El que no está conmigo, está contra mí
Leonardo era un amigo de adolescencia de mi padre, algo más joven que él. Habían coincidido en el bachillerato de los jesuitas de Sarriá (Barcelona), allá por los tristes cuarenta. Durante mi infancia fue uno de esos "tíos" que ocasional e inesperadamente aparecían por casa y, gracias a su ingenio y perenne buen humor, nos fascinaba. Se dedicaba a los negocios, término ambiguo que no nos aclaraba nada y que, como supe más tarde, incluía casi todo. Hacia finales de los setenta apareció por Lima, poco antes del regreso a España de mi familia. Nunca he sabido la naturaleza exacta de sus negocios peruanos (uno de ellos estaba relacionado con la gestión de las prisiones) pero imagino que mi padre debió facilitarle contactos y abrirle algunas puertas. El caso es que, durante los siguientes dos años y pico, ya viviendo solo, comencé con él una relación distinta a la infantil aunque no fuera, ni mucho menos, en términos de igualdad entre dos adultos.
Leonardo se creó un círculo de amigos bastante más jóvenes que él; el ambiente de su casa combinaba aromas bohemios y frívolos con irónicas dosis de transgresión. Yo no terminaba de soltarme, pues no podía evitar ciertos recelos ante un señor que, por muy divertido y "colega" que fuese, era uno de los amigos de mi padre, cuya figura y valores chirriaban radicalmente en esa casa. No obstante, compartí bastantes ratos con ese grupo y viví con ellos más de una experiencia curiosa, en una edad (diecinueve, veinte, veintiuno) en la que somos esponjas ansiosas de absorber. Dos de esos amigos leonardianos eran un matrimonio de argentinos que me enviciaron por un tiempo en la ingesta de mate y me presentaron a la hermana de ella cuando apareció para pasar unas semanas de vacaciones; ahora apenas me acuerdo de su nombre, Graciela, y de sus labios sorprendentemente carnosos.
Otra de las asiduas era Marita, una chica que no llegaba a los treinta, y con quien Leonardo, que andaría por los cuarenta y ocho, se casó. Me pidió que fuera su padrino, representando a mi padre que era uno de sus amigos más queridos pero también por mí mismo, porque quería, así dijo, que entre nosotros creciera una amistad propia. En la foto que sigue puede vérseme firmando en el correspondiente libro oficial de la municipalidad, bajo la atenta mirada del argentino cuyo nombre he olvidado y, cortados por la impericia del fotógrafo, a los dos novios mirándose amorosamente. Advierto a quienes esto lean que cualquier parecido entre quien escribe y ese chaval de melenita hortera y americana de tweed a cuadritos es, a estas alturas de mi vida, pura coincidencia.
Seis años después de la escena de la foto yo vivía en un piso alquilado del barrio de Chueca (Madrid) y trabajaba como profesional autónomo en urbanismo. Para entonces, ya sabía por mis padres que el matrimonio de Leonardo se había acabado y que, además, sus actividades en Lima le habían causado muchos problemas. Parece que el nuevo gobierno peruano (del aprista Alan García, ganador de las elecciones del 85) había destapado asuntos turbios en sus negocios y que el amigo de mi padre, previendo consecuencias penales, había tenido que dejar el país (de hecho, nunca volvió a Perú). Uno de esos días me llamó Leonardo para que fuera a visitarlo a su piso de Madrid. Vivía en un maravilloso ático de la calle General Oraá (barrio de Salamanca) de unos 400 m2 y con dos espléndidas terrazas. Tenía pensado dividirlo en cuatro apartamentos de lujo, quedarse uno y vender los otros. Como la propiedad no era suya (pequeño inconveniente al que no daba importancia), necesitaba contar con los planos rápidamente para de forma discreta conseguir los créditos que le permitieran comprar el inmueble y hacer las obras. En un par de semanas le presenté un anteproyecto que me quedó bastante bien, pese a los múltiples problemas que hube de solucionar, sobre todo con las instalaciones sanitarias, para lograr unas distribuciones racionales en una planta en V con un único acceso central. Mas la cosa no cuajó y esa reforma nunca llegó a hacerse.
Pero Leonardo estaba siempre iniciando nuevos negocios, con un entusiasmo indestructible. Un domingo de la primavera del 86 fui, como solía, a almorzar a casa de mis padres. También había ido Leonardo para contarnos que estaba montando unas empresas (porque eran varias) de promoción inmobiliaria y turística en el sur de Tenerife. Estaba convencido de las enormes posibilidades de negocio del núcleo de Los Gigantes y su entorno y además tenía estrechas relaciones con políticos locales, incluyendo al alcalde del municipio. El dinero lo ponía un importante empresario valenciano, a quien conocía de muchos años y que confiaba plenamente en él. Como pensaba construir muchísimos edificios, quería contar con su propia oficina de arquitectos y necesitaba, al frente de la misma, a un profesional de calidad y del que se fiara. Tantas quimeras y peloteo concluían, obviamente, proponiéndome que me fuera a vivir a Tenerife y ofreciéndome una oportunidad magnífica de experiencia profesional y enriquecimiento. Mi padre, quizá sintiéndose culpable por la frustración de la anterior "oportunidad" que él había alentado (el trabajo en Arabia), se sumó a esas recomendaciones, por más que siempre había pensado que los negocios de su amigo no solían ser demasiado claros. Yo, entonces, estaba muy contento tanto con mi forma de vida como con mi trabajo; sin embargo, opinaba que había que subirse a los trenes, así que unos días después acepté. No fue una decisión demasiado meditada; por supuesto, no sabía la importancia de sus consecuencias.
Pasé un año viviendo en Los Gigantes, urbanización turística en el extremo oeste de la Isla. Desde el principio las cosas no fueron como me habían dicho. Una de las empresas me facilitó un coche y una casa en Playa de la Arena, desde cuya terraza disfrutaba de unos preciosos atardeceres marinos con La Gomera enfrente. Pero no tenía sueldo; se suponía que era un profesional libre que cobraba por los proyectos que hacía. Me incorporaron a un estudio que habían montado en la urbanización tres arquitectos de Las Palmas, amigos de uno de los socios de Leonardo. El cabecilla de estos arquitectos era un hombre tremendamente soberbio que se consideraba un excelente diseñador (he de reconocer que era bueno) y que apenas me dejó colaborar en "sus" proyectos más que como mero delineante. Para colmo, era también un acendrado nacionalista que no cesaba de dejarme claro mi pecado esencial de representar a un país colonial, opresor del noble pueblo canario. Me lo tomé con filosofía, no obstante, y procuré aprovechar el tiempo y aprender arquitectura. Mi subsistencia material se iba resolviendo con esporádicos pagos de los arquitectos cuando decidían que me tocaba, sin que nunca llegara a saber ni las cuentas facturadas ni los criterios con los que se hacían los repartos. Lo cierto es que, en el verano del 87, cuando acabó esa aventura, yo tenía en el banco 25.000 pesetas. Considerando que a mi llegada a Tenerife mi saldo era de unas 250.000, no puede decirse que las expectativas de enriquecimiento se vieran realizadas.
Durante mi estancia en Los Gigantes, como es lógico, visitaba con cierta frecuencia a Leonardo, retomando las relaciones personales aparte del contacto laboral. Él vivía con otra chica peruana, con la que, propiciado por ella, llegué a tener cierto grado de intimidad que me descubrió algunas facetas del amigo de mi padre que me turbaron e incomodaron. Su trato conmigo era siempre encantador pero, al mismo tiempo, lo suficientemente ambiguo para no saber bien a qué carta quedarme. Según él, los negocios iban estupendamente y, de hecho, yo comprobaba que se planteaban a cada rato nuevos proyectos y planes: un complejo de apartamentos turísticos, un hotel, dos grupos de viviendas en un pueblo cercano, una urbanización en lo alto de unas montañas pendientes de ser declaradas espacio natural ... Con su entusiasmo constante, me pintaba un futuro esplendoroso y me recomendaba no impacientarme y esperar. Pero, pese a que yo permanecía en una especie de jaula de cristal, sin acceso a las interioridades de los negocios, pasados unos meses no pude dejar de notar algunas cosas raras, desde rumores a comportamientos extraños de distintas personas de ese entorno. Hacia la Semana Santa del 87 apareció un tipo de mi edad, José Luís se llamaba, que venía de parte del empresario valenciano para chequear la situación. Enseguida fue evidente, hasta para mí, que las cosas no eran tan de color de rosa.
José Luís me fue presentado por el propio Leonardo, quien nos animó a que congeniásemos sin, por supuesto, darme ninguna pista sobre lo que verdaderamente deseaba. Supongo que lo que esperaba de mí sería que le mantuviese informado y, eventualmente, utilizarme con el valenciano para defender sus intereses. Pero en las siguientes semanas todo ocurrió muy rápido: José Luís empezó a destapar innumerables chanchullos, entre otros más de una estafa a terceros en la que estaban implicados algunos políticos locales, y a medida que se iban conociendo me los contaba con pelos y señales. Leonardo, mientras tanto, pasaba cada vez menos tiempo en Tenerife, como si la cosa no fuera con él; antes del verano ya había desaparecido definitivamente, dejando colgada en la Isla a la pobre chica peruana, quien en una última cena y entre lloros, se despidió contándome escenas conyugales que habría preferido desconocer. Antes de eso, cuando ya la situación estaba más que tenebrosa, había tenido mi último encuentro con Leonardo; fue en su despacho, aprovechando que ese día José Luís no estaba. Entonces no se comportó como el viejo y encantador amigo de la familia, sino como un hombre duro que me echaba en cara mi deslealtad, acusándome sin ambages de haberle traicionado. Yo intenté justificarme, defender mi posición neutral, máxime cuando había sido totalmente ignorante de todos los cocimientos que entonces salían a la luz. El que no está conmigo, está contra mí, dijo. Ahí acabó nuestra relación; no he vuelto a verlo.
Más de una vez he reflexionado luego sobre esas palabras de Jesús (Lucas 11, 23); incluso he leído glosas pías negando que con esa frase el Maestro provocara la división, el conflicto, y argumentando que deben interpretarse, en el contexto global del Evangelio, como una invitación amorosa a seguir sus enseñanzas. Pero a mi modo de ver, a esta cita suelen recurrir quienes reclaman lealtad ciega, fidelidad sin la más mínima crítica, pagos de las deudas, ciertas o presuntas, a que creen ser acreedores. En todo caso, nunca antes nadie me había dicho esas palabras y no puedo negar que Leonardo consiguió hacerme sentir culpable. Pasé varios días preguntándome, como fiscal de mí mismo, si de verdad le había traicionado, si me había comportado con él de forma indigna. Creo que no, pero tampoco me concedería una absolución completa; aunque haga ya mucho tiempo que he desterrado los inútiles sentimientos de culpabilidad. No volví a verlo, como ya he dicho, pero no porque lo evitase; más bien fue él quien desapareció de mi entorno. Mis padres, en cambio, rompieron las relaciones a consecuencia de lo que había pasado. Sé que, años después, llamó a mi padre para ir a visitarlos y mi madre se negó a que entrara en su casa. Pocos meses después murió mi padre. El día del entierro me dijeron que estuvo en el cementerio; yo no lo vi.
PS: Este fin de semana, a raíz de mis ensoñaciones que he contado en el post anterior, me puse a buscar fotos del segundo viaje a Italia. Las encontré, pero también apareció la que aquí he colocado y que disparó estos otros recuerdos. Así que, fiel a mi inevitable dispersión que tanto divierte a Juliá, he postergado el verano perugino. Aunque me pregunto si esto de rememorar viejas historias no es un síntoma inequívoco de ñoña decrepitud.
Leonardo se creó un círculo de amigos bastante más jóvenes que él; el ambiente de su casa combinaba aromas bohemios y frívolos con irónicas dosis de transgresión. Yo no terminaba de soltarme, pues no podía evitar ciertos recelos ante un señor que, por muy divertido y "colega" que fuese, era uno de los amigos de mi padre, cuya figura y valores chirriaban radicalmente en esa casa. No obstante, compartí bastantes ratos con ese grupo y viví con ellos más de una experiencia curiosa, en una edad (diecinueve, veinte, veintiuno) en la que somos esponjas ansiosas de absorber. Dos de esos amigos leonardianos eran un matrimonio de argentinos que me enviciaron por un tiempo en la ingesta de mate y me presentaron a la hermana de ella cuando apareció para pasar unas semanas de vacaciones; ahora apenas me acuerdo de su nombre, Graciela, y de sus labios sorprendentemente carnosos.
Otra de las asiduas era Marita, una chica que no llegaba a los treinta, y con quien Leonardo, que andaría por los cuarenta y ocho, se casó. Me pidió que fuera su padrino, representando a mi padre que era uno de sus amigos más queridos pero también por mí mismo, porque quería, así dijo, que entre nosotros creciera una amistad propia. En la foto que sigue puede vérseme firmando en el correspondiente libro oficial de la municipalidad, bajo la atenta mirada del argentino cuyo nombre he olvidado y, cortados por la impericia del fotógrafo, a los dos novios mirándose amorosamente. Advierto a quienes esto lean que cualquier parecido entre quien escribe y ese chaval de melenita hortera y americana de tweed a cuadritos es, a estas alturas de mi vida, pura coincidencia.
Seis años después de la escena de la foto yo vivía en un piso alquilado del barrio de Chueca (Madrid) y trabajaba como profesional autónomo en urbanismo. Para entonces, ya sabía por mis padres que el matrimonio de Leonardo se había acabado y que, además, sus actividades en Lima le habían causado muchos problemas. Parece que el nuevo gobierno peruano (del aprista Alan García, ganador de las elecciones del 85) había destapado asuntos turbios en sus negocios y que el amigo de mi padre, previendo consecuencias penales, había tenido que dejar el país (de hecho, nunca volvió a Perú). Uno de esos días me llamó Leonardo para que fuera a visitarlo a su piso de Madrid. Vivía en un maravilloso ático de la calle General Oraá (barrio de Salamanca) de unos 400 m2 y con dos espléndidas terrazas. Tenía pensado dividirlo en cuatro apartamentos de lujo, quedarse uno y vender los otros. Como la propiedad no era suya (pequeño inconveniente al que no daba importancia), necesitaba contar con los planos rápidamente para de forma discreta conseguir los créditos que le permitieran comprar el inmueble y hacer las obras. En un par de semanas le presenté un anteproyecto que me quedó bastante bien, pese a los múltiples problemas que hube de solucionar, sobre todo con las instalaciones sanitarias, para lograr unas distribuciones racionales en una planta en V con un único acceso central. Mas la cosa no cuajó y esa reforma nunca llegó a hacerse.
Pero Leonardo estaba siempre iniciando nuevos negocios, con un entusiasmo indestructible. Un domingo de la primavera del 86 fui, como solía, a almorzar a casa de mis padres. También había ido Leonardo para contarnos que estaba montando unas empresas (porque eran varias) de promoción inmobiliaria y turística en el sur de Tenerife. Estaba convencido de las enormes posibilidades de negocio del núcleo de Los Gigantes y su entorno y además tenía estrechas relaciones con políticos locales, incluyendo al alcalde del municipio. El dinero lo ponía un importante empresario valenciano, a quien conocía de muchos años y que confiaba plenamente en él. Como pensaba construir muchísimos edificios, quería contar con su propia oficina de arquitectos y necesitaba, al frente de la misma, a un profesional de calidad y del que se fiara. Tantas quimeras y peloteo concluían, obviamente, proponiéndome que me fuera a vivir a Tenerife y ofreciéndome una oportunidad magnífica de experiencia profesional y enriquecimiento. Mi padre, quizá sintiéndose culpable por la frustración de la anterior "oportunidad" que él había alentado (el trabajo en Arabia), se sumó a esas recomendaciones, por más que siempre había pensado que los negocios de su amigo no solían ser demasiado claros. Yo, entonces, estaba muy contento tanto con mi forma de vida como con mi trabajo; sin embargo, opinaba que había que subirse a los trenes, así que unos días después acepté. No fue una decisión demasiado meditada; por supuesto, no sabía la importancia de sus consecuencias.
Pasé un año viviendo en Los Gigantes, urbanización turística en el extremo oeste de la Isla. Desde el principio las cosas no fueron como me habían dicho. Una de las empresas me facilitó un coche y una casa en Playa de la Arena, desde cuya terraza disfrutaba de unos preciosos atardeceres marinos con La Gomera enfrente. Pero no tenía sueldo; se suponía que era un profesional libre que cobraba por los proyectos que hacía. Me incorporaron a un estudio que habían montado en la urbanización tres arquitectos de Las Palmas, amigos de uno de los socios de Leonardo. El cabecilla de estos arquitectos era un hombre tremendamente soberbio que se consideraba un excelente diseñador (he de reconocer que era bueno) y que apenas me dejó colaborar en "sus" proyectos más que como mero delineante. Para colmo, era también un acendrado nacionalista que no cesaba de dejarme claro mi pecado esencial de representar a un país colonial, opresor del noble pueblo canario. Me lo tomé con filosofía, no obstante, y procuré aprovechar el tiempo y aprender arquitectura. Mi subsistencia material se iba resolviendo con esporádicos pagos de los arquitectos cuando decidían que me tocaba, sin que nunca llegara a saber ni las cuentas facturadas ni los criterios con los que se hacían los repartos. Lo cierto es que, en el verano del 87, cuando acabó esa aventura, yo tenía en el banco 25.000 pesetas. Considerando que a mi llegada a Tenerife mi saldo era de unas 250.000, no puede decirse que las expectativas de enriquecimiento se vieran realizadas.
Durante mi estancia en Los Gigantes, como es lógico, visitaba con cierta frecuencia a Leonardo, retomando las relaciones personales aparte del contacto laboral. Él vivía con otra chica peruana, con la que, propiciado por ella, llegué a tener cierto grado de intimidad que me descubrió algunas facetas del amigo de mi padre que me turbaron e incomodaron. Su trato conmigo era siempre encantador pero, al mismo tiempo, lo suficientemente ambiguo para no saber bien a qué carta quedarme. Según él, los negocios iban estupendamente y, de hecho, yo comprobaba que se planteaban a cada rato nuevos proyectos y planes: un complejo de apartamentos turísticos, un hotel, dos grupos de viviendas en un pueblo cercano, una urbanización en lo alto de unas montañas pendientes de ser declaradas espacio natural ... Con su entusiasmo constante, me pintaba un futuro esplendoroso y me recomendaba no impacientarme y esperar. Pero, pese a que yo permanecía en una especie de jaula de cristal, sin acceso a las interioridades de los negocios, pasados unos meses no pude dejar de notar algunas cosas raras, desde rumores a comportamientos extraños de distintas personas de ese entorno. Hacia la Semana Santa del 87 apareció un tipo de mi edad, José Luís se llamaba, que venía de parte del empresario valenciano para chequear la situación. Enseguida fue evidente, hasta para mí, que las cosas no eran tan de color de rosa.
José Luís me fue presentado por el propio Leonardo, quien nos animó a que congeniásemos sin, por supuesto, darme ninguna pista sobre lo que verdaderamente deseaba. Supongo que lo que esperaba de mí sería que le mantuviese informado y, eventualmente, utilizarme con el valenciano para defender sus intereses. Pero en las siguientes semanas todo ocurrió muy rápido: José Luís empezó a destapar innumerables chanchullos, entre otros más de una estafa a terceros en la que estaban implicados algunos políticos locales, y a medida que se iban conociendo me los contaba con pelos y señales. Leonardo, mientras tanto, pasaba cada vez menos tiempo en Tenerife, como si la cosa no fuera con él; antes del verano ya había desaparecido definitivamente, dejando colgada en la Isla a la pobre chica peruana, quien en una última cena y entre lloros, se despidió contándome escenas conyugales que habría preferido desconocer. Antes de eso, cuando ya la situación estaba más que tenebrosa, había tenido mi último encuentro con Leonardo; fue en su despacho, aprovechando que ese día José Luís no estaba. Entonces no se comportó como el viejo y encantador amigo de la familia, sino como un hombre duro que me echaba en cara mi deslealtad, acusándome sin ambages de haberle traicionado. Yo intenté justificarme, defender mi posición neutral, máxime cuando había sido totalmente ignorante de todos los cocimientos que entonces salían a la luz. El que no está conmigo, está contra mí, dijo. Ahí acabó nuestra relación; no he vuelto a verlo.
Más de una vez he reflexionado luego sobre esas palabras de Jesús (Lucas 11, 23); incluso he leído glosas pías negando que con esa frase el Maestro provocara la división, el conflicto, y argumentando que deben interpretarse, en el contexto global del Evangelio, como una invitación amorosa a seguir sus enseñanzas. Pero a mi modo de ver, a esta cita suelen recurrir quienes reclaman lealtad ciega, fidelidad sin la más mínima crítica, pagos de las deudas, ciertas o presuntas, a que creen ser acreedores. En todo caso, nunca antes nadie me había dicho esas palabras y no puedo negar que Leonardo consiguió hacerme sentir culpable. Pasé varios días preguntándome, como fiscal de mí mismo, si de verdad le había traicionado, si me había comportado con él de forma indigna. Creo que no, pero tampoco me concedería una absolución completa; aunque haga ya mucho tiempo que he desterrado los inútiles sentimientos de culpabilidad. No volví a verlo, como ya he dicho, pero no porque lo evitase; más bien fue él quien desapareció de mi entorno. Mis padres, en cambio, rompieron las relaciones a consecuencia de lo que había pasado. Sé que, años después, llamó a mi padre para ir a visitarlos y mi madre se negó a que entrara en su casa. Pocos meses después murió mi padre. El día del entierro me dijeron que estuvo en el cementerio; yo no lo vi.
PS: Este fin de semana, a raíz de mis ensoñaciones que he contado en el post anterior, me puse a buscar fotos del segundo viaje a Italia. Las encontré, pero también apareció la que aquí he colocado y que disparó estos otros recuerdos. Así que, fiel a mi inevitable dispersión que tanto divierte a Juliá, he postergado el verano perugino. Aunque me pregunto si esto de rememorar viejas historias no es un síntoma inequívoco de ñoña decrepitud.
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