Esto de los blogs me parece un fenómeno muy alentador y, sobre todo, muy instructivo. Alentador porque, en contra de lo que mi tendencia escéptico-negativa me hacía pensar, compruebo que hay mucha gente que se pregunta, piensa y expresa (a veces con envidiable acierto y gracia) sus inquietudes. Instructivo porque aprendo de ellos, obviamente. Así, a bote pronto, se me ocurre que visito con más frecuencia ciertos blogs que o bien se centran en aspectos que podríamos adscribir al ámbito de las emociones y los sentimientos personales (naturalmente, a partir de las propias experiencias y reflexiones del autor), o bien exponen sus opiniones respecto a realidades más externas (incluso aunque también provengan de sus propias experiencias). Sin duda son los primeros los que más me aportan, ya que me permiten entender, a partir del espejo de mis semejantes (qué tan semejantes sería la duda) mis propias incertidumbres. Sobre los posts de este tenor es difícil opinar, salvo reconocer a veces, empáticamente, las coincidencias vivenciales. Respecto a los segundos, en cambio, la cosa cambia. Al leerlos, se me plantea inmediatamente una confrontación intelectual, una valoración analítica sobre la adecuación de esas opiniones con las mías propias. Son también instructivos, pero más en el sentido de que obligan a un ejercicio dialéctico con uno mismo; un ejercicio, claro, bastante menos arriesgado ya que se refiere a algo externo, pero no por ello menos enriquecedor y estimulante.
Por supuesto, me estoy refiriendo a posts que, a mi juicio, alcanzan un cierto nivel en la expresión de las opiniones del autor sobre aspectos concretos de la realidad. Aun así, lo que pasa es que las limitaciones del medio obligan, en la mayoría de los casos, a condensar en exceso las opiniones y también (consecuencia de ello) a perder los matices, optando por simplificaciones de blancos y negros a veces excesivas. Esta es una técnica repetida hasta la saciedad en la redacción periodística, de modo que puede decirse que ha pasado a convertirse en una “norma de estilo”. Y es así, entre otras cosas, porque a todos nos gustan las conclusiones contundentes (los "titulares”), sin matices, de modo que podamos saber con claridad a qué carta quedarnos, que podamos lanzarnos (sin freno y cuesta abajo) a un debate en el que estaremos “a favor” o “en contra”. De otra parte, también quienes así escriben son más apreciados: personas que “valientemente” dicen lo que piensan, que se “posicionan”; todo lo contrario de quienes encuentran peros a todo, desconfían de las calificaciones totalizadoras, reclaman que se tengan en cuenta matices y diferencias, aunque a los interlocutores les parezcan menores ...
A mí me ocurre que tengo, en este asunto, algo de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Digamos que intelectualmente pretendo (y defiendo) ser mesurado, desconfío de las evidencias obvias (que no lo son tanto), detecto enseguida los sofismas tramposos; pero con frecuencia, en discusiones y comportamientos ante situaciones concretas, me sale el Dr. Hyde que toma partido, que opta por una caricaturización aún a sabiendas de sus defectos, etc. Creo que esta “esquizofrenia” es inevitable y hasta necesaria, en sus adecuadas dosis. En la vida, por muchas vueltas que le demos a las cosas, hay en determinados momentos que adoptar posturas e incluso radicalizar posiciones. Pero, hasta en esos momentos, creo que hay que seguir siendo consciente de que lo que hacemos es sólo la decisión de la acción que no necesariamente coincide con la complejidad global de nuestras convicciones (Jekyll no debe estar del todo ausente).
Con lo anterior quiero defender las decisiones personales de cualquiera de actuar “radicalmente”, siempre que sea consciente, siempre que sea el resultado de una exigencia ética que te lleve a la renuncia (transitoria) de la complejidad real para evitar la parálisis ante lo que no se puede estar indiferente. (Por cierto, no es tal el caso de los que solemos llamar fanáticos). Naturalmente, esta decisión de ponerse en uno u otro bando debe ser realmente libre y consciente. A este respecto, me acuerdo ahora de algo acaecido hace unos veinte años: un empresario y amigo de la familia, para el cual yo trabajaba, ante una crisis del negocio (que, cómo yo ya intuía y luego se demostró, derivaba de turbias historias) me pidió que cerrara filas a su lado, sin preguntas ni explicaciones. Apeló a mi lealtad con palabras evangélicas: si no estás conmigo, estás contra mí. No es bueno que te exijan de esa forma que te conviertas en Hyde.
Sin embargo, las simplificaciones radicales son justificables en el comportamiento, en las actitudes vitales, pero mucho menos en el campo del pensamiento, del diálogo. En este ámbito es donde deben cultivarse los matices, las dudas creadoras, porque sólo así abrimos la inteligencia (y, de rebote, la tolerancia). El principal pecado, a mi juicio, del discurso simplificador, del que gusta de etiquetas totalizadoras, es que opera como un anestésico de la inteligencia humana ... y no estoy muy seguro de si la administración continuada de tal anestésico no acaba inutilizando definitivamente al órgano pensante y a su capacidad crítica. En todo caso, lo que sí creo es que, si no tontos, nos vuelve bastante dóciles; no en vano los medios periodísticos han sido desde siempre objetivo preciado del poder.
Por eso está muy bien que Internet acoja, sin aparentes restricciones (de momento, al menos, nos dejan en libertad vigilada) la expresión de quienes ejercen la crítica, se abren al diálogo, más allá de tópicos y simplificaciones. Pero es muy difícil avanzar en esta dirección, porque casi todos hemos interiorizado, como un tic subconsciente, la “obligación” de la contundencia, de las opiniones claras, sin matices. Y, aunque fuéramos capaces de escapar de estas nuestras propias trampas (manteniendo una autocrítica vigilante), resulta que está la exigencia añadida de la brevedad. Hay que ser breve, que si no, no te lee nadie; porque la amenidad, en esta época, exige brevedad (tamaña falacia: cuántos tochazos habré leído disfrutando como un enano y sin querer soltarlos tan amenos me resultaban). Y, ya por último, ponerse a matizar las opiniones se convierte, a poco rigor que se pretenda, en una intrincada tarea, porque las tesis se nos van ramificando en crecimiento exponencial. ¡Menudo coñazo! Al fin y al cabo, cada uno escribe su blog para decir lo que le da la gana, sin tener que meterse en complicaciones argumentativas.
Ciertamente, algo de esto me pasa a mí mismo cuando leo en un post opiniones que me parecen excesivamente “des-matizadas”. Inmediatamente me apetece entrar al trapo, aportar otras “versiones” que permitan ver la complejidad del asunto, que hagan dudar de esa apariencia tan monolítica. Pero luego, pasado el primer impulso, suelo preguntarme que para qué me voy a meter en profundidades, que eso requiere esfuerzo y que tampoco es éste el sitio más adecuado para un debate. No es que piense que todas las opiniones son respetables (para nada, las que son respetables son las personas), sino que desconfío de la utilidad práctica de estos menesteres. A casi nadie le gusta que le cuestionen sus opiniones, ni le apetece “perder tiempo” poniéndolas en duda. Por eso lo que hago es un disparo por elevación y me escribo un rollo manteniéndome en el plano general y abstracto.
Aun así, sería poco honesto por mi parte, no decir aquí que la motivación de este post tiene su origen en la lectura del que ha escrito Titobeno con el título
Rojo azulado, Azul rojizo. Tras leerlo, me apeteció mucho comentar varias de sus opiniones, con las cuales es muy posible que no disienta del todo en el fondo, pero sí en la forma en que las hace. Es decir, me apeteció matizarlas, porque, a mi juicio, muchas de ellas están expresadas con tal radicalidad simplificadora, que quedan desnaturalizadas y me resultan falsas (en el sentido en que podemos denominar “falsa” a una caricatura respecto a la realidad del rostro caricaturizado). Y eso pensaba hacer al empezar hoy a escribir pero ... son tantas las opiniones; y, además, lo ya dicho: ¿para qué?
Así que sólo transcribo algunas de esas opiniones que creo que, cada una de ellas, da para un post aun más largo que el presente (quizás en otro momento entre al trapo).
La teoría comunista bolchevique y la nacional-socialista alemana de la época de Hitler eran sorprendentemente similares.Para mi es exactamente igual que la dictadura sea de Pinochet, de Sadán, de Stalin o de Castro ... Para mí la dictadura es dictadura y la falta de libertad no puede compensarse con sanidad o con “venticinco años de paz”.Para mi, quien pone una bomba es un terrorista.Yo me he planteado alguna vez la duda moral de si un país debe entrometerse en los asuntos de otro país.De hecho una vez uno (un norteamericano) me dijo: es cierto que la intervención sólo debería hacerse donde sea justa y necesaria, pero lo que no entiendo es porque Europa debe decidir cuando lo es. Si quieren hacerlo que se gasten su dinero. Un tanto cínico pero sin duda certero.Una organización (la ONU) donde cinco países tienen derecho de veto y con el historial que lleva no creo que sea precisamente un garante universal de nada.