del otro). Los que albergaba Víctor creo que pueden calificarse sin erra de odio; un que había preservado por congelación y que, quizá por eso, se traslucía en halos fríos casi perceptibles sensorialmente, que helaban los ánimos de quienes asistíamos a su manifestación. Lo que Ángel sentía, en cambio, no era tanto odio como un rechazo visceral a tratar con su antiguo amigo, como si tuviera miedo a que le doliera una herida que nunca había logrado cerrar del todo. Entre ambos casi no se hablaban y, cuando no tenían más remedio que hacerlo (eran los dos jefes de servicio de la misma área) parecía que ensayaban ejercicios de economía oral y de envaramiento lingüístico. Pero mientras Ángel intentaba –sobre todo los primeros meses– seguir con sus rutinas y que la presencia del otro las trastocara lo menos posible, se vio enseguida que las acciones de Víctor tenían como objetivo último hacer daño al viejo enemigo, incluso parecía –así lo pensamos mucho– que respondían a un plan minuciosamente orquestado, construido mucho tiempo antes de regresar a la Administración. Puede parecer exagerado pero llegué a convencerme de que durante todos esos años de ausencia Víctor había estado maquinando su venganza y esperando el momento adecuado para ejecutarla.