Hacia mediados del siglo XII (hay distintas fechas según la fuente), el caballero Owein u Owain (nombre gaélico que se traduciría por Enio) regresa a su patria, la verde Irlanda. Owein tenía unos treinta y cinco años y hasta ese momento había ejercido de soldado al servicio de
Esteban de Blois, quien reinó en Inglaterra de 1135 a 1154. El reinado de Esteban estuvo marcado durante muchos años por la guerra civil con Matilde, la legítima heredera, un periodo de profundo caos y violencias en casi todos los rincones ingleses. Cabe pues suponer que nuestro amigo Owein habría cometido no pocas barrabasadas, suficientes para que en su mediana edad se sintiera atenazado por los remordimientos y necesitara alguna redención que le diera paz espiritual. Como fuera, aparece por esas fechas en las cercanías del lago rojo (que eso es lo que significa
Lough Derg) y acude en confesión al mismísimo Obispo. Recitados sus pecados, no obstante, la penitencia que el sacerdote le impone no le parece suficiente para alcanzar el ansiado perdón divino y reclama la licencia para acceder al purgatorio de San Patricio. Dicen algunas fuentes que el Obispo trata de disuadirle de tal intención pero el soldado arrepentido erre que erre hasta que obtiene el pertinente permiso.
Lo anterior no me resulta del todo convincente. Más me parece que Owein pretendía otear los misterios de ultratumba, bien por inquietudes espirituales o acaso por intereses más terrenos, como por ejemplo, usar la experiencia como acreditación personal para el acceso a ulteriores oficios. Así, pocos años después (hacia finales de esa década de los cincuenta del siglo XII), Owein se instalará en la
abadía cisterciense de Baltinglass, sirviendo de intérprete irlandés para el abad inglés Gilbert de Louth. Este Gilbert, cuando regresó a Inglaterra, fue quien contó al ya citado Enrique de Saltrey la historia del asombroso descenso de Owein al purgatorio de San Patricio, lo cual demuestra cuánto le había impresionado. Puedo suponer que el antiguo soldado recurriera a su aventura para tener más fácil acceso a la orden benedictina, en la que acabó sus días. También, puestos a pensar mal, podemos suponer que buscaba fama y reconocimiento y, de ser así, no cabe duda de que lo logró pues su viaje se convirtió en un best seller con múltiples versiones durante los siguientes dos siglos.
Otro aspecto sospechoso ya desde el inicio de la aventura es que la de Owein sea la primera descripción del purgatorio de que se tiene noticia, pese a que se supone que el purgatorio estaba ahí al menos desde la época de San Patricio; es decir, que tenía unos siete siglos de antigüedad. Puede que algo haya tenido que ver que en la década de los 30 de ese siglo XII los Agustinos se hicieron cargo de las dos islas de Lough Derg y decidieran reavivar (¿o inventar?) la leyenda del purgatorio de San Patricio. Dos apuntes a tener en cuenta a este respecto: primero,
San Agustín fue, sin duda, el principal Padre de la Iglesia que defendió la existencia del Purgatorio; segundo, es por esos tiempos cuando empieza a intensificarse muchísimo la práctica de las
indulgencias, que llegará a los excesos que tanto indignaron cuatro siglos después a Lutero. Recuerdo que las indulgencias, obtenidas en muchas ocasiones mediante pagos a la Iglesia, consistían en la remisión de las penas temporales a cumplir después de muerto en el Purgatorio. Era pues importante que los fieles no dudasen de la existencia de este lugar y de cuan terribles eran allí los sufrimientos.
Pero sigamos con la aventura de Owein, a quien dejamos dirigiéndose a la isleta estación (Station island). Una vez allí, los agustinos le exigen que se pase quince días de ayuno y oración. Cumplido el ritual preparatorio (común a muchas otras experiencias místico-esótericas), Owein fue conducido por el prior a un claustro abierto en el que se encontraba, clausurado con una reja, el agujero que daba acceso a la cueva subterránea. Allí lo rodean trece monjes que le advierten de los graves peligros que le esperan y le insisten en que no debe ceder a las tentaciones de los demonios; pero sobre todo, le dicen, debe completar el viaje porque, de no hacerlo, los resultados serían desastrosos para su cuerpo y su alma. Para lograr el éxito, la fórmula más segura es invocar a cada momento el nombre de Dios. Podemos imaginar a estos monjes repitiéndole machaconamente las pertinentes instrucciones e incluso tratando de disuadir al temerario soldado de sus intenciones. Pero Owein estaba decidido así que, finalmente, se levantaría la reja y nuestro hombre empezaría a bajar los escalones que conducían a los territorios de ultratumba.
Nada más empezar a adentrarse en la cueva, le envuelve una densa nube de humo y oye las voces airadas de los demonios que le insultan y le urgen a dar media vuelta y regresar al mundo exterior. Owein no hace caso y sigue avanzando y enseguida se ve inmerso en una hoguera; imperturbable, invoca el nombre de Cristo y el fuego desaparece. A partir de entonces, la peregrinación de Owein consiste en atravesar diversos "campos de castigo" y ver en cada uno almas penando por pecados concretos. Llama la atención que, evidentemente, las ánimas eran percibidas en las habituales formas de los cuerpos humanos por más que fueran inmateriales (al menos esa era la teoría teológica desde siempre). Tal inmaterialidad, sin embargo, no impedía que sufrieran los dolores propios de castigos meramente físicos; pero tampoco es cuestión de ponerse a hilar fino con sutilezas. Es curioso también cómo Owein identifica perfectamente el pecado que corresponde a cada uno de los campos de castigo (recuérdese: parques temáticos del sufrimiento), pese a que éstos carecen de cualquier rótulo indicativo. Seguramente en la Edad Media había una simbología cuyas claves semánticas ignoramos los descreídos contemporáneos.
A medida que va pasando por cada campo, los demonios acusan a Owein de ser reo del correspondiente pecado e intentan someterle a los tormentos procedentes. Nuestro héroe, sin embargo, evita las amenazas con la infalible receta de invocar el nombre de Jesús. El primer escenario que le muestran los agentes satánicos es un amplio valle de tierra negra azotado por un viento gélido, donde almas heridas y desnudas de ambos sexos, culpables del pecado capital de la pereza, están clavadas boca abajo con garfios de hierro. En el siguiente campo, las ánimas en pena eran las culpables de gula y, al contrario que las anteriores, estaban amarradas boca arriba y eran atormentadas por dragones, tritones y serpientes. Viene a continuación otra área de castigo en la que las almas están colgadas de distintas partes de sus cuerpos (de nuevo valga la paradoja), algunas inmersas en fuego, otras sobre parrillas; se trata de ladrones y personas que dieron falsos testimonios (éstos colgados por las lenguas). Luego Owein se encuentra con una enorme noria a la cual están atados los avariciosos; la rueda gira metiéndoles y sacándoles del fuego. Después llega ante una enorme montaña desde la cual las almas de los rencorosos son arrojadas por un viento helado hasta un río de aguas ardientes y apestosas. Sigue una casa de baños con pozos de sulfuro y metal fundido en los que los demonios sumergen a los usureros y quienes han pecado contra la caridad.
De pronto, Owein se encuentra ante una sima de fuego, que piensa que es la entrada al infierno; los demonios se le abalanzan para hacerle caer, pero él vuelve a clamar a Dios y con su ayuda puede continuar su "tour de los horrores". Hay que decir que el caballero no recorre indemne todos estos campos del purgatorio, sino que sufre, aunque sea indirecta y limitadamente, las torturas que ve, lo que interpreta como un justo castigo a sus pecados, necesario para alcanzar la redención. De otra parte, los demonios que le acosan son criaturas espantosas, inspirados en los populares bestiarios medievales. Así, por ejemplo, unos monstruos de sesenta ojos y sesenta manos son los que intentan que Owein caiga desde un estrechísimo puente a un río ardiente y fétido. Se trata de la última y más terrible prueba; el soldado debe cruzar un puente que parece el filo de una navaja, mientras los demonios revolotean alrededor suyo tirándole piedras y otros le esperan en el agua para apropiarse de su alma. De nuevo, pronuncia el nombre de Cristo y el puente se va gradualmente ensanchando permitiéndole llegar sano y salvo hasta su extremo.
Owein ha alcanzado el Paraíso Terrenal y se le entrega un ropaje de oro que le sana de todas las heridas que ha sufrido al atravesar el Purgatorio. Después de las penas y sufrimientos, el héroe recibe el consuelo y la celebración entrando en un mundo reluciente de flores, joyas y cantos melodiosos; está con los "salvados" pero todavía no es el cielo, sino una especie de morada previa antes de llegar a la definitiva felicidad eterna. Estas escenas de gozo, contrapunto de los vivido hasta entonces, ponen punto final a la aventura del soldado irlandés.
Como ya he dicho antes, quien primero cuenta esta historia fue Enrique de Saltrey, en su
Tractatus de Sancti Patrici, que tuvo tanto éxito y difusión que dio origen a diversas posteriores versiones, entre ellas la recogida en la
Chronica Majora de
Mateo de París y, sobre todo, la muy popular de
María de Francia. El texto original (de finales del XII) circuló extensamente en las Españas desde los primeros años del XIII y fue traducido a todas las lenguas peninsulares. Así por ejemplo, se sabe que desde 1320 existió una versión en catalán de la que dispuso el rey de Aragón
Juan I, muy amigo de este tipo de libros y poseedor de una rica biblioteca para su época. Refiero esto para enlazar con otro visitante del purgatorio irlandés, un catalán llamado
Ramón de Perellós, quien siendo embajador de Juan I en París le había conseguido una versión latina del
Tractatus. Pues resulta que Perellós fue uno de los sospechosos de estar involucrado en la repentina muerte en 1396 del rey cazador, razón por la cual viajó hasta Lough Derg con la intención de entrar en el Purgatorio, encontrar al monarca y proclamar su inocencia. Pero ésta es otra historia.