Viaje a Italia
En octubre de 1981 visité por primera vez Italia. Fue un viaje organizado y pagado por la Dirección General de Arquitectura del entonces Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo (MOPU), que formaba parte de un curso de postgrado para la especialización en trabajos de rehabilitación arquitectónica. Yo apenas llevaba unos meses en España; había vuelto a Madrid, a casa de mis padres, al poco de finalizar la universidad. Había estado seis años fuera y no fueron seis años irrelevantes. Ciertamente, el periodo que va desde los dieciséis a los veintidós es una etapa fundamental en la formación personal de cualquiera. Pero esa relevancia, en mi caso, se agudizaba por las singulares circunstancias geográficas e históricas que me tocaron. Salí de este país con Franco todavía vivo, impregnado de una educación determinada que, además, en ciertos temas (los de índole moral especialmente) se me había impuesto con técnicas muy cercanas al condicionamiento mental, hábilmente manejadas por los docentes del Opus. Aterricé a casi 10.000 kilómetros de distancia, en una capital cuyo idioma, a pesar de ser oficialmente el mismo que el mío, me costaba mucho entender y, sobre todo, entre una gente cuyas formas de comportarse, de ser, de pensar, eran radicalmente distintas a las que estaba acostumbrado. En esa ciudad, Lima, experimenté casi todas mis primeras veces y me integré de tal modo que al cabo de esos años era en una gran proporción mucho más peruano que español. Pero, por otro lado, la referencia que podía tener yo de lo español (al menos a la que respondía la forma de ser de aquel adolescente recién llegado al Perú) estaba en esos años transformándose radicalmente, como consecuencia de los tremendos cambios que vivió este país entre el 75 y el 81. Así que, cuando volví a Madrid, inmediatamente después del tejerazo (pura casualidad), la ciudad y el país con que me reencontraba muy poco tenían que ver con los de mi infancia. Y lo mismo cabe decir respecto a los viejos amigos del colegio: me parecían unos desconocidos que poco o nada tenían que ver conmigo.
Por eso, al principio de mi estancia en Madrid, estaba completamente desubicado, falto de referencias y sin saber muy bien qué hacer con mi vida. Para colmo, he de decir que yo no quería regresar, que hubiese preferido seguir en Perú donde ya había hecho planes profesionales con buenos amigos. Pero, a través de mi padre, me ofrecieron un trabajo en Arabia Saudí, uno de esos megaproyectos en el desierto financiado con los petrodólares, que me aportaría una intensísima experiencia laboral y técnica. Por varias razones no pude negarme y embalé mis trastos más imprescindibles (en esa mudanza renuncié a mi más que decente colección de vinilos) pensando que, quizá, al cabo de un par de años, podría volver a Lima para quedarme. Sin embargo, por circunstancias que ahora no viene al caso contar, ese trabajo no salió y me encontré descolocado y desconcertado en una ciudad que me resultaba ajena. Gracias a una de esas casualidades que van configurando nuestro devenir, me enteré de que el Ministerio acababa de convocar las becas para el curso de postgrado antes citado. Cada año se admitían sólo doce alumnos y tres de ellos debían ser arquitectos hispanoamericanos (todavía coleaba el discurso oficial de la hispanidad, antes de que fuéramos Europa y se popularizara el despectivo sudaca). Tuve la suerte de que, mientras la cuota de españoles estaba muy demandada, no ocurría igual con la de americanos de modo que la simple solicitud acompañada de mi título peruano bastó para ser admitido, en compañía de un arquitecto de Miami y otra que también era limeña. El curso aquel era un lujo, aunque como correspondía a nuestras edades contestatarias insistiésemos en abundantes protestas y quejas ante el Ministerio. Se impartía en un piso enorme de la calle Rios Rosas, enfrente de la plaza de San Juan de la Cruz, donde estaba el MOPU. Allí recibíamos clases teóricas de distintas materias y trabajábamos en un ejercicio práctico que duró los seis meses del curso (un plan para la rehabilitación urbanística del barrio del Pozo Amargo, en Toledo). Además, en nuestra calidad de becarios, éramos una especie de niños mimados del mundo oficial relacionado con la protección de los centros históricos. 1981 fue el año europeo de la conservación del patrimonio urbano y arquitectónico y al Ministerio le interesó "pasearnos" por distintos eventos y facilitarnos el acceso a profesionales y actividades con renombre en ese campo. En ese marco, entendieron que sería bueno llevarnos a Italia para que nos empapásemos de las doctrinas y prácticas de quienes, desde mediados de los setenta, eran reconocidos como la vanguardia en el estudio y tratamiento de la "ciudad histórica".
De tal guisa, un grupo de doce arquitectos jóvenes (yo el más de ellos) y unos pocos de nuestros profesores (afortunadamente los más "marchosos") volamos hasta Milán y recorrimos en diez días un buen número de ciudades italianas para acabar en Roma. En cada una de estas ciudades nos atendían las autoridades competentes (me hacía mucha gracia uno de esos cargos: superintendente per i bieni culturali e ambientali) que nos enseñaban las actuaciones en marcha, nos presentaban a profesionales de enorme prestigio que casi nos parecían dioses y nos regalaban montones de documentos. Luego, por las noches, siempre había cachondeos desenfrenados e intentos patéticos de algunos por ligar con italianas. Ya había muy buen rollo entre casi todos nosotros, pero la experiencia de este viaje sirvió para estrechar buenas amistades que se mantuvieron, ya acabado el curso, durante bastante tiempo. En resumen, que aquél fue un viaje fantástico, divertido e instructivo y, en cierta forma, como una especie de revelación.
La revelación fue la propia Italia o, más en concreto, las ciudades de las regiones norcentrales: Véneto, Emilia-Romagna, Toscana, Umbria (Roma, en menor medida; puede que me apabullara un poco su desmesurada monumentalidad, falta quizá de las pautas de escala y proporcionalidad de las que gusto). Me impactaron esas ciudades de escala intermedia y me gustó mucho la que entreví de las formas y ritmos de vida. Tanto que no sería exagerado decir que sufrí un enamoramiento italiano que me llevó a fantasear con la posibilidad de irme a vivir y a trabajar a ese país. No es que me tomara esa fantasía demasiado en serio, pero tampoco lo consideré un imposible. De entrada, al año siguiente me matriculé en la Escuela Oficial de Idiomas para empezar a estudiar italiano, y ahí seguí hasta tercero, lo que me permite chapurrear la lengua y leérla con cierta facilidad. Luego, los acontecimientos vinieron como vinieron y la vida me fue liando; los sueños italianos se fueron arrinconando en esos compartimentos del cerebro ambientados con ternuras melancólicas.
Ayer, antes de dormirme, me asaltaron a traición recuerdos de mi segundo viaje a Italia, en el verano del 84. Pasé un buen rato recreando esas viejas imágenes, mientras me adormilaba, dejando que se volvieran vaporosas y fueran absorbidas en la materia de los sueños. Esta mañana tenía la impresión de que, efectivamente, durante la noche había vuelto a vivir sensaciones de aquel verano y me levanté con ganas de poner por escrito algunos de esos recuerdos. Pero, como siempre me ocurre, empiezo a teclear y, con la manía de apuntar los antecedentes, me enrollo demasiado y he acabado contando el viaje anterior. Tampoco importa; así ya tengo materia para un próximo post.
CATEGORÍA: Recuerdos
Por eso, al principio de mi estancia en Madrid, estaba completamente desubicado, falto de referencias y sin saber muy bien qué hacer con mi vida. Para colmo, he de decir que yo no quería regresar, que hubiese preferido seguir en Perú donde ya había hecho planes profesionales con buenos amigos. Pero, a través de mi padre, me ofrecieron un trabajo en Arabia Saudí, uno de esos megaproyectos en el desierto financiado con los petrodólares, que me aportaría una intensísima experiencia laboral y técnica. Por varias razones no pude negarme y embalé mis trastos más imprescindibles (en esa mudanza renuncié a mi más que decente colección de vinilos) pensando que, quizá, al cabo de un par de años, podría volver a Lima para quedarme. Sin embargo, por circunstancias que ahora no viene al caso contar, ese trabajo no salió y me encontré descolocado y desconcertado en una ciudad que me resultaba ajena. Gracias a una de esas casualidades que van configurando nuestro devenir, me enteré de que el Ministerio acababa de convocar las becas para el curso de postgrado antes citado. Cada año se admitían sólo doce alumnos y tres de ellos debían ser arquitectos hispanoamericanos (todavía coleaba el discurso oficial de la hispanidad, antes de que fuéramos Europa y se popularizara el despectivo sudaca). Tuve la suerte de que, mientras la cuota de españoles estaba muy demandada, no ocurría igual con la de americanos de modo que la simple solicitud acompañada de mi título peruano bastó para ser admitido, en compañía de un arquitecto de Miami y otra que también era limeña. El curso aquel era un lujo, aunque como correspondía a nuestras edades contestatarias insistiésemos en abundantes protestas y quejas ante el Ministerio. Se impartía en un piso enorme de la calle Rios Rosas, enfrente de la plaza de San Juan de la Cruz, donde estaba el MOPU. Allí recibíamos clases teóricas de distintas materias y trabajábamos en un ejercicio práctico que duró los seis meses del curso (un plan para la rehabilitación urbanística del barrio del Pozo Amargo, en Toledo). Además, en nuestra calidad de becarios, éramos una especie de niños mimados del mundo oficial relacionado con la protección de los centros históricos. 1981 fue el año europeo de la conservación del patrimonio urbano y arquitectónico y al Ministerio le interesó "pasearnos" por distintos eventos y facilitarnos el acceso a profesionales y actividades con renombre en ese campo. En ese marco, entendieron que sería bueno llevarnos a Italia para que nos empapásemos de las doctrinas y prácticas de quienes, desde mediados de los setenta, eran reconocidos como la vanguardia en el estudio y tratamiento de la "ciudad histórica".
De tal guisa, un grupo de doce arquitectos jóvenes (yo el más de ellos) y unos pocos de nuestros profesores (afortunadamente los más "marchosos") volamos hasta Milán y recorrimos en diez días un buen número de ciudades italianas para acabar en Roma. En cada una de estas ciudades nos atendían las autoridades competentes (me hacía mucha gracia uno de esos cargos: superintendente per i bieni culturali e ambientali) que nos enseñaban las actuaciones en marcha, nos presentaban a profesionales de enorme prestigio que casi nos parecían dioses y nos regalaban montones de documentos. Luego, por las noches, siempre había cachondeos desenfrenados e intentos patéticos de algunos por ligar con italianas. Ya había muy buen rollo entre casi todos nosotros, pero la experiencia de este viaje sirvió para estrechar buenas amistades que se mantuvieron, ya acabado el curso, durante bastante tiempo. En resumen, que aquél fue un viaje fantástico, divertido e instructivo y, en cierta forma, como una especie de revelación.
La revelación fue la propia Italia o, más en concreto, las ciudades de las regiones norcentrales: Véneto, Emilia-Romagna, Toscana, Umbria (Roma, en menor medida; puede que me apabullara un poco su desmesurada monumentalidad, falta quizá de las pautas de escala y proporcionalidad de las que gusto). Me impactaron esas ciudades de escala intermedia y me gustó mucho la que entreví de las formas y ritmos de vida. Tanto que no sería exagerado decir que sufrí un enamoramiento italiano que me llevó a fantasear con la posibilidad de irme a vivir y a trabajar a ese país. No es que me tomara esa fantasía demasiado en serio, pero tampoco lo consideré un imposible. De entrada, al año siguiente me matriculé en la Escuela Oficial de Idiomas para empezar a estudiar italiano, y ahí seguí hasta tercero, lo que me permite chapurrear la lengua y leérla con cierta facilidad. Luego, los acontecimientos vinieron como vinieron y la vida me fue liando; los sueños italianos se fueron arrinconando en esos compartimentos del cerebro ambientados con ternuras melancólicas.
Ayer, antes de dormirme, me asaltaron a traición recuerdos de mi segundo viaje a Italia, en el verano del 84. Pasé un buen rato recreando esas viejas imágenes, mientras me adormilaba, dejando que se volvieran vaporosas y fueran absorbidas en la materia de los sueños. Esta mañana tenía la impresión de que, efectivamente, durante la noche había vuelto a vivir sensaciones de aquel verano y me levanté con ganas de poner por escrito algunos de esos recuerdos. Pero, como siempre me ocurre, empiezo a teclear y, con la manía de apuntar los antecedentes, me enrollo demasiado y he acabado contando el viaje anterior. Tampoco importa; así ya tengo materia para un próximo post.
Pues nada, a esperarlo, lástima no tener mecedora, ni porche, ni saber hacer ganchillo. Eso sí el abanico lo tengo a mano.
ResponderEliminarbesitos Miro.
Si ese segundo viaje vino a tus sueños anoche debe ser que ademas de arquitectura tuviste otras tentaciones, sensaciones quería decir...
ResponderEliminarQue envidia de La Laguna, tengo la sensación de que eres de esos arquitectos que muchos lugares necesitarian pero es mas facil tener de esos que firman que se tire y si no que se caiga...
Si, cuando en la adolescencia se cambia de lugar, se pierden referencias, se puede estar desubicado hasta hacerse a un nuevo entorno. Creo que las amistades de la adolescencia y la carrera son de esas que siempre quedan aunque esten lejos.
Esperando la segunda parte...
Uffff, me has remontado a mi viaje de fin de estudios en COU... diez o doce días recorriendo Italia en autobús... Pisa, Florencia, Roma, Venecia, Padua... Luego he vuelto a Venecia en dos ocasiones más, perdiéndome adrede en sus calles sin rumbo fijo.
ResponderEliminarBesazos.
Es curioso pero me has recordado cierto viaje en un dos caballos que hice por Francia. Y como tu en el caso italiano con Roma, (aunque en el caso frances es más evidente) siempre he pensado que la "grandeur" de Paris eclipsaba demasiado la belleza de los pequeños pueblos y ciudades medias francesas.
ResponderEliminarEso si, aunque he estado alguna vez (la última no hace demasiado) en Italia en periodos cortos, con la lectura del post me han dado ganas de hacer algo similar a lo que hice en Francia.
Me divierte cuando empiezas por querer contar algo y luego te vas por las ramas.
ResponderEliminarEn Italia he estado una sola vez hace un montón de años. No descarto volver.