martes, 25 de septiembre de 2018

Pattie Boyd (1)

Estamos en marzo de 1964, estación londinense de Marylebone. Los Beatles están filmando A Hard Day’s Night, su primera peli (y la mejor). En una de las escenas del principio, dos colegialas se sientan a una mesita del vagón restaurante del tren en el que van los músicos. Una de esas chicas, la rubia, era Pattie Boyd, una preciosa muñequita que estaba a punto de cumplir veinte años pero ya llevaba un par de ellos como modelo de alta costura en pasarelas londinenses y neoyorkinas. Richard Lester la había dirigido recientemente en un anuncio televisivo y por eso la fichó para tan breve papel. Gracias a ese simple twist of fate que diría Dylan (aparecerá más adelante), George la conoce y cae fulminantemente asaeteado por Cupido para mayor gloria del rock. Cuenta la leyenda que ese mismo día, almorzando en el propio estudio, le pidió que se casara con él y ella, que salía con el fotógrafo Eric Swayne (muy metido en la movida musical británica de la época) dijo que no. Pero el Beatle insistió y la bella cedió (contó ella misma que le comentó a una amiga que lo había rechazado y ésta la tildó de idiota). Y se casaron, en efecto, el 21 de enero de 1966, veintidós y veintiún añitos los tortolitos. Era el tercer Beatle que cambiaba de estado civil; sólo quedaba Paul quien, en todo caso, estaba muy ennoviado con la actriz Jane Asher.



Desde luego se casaron completamente enamorados aunque, ya se sabe, el enamoramiento es estupidez transitoria … ¡y se pasa! Pero duró lo suficiente para que Pattie inspirara a George su primera aportación al cancionero de los Beatles: nada menos que Something. Bueno, al menos, eso fue lo que contó Pattie en su biografía –publicada en 2007–. Su ex para entonces no la podía contradecir, pero poco antes de su muerte –en 1996 –, sin negarlo expresamente, dijo que se pensó que el tema estaba escrito para Pattie simplemente porque en el video promocional sale cada Beatle con su esposa de entonces. Yo quiero creer que sí, que la musa de Something fue Pattie, entre otras cosas porque la empezó a escribir en septiembre del 68, antes de viajar junto a Estados Unidos, y por entonces la relación todavía no estaba deteriorada. Claro que siendo un Beatle era imposible serle siempre fiel a la pareja y podemos elucubrar que hubiera sido la manera de moverse de alguna amante ocasional la que le atrajera como ninguna otra lo había hecho (aunque ese verso inicial se lo apropió de una canción de James Taylor). Pero no, lo dicho, me inclino a que fue Pattie la responsable de que dispongamos de esta maravilla, que se publicaría en el LP Abbey Road (1969).



Y ahora hay que meter en el cuento a otro de los grandes-grandes, Eric Clapton. Si bien había conocido a Harrison (y había hecho buenas migas con él) en las navidades de 1964 cuando era guitarrista de los Yardbirds, no fue hasta marzo del 68 que empezó a fraguarse una verdadera e íntima amistad. Por esas fechas Clapton estaba harto de Cream y quería largarse de la banda, así que una mañana lluviosa (lo normal en Londres) se acercó a la oficina del australiano Robert Stigwood, el manager del grupo. Resulta que por entonces, unos meses después del suicidio de Brian Epstein, Stigwood estaba ocupándose también de los Beatles, de modo que Harrison andaba también por la oficina. Así que se produjo el reencuentro y esta vez tuvo continuidad. Clapton empezó a acudir asiduamente a Kinfauns, la casa de Harrison-Boyd en Esher, a 25 kilómetros al suroeste de Londres. Piénsese que en esos meses (hasta octubre, cuando Harrison viajaría a Estados Unidos) los Beatles andaban enfrascados en la grabación del Álbum Blanco, el doble LP que recogía la eclosión creativa posterior al retiro hindú con el Maharishi (por cierto, parece que quien introdujo a George en la meditación trascendental, para apartarle de las drogas, fue Pattie). De modo que las visitas de Clapton estaban monopolizadas por la compartida pasión musical; faltaba un tiempito para que Eric cayera también rendido ante los encantos de Pattie. Sin duda, el hecho más notable de esta primera fase de la amistad de esos dos genios fue que George le pidiera a Clapton que interpretara el solo de guitarra en la grabación, el 6 de septiembre, de While my guitar gently weeps.


Pero antes de asistir al enamoramiento de Clapton hemos de viajar a los USA con nuestra parejita. Recordemos que tras la muerte de Epstein los Beatles habían decidido crear su propio sello, Apple Records (que años después tendría un largo conflicto por el derecho de propiedad del nombre con la Apple Computer), para gestionar su propia obra y, de paso, promocionar a amiguetes. Uno de los “protegidos” fue Jackie Lomax, de Liverpool como ellos y que había compartido los duros tiempos anteriores a la fama. Harrison decidió producirle su primer disco como solista y, aunque las grabaciones empezaron en los estudio londinenses de EMI, después del verano decidieron irse a Los Ángeles para completar el que sería Is This What You Want?. Ese verano, el 29 de julio, Bob Dylan había sufrido su mítico accidente de moto y se había retirado de toda vida pública, recluido en su casa de Woodstock. Naturalmente, Dylan y los Beatles se conocían (desde aquella famosa reunión del 28 de agosto de 1964 en el neoyorkino Hotel Delmonico); de los cuatro británicos, con quien Bob sentía más empatía –sin que pudiera decirse que fueran amigos– era con George, probablemente porque ambos compartían caracteres un tanto huraños. George, por su parte, admiraba al de Minnesota (durante su retiro en la India el único disco “occidental” que había llevado consigo era el maravilloso Blonde on Blonde) y tenía mucho empeño en visitarlo y pasar un tiempo con él. De modo que Pattie y él volaron de costa a costa y desde Nueva York se acercaron hasta la granja de los Dylan y pasaron unos días con ellos, participando en la celebración familiar de Acción de Gracias (que ese año cayó el 28 de noviembre).



Contó Harrison que encontró a Bob bastante alicaído; durante un par de días casi ni hablaba, como si hubiera perdido la confianza en sí mismo. Por fin, Harrison le obligó a coger la guitarra y se pusieron a tocar juntos y poco a poco Dylan fue animándose. Y así, un poco en serio un poco en broma, empezaron a componer I'd Have You Anytime, que dos años después abriría el primer disco en solitario de Harrison, el excelente triple LP All Things Must Pass. Pero, en mi opinión, mucho más importante para la historia de la música popular fue que en esos días de noviembre Bob interpretó para George y Pattie la canción que acababa de componer: I Threw it all away (lo eché todo a perder, lo fastidié). El tema –que se publicaría en abril del año siguiente en el LP Nashville Skyline– es el lamento de un tipo que tuvo a una mujer que lo amaba pero fue cruel con ella y la perdió, lo fastidió todo. Tras un cántico al amor (love is all there is, it makes the world go ‘round) acaba aconsejando al oyente que si alguna vez encuentra a alguien que le dé su amor, no lo deje escapar porque estará jodido sin remedio si lo echa a perder. Se ha especulado mucho sobre si la letra es autobiográfica y, en ese caso, a que mujer se refería; hay para elegir, pero por esas fechas no cabe pensar que fuera Sara, su mujer, con la que se había refugiado en hogareña intimidad. Lo que sí se sabe es que George quedó muy impresionado y, de hecho, la interpretó en 1969 con los Beatles en las sesiones de Get Back (nunca se publicó oficialmente pero circula por internet una versión con un sonido pésimo) y en 1970 en unas sesiones en los estudios neoyorkinos de Columbia con el propio Bob. Me da por pensar que a lo mejor, más que en sí mismo, Dylan estaba pensando en el matrimonio Harrison-Boyd y le venía a advertir a su amigo que no lo echara a perder, que cuidara a su mujer. Y aunque no fuera esa la intención de Bob puede que George asumiera ese mensaje. En todo caso, lo que está claro es que el consejo no bastó.


sábado, 15 de septiembre de 2018

Etapa 10: La Tabona - Las Almenas

Hacia las 8:30, Jorge y yo dejamos aparcado su coche en la calle Hoya de los Pablos (donde habíamos acabado la etapa anterior) y comenzamos a caminar cuesta abajo. Enseguida cruzamos una carretera bien asfaltada que extrañamente no es del Cabildo (supongo que será municipal). La pista por la que seguimos descendiendo campos de cultivo y con el mar como horizonte llega hasta el lugar denominado Las Crucitas y ahí giramos en dirección Este (como si retrocediéramos respecto del sentido general de la vuelta) hasta llegar al barrio de Santa Catalina. Llevamos caminados poco más de dos kilómetros y hemos pasado de los 330 a los 115 metros de altitud; para las pendientes habituales en la Isla, un descenso suave. Este núcleo de Santa Catalina es el primer asentamiento urbano en lo que hoy es el municipio de La Guancha, constituido en los primeros años de la conquista con varias familias provenientes de Gran Canaria (varias de ellas de origen portugués). Avanzamos por la calle Real, de agradable apariencia, hasta llegar a la plaza de la ermita, construida en 1510 pero reedificada en 1878 después de que un aluvión la dejara prácticamente en ruinas. Nada más pasar la ermita se acaba el pueblo y salimos a la TF-351, esta vez sí una carretera insular (la que sube desde el enlace de San Juan de la Rambla a La Guancha), por la que seguimos hasta el citado nudo con la TF-5 y luego por ésta durante unos trescientos cincuenta metros.


Doblamos hacia la derecha por un camino trazado por el borde de una meseta litoral elevada sobre los terrenos adyacentes al Este. Mirando en esa dirección se abre una panorámica con plataneras en primer plano, el núcleo de San Juan de la Rambla detrás y la rotunda orografía de las laderas de la costa Norte como fondo, además del mar y el cielo, claro. En solo unos doscientos metros estamos al borde del acantilado costero, que recorremos con pasos cuidadosos, asomándonos de vez en cuando al borde a disfrutar de la belleza de las rocas batidas por el océano. Estamos en una de las muchas puntas que recortan el perímetro costero y, en un extremo, el llamado Charco Verde. El litoral tinerfeño cuenta con abundantes de estos llamados “charcos”, recintos cercados por formaciones rocosas que permiten embalsar el agua marina a modo de piscina natural, de modo que aunque el mar esté embravecido ahí, en el charco, uno puede bañarse con seguridad. Este Charco Verde (por el color de sus aguas) dicen que es uno de los más bellos; yo no diría tanto, pero sí es verdad que es bonito. No hay nadie bañándose pero sí algunos chicos jóvenes pescando; aunque bajo hasta el agua, tampoco yo me baño. Visitado este charco queremos seguir bordeando el acantilado pero renunciamos a la idea: las fincas de plataneras llegan prácticamente hasta el cantil, pero todas están tapiadas y bordearlas sería arriesgado (y después de la aventura de la séptima etapa, he prometido no cometer más estupideces). De modo que damos la vuelta hasta llegar a una pista que discurre paralela a la costa como límite superior de esas fincas. Son unos setecientos metros asfaltados hasta llegar a la zona llamada Hoya Potros; a partir de ahí, durante los siguientes mil cien metros, iremos por un sendero de tierra (a veces casi desaparece), con fincas agrarias a la izquierda pero terrenos pedregosos con escaso matorral a la derecha, hacia el mar.


Superado el último tramo, en el que el sendero se difumina en el pedregal, alcanzamos la pista asfaltada que da acceso vehicular al más conocido Charco del Viento. El extremo de una finca explanada ha sido acondicionada como aparcamiento (el resto es un inmenso invernadero de medio kilómetro de longitud) desde el que bajan unas escaleras excesivamente anchas hasta las rocas marinas (se nota que es un proyecto de los ingenieros de Costas, carentes de la sensibilidad que exige intervenir sobre estos espacios). Abajo se bifurca hacia dos charcos: el derecho, más amplio, es de callaos y está vacío; en el de la izquierda, que es más estrecho, la marea baja ha dejado una playita de arena negra en la que hay unas cuantas personas, unas tomando el sol y otras yendo hasta donde llega el agua para tomar “baños de asiento”. De vuelta en el aparcamiento, intentamos de nuevo continuar siguiendo la costa pero no descubrimos ningún sendero, de modo que nos resignamos a caminar cuesta arriba, pegados al invernadero (aprovechando una abertura asomamos a mirar: estaban plantando y el aspecto era muy bonito) hasta llegar a la pista “horizontal” que, paralela al litoral, da servicio a este grupo de explotaciones agrícolas. A unos quinientos metros enlazamos con un camino asfaltado –Las Rositas– que seguimos hasta que cambia de sentido. Nos toca entonces salvar una empinadísima cuesta para alcanzar otro camino, éste llamado de la Cascajera. Dice la RAE que cascajera (o cascajal) es lugar donde hay mucha piedra menuda; lo cierto es que el terreno es bastante accidentado y pedregoso, sin que acertemos a ver senderos paralelos a la costa por lo que hemos de seguir el camino hacia el Sur, bajando suavemente hacia el barranco de las Ánimas, que define el límite entre La Guancha e Icod de los Vinos. Allí hay otro enorme invernadero y pegado a él, por el mismo cauce del barranco, un sendero de tierra. Después de unos seiscientos metros giramos a la izquierda: vemos un pequeño grupo de chalés y delante de ellos, ante el acantilado, antiguas fincas de cultivo, abandonadas hace mucho tiempo y ya completamente colonizadas por cardones y tabaibales. Se llama Los Llanos del Polvo y, cuando planifiqué la ruta, tenía previsto cruzarlos para llegar a la Punta de Juan Centellas, otro de los múltiples promontorios que recortan la costa y que tiene su fama porque allí se rodó la primera escena de la película Furia de Titanes. Sin embargo, tras trabajoso caminar entre el matorral, chocamos contra una verja que nos impide el paso; mosqueado, la voy siguiendo hasta su extremo y compruebo que la han llevado hasta el mismo borde del precipicio; o sea, si queremos pasar tenemos que, agarrados a ella, quedarnos colgados sobre el vacío. Maldiciendo la mala leche de quien la haya levantado, damos media vuelta.

Así que, bastante cabreados, subimos hacia la carretera general por una senda por el margen izquierdo del barranco (distinta de la que habíamos seguido al bajar) que, en su último tramo tiene una pendiente demoledora, como me recordarán mis gemelos durante los siguientes días. Sigue luego, en la misma dirección, el camino Tazana que acaba en la parte baja del barrio icodense del Buen Paso, pegado a la carretera general. Creo que el nombre de este barrio alguna relación guarda con el famoso Vizconde del Buen Paso, Cristóbal del Hoyo-Solórzano y Montemayor (1677-1762), un personaje de la Ilustración con vida tremendamente azarosa e interesante. Don Cristóbal poseyó importante patrimonio en Icod pero su casa hacienda no estuvo en este barrio, sino en Las Cañas, así que no le veo mucha lógica. Lo que sí conozco a ciencia cierta es que en la parte alta de este barrio se encuentra el Pino de Buen Paso junto al cual, según cuenta la tradición, Alonso Fernández de Lugo celebró la primera misa tinerfeña en 1496. Teníamos que haber subido por la calle del Vizconde del Buen Paso, que cruza sobre la carretera del Norte, y haber visitado la ermita del barrio, una de las más antiguas de la Isla, y un poco más arriba el famoso pino; pero no lo había previsto cuando planifiqué la ruta. Lo que sí hicimos fue entrar en un bar y comernos una tapa invento de la casa: trozos de piña acompañados de zanahoria picada aliñada y aceitunas; curiosa combinación que estaba muy rica y me devolvió las fuerzas (me había olvidado llevar comida y lo acusaba). A partir de ahí poco más de contar: salimos a la TF-5 y caminando por el arcén hicimos el poco más de un kilómetro que distaba hasta el polígono Las Almenas, donde habíamos dejado aparcado uno de los coches. Ruta finalizada, no tan satisfactoriamente como pretendíamos pero qué se le va a hacer. Según Wikiloc trece kilómetros y medio.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Etapa 9: San Juan de la Rambla - La Tabona

Esta vez quedé con un amigo. Nos dimos cita a las ocho de la mañana en el que habría de ser el punto de llegada: unos quinientos metros al Oeste de la balsa de la Tabona, en el término municipal de La Guancha (en concreto, en el cruce entre las vías Hoya de Los Pablos y Lugar el Convento). Allí dejé aparcado mi coche y fuimos ambos en el suyo hasta la plaza de la Iglesia de San Juan Bautista, donde había finalizado la etapa octava y, por tanto, había de iniciarse esta novena. Empezamos pues la ruta siguiendo la calle empedrada de la Alhóndiga, llamada así porque al final de la misma, a mano izquierda, se ubica la Casa de la Alhóndiga, edificio de dos plantas y paredes encaladas, construido a comienzos del XVII y cuya planta alta era granero y en la baja sala de juntas, cárcel, carnicería, despacho de pan y otras dependencias propias de los servicios vecinales. Estaba cerrado pero leo que del inmueble original solo quedan los muros exteriores; en la actualidad alberga dependencias administrativas en la planta baja y una salón de actos en la alta. Justo enfrente hay otra edificación de notable interés arquitectónico e histórico: la casa de los Delgado Oramas, construida en el tercer cuarto del siglo XVIII por don Antonio Lorenzo Delgado Oramas de Saá, de una las familias más principales de la localidad. Se trata de un edificio de dos plantas del que destaca un amplio balcón cubierto a tres aguas, con cuatro cuerpos y sustentado por dobles canes, que se abre a la calle por la que subimos. Doblamos a la derecha por la calle que precisamente lleva el nombre de Antonio Oramas y que define el límite Sur del casco urbano; es un paseo en subida, agradable por la calidad de las edificaciones, la mayoría de arquitectura tradicional. Doblamos hacia la izquierda por un pequeño ramal de la carretera a San José que sale al puente sobre la TF-5 y, nada más pasar ésta, hacia la izquierda hay una estrecha escalera que lleva al inicio del empinado sendero empedrado que, tras cruzar el barranquillo Poncio, trepa por la ladera hacia las medianías del municipio. Los primeros quinientos metros son los más duros; el camino, con trazado sinuoso y orientación Este, sube algo más de cien metros con una pendiente media en torno al 30%. En ese punto, miramos hacia abajo y se despliega una panorámica magnífica de San Juan de la Rambla y el litoral acantilado, la misma que si estuviéramos volando en parapente.


La segunda parte del camino tiene menos pendiente pero, por el contrario, no está tan bien acondicionada; de hecho no es más que una senda entre la maleza, con varios arbustos y abundantes telarañas que se nos pegan en la cara y cuerpo. Entre flora tan poco atractiva, encontramos no obstante una rezogante tunera (Opuntia ficus-indica) cargada de higopicos que ,i compañero, a quien le encantan, no se resiste a recolectar pagando el casi inevitable precio de unos cuantos pinchazos. Pasamos también por una finca reconvertida en hotel (hotel informal en una antigua granja reformada, dice Google). El acceso, claro, es por una pista asfaltada paralela a la trocha por la que estamos caminando; aún así, no deja de impresionar que hasta parajes tan remotos (en el contexto de la isla) esté llegando el turismo. Al cabo de unos quinientos metros llegamos a una pista asfaltada que se llama Orilla de la Vera que, aunque en ese momento no me doy cuenta, es la misma por la que anduve para pasar del primer al segundo tramo de la bajada del Barranco de Ruiz (el Mirador de Mazapé está a un kilómetro y medio hacia el Este). Doblamos justamente en esa dirección pero caminamos solo centenar y medio de metros y giramos de nuevo hacia arriba por un camino empinado con firme bastante deteriorado de hormigón que discurre entre bancales agrarios, la mayoría en cultivo. Tras unos cuatrocientos metros doblamos hacia la derecha, pasando a través del muro de un bancal, cuyo dueño está por ahí y se interesa por nuestra ruta. Otro poco de camino de tierra para salir a la calle Lomo La Palma, que no es tal, sino otra pista agrícola entre bancales, aunque ésta algo mejor conservada. Unos trescientos metros más y estamos en la carretera de la Vera baja, bien asfaltada y que discurre sensiblemente a nivel. Seguimos por ella en dirección Oeste, cruzamos el barranco de la Chaurera y entramos en el núcleo de Los Quevedos, prácticamente pegado al de San José, que es la capital municipal desde que hace unos años desplazaran aquí el ayuntamiento de San juan de la Rambla. Sin embargo, como para evitar la carretera, nos hemos desviado por una calle trasera que va directamente a la plaza de la Iglesia, no pasamos por delante de la Casa Consistorial (de hecho, pensamos erróneamente que era la fea edificación que hay enfrente de ésta) aunque no nos perdimos nada. La Iglesia de San José tampoco es gran cosa; más parece una ermita grande (con el estilo tradicional de las ermitas urbanas tinerfeñas) con mucha menor prestancia, desde luego que la de San Juan Bautista en el pueblo costero.

Poco más hay que ver en San José, del que salimos por la calle Diecinueve de Marzo y luego la TF-353 que cruza el barranco de la Guancha, límite entre los municipios de San Juan de la Rambla y La Guancha. Entramos en el barrio de La Guancha de Abajo por la calle de la Cruz Verde que corresponde con el trazado histórico del camino que unía el pequeño caserío con San José y en torno al cual, en años recientes, se ha llevado a cabo la expansión urbanizadora. Me pregunto si –como otras– el nombre de esta calle hace referencia a la cruz verde de la Inquisición, que era costumbre llevar en procesión antes de los autos de fe hasta el lugar de la ceremonia, colocándose en el mismo cadalso. Ese es el origen de la calle de la Cruz Verde que hay en el centro de Madrid; sin embargo, no he encontrado que así fuera en este caso ni tampoco en el de la calle que hay en el centro de Santa Cruz (de ésta se sabe que a mediados del XVIII había una cruz verde de tea que podría señalar una de las estaciones del Via Crucis entre las Iglesias de La Concepción y San Francisco). Dejando pues el asunto en el ámbito de las elucubraciones, doblamos a la izquierda por la calle San Antonio, el eje tradicional que une este barrio con el casco histórico. A mano derecha, ubicada en una plaza que es mirador sobre la ladera agraria hasta el mar, se erige la Capilla del Calvario, construcción del siglo XX sin excesivo interés, dedicada a Nuestra Señora del Coromoto. Esta advocación mariana es frecuente en Tenerife (no la había oído fuera) por los estrechos lazos de los isleños con Venezuela, país del cual es Patrona. La leyenda de esta Virgen, por cierto, guarda bastante parecido con la de la Candelaria, pues en ambos casos se trata de una aparición milagrosa ante aborígenes facilitando así la evangelización de éstos (y la consiguiente integración en el sistema colonial hispano). Algo más arriba giramos por la rambla Cristóbal Barrios Rodríguez, en donde se sitúa el edificio del Ayuntamiento (absolutamente anodino y prescindible) y seguimos subiendo por la tremenda cuesta de la calle Solítica. Entre la Guancha de Abajo (en la Cruz Verde) y el núcleo alto hay unos seiscientos metros de distancia y noventa de desnivel, que se salvan por estas calles directamente contra pendiente.

Llegamos a la Avenida Hipólito Sinforiano que, en realidad, es sino la carretera TF-342 que viene desde el Realejo Alto y llega hasta Buen Paso, en el vecino municipio de Icod (en ella está el mirador del lance, que visité en la etapa precedente). Pero me llama la atención este nombre o, mejor dicho, dos nombres propios, ambos de mártires de los primeros siglos del cristianismo y, desde luego, de uso muy infrecuente en nuestros días, especialmente el segundo. Luego, en mi casa, quise averiguar a quien honraba esta calle y con algún esfuerzo descubrí que a Don Hipólito Sinforiano González Mesa, un periodista de principios del siglo pasado que escribió abundantemente sobre La Guancha, contribuyendo a sacarla de su aislamiento cultural. Vemos a nuestra derecha un bar y, como ya es media mañana, nos premiamos con un tentempié merecido y un breve ratito de descanso. De nuevo en marcha, enfilamos por la calle de La Alhóndiga que va a dar a la Iglesia, puesta bajo la advocación del Dulce Nombre de Jesús. Estamos en el entorno del núcleo fundacional del pueblo, en las cercanías de donde, según la leyenda, una mujer guanche fue sorprendida por una avanzadilla de las tropas invasoras mientras despreocupadamente llenaba de agua de una fuente su gánigo (pequeño recipiente de arcilla que usaban los aborígenes canarios. El capitán español, prendado de la belleza de la chica, ordenó a sus soldados que la prendieran y ella, antes de dejarse atrapar, se lanzó al barranco (tendría que ser al de La Guancha, que está unos doscientos metros hacia el Este desde esta plaza). El caso es que, verdad o no, el pueblo se llamó Fuente de la Guancha en razón de este relato, aunque entre finales del XIX y principios del XX, se acortó la denominación a la actual. El actual templo tiene su origen en una ermita erigida en 1579 que fue objeto de sucesivas ampliaciones hasta avanzado el siglo XVIII (y aún hubo reformas posteriores, siendo la última la más llamativa, ya que en 2001-2002 se sustituyó la torre por una de nueva construcción). Por fuera es una construcción muy en el estilo tradicional de la arquitectura religiosa de la Isla; del interior (se estaba celebrando un bautismo) me llamó la atención que consta de dos naves, la primera de menor dimensión, de lo que resulta una planta asimétrica poco habitual. Llegamos a la Avenida Hipólito Sinforiano que, en realidad, es sino la carretera TF-342 que viene desde el Realejo Alto y llega hasta Buen Paso, en el vecino municipio de Icod (en ella está el mirador del lance, que visité en la etapa precedente). Pero me llama la atención este nombre o, mejor dicho, dos nombres propios, ambos de mártires de los primeros siglos del cristianismo y, desde luego, de uso muy infrecuente en nuestros días, especialmente el segundo. Luego, en mi casa, quise averiguar a quien honraba esta calle y con algún esfuerzo descubrí que a Don Hipólito Sinforiano González Mesa, un periodista de principios del siglo pasado que escribió abundantemente sobre La Guancha, contribuyendo a sacarla de su aislamiento cultural. Vemos a nuestra derecha un bar y, como ya es media mañana, nos premiamos con un tentempié merecido y un breve ratito de descanso.

De nuevo en marcha, enfilamos por la calle de La Alhóndiga que va a dar a la Iglesia, puesta bajo la advocación del Dulce Nombre de Jesús. Estamos en el entorno del núcleo fundacional del pueblo, en las cercanías de donde, según la leyenda, una mujer guanche fue sorprendida por una avanzadilla de las tropas invasoras mientras despreocupadamente llenaba de agua de una fuente su gánigo (pequeño recipiente de arcilla que usaban los aborígenes canarios. El capitán español, prendado de la belleza de la chica, ordenó a sus soldados que la prendieran y ella, antes de dejarse atrapar, se lanzó al barranco (tendría que ser al de La Guancha, que está unos doscientos metros hacia el Este desde esta plaza). El caso es que, verdad o no, el pueblo se llamó Fuente de la Guancha en razón de este relato, aunque entre finales del XIX y principios del XX, se acortó la denominación a la actual. El actual templo tiene su origen en una ermita erigida en 1579 que fue objeto de sucesivas ampliaciones hasta avanzado el siglo XVIII (y aún hubo reformas posteriores, siendo la última la más llamativa, ya que en 2001-2002 se sustituyó la torre por una de nueva construcción). Por fuera es una construcción muy en el estilo tradicional de la arquitectura religiosa de la Isla; del interior (se estaba celebrando un bautismo) me llamó la atención que consta de dos naves, la primera de menor dimensión, de lo que resulta una planta asimétrica poco habitual. Luego seguimos por las calles El Sol, Los Loros, Doctor Fleming y el Natero, donde está el cementerio y, nada más entrar, una cruz de piedra con una placa en mármol en la que honran a los guancheros “caídos por Dios y por España en la Guerra Civil (un médico, un sargento, un cabo y trece soldados, todos ellos por debajo del que “cayó” en todos los cementerios de España: José Antonio). Doblamos a la derecha por la calle Los Pinos y salimos del pueblo para adentrarnos, como indica el propio nombre de esta pista, en el pinar que aquí en La Guancha (como en Icod) llega bastante abajo (estamos sobre la cota 525 más o menos).

A unos quinientos metros del final del perímetro urbano, pasado el campo de fútbol de Montefrío, sale a mano derecha la denominada Ruta del Agua, que discurre por el pinar junto a numerosas canalizaciones (atarjeas cubiertas) provenientes de galerías de la zona alta del municipio. En años recientes el Ayuntamiento, con los alumnos del taller de empleo, ha llevado a cabo varias actuaciones de acondicionamiento del sendero, de modo que éste, en efecto, se encuentra en excelente estado de tránsito y seguridad para el caminante, incluyendo algunos paneles informativos sobre los recursos naturales y culturales del entorno. No hay mucho que decir de la primera parte de esta ruta, salvo que es cómoda y agradable, como siempre que se pasea dentro de un bosque. A unos novecientos metros aparece una pequeña ermita, sin ningún valor y llena de estampas en su interior. En ese punto, como comprobaría después en mi casa, deberíamos haber girado hacia la derecha; sin embargo, no vimos que el sendero continuara en esa dirección y optamos por el sentido contrario que nos bajó a una edificación con un claro de árboles frutales, desde la que proseguimos por un camino que, como comprobamos con el GPS, discurría paralelo al que debíamos haber tomado. A los pocos metros nos encontramos caminando sobre una atarjea que seguía la cumbrera de un lomo, con pronunciadas pendientes a ambos lados. De pronto, en un claro del pinar, a nuestra izquierda (hacia el Oeste) se abrió una espectacular vista sobre los terrenos agrícolas que se extendían muy debajo de nosotros, tanto que daba hasta vértigo. Unos cuantos pasos más adelante, la tubería sobre la que pisábamos se precipitaba en abrupta caída: era imposible seguir. Así que dimos la vuelta, buscando algún paso hacia el Este que nos permitiera llegar al camino del que nos habíamos separado y por suerte lo encontramos: una pequeña trocha que en curva bajaba hacia el barranco para volver a subir y situarnos en la ruta (reaparecieron la señales) que, tras unos setecientos metros casi todos en descenso, nos llevó a la ermita de San Antonio de Padua, en el barrio del Pinalete, junto a la boca de la galería del mismo nombre. Se trata de una edificación de los años sesenta que, por lo visto, se construyó en cumplimiento de una promesa hecha por el que era presidente de la Comunidad de Aguas de la recientemente abierta galería. Estamos de nuevo en la TF-342 (la que atravesaba el núcleo de La Guancha); la cruzamos y bajamos por el camino de la Tabona, saliendo de los últimos retazos del pinar para entrar en terreno agrícola, claramente de medianías de esta vertiente Norte de la Isla. Pasamos delante de la balsa de la Tabona, de Balten (entidad pública empresarial del Cabildo) y cinco minutos después ya estamos en la esquina con la calle Hoya de los Pablos, donde está aparcado mi coche. Etapa cumplida.