miércoles, 30 de noviembre de 2011

Once notas al hilo de una conferencia

  1. Gobernabilidad para un desarrollo sostenible: feo título de unas jornadas que se están celebrando en La Laguna y en cuyo marco he escuchado esta tarde al filósofo-matemático Silvio Funtowicz, uno de los que acuñaron hace ya veinte años el término ciencia posnormal, para referirse a las metodologías de investigación procedentes cuando las incertidumbres son altas, la necesidad de decidir urgentes y los riesgos potencialmente elevados. Tesis primera de la conferencia: la ciencia (o mejor sería decir la confianza y seguridad en nuestros conocimientos) ha cambiado mucho en los últimos años. ¿En qué? En que ya se admite (explícita o implícitamente) que desconocemos demasiado sobre los efectos de lo que hacemos. Vale, pero ¿esto es un cambio o siempre, al menos desde Sócrates, lo hemos sabido?

  2. La ciencia se usa como envoltorio justificativo de las actuaciones de los que gobiernan, porque las legitima como poseedora de la certidumbre, de la Verdad. En tal sentido, la ciencia (más precisamente: lo que con muy poco rigor se denomina ciencia) se convierte en ideología. Tampoco nada nuevo: antes, el mismo papel cumplía la religión que poco a poco, a partir del XVII, ha ido perdiendo su predominancia como principal fuente de autoridad a favor de la ciencia. Los nuevos sumos sacerdotes son los científicos, o mejor, los expertos. Pero claro, los expertos (como antes los teólogos) son usados selectivamente a favor del sistema (cuando no se ponen desvergonzadamente a su servicio).

  3. El sistema económico (producción, distribución y consumo) es esencialmente insostenible, por la sencilla razón de que consumimos más de lo que el planeta puede producir y, sobre todo, porque tiene en el crecimiento (y en la acumulación) su principal motor. Tampoco esto es nada nuevo: lo dijo ya Malthus hace más de 200 años y, más recientemente, fue objeto de un apasionado debate a finales de los sesenta (Club de Roma), sofocado a principios de los ochenta con el triunfo ideológico de los desreguladores (Thatcher, Reagan). El infantil argumento con que se relegaron esas razonables preocupaciones fue la confianza en el progreso tecnológico para ir resolviendo los problemas, a medida que se presentaran, apoyado, además, en la natural pasividad cómplice de todos nosotros (los que vivimos bien): a nadie le gusta que nos amarguen el futuro y muchas veces basta con no mirar.

  4. ¿Hay, por tanto, algo cualitativamente nuevo en la situación actual? Yo diría que no. O sí, si es que el desmesurado incremento del quantum pasa a ser cualitativo. Porque la voracidad geométricamente creciente del dragón económico (los "mercados financieros") que se ha desembarazado de esas molestas pulgas que reclaman prudencia y corsés, provoca acontecimientos cuya magnitud catastrófica parece ser capaz de empezar a sacudir nuestras dormidas conciencias. Entre otras razones porque los "expertos" comienzan a no encontrar explicaciones con las que los gobiernos nos tranquilicen.

  5. Pero, ¿acaso no lo sabían? ¿De verdad pensaban que los argumentos con los que justificaban actuaciones que han conducido a la catástrofe contaban con una mínima y suficiente probabilidad de certidumbre? La capacidad del autoengaño es tan infinita como la estupidez (no es más que una de sus manifestaciones), pero aún así. Que un accidente como el reciente de Fukuyima no sólo podía ocurrir sino que era probable que ocurriera (no necesariamente en esa central) era algo sabido y cuantificado, con el agravante del terrible antecedente de Chernobyl (por cierto, pareciera que lo hemos olvidado; informémonos del estado actual de esa región ucraniana). Que la supresión de las elementales y mínimas limitaciones a los juegos financieros había de llevar necesariamente a la quiebra de Lehman Brothers y sucesivas piezas de dominó en todo el mundo, era algo más que predicho y abundantemente advertido (aunque nuestro saliente presidente, en su inaceptable defensa, se excusara diciendo que quién podría haberlo previsto).

  6. Si lo sabían (y lo siguen sabiendo, siguen sabiendo los catastróficos y muy altos riesgos de tantas acciones que hacen quienes pueden hacerlas y de las cuales no nos enteramos muchas veces porque no queremos), ¿por qué no rectifican? Porque no rectifican; al contrario, insisten en meter la pata más al fondo, en negarse a admitir el conflicto esencial (estructural o sistémico, como gustan de calificarlo algunos), no cuestionan a los responsables de las catástrofes sino que los siguen manteniendo (con aumentos de sueldo las más de las veces). ¿Por qué? Pues simplemente porque quienes pueden hacer esas acciones (no nosotros, claro) obtienen sustanciales ventajas de hacerlas. Yo sigo pedaleando que si paro me caigo, y a vivir que son dos días.

  7. Sí hay una novedad en la época contemporánea que puede parecer poco relevante pero a mí se me antoja no sólo síntoma sino hasta factor coadyuvante. La absoluta falta de sentimiento de culpa o de vergüenza por parte de esos individuos que están a los mandos del sistema económico (sí, los mercados tienen nombres y apellidos). No creo que la maldad (porque tal es el término que les corresponde) de los poderosos actuales sea antropológicamente muy distinta de sus antecesores, pero sí es mucho mayor la falta de pudor, la exhibición de su arrogancia, nacida –imagino– de una confianza en su impunidad. También son más estúpidos, más cutres. Lo que más me llamó la atención del famoso documental Inside the Job (que pocas cosas nuevas me aportó sobre el porqué y el cómo de la crisis económica) fue la desvergonzada actitud de esos bellacos. Y mucho me temo que este estilo irá a más; me parece escandaloso que no nos escandalicemos (o no lo suficiente).

  8. ¿Qué hacer? Evidentemente no nos vale la respuesta de Lenin de 1902. Estoy convencido es de que los cambios no provendrán de las "instituciones democráticas", totalmente al servicio (en Occidente) del sistema económico. ¿Acaso creemos todavía que algún político es otra cosa que la voz de su amo? ¿Acaso creemos todavía que nuestros "gobernantes" tienen capacidad de gobierno? Su papel es entretenernos (y anestesiarnos) con infladas polémicas sobre cuestiones de "usos y costumbres", único ámbito en el que pueden exhibir sus diferencias "ideológicas". Pero en lo que afecta a los intereses de quienes de verdad mandan, lo que les toca es obedecer y, cuando se lo indiquen, hacer los cambios precisos para que todo siga igual, recordando a Lampedusa. A este respecto es muy ilustrativo, aunque sea para echarse a llorar, conocer a los candidatos de los cuales saldrá el aspirante del partido Republicano a la presidencia de los USA (y eso que parecía imposible encontrar una marioneta más impresentable que Bush).

  9. ¿Qué hacer? Ni p... idea, ya me gustaría a mí saberlo. Tan sólo se me ocurren medidas muy locales, muy limitaditas, simples chinitas frente al arrogante rodillo del demoledor aparato de los poderosos. Usar los recursos del sistema para intentar que chirríe, propiciar pequeñas batallas que puedan ser vencidas y con tales victorias limitar, aunque sea poco, los daños o ganar tiempo. Algunas ideas concretas tengo, pero no es este el momento para enunciarlas. También, naturalmente, obligarnos a mirar lo que no quieren que veamos, esforzarnos en dejar de ser súbditos complacientes, activar la solidaridad, la compasión (etimológicamente hablando). Pero esto es jodido, porque a los humanos no nos gusta sentirnos mal, es natural; si vas a contarme que nos estamos yendo a la mierda, con saberlo no gano nada, así que mejor bebamos y discutamos sobre el Madrid-Barça que ya falta poco. Sin embargo, no sabiéndolo, contribuimos a que nos lleven a la mierda más rápido, les eliminamos fricciones.

  10. Lamentablemente preveo el deterioro progresivo con creciente encadenamiento de catástrofes. Sí, soy pesimista, y por eso no podría ganarme la vida dando conferencias, que éstas hay que acabarlas con mensajes de esperanza (es lo que quieren los humanos, es natural). Funtowicz, por el contrario, se declara optimista, aunque no supe ver en qué radicaba su optimismo. La única pista que dio fue que estamos ante una época de cambio radical y eso a él siempre le parece bueno. Si nos situamos en el post-cambio no tengo inconveniente en coincidir con este argentino (que parece más acostumbrado a hablar en inglés que en castellano), porque también creo que el sistema económico está agonizando y algo mejor habrá de sucederle (¿qué? ni idea). Pero me temo que el proceso será largo (dudo que yo vea el final) y muy doloroso, cruelmente violento.

  11. Algún día lejano, nuestros descendientes se asombrarán, quizá, de cómo sabiendo cuan irremisiblemente nos dirigíamos hacia el colapso no tomamos las medidas para evitarlo. Nunca lo hemos hecho, y nuestra especie ya ha vivido muchas crisis cualitativamente similares en la historia que siempre, absolutamente siempre, se han resuelto por las malas, pagando un altísimo precio en calamidades y sufrimientos. Igual que los niños (y los no tan niños) no aprenden y rectifican si no es después de darse una hostia los suficientemente dolorosa (y algunos ni con esas). La diferencia es que los palos que se avecinan (que ya están cayendo) son mucho mayores. Pero todo sacrificio es poco para prolongar la supremacía de los mercados y –ténganlo en cuenta aspirantes a redentores– quienes los personifican no tienen ningún escrúpulo en deshacerse de sus opositores. Poco ha cambiado la especie (poderosos y súbditos): lo mismo ocurría, por ejemplo, en las guerras de religión que asolaron Europa en el XVI.


Revolution - The Beatles (The Beatles (White Album), 1968)

domingo, 27 de noviembre de 2011

The artist is present

Leo en El País del domingo pasado sobre Marina Abramovic, la que se autodenomina abuela de la performance. La palabreja viene así, en cursiva, entre otras razones porque la redactora se saltó el Libro de Estilo del propio periódico que dice que "no debe emplearse; sustitúyase, según los casos, por actuación o hazaña". Sin embargo, difícilmente cabe la traducción cuando el término ha adquirido una especificidad semántica tan definida y lo que me extraña es que la Academia, vista su reciente manga ancha, todavía no lo haya aceptado en el diccionario. Imagino que se debe a que, además de cacofónica, resulta muy ajena a nuestro léxico ... Todo llegará.

La cosa es que a mí, las performances nunca me han hecho tilín. Admito que algunas "actuaciones" que he presenciado han conseguido excitar mi interés durante breves momentos, aunque, profano como soy y con la sensibilidad poco educada hacia esas manifestaciones artísticas, tales experiencias no me han hecho casi mella. Por supuesto, me abstengo de todo juicio valorativo, evitando caer en la tentación del atrevimiento que suele acompañar a la ignorancia; no seré yo quien discuta tantas sesudas opiniones sobre la relevancia artística de las performances. Pero, lo dicho, a mí, la verdad, me emocionan nada o muy poco, como me ocurre con el arte conceptual en general. Y es que, como alguna vez creo haber escrito aquí, asocio el arte con la emoción, con la capacidad de producirme una placentera sensación interior de goce estético. Algo que lamentablemente no suele ocurrirme con las expresiones de estas tendencias que, como mucho, alcanzan a activarme la curiosidad, la parte del cerebro que también responde a los pasatiempos de ingenio. Eso cuando no se me antojan meras chorradas descartables como, por ejemplo, las mierdas enlatadas de Piero Manzoni.

Así que no me interesa el performance art y, lógicamente, no estoy al tanto de sus efímeras muestras ni conozco apenas a sus practicantes. He tenido pues que indagar en internet sobre esta Marina Abramovic, una serbia que está a punto de cumplir 65 años, que estudió Bellas Artes en Belgrado y Zagreb y que enseñó en la Academia de Novi Sad hasta 1976, cuando abandonó Yugoslavia para trasladarse a Amsterdam. Sus performances durante los primeros setenta venían a ser exploraciones progresivas sobre el dolor, los límites y conexiones de la mente y el cuerpo y las reacciones casi sádico-masoquistas entre los participantes y la artista. Luego se asoció con un colega alemán, Uwe Laysiepen, y juntos se dedicaron a profundizar sobre el ego y la identidad del artista, la interacción con el público y hasta sobre la capacidad del individuo para fagocitar a otro, en la performance Death self, en la cual ambos unían sus labios y se dedicaban a respirarse sus propios alientos hasta que, con los pulmones llenos de dioxido de carbono, cayeron inconscientes al suelo. Prescindiendo de su cualidad artística, no niego que la trayectoria de esta mujer me resulta interesante por ese afán de llevar las experiencias hasta umbrales excesivos, y me parece que tales vivencias (incluso como espectador) es bastante posible que tengan potentes efectos revulsivos y transformadores de la conciencia personal, casi al modo de los místicos. Leo que la relación con su compañero artístico tras una docena de años era tensa y tormentosa y decidieron finalizarla mediante un viaje místico-romántico singular, a lo largo de la Gran Muralla China. Ulay comenzó en el desierto de Gobi y Marina en el Mar Amarillo y caminaron en solitario durante 2.500 kms el uno hacia el otro (calculo que estarían unos tres meses por lo menos) hasta encontrarse y decirse adiós para siempre: muy dramático, muy pleno de significados, muy rimbombante.

Del 14 de marzo al 31 de mayo de 2010, el MOMA neoyorkino presentó una retrospectiva de la prolífica carrera de la Abramovic. Una cuarentena de artistas reproducían sus performances, incluso después del cierre del museo; por lo visto fue un éxito de público, lástima que entre mis frecuentes viajes del año pasado a Nueva York mis negocios en Wall Street no me dejaran tiempo para desahogos artísticos. El plato fuerte de la muestra fue una nueva performance de la yugoslava: ésta permanecía en una silla de madera ante una mesa (hacia mitad de abril la retiró) y enfrente había otra silla vacía en la que se sentaba un visitante durante el tiempo que quisiera, estando obligado a guardar silencio y no interactuar con la artista. Así cinco días a la semana durante 7 horas, uno (el viernes) durante 10 y otro de descanso (el martes); en total 716 horas y media –su performance más larga– durante la cual se sentaron frente a ella algo más de mil quinientos visitantes, entre ellos algunas celebridades como Lou Reed, Sharon Stone o Isabella Rossellini. Así que, por término medio, cada visitante estaba quieto delante de la artista durante casi media hora. ¿Mucho tiempo? Pues no lo crean, que durante los primeros diez días (que son los que he analizado detalladamente), de las 199 personas que participaron, dieciséis estuvieron más de una hora, incluyendo las siete horas seguidas (toda la jornada) que gastó un tal Paco, un verdadero devoto de la Abramovic que asistió hasta catorce veces. Increíble, ¿verdad?

La gente hacía cola desde horas antes de que se abriera el museo (a veces pasaban la noche guardando el sitio). El tiempo medio hasta llegar a la puerta era de unos quince minutos, luego otros diez hasta conseguir el ticket, subir las escaleras hasta alcanzar la sala en la que se realizaba la performance y ahí hacer de nuevo cola hasta que le tocara a uno el turno, espera que era impredecible porque cada asistente podía permanecer sentado frente a Marina tanto tiempo como quisiera. En internet pueden verse varios videos de estas "interacciones silenciosas" (por ejemplo el que pongo tras este párrafo). Uno se pregunta qué haría en esa situación, cuánto tiempo "aguantaría". Ciertamente muchos estuvieron apenas unos pocos minutos; supongo que nada más sentarse se sentirían ridículos e incómodos mirando a una mujer que a su vez los contemplaba hierática. Pero bastantes otros, en cambio, cuentan que se olvidaron del tiempo, que mirando y siendo mirados fijamente, empezaron a volcarse hacia sí mismos, hacia sus emociones. Es sorprendente cuantos, ahí sentados, empezaron a llorar (si hacemos caso de la web Marina Abramovic made me cry, son 82). Otros no lloraron pero se pasaron horas mirándola o quizá, como dice la propia Abramovic, viéndose a sí mismos reflejados en un espejo que era en lo que ella se convertía. La intención de la performance era justamente transmitir la vivencia interior del tiempo a través de la pausa prolongada (a la que había que sumar la larga espera previa). Una pausa necesaria, según Abramovic, para volcarse hacia dentro en el marco artificioso de ser, a la vez, espectador y espectáculo; unas condiciones especialmente singulares en una sociedad como la neoyorkina, tan marcada por el materialismo y las prisas.


Interesante, al menos a mí así me resulta, aunque lo vea más en el ámbito de la psicología que del arte, pero no me hagan caso. Lo que en cambio sí que me parece arte y del bueno es la serie exhaustiva de retratos de todos los asistentes (incluyendo a la protagonista) que hizo el fotógrafo romano Marco Anelli. Recomiendo encarecidamente verlos a pantalla completa en la página correspondiente del MOMA: exquisita definición de los rasgos de una enorme multiplicidad de rostros que dan magnífica muestra de la variedad de nuestra especie, sensacional transmisión de las expresiones, reflejos –como dice el refrán– de tantas "almas" individuales; francamente, me ha encantado el trabajo de este italiano del que tampoco conocía nada (el retrato de Lou Reed que aparece más arriba es una de esas fotos, por supuesto con copyright).

Acabo diciendo que la noticia de El País que despertó mi curiosidad por Abramovic no hacía referencia directa a la performance que con tanto retraso he reseñado, sino a un videojuego que ha programado un tal Pippin Barr. El jueguecito simula la experiencia de la citada performance: tienes que hacer la cola, comprar el ticket (¡25 dólares!) y volver a esperar en la sala hasta que te toque sentarte delante de la Abramovic. Intencionadamente, los monigotes que se mueven por la pantalla (incluyendo el que con las flechas del teclado desplaza el jugador) son dibujitos muy pixelados, al estilo de los primeros videojuegos de los 80 (estética de 8 bits, se llama), lo cual, según Barr, que también se considera artista, añade otra dosis de heterodoxia a su producto (la primera sería concebir un juego de ordenador donde la mayor parte del tiempo te la pasas sin hacer nada). Dice el periódico de PRISA que este entretenimiento "permite repetir de forma virtual la experiencia en todos sus detalles": Colosal estupidez. Aún así, desde que empecé al mediodía con este post me he conectado para ver de qué iba. Tras un buen rato de cola en la calle, he pagado mi entrada y subido a la sala. Era el vigésimo séptimo en la fila y los que se iban sentando se lo tomaban con calma. Hace un momento, después de un buen rato sin mirar la web, descubro que el MOMA ha cerrado y que me encuentro en la calle. Pues vaya, me he quedado sin llorar virtualmente.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La caverna (y 4)

– No te enojes, Glaucón, señor mío, que dispuesta estoy a acallar mis quejas si así te complace. Sigue pues con el relato, que no protestaré aunque a ese pobre infeliz lo volváis a encadenar en tan lúgubre mazmorra.

– Así ha de ser, mujer testaruda, pues preciso es disponerlo de nuevo en las mismas condiciones que sus compañeros para que alcance eficacia la enseñanza. Y cuando en ese estado se encontrase y tornase a escuchar las reflexiones de aquél que todos tenían por el más sabio de entre ellos, sin duda se desesperaría ante la magnitud de sus errores.

– Más pienso yo que se desesperaría de las apreturas de los grillos y de ... Perdona, esposo, mi vivaz lengua se ha escapado contra mi voluntad.

– También, señora, también; pero habíamos quedado en que tales aspectos no vienen al caso, así que sigo. Le dolería pues a nuestro hombre haber regresado al mundo de las sombras y querría, qué menos, desengañar a sus compañeros. Seguro es que les explicaría que lo que ven son sombras proyectadas por los mineros que a sus espaldas caminan, que lo que creen real no son más que pobres imágenes de aquéllos.

– Hartos esfuerzos le costará persuadirlos, pienso yo.

– Piensas bien, porque sus compañeros, ajenos a otras realidades que las de las sombras, no podrán creerle. Le contestarían, sin duda, que durante la ausencia alguna enfermedad le ha dañado la vista o debilitado el cerebro. Y si persiste en ese empeño no logrará otra cosa que provocarles encono creciente, hasta tal punto que no sería de extrañar que sus antiguos amigos pasaran a odiarlo y, si tienen modo, hasta intentar matarlo.

– Estoy de acuerdo, y creo que a la postre el cuento viene a demostrar lo que ya dije antes, que no es humano querer conocer la verdad si ésta no redunda en mayor felicidad para la vida. Vuestros cautivos, pese a sus sufrimientos, conocen sólo esa vida y a ella están habituados. La verdad que se les muestra, en sus condiciones, no les serviría sino para hacerles insoportable su situación y, por tanto, sus mentes se niegan siquiera a considerarla.

– No te lo discuto y tampoco lo haría Sócrates, creo yo. Así es el vulgo, deseoso de permanecer atado en su mazmorra, encadenado a las falsedades y adverso siempre a quienes tratan de desengañarlos. Pero más nos interesaba el destino del protagonista, que no sería otro que quedar separado de la comunidad, rechazado por sus congéneres o, si así no fuera, alejado de ellos por su propia voluntad, toda vez que es incapaz ya de compartir con ellos una mínima visión de la realidad.

– Siempre podría, digo yo, encontrar un punto de equilibrio un pacto consigo mismo que le permita la relación con sus semejantes.

– No cabe tal en el verdadero filósofo, el amante de la sabiduría, que es a quien representa alegóricamente el cautivo. Su ansia de conocimiento le impediría, salvo a costa de penosísimos esfuerzos, volver a desenvolverse en ese entorno de sombras. De ahí que sea tan habitual que quienes han llegado a desvelar los espejismos de este mundo, cuando se les obliga a descender de nuevo al mismo, a discutir, por ejemplo, asumiendo las premisas falsas con las que se organiza la sociedad, se muestren torpes, como torpe habría de ser el cautivo liberado al regresar a la oscuridad, después de que sus ojos se hubiesen acostumbrado a la luminosa luz solar.

– Barrunto que Sócrates viene a pretender que los filósofos han de gozar de singulares privilegios que les eximan de las miserables tareas mundanas.

– Justo sería, sin duda, pero tal idea deviene impracticable pues, como ya hemos sentado, sólo el que ha visto la luz sabe lo que son las sombras y quienes viven en ellas le considerarán engañado, por lo que carece de todo sentido que le concedieran ningún privilegio. Lo probable es que, al contrario, le obliguen a volver a la caverna y castiguen sus disidencias, forzándole, en el mejor de los casos, al ostracismo.

– Terrible dilema el del filósofo, dilecto amigo.

– Percibo otra vez tu ironía y, sin embargo, no hay ápice de mentira en tu aserto. Porque en modo alguno debe el hombre sabio volver a la caverna o, para ser más precisos, no si tal regreso le obliga a dejar de ver la verdad que ha conocido. Pero, de otra parte, sólo los sabios, quienes han comprendido la falsedad de las sombras, son capaces de desengañar, bien que con arduos trabajos e incluso con el riesgo de sus vidas, al resto de los hombres, de lo que deriva una obligación ética de los filósofos respecto del gobierno de la ciudad.

– Y así cerramos el círculo para llegar a mi tan temido presentimiento de que propugnáis que sean los filósofos quienes gobiernen el estado.

– No andas muy desencaminada, bella Hermíone, y por esos derroteros continuó la conversación con el maestro. Pero las palabras que siguieron hasta bien entrada la noche fueron ya posteriores a la finalización del relato que cumplidamente te he narrado.

– Bien veo, marido y señor mío, que las sesudas discusiones sobre el mejor modo de conducir la república no consideras que sean dignas de mi mujeril entendimiento.

– No es eso, amada, sino que ya estoy cansado y más me holgaría que compartiéramos otros entretenimientos, antes de que llegue la hora en la que mi hermano Platón ha de venir a recogerme, pues he prometido acompañarlo este atardecer al ágora.

– Sea como quieres, Glaucón. Algún día os daréis cuenta, hombres vanidosos, que merecemos la misma consideración que vosotros. Entre tanto, te ruego que me concedas retirarme a la soledad de mi cámara, pues muy dolorosamente han empezado a palpitarme las sienes.


Saggio di danza classica e moderna - Roberto Vecchioni (Blumùn, 1993)

martes, 22 de noviembre de 2011

La caverna (3)

Mucho le costó a Glaucón convencer a su esposa de que la alegoría que les había narrado Sócrates no era más que eso, una parábola en la que los hechos narrados no tenían importancia en sí mismos sino sólo para deducir de los mismos una enseñanza filosófica, para entender el carácter relativo de la verdad o, si se prefiere, la dificultad del conocimiento. Naturalmente, Hermíone comprendía de sobra el alcance de la figura literaria, aunque sabía que más ventajoso érale fingir una medida torpeza de su raciocinio combinada con dosis de emotividad dolida, a fin de halagar la vanidad de su presuntuoso marido y de añadidura acrecentar su dependencia amorosa. Tampoco era ajeno a los fines del femenino teatro hacer notar a Glaucón (y de paso a su grupo de filósofos aficionados) las connotaciones éticas de tales jueguecitos, pues algo de verdad había en su indignación, no tanto por la suerte de los personajes ficticios (no en vano las aventuras de los dioses helenos, de tan habitual narración, abundaban de crueldades similares cuando no mayores), sino porque no dejaba de resultarle llamativo que las reflexiones masculinas no se enfocaran hacia ese aspecto ni siquiera por un instante. Como fuera, al cabo de un buen rato de manipulación titiritera, la bella dama hizo como que cedía a las razones, aderezadas de tiernas caricias, de su galante compañero y aceptó, no sin graciosos mohines de disgusto resignado, que continuase el relato.

– Entonces, amor mío, estamos de acuerdo ¿no es cierto? en que nuestro imaginario cautivo comprendería que cuando vivía amarrado en la caverna sus ideas sobre la realidad eran falsas. Y en ese punto, déjame que te pregunte qué es lo que crees que haría al pensar en sus desgraciados compañeros que allí siguen prisioneros.

– Pues probablemente le embargaría una ira mucho mayor que la que yo he sentido y correría a liberarlos para, todos juntos, cobrarse terrible venganza sobre las vidas de quienes en tan triste estado los tenían sometidos.

– No me atrevo a negártelo, envidia de Afrodita, pero vayamos más despacio. ¿No coincides conmigo en que antes de nada sentiría lástima de ellos, que se compadecería de que desconocieran la verdad como ahora él puede verla?

– Yo, en su caso, la pena más que por la ignorancia de esos hombres, la padecería por sus crueles sufrimientos físicos. ¿Qué importancia tiene el conocimiento si no es para alegrar la vida? Querría sin duda liberarlos, pero no para que se desengañaran de sus errores, sino para que sus vidas sean más felices.

– Sea, aunque he de insistirte en que esas incomodidades físicas a las que aludes no son más que consecuencias necesarias del cuento e irrelevantes para los fines de la alegoría. Podríamos llamarlos, se me ocurre, daños colaterales, en los que no merece la pena que detengamos nuestra atención o, al menos (no te enfades, mi amor), no todavía.

– ¿Cómo no he de enfadarme? Mas no lo haré y tan sólo te propondré, para que lo medites con tus amigos, que des la vuelta a la parábola, aunque te confieso que en este momento no me viene en mente de qué forma. Imaginad que tus esclavos vivieran libres, como lo hacen los ciudadanos normales, y de tal guisa se hubieran formado una imagen de la realidad que creyeran veraz. Y en ese mundo, tan parecido al nuestro, algunos de ellos descubrieran que, sometiéndose a estados de privación y sufrimiento similares a los de vuestra caverna, eran capaces de ahondar más en el conocimiento de la realidad, de tal modo que comprendieran que lo que hasta entonces creían la verdad no era sino una sombra de ésta.

– Curioso contraejemplo, pero no se me alcanza cómo en una situación tan limitada como la de la caverna de Sócrates podrían profundizar en el conocimiento.

– Ya te he dicho que no se me ocurre ahora cómo, pero no es eso lo que importa, sino la premisa de que para dar un paso más hacia la verdad haya que renunciar a las comodidades de la vida normal y someterse a unos sufrimientos análogos a los que el tirano de tu cuento imponía a sus prisioneros. Si así fuera, y no la tengo por una hipótesis muy descabellada, soy yo ahora la que te pregunto si crees que habría muchos hombres que preferirían el conocimiento a cambio de la felicidad de los sentidos.

– Me temo que serían pocos, amada. Ciertamente la mayoría de nosotros preferiríamos creer como ciertas las verdades que son compatibles con nuestra felicidad corporal.

– También yo pienso así, dulce Glaucón, y por tal motivo creo que no es irrelevante mi anterior objeción. El esclavo liberado se compadecería de los tormentos de sus amigos mucho más y mucho antes que de sus ignorancias. Por tanto, no sería el afán de desengañarlos lo que le llevaría de vuelta hacia ellos, sino el de eximirlos de sus sufrimientos y compartir con él los goces de la vida plena.

– Sin embargo, querida, habrás de admitir que el amor por el conocimiento es también una fuerza de nuestra naturaleza y quizá haya algunos hombres, aunque sean los menos, que lo tengan en más estima que los placeres sensoriales. Supón, aunque te cueste, que nuestro antiguo cautivo fuera uno de ellos y que por tanto, aún sintiendo compasión por los sufrimientos de sus compañeros, mayor fuera ésta por su ignorancia.

– Con no poco escepticismo te lo concederé, marido mío, para que sigas con el cuento.

– Siendo así habrás de aceptar que, al recordar las explicaciones que probablemente los más avispados de aquéllos hubiesen dado sobre los comportamientos de las sombras en la pared de la caverna, nuestro hombre no pueda menos de sonreírse ante su antigua ingenuidad. Y desde luego pensaría ahora que aquél al que todos tenían por el más sabio, el que, imaginemos, era capaz de profetizar qué sombra había de seguir a cuál, ése cuya inteligencia tanto admiraba, no era más que un ignorante entre otros. ¿Piensas acaso que lo envidiaría ahora como antes lo hacía, que añoraría esos torpes conocimientos y esas burdas teorías de las sombras?

– Sin duda que no. Mas mal haría vuestro esclavo calificando de ignorante al que antes consideraba sabio, que era capaz de inferir las leyes que regían ese mundo, sin que importe a tales efectos que los objetos que lo poblaban no fueran más que sombras. Pues no descartes que lo que ahora cree, y nosotros con él, que son los objetos reales sean imágenes parciales de la verdad que no alcanzamos a ver y, en consecuencia, sombras también. De ahí que las leyes que vuestro protagonista infirió que regían la naturaleza, tal vez algún día, cuando conozcamos mejor la realidad, pasen a merecerles a nuestros descendientes el mismo crédito que ahora le damos a las de la caverna de las sombras.

– Especulas atrevidamente, Hermíone, y no niego que tus conjeturas suscitan mi interés aunque me temo que rozan el desvarío. Pero aunque algo haya de cierto en ellas, habremos de admitir que la realidad que ahora conoce nuestro esclavo es, si no totalmente verdadera, más que la de las sombras y, por ende, motivos tiene para sentirse feliz de haberse desengañado de sus pasados errores y excusable es, por humano, que se arrogue cierta dosis de superioridad en sabiduría respecto de sus compañeros. Como fuere, pienso que fue acertada la alusión que en este punto hizo Sócrates del divino Homero, aprovechando las palabras de Aquiles a Odiseo cuando éste lo visitó en la morada de Hades.

– Recuérdame ese parlamento del hijo de Tetis, hermoso Glaucón, y aclárame cómo encaja en este cuento.

– Acuérdate de que Ulises, cuando ante él comparece Aquiles, le asegura que no ha de entristecerse de estar muerto puesto que, cuando vivía, todos los argivos lo honraban como a una deidad, y una vez en el Hades, impera sobre los difuntos.

– Sí, lo recuerdo, y también que tales palabras no convencieron al hijo de Peleo.

– Así es, pues le contestó prontamente que no intentara consolarle, que preferiría ser labrador y servir a un hombre indigente que reinar sobre todos los muertos. Pues bien, para Sócrates, ese reino de los muertos es justamente el reino de las sombras, el de la ignorancia en que vivía en la caverna. Y lo que viene a decir es que antes que ser el más esclarecido de tales súbditos, ése a quien anteriormente tanto admiraba nuestro esclavo, preferiría la peor situación de servidumbre.

– Un poco traídas por los pelos las palabras del inmortal ciego, me parece, pero dejémoslo. Y tampoco quiero insistir en mis dudas sobre la prevalencia del amor a la sabiduría sino concederte, no me pidas que de corazón, que es posible que Sócrates y algunos pocos más prefieran ser siervos sabios e indigentes antes que reyes acaudalados pero ignorantes.

– No repararé en tu sonrisa irónica, querida mía y me sostendré en cambio en tu concesión desganada ya que, de este modo, podremos seguir a nuestro héroe de vuelta a la cueva, animado del noble propósito de enseñar la verdad que conoce a sus antiguos compañeros de infortunio.

– Y de paso liberarlos, confío.

– Pues no, obstinada mujer, que ahora he de ser yo el que no ceda. Así que te diré que vuelve a la caverna para ser encadenado otra vez, justo en el mismo cepo en que antes estaba. Y basta ya de remilgos y lloriqueos, que también a mí comienza a hervirme la sangre.


Per amore mio (ultimi giorni di Sancho P.) - Roberto Vecchioni (Per amore mio, 1991)

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La caverna (2)

– Saciados nuestros cuerpos, sigue, amado mío, si no te incomoda, narrándome tu parábola, alegoría o relato, pues me prometiste que había de continuar.

– Lo haré encantado, que ahora menos que nunca puedo negarte un capricho. Descrita ya la triste situación de los cautivos te ruego que imagines que a uno de ellos el amo lo libera de sus ataduras y al levantarse y girar el cuello mirara de súbito en su derredor.

– Ay, el tirano filósofo que quiere infligir a ese desgraciado nuevos tormentos ...

– Todo por el bien del conocimiento, preciosa mía. Aunque bien dices porque no serían gratas sus primeras sensaciones y la confusión se adueñaría de su pobre mente. Piensa que la luz que entrara por la boca de la caverna dañaría sus ojos habituados a la sempiterna penumbra y es probable que, durante un buen rato, en ellos sólo hubiera molestas chiribitas, mientras su dueño lo arrastrara hacia afuera tirando de una correa.

– Pero, querido, poco a poco irían sus ojos acostumbrándose a la distinta luminosidad y descubriendo nuevas visiones que antes no habría ni concebido.

– En efecto así sería. Pero, ¿acaso no piensas que las imágenes que descubriera habrían de desconcertarle en sumo grado? Vería por fin a esos hombres que tú has llamado mineros, desfilando por la pasarela que cruza la cueva y, si alcanzara a asociarlos con las sombras conocidas, percatándose de la equivalencia de las formas y sucesión de sus movimientos, creería que son éstos, los hombres reales, las verdaderas sombras.

– No estoy tan segura, que la imagen de los mineros reales, con tanta más consistencia, me parece a mí que le llevaría a comprender que las que hasta entonces había visto eran las verdaderas sombras.

– Yerras de nuevo, Hermione, que esa consistencia de la visión a la que aludes existe para tus ojos, ejercitados desde niña en distinguir las cualidades de los cuerpos, pero nuestro infeliz prisionero no acertaría a apreciarlas. La confusión le embargaría y de ella nacería el temor. No te quepa duda, y ninguno de nosotros se lo negó a Sócrates, que se sentiría víctima de algún engaño e intentaría volver a las certezas su anterior postura.

– No terminas de convencerme, Glaucón, pero te lo admitiré provisoriamente para ver cómo sigue el cuento.

– Pues sigue con más e ininterrumpidos sufrimientos, porque el cautivo es sacado al aire libre, y la luz del sol le ciega y ahora no podrás negarme que nada sería capaz de ver y habría de apretar con fuerza los párpados, mientras el terror le invade.

– Esto sí lo admito como cierto, que me recuerda a los juegos infantiles con mis hermanos y primos, cuando a uno, vendados los ojos, le daban vueltas durante tiempo largo y cuando al cabo era destapado nada veía durante los primeros instantes.

– Pertinente es tu ejemplo, sin duda, pero se queda corto, pues la capacidad de los ojos de nuestro recluso para adaptarse a la potencia lumínica del sol sería muchísimo menor que la vuestra, que ya la conocíais de antes y, por añadidura, muy inferior era la duración de vuestras cegueras al tiempo en que aquél estuvo en penumbra. Sin embargo, por más que fuera muy lentamente y salvo que los rayos de Helios no lo cegaran para siempre, hemos de suponer que el esclavo, comenzaría a vislumbrar formas y colores. Y dime, ¿cuáles piensas que distinguiría antes?

– Yo diría que las menos brillantes, aquellas cuya visión menos dañara a sus débiles ojos.

– Eso nos dijo el maestro. Primero serían las sombras, viejas conocidas y a las que creería de nuevo reales. Pensaría, he aquí nuevos objetos, distintos de los que he visto hasta ahora pero hechos de la misma sustancia. Pero, pasado no sabría decirte cuanto tiempo, cuando sus ojos fueran fortaleciéndose y empezara a erguir el cuello, quizá viera los reflejos de los árboles en las aguas de un lago. Y de nuevo le asaltaría la duda: ¿estas formas vibrantes, tan parecidas a las que hace un momento veía sobre el suelo, son falsos espejismos de la realidad?

– Ambas, sombras y reflejos, son imágenes incompletas del árbol real ...

– Claro, nosotros lo sabemos, pero ¿y él? Además, tierna ovejita, nuestro hombre aún no ha visto el árbol. Mas ya se gira y levanta la vista, ya es capaz de distinguir, borrosamente primero más nítida después, la imagen del propio árbol, un centenario laurel de Apolo, por ejemplo.

– Y entonces comprende.

– No, mi amor, en los primeros instantes y no sé por cuanto tiempo, su mente se sumiría en la más angustiosa de las confusiones. Pero ahorrémonos imaginar esos sufrimientos y acordemos que, más tarde o más pronto, al igual que sus pupilas, la luz de la verdad va llenando su cerebro. Así, por fin, lograría distinguir los objetos reales de sus engañosas formas reflejas.

– Déjame que te interrumpa, marido, y aclárame dónde está mientras tanto el cruel filósofo que experimenta con esta inocente criatura. Porque ya me barrunto que ha dejado solo al desgraciado y lo observa oculto desde lejos, con seguridad acompañado de sus amigotes, todos regocijándose en los sufrires y desconciertos de su víctima.

– Te lo concedo, bien mío, mas carece de importancia para los fines de la analogía. No olvides que no se trata de discutir sobre la licitud ética del experimento, sino avanzar gracias al mismo en el camino hacia la verdad.

– No tacharía yo de irrelevante la reflexión sobre los límites éticos a la indagación filosófica, pero es posible que no haya llegado aún el tiempo en que sea necesario preocuparnos gravemente por tales cuestiones y, además, el experimento que os propuso Sócrates no pasa de ser un ejercicio mental lo que si, por un lado, aminora la fortaleza de sus resultados, también reduce, por otro, los peligros. Así que disculpa mi digresión y sigue con la historia.

– Pues bien, aunque el antiguo cautivo estuviera en soledad, la libre exposición a tantas nuevas sensaciones haría que no sólo distinguiera lo real de lo ficticio, sino que fuera poco a poco estableciendo relaciones entre los objetos y los hechos e infiriendo las más elementales leyes que gobiernan la naturaleza. De la observación del cielo, por ejemplo, no es desatinado pensar que llegaría a concluir, como así hicieron desde muy antiguo nuestros ancestros, que el movimiento del sol rige la sucesión de los días y de las estaciones o que son las nubes densas y oscuras las que traen la lluvia.

– Ya veo, el experimento consiste en verificar en un sólo individuo las potencias mentales de nuestra especie, en reproducir los mecanismos de pensamiento a través de los cuales el género humano ha ido progresando en el conocimiento de la realidad.

– No diría que tal sea el fin, cachorrita, más bien creo que Sócrates asume, como condición básica de la alegoría, que ese proceso colectivo e histórico al que te refieres, ocurriría también en la mente de un hombre en las circunstancias de nuestro protagonista.

– Entonces, ¿a dónde quería ir a parar?

– A que en algún momento, el antiguo cautivo comprendería que anteriormente, cuando estaba amarrado a las paredes de la caverna, había vivido engañado.

– Ciertamente. Y en ese momento supongo que aparecerían los filósofos sádicos a felicitarle alborozados por haber sido capaz de descubrir la verdad y, de paso, invitarle a unos buenos tragos de vino. Se me ocurre que quizá, sumiéndole en la ebriedad, podrían aportarle añadidos incertidumbres a su percepción de lo que es real. O tal vez le podrían hacer comer (que no me has contado cómo se ha ido alimentando nuestro amigo mientras su mente se abría al conocimiento) el pan de centeno que tan extrañas visiones provoca en Eleusis.

– Ingeniosas ideas alumbras, Hermione, con las que bien podrías componer entretenidas consejas. Pero te ruego que no nos desviemos por tales derroteros, si es que quieres que llegue al final del relato.

– Lo siento, bello Glaucón, pero no he de ocultarte que no logro dominar la indignación que me provoca el comportamiento de tus filósofos. Así que mejor será que suspendamos de momento el cuento hasta que mi espíritu recobre la serenidad de hace un rato. Déjame sola, si no te importa, y ya te llamaré cuando la curiosidad se me imponga de nuevo sobre la ira.


Poesia scritta in un bar- Roberto Vecchioni (Milady, 1989)

domingo, 13 de noviembre de 2011

La caverna (1)

– Ya era hora de que llegaras, oh Glaucón, que te olvidas de tus débitos conyugales en cuanto te juntas con Sócrates y sus acólitos. Que no sé a qué tanto amor por la sabiduría y ese afán de que te llamen filósofo. Más futuro le veo a tu hermano Platón, que bien que toma notas que copia y recopia para luego pasarlas en el ágora a cambio de no pocas monedas.

– Me disgustas con ese burlona imitación de mis vocativos, mujer, así que evita ya de una buena vez el Oh que antepones a mi nombre, y llámame Glaucón a secas o, cuando nuestra intimidad lo aconseje, otros apelativos más tiernos, lechoncita.

– Más enfadada tú a mí me tienes y no has de ablandar mi ánimo con dulces palabras, que con ellas no borras la ausencia de toda una jornada, ni la inquietud de mi larga vigilia. Llegas casi con el alba después de decirme por la mañana temprano, cuando partías al Pireo, que acabada la procesión de los tracios volverías sin demoras. Y cuidado con lo que me cuentas, que bien sé que hubo en el puerto fiesta nocturna, con una carrera de antorchas a caballo.

– No iba a ocultártelo, Hermione querida, tanto menos cuando de sobra saben los dioses que más que nada ansiaba volver a tus brazos. A primera hora de la tarde iniciábamos el regreso pero Polemarco, divisándonos desde lejos, envió a nosotros a sus esclavos y enseguida, llegado él mismo, insistió en que fuéramos a su casa. Recuerda, labios de néctar, que Sócrates más de un favor le debe a su padre, y bien se cuidó Polemarco de mencionar que el anciano Céfalo allí estaba.

– Claro, y todos a la casa de Polemarco a escuchar embobados a Sócrates mientras vaciabais sus ánforas de vino. Confío al menos que de tantas horas de charla haya salido algún buen cuento que me compense el aburrimiento de este largo día, durante el cual no he dejado de recordar las advertencias de mi madre contra nuestro casamiento.

– ¿A qué mencionas eso, mi adorada? Saberte mi esposa es mi más grande motivo de alegría y hacerte feliz mi mayor deseo siempre presente.

– Quiero créerte, Glaucón, músico y aspirante a filósofo, pero no olvides que a ninguna mujer le bastan sólo palabras y tañidos de laúd, y menos a la que era tenida como la más bella de la Hélade. Pero dejemos este asunto, suspendámoslo de momento porque quiero oírte alguna historia entretenida que torne mi ánimo.

– Qué injusta eres, dilecta de Afrodita, pero no dudes que he de complacerte, así que disponte a escuchar una alegoría hermosamente trabada por el maestro. Figúrate unos hombres que desde que nacen viven encadenados por los tobillos y el cuello a un muro en lo profundo de una oscura caverna, obligados de tal guisa a mirar siempre al frente, a otra pared pulimentada y desnuda.

– Cuánta crueldad la de sus captores y también estupidez, pues qué utilidad habrían de obtener en encerrarlos en tan penosas condiciones.

– Bien dices, querida, y lo mismo pensé yo al inicio de la historia. Mas irrelevantes son las causas de esa situación para el fin de la alegoría. Simplemente imagina a esos hombres desafortunados para que siga con el cuento.

– Sea, oh Glaucón, ya que así me lo pides. Pero no deja de ser curiosa esa predilección vuestra por ejemplos desaforados, como si para explicar cualquier idea fuera siempre necesario llegar a tan lejanos extremos. No permita Zeus que algún día gobiernen la ciudad los filósofos, que capaces serían de llevar a la práctica sus crueles alegorías sólo para verificar la veracidad de sus conclusiones.

– Mujer eres, Hermione, y tus pensamientos revolotean incesantes en torno a demasiadas cosas, sin que te dejen fijar la atención en el asunto principal, que olvidas. Te pregunto de nuevo: ¿deseas que avance en mi narración o prefieres disputar sobre quienes son los más idóneos para regir la república?

– Sigue, mi paciente esposo, pero al menos encadena a tus pobres cautivos por la cintura y que puedan estar sentados, apoyadas las espaldas contra el muro, que algo mejor soportarían así su condena perpetua.

– Concedido, bella quisquillosa, y ahora imagina que detrás de esos hombres, por encima del tabique al cual están aherrojados, arde un fuego que ilumina la cueva.

– ¿Un fuego? ¿Quieres decir una hoguera? ¿Y cómo dispusieron la leña por encima? Me cuesta imaginar tan singular caverna. Si no contradice la alegoría, prefiero figurarme una lámpara de aceite suspendida de la bóveda pétrea.

– Vale también una lámpara. Y termino con la descripción de la escena, que aún falta lo más importante y es que entre la fuente de luz y la pared de los condenados hay una pasarela elevada por la que continuamente caminan otros hombres, ocupados en trasladar estatuas y otros objetos de un extremo a otro de la misma.

– Peregrina imagen, por Atenea. Si no es abusar de tu paciencia, puedes aclararme qué sentido tienen esos incesantes paseos.

– Pues justamente animar la soledad de la caverna y hacer que sus movimientos sean los estímulos externos a partir de los cuales los encadenados construyan su conocimiento de la realidad.

– Ya barruntaba que a tal fin obedecía su presencia, pero Sócrates habría de dotar a sus historias de algo más de verosimilitud. Sugiérele si te parece, y dile que ha sido idea tuya y no de una mujer incapaz de raciocinio, que tales porteadores podrían ser mineros que trasladan las rocas extraídas, y que la pasarela es un puente que comunica otra cueva en la que trabajan con el almacén. Serían pues varias cuevas subterráneas, dedicadas a la explotación minera y comunicadas entre sí. La del cuento, entonces, habría de ser en la que castigaran a los esclavos díscolos.

– De abundante fantasía te ha dotado Hermes, amor mío. Mucho más entretenida sería la historia contada por ti pero tanto recreo en las circunstancias secundarias distraerían del asunto central. No obstante, adórnala como te plazca, siempre que no desvirtúes el argumento. Y en tal sentido, mal podrían los encadenados ser esclavos díscolos, pues te recuerdo que están en tan triste situación desde su nacimiento.

– Cierto, lo había olvidado. Digamos entonces que el cruel sátrapa amo y señor de ese imaginario país y de sus riquezas minerales, para garantizarse la obediencia servil de sus trabajadores, encadena a cada primogénito en cuanto salen de los vientres de sus madres o, mejor, en cuanto éstas los destetan, que difícil sería que unos infantes recién nacidos sobrevivieran adosados a tan diabólico muro.

– De acuerdo, señora mía, son mineros quienes cruzan por detrás de los presos y éstos no los ven pero sí sus sombras, que tu lámpara de aceite colgada del techo proyecta sobre la pared que tienen delante y a la cual forzosamente dirigen su vista. Esto sí me lo has de conceder sin objeciones, espero.

– Pues sí, desde luego. Y te haré notar que me parece una muestra más de la refinada crueldad de la condena el hacer sentir a esos desgraciados que otros semejantes se mueven libremente a sus espaldas.

– Yerras, amada, que olvidas que llevan encadenados toda su vida, de modo que para ellos sólo los compañeros de infortunio, a los que entreven de reojo y con los que quizá sean capaces de comunicarse con rudimentarias palabras, son sus únicos semejantes. E ignorantes de que haya otros hombres que caminan por detrás interpuestos entre el ellos y el fuego, así como ignorantes también de la proyección de la luz, creerán que son las sombras las cosas reales ajenas a ellos mismos.

– He de darte la razón, aunque me cueste pensar que puedan las sombras tomarse por reales. Pero, no podrían los más avispados entre los prisioneros inferir que hay otros seres, tan reales al menos, a sus espaldas, atendiendo, por ejemplo, al rumor de sus pasos o a las voces que emitieran.

– De la misma forma que sólo ven lo que se proyecta en la pared que tienen enfrente, el eco de la caverna engaña a sus oídos haciéndoles creer que los sonidos provienen de esas figuras fantasmales que pasean delante de ellas, apareciendo por un extremo y desapareciendo por el opuesto.

– Comprendo ya, esposo, la finalidad de la alegoría y admito ahora de buena gana que, aunque chocante, la singular escena está bien ideada. Quiere Sócrates hacernos ver que el conocimiento es ilusorio y que no podemos estar seguros de la realidad que nos muestran nuestros sentidos.

– Así es, dulce compañera, pero hay más y gustoso te lo narraré si el cuento ha despertado tu interés.

– Lo ha hecho, y también has logrado apaciguar mi descontento. Por eso, detengamos el relato por un breve tiempo para solazarnos con un buen desayuno. Ayer Cleopis, mi fiel aya, consiguió unas finas lonchas de la mejor carne asada de cabra y también ha preparado un delicioso mosto azucarado. Vayamos al lecho.


Ippopotami- Roberto Vecchioni (Ippopotami, 1986)

jueves, 10 de noviembre de 2011

Boca de Rosa

La llamaban Boca de Rosa, ponía el amor en todas las cosas. Nada más apearse en la estación del pueblecito de San Hilario todos se percataron con una mirada que no se trataba de una misionera. Hay quien el amor lo hace por aburrimiento, quien lo escoge por profesión; Boca de Rosa ni lo uno ni lo otro: ella lo hacía por pasión. Mas la pasión a menudo conduce a satisfacer el propio deseo sin indagar si el deseado tiene el corazón libre o está casado. Y fue así que de un día al otro Boca de Rosa se echó encima la funesta ira de las perrillas a quienes les había sustraído el hueso. Pero las comadres de una aldea no descollan por su iniciativa y las contramedidas al respecto se limitaban al insulto.


Bocca di Rosa - Fabrizio de André (In Concerto, vol.1, 1979)

Es sabido que la gente da buenos consejos, sintiéndose como Jesús en el templo, cuando no pueden dar mal ejemplo. Por eso una vieja que nunca había estado casada, que nunca había tenido hijos, que ya no tenía deseos, se tomó la molestia y también el gusto de dar a todos el consejo justo. Volviéndose a las cornudas les apostrofó con palabras ingeniosas: el robo del amor será castigado, dijo, por el orden constituido. Y todas se dirigieron donde el comisario y le dijeron a bocajarro: esa asquerosa tiene ya demasiados clientes, más que un consorcio alimentario. Y enviaron a cuatro gendarmes con los penachos y con las armas.


Bocca di Rosa - Musica Nuda (55/21, 2008)

La ternura no es una cualidad que abunde entre los carabineros, pero aquella vez la acompañaron de mala gana a coger el tren. En la estación estaban todos, del comisario al sacristán, con los ojos rojos y el sombrero en la mano, para despedir a quien por poco tiempo, sin pretensiones, llevó el amor al pueblo. Había un cartelón amarillo con letras negras; decía: adios, Boca de Rosa, contigo se va la primavera.


Bocca di Rosa - Ornella Vanoni (Noi, le donne noi, 2003)

Una noticia original no necesita de ningún periódico; como una flecha disparada desde el arco vuela veloz de boca en boca. Y en la siguiente estación había mucha más gentes unos envían besos, otros lanzan flores, algunos se la reservan para un par de horas. Incluso el párroco que no desprecia, entre un miserere y una extremaunción, el efímero bien de la belleza, la quiere a su lado en la procesión. Y así, con la Virgen en primera fila y Boca de Rosa no muy lejos, se llevó a pasear por el pueblo el amor sagrado y el amor profano.


Bocca di Rosa - Pietra Montecorvino (Gemme mediterranee. Raccolta, 2010)

Bocca di Rosa, cuyo texto es el que he traducido arriba, es una de las primeras canciones de Fabrizio de André (publicada en 1967) y de las más populares, si no la más, en Italia. Tanto que leo en la wiki italiana que la expresión ha pasado al lenguaje popular como eufemismo de prostituta, lo cual es erróneo porque, como se declara en uno de los primeros versos, Boca de Rosa hacía el amor por pasión, no lo había elegido como oficio. Parece que Fabrizio le tenía un especial cariño a este tema y lo sentía muy cercano. No hay más que oír la letra para comprobar la ternura afectuosa con que se refiere a su personaje, contraponiéndolo con las despechadas mujeres cornudas y, sobre todo, con la vieja rencorosa y estéril, envidiosa del amor, que las azuza para que expulsen a la joven del pueblo (una pedanía de Génova, la patria chica de De André, aunque en versiones posteriores cambia el topónimo real por otro ficticio). Quiero imaginarme a Boca de Rosa (y supongo que no me alejo mucho de la idea del autor) como una chica guapa y alegre, llena de vida y que disfrutaba regalando amor a los aburridos y tristes paisanos de un villorrio italiano de los sesenta. Nada que ver con el sexo de pago y mecánico de las prostitutas, que seguro que alguna gastada y monótono habría en Sant'Ilario, y justamente por eso más insoportable para las casadas cuyos maridos se embelesaban con la muchacha. Probablemente las infidelidades serían, la mayoría de ellas, no tanto coitos carnales sino hechas de ilusiones enamoradas, avivarse los rescoldos interiores que esos hombres creían tener ya apagados gracias a la pasión amorosa que Boca de Rosa metteva sopra ogni cosa. Y claro, una cosa es que el marido eche un polvo la noche del sábado con la puta del pueblo (que así da menos la lata y todo sigue como siempre) y otra muy distinta que le brillen los ojos, que se le vea entusiasmado y alegre, como hace tantos años, cuando de novios me sacaba a bailar en las fiestas.


Bocca di Rosa - Roberto Vecchioni (Le Ballate, 2003)

Yo a esta canción también le tengo mucho cariño, probablemente porque era una de las que había en una cassette que me dejó como recuerdo suyo una muy querida amiga sarda, de la isla en la que estableció De André a mediados de los setenta. Además, me gusta mucho, tanto la música como la letra, que cuenta con algunos versos muy logrados (por ejemplo: si sa che la gente da' buoni consigli se non può dare cattivo esempio). Me entero ahora de que Fabrizio pudo inspirarse en la Brave Margot de Brassens y no digo que no (trata de una pastorcilla que encuentra a un gatito abandonado y le da el pecho, atrayendo involuntariamente a todos los mirones del pueblo con el consiguiente cabreo de las mujeres que acaban matando al minino); de hecho, el texto brasseniano es bastante más irónico y abierto que el del genovés y quizá éste, que lo admiraba y lo ha versionado en no pocas ocasiones, quiso precisar en una historia concreta y sencilla sus varias posibles interpretaciones.


Bocca di Rosa - Anna Oxa (Cantautori, 1993)

No voy a ocultar que este post lo escribo para darme el gusto de intercalar entre sus párrafos unas cuantas de las versiones que de Bocca di Rosa han hecho ilustres cantantes italianos. Empiezo por el propio Fabrizio, pero no con la original, sino con la que hizo en vivo acompañado por la Premiata Forneria Marconi, una de las grandes bandas del rock progresivo italiano y buenos amigos del cantautor. Sigo con la interesante, frenética y mucho más reciente versión de Musica Nuda, el duo de Magoni y Ferruccio del que ya he escrito un post. Luego una de las incombustibles de la canzone, Ornella Vanoni, la que fue amante de Gino Paoli y musa de algunas de sus mejores canciones (Senza Fine, por ejemplo). Después de la voz tan correcta de la Vanoni pongo la rasposamente profunda de la pasional napolitana Pietra Montecorvino. Luego uno de mis cantautores italianos preferidos, Roberto Vecchioni, que probablemente la editó como homenaje tras la muerte de De André. La última versión que subo es la que en 1993 grabó Anna Oxa, una bellísima albanesa que pasó su infancia en Bari y que (cómo pasa el tiempo: cuando la descubrí a principios de los ochenta iba de punki), este año ha entrado en la cincuentena. Hay por supuesto muchísimas más versiones (yo mismo tengo incluso alguna más), pero se me han acabado los espacios entre párrafos. No obstante, enlazo una más obtenida de Youtube y debida a Peppe Barra, un showman del que poco conozco, que tiene como nota curiosa que está cantada en dialetto napolitano (la capisci, cara?). En fin, confío en que no os empachéis.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Erasmo y España

Si hubiera que elegir un único nombre que representara el inicio de ese otro modo de pensar que supone la ruptura fundamental con el principio de autoridad medieval, éste sería el de Erasmo de Rotterdam. Aunque, como era casi obligado para poder dedicarse a la filosofía, se ordenó sacerdote hacia la mitad de su veintena, fue reacio desde niño a la disciplina eclesiástica (sobre todo la de orden intelectual) además de muy crítico con los modos de vida, tan hipócritas, del clero de la época. Entre los veinticinco y los treinta viajó por los Países Bajos, Inglaterra, Italia, Francia y Alemania, trabando multitud de contactos amistosos y fecundos con las personalidades más notables del pensamiento humanista. El joven Erasmo debía ser bastante locuaz porque, sin necesidad de haber escrito nada, su ingenio y audacia intelectual le granjean fama en toda la Europa central. Frente a los teólogos profesionales, quienes sostienen que sólo ellos pueden interpretar y explicar la doctrina, el de Rotterdam defiende que todo cristiano, en tanto discípulo de Cristo, debe acceder a las palabras de Jesús y que la filosofía cristiana es para ser vivida, no para convertirse en objeto de arcanos discursos entre especialistas. Por supuesto esta animosa defensa de la vulgarización entusiasma a muchos, pero también levanta recelos e incluso actitudes francamente hostiles, aunque todavía no exigen poner a la jerarquía en pie de guerra como ocurrirá pocos años después con Lutero. En España, cuando la fama de Erasmo llega (probablemente al conocerse la publicación de su Nuevo Testamento bilingüe) unos cuantos letrados de inclinaciones humanistas proponen a Cisneros que lo traiga a la península.

Téngase en cuenta que difundir el pensamiento erasmista en España y mucho más hacerle venir era un asunto delicado en aquellos inicios del XVI. Las dos fuerzas que pugnaban en toda Europa dentro del universo omnicomprensivo del cristianismo, tenían en nuestro país matices particulares de alto riesgo incendiario. No se olvide que el sustento (o pretexto, si se quiere) ideológico de las monarquías hispanas, especialmente de la castellana, era el triunfo de la Fe verdadera y, para esos años, España era centro de atención de las otras naciones debido a la culminación de lo que se juzgaba como una verdadera cruzada (el triunfo sobre la dominación musulmana) y la apertura a la Cristiandad de vastos territorios allende el océano. En ese marco de cristianismo militante, la heterogeneidad religiosa de la península había "obligado" a los Reyes Católicos a decidir la institución del Tribunal del Santo Oficio (1478) y la expulsión de los judíos (1492). Había pues temor a los efectos disgregadores en materia religiosa lo cual es natural pues, dada la abrumadora presencia de ésta en todos los aspectos de la vida cotidiana, necesariamente implicaban conflictos de orden sociopolítico. Pero, a la vez, existía una notable pujanza intelectual en estos reinos, claramente orientada hacia el humanismo, varios de cuyos más significativos representantes eran, no por casualidad, de origen judío (conversos). Ya comenté en el anterior post que la fundación de la universidad de Alcalá, por contraste con la escolástica Salamanca, puede adscribirse a esta tendencia "liberalizadora", así como la magna labor filológica de la Biblia Políglota. El propio Cisneros, más que nadie en esos años, debía ser consciente del difícil equilibrio en que se movía. Era un franciscano (la orden que mejor casaba con sus deseos de reforma de la iglesia española) colocado en las más altas responsabilidades políticas (regente de Castilla desde 1506) y religiosas (arzobispo primado de Toledo desde 1495 e Inquisidor General desde 1507). Es natural por tanto que dudara sobre la conveniencia de invitar al prestigioso Erasmo, pero finalmente lo hace, "cediendo sin duda a la opinión de una selecta minoría de letrados españoles" (son palabras de Marcel Bataillon en su Erasmo en España, que pese a datar en su primera edición de 1937, parece que sigue siendo la obra de referencia en esta materia).

Así pues, Cisneros invita a Erasmo y éste durante el primer semestre de 1517 comenta en varias cartas sus reticencias a desplazarse a este extremo y extremado occidente de Europa. Bataillon adivina un marcado prejuicio del humanista hacia nuestro país, que concibe como un mundo ajeno y que le desagrada, en especial por el exceso de influencia judía (las prevenciones contra lo hebreo, un antisemitismo más religioso-intelectual que racista, parece que tuvieron un peso significativo en su ánimo). No le caen bien los españoles, aunque no sé yo si conocería íntimamente a muchos; uno a quien sí, desde luego es Juan Luís Vives (1492-1540) con quien habría trabado amistad, reciente por esas fechas, enBrujas. Consta que ambos se apreciaban y admiraban (supongo que más el joven veinteañero valenciano al cincuentón consagrado que al revés) pero Bataillon asegura que también le resultaba algo pesado con sus cortesías remilgadas y, quizá digo yo, porque era de familia de conversos. De otra parte, había factores poderosos para vencer las reticencias de Erasmo a viajar a Castilla. De entrada, en ese verano de 1517 el joven Carlos estaba en Flandes preparando su desplazamiento para coronarse rey de Castilla, Aragón y Navarra (cada uno por separado, que España no era una, políticamente hablando, pese a lo que nos contaron en los colegios franquistas) y a Erasmo no le faltaron ofrecimientos para integrarse en el cortejo en calidad de consejero áulico. Existían al menos dos motivos para que aceptara: el primero su fidelidad más que probada a la dinastía borgoñona; el segundo que seguir al futuro emperador era el medio más seguro de asegurarse altísimas cotas de prosperidad y prestigio, en lo cual no sería moco de pavo añadir su nombre al equipo de redactores de la ilustre Biblia complutense. Sin embargo, Erasmo no cede a las tentaciones y opta por la paz afable de Lovaina. No podemos saber si la decisión se debe a virtuoso amor a la filosofía (que sabe que le habría estado casi vedada de implicarse en la política activa) o más al temor de no ser capaz de desenvolverse en el mundo de intrigas, ambiciones y rencores que era la corte borgoñona (no hay más que recordar lo mal que cayeron esos vanidosos y avariciosos flamencos cuando aparecieron por Castilla, como si estuvieran en país conquistado, vamos hombre).

Erasmo pues no vino nunca a España, pero durante la década, más o menos, que transcurre desde la invitación de Cisneros (quien no tuvo demasiado tiempo para sentirse defraudado ya que murió a finales del mismo 1517) sus obras alcanzaron una extraordinaria difusión y fama en la península, nutriendo el espíritu y excitando la curiosidad intelectual de una o dos generaciones de filósofos hispanos que estarían entre lo más granado del pensamiento renacentista. Entre Erasmo y Montaigne (otro de los hitos señeros en la gestación del nuevo "otro modo de pensar") estos nombres, no suficientemente reconocidos, brillaron intensamente, alumbrando muchas de las ideas que un siglo después "sistematizaría" Descartes; en ocasiones esas ideas las dejaron tan puliditas que el bueno y listo del francés no tuvo más que cogerlas casi tal cual sin, por supuesto, tener que pagar el copyright (incluso eludiendo citar la fuente original de la que había bebido). Que la mayoría de esas personas sólo sean conocidas por unos pocos (a diferencia de Descartes, por ejemplo) se debe en parte a que los españoles siempre nos hemos despreciados como pensadores, como denunciaba don Marcelino. Pero también a que, ya lo dije, puede que llegaran en época y lugar poco propicios, que no olvidemos que la violencia de la reacción eclesiástica contra la reforma luterana (y los otros secuaces) obligó a nuestro católico país a ponerse en la primera línea de batalla contra las herejías. Y así, quienes eran precursores del escepticismo filosófico y la duda metódica, pasan a convertirse en sospechosos de protestantismo y no pocos acabaron de muy mala manera. Porque también este país nuestro ha sido fecundo en "pensadores" reaccionarios, especialistas en encender con su pluma hogueras avivadas por el odio y la intolerancia. Uno de los primeros de la larga sucesión de intelectuales ultramontanos (hoy diríamos fachas), que se sintió ultrajadísimo nada más recibir en Alcalá el Nuevo testamento de Erasmo, fue Diego López Zúñiga (no confundir con el duque de Béjar a quien Cervantes dedicó la primera parte de El Quijote) y se precipitó en furibundos ataques contra el de Rotterdam, tan cargados de odio que contaminan cualquier validez argumental. De tal laya hemos tenido muchos en esta tierra. Quiero creer que no más que de los pensadores honestos y preocupados por el saber, pero lamentablemente los malos bichos suelen ser los que han prevalecido en nuestra historia. Por eso me apetece conocer a los otros, que haberlos haylos.


Autumn leaves- Eric Clapton (Clapton, 2010)

domingo, 6 de noviembre de 2011

Desde el cristianismo hacia la ciencia (I)

El siglo XVII, en cuyos finales sitúo mis últimos posts, pese a lo siempre simplista que es fijar mojones en el devenir histórico, es probablemente la época en que se alcanza una "masa crítica" suficiente de personas dispuestas a pensar de otro modo. Ese "otro modo" al que me refiero encuentra su mejor expresión en lo que se ha venido en llamar la duda metódica, cuya autoría se atribuye a Descartes en su célebre Discurso del Método (aunque en dicha obrita no llega a acuñarse el término como tal). En Le Descours, Renato nos cuenta cómo desde muy joven le preocupó el conocimiento y cómo, terminados sus estudios que lo incluían entre "el número de los hombres doctos" se sintió muy confuso y embargado de un deseo insatisfecho "de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida". En noviembre de 1619, el joven de veintitrés años, después de haber asistido a la coronación en Frankfurt del emperador Fernando II y estando acuartelado en Neuburg al servicio del ejército católico del Duque de Baviera, se dedicó en soledad a reflexionar sobre la forma en que debía desarrollar su actividad intelectual ("cogióme el comienzo del invierno en un lugar en donde, no encontrando conversación alguna que me divirtiera y no teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi ánimo, permanecía el día entero solo y encerrado, junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos"). A partir de una metáfora arquitectónica, llegó al convencimiento de que "por lo que toca a las opiniones, a que hasta entonces había dado mi crédito, no podía yo hacer nada mejor que emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego por otras mejores o por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de la razón. Y tuve firmemente por cierto que, por este medio, conseguiría dirigir mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar sobre cimientos viejos y me apoyase solamente en los principios que había aprendido siendo joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos". Para llevar a la práctica esta postura personal (enunciada con bastante modestia y prudencia, que motivos tenía), se propuso cuatro reglas que, siéndonos hoy obvias, era la primera vez (creo) que se formulaban articuladas como principios metodológicos: no admitir nada como verdadero hasta que no hubiese superado todas las dudas, dividir todos los problemas en cuantas partes fueran posibles (análisis), razonar ordenadamente (de lo simple a lo complejo), y hacer revisiones tan generales que le aseguraran no omitir ningún dato. Gracias al método del que se dotó, acompañado de unas máximas morales propias muy sensatas, Descartes, según sus palabras, logró un gran contento porque descubrió que iba descubriendo de forma eficaz muchas y fructíferas verdades, labor a la que había querido dedicar su vida.

El libro, publicado de forma anónima en su primera edición de 1637 (obra pues ya de madurez), es considerado como la pieza inaugural del pensamiento científico, muy especialmente para la Física. Ello es así porque supone el golpe de gracia a uno de los cimientos más sólidos de la Escolástica, el principio de autoridad, que se expresaba en varios aforismos latinos como Magister dixit, Oportet addiscentem credere (es necesario creer para aprender) o el definitivo Roma locuta, causa finita (muy útil para declarar al oponente hereje y callar sus argumentos para siempre). Aunque hoy nos extrañe, la Escolástica medieval venía animada de un notable incentivo para el desarrollo del pensamiento y una exaltación de la razón, como la más noble de las potencias humanas. El límite radicaba, claro está, en la fe, en las Verdades reveladas y por tanto incuestionables, a cuyo servicio debía ponerse la razón. Así, durante quinientos años al menos, los más privilegiados cerebros de la época se pasaron las horas dando vueltas y más vueltas argumentales confinadas entre apretados muros. Pero ellos, a causa de la intensidad de su fe, no eran capaces siquiera de concebir tales límites. No obstante, la simple ejercitación razonadora, aunque fuera en materias tan abstractas (pero cruciales en sus preocupaciones como el debate de los universales, por ejemplo), generaba a veces leves rozamientos que, por muy remotamente que pareciera, podían insinuar sutiles grietas en ese universo dogmático del conocimiento medieval. Por eso era importante el principio de autoridad, para atajar cualquier nimia desviación. Por aportar yo también una metáfora arquitectónica, el pensamiento medieval presuponía la sabiduría, el conocimiento humano, como un edificio cuya estructura (cimientos, pilares y vigas, forjados) estuviera ya completamente acabada, de modo que el único progreso posible consistía en las obras de tabiquería y decoración. Y esa estructura, si bien era teológica, abarcaba toda la realidad; o, dicho de otra forma, la religión condicionaba hasta límites que hoy se nos antojan ridículos (por ejemplo, cuando miramos desde un sitial de superioridad, a los países islámicos) casi todos los ámbitos del saber.

La dificultosa aparición de pequeños espacios de autonomía que irían permitiendo la distinción entre lo sagrado y lo profano y, consiguientemente, la admisibilidad en este último campo de lo que he llamado "pensar de otro modo" es un proceso que, aunque implícito en la propia actividad intelectual (y, repito, los pensadores medievales no eran tontos), duró mucho, demasiado tiempo. Es significativo que la eclosión del "principio del fin", lo que ahora llamamos Renacimiento, estuviera muy ligada a la filología y al interés por las lenguas antiguas: el griego y el hebreo y también el latín clásico, pues el medieval, heredado de la literatura patrística (los sanagustines y sanjerónimos), era una variante del imperio tardío. El primer paso en este orden lo dio el Cardenal Cisneros cuando, siendo Arzobispo de Toledo, decidió fundar en Alcalá de Henares una nueva universidad. Las intenciones de Cisneros en esos últimos años del XV no eran tanto de índole humanista (al estilo de los pensadores y artistas italianos del quattrocento) como de mejora de la formación de los eclesiásticos que en Castilla eran muchos. Además, no debía simpatizar mucho con Salamanca, controlada por los dominicos, o acaso tendría ganas de diversificar las enseñanzas teológicas y así, además de la cátedra de tomismo (o sea, la ortodoxia) la acompañó de otra adscrita a la filosofía de Duns Escoto y otra más para ocuparse de los enfoques nominalistas de Guillermo de Ockham, muy poco conocido en España aunque con gran poder de atracción para las mentes más inquietas de la época. Conviene recordar, dicho sea de paso, que Ockham, franciscano inglés, pese a su adscripción a la Escolástica, fue uno de los más grandes precursores de ese otro modo de pensar, lo que muestra de nuevo que es casi imposible trazar fronteras claras en la historia. La cosa es que en el verano de 1502, con las obras de la universidad comenzándose, Cisneros reúne a un buen puñado de sabios, buenos conocedores del latín, el griego y el hebreo (estos últimos casi todos judíos conversos) y les propone embarcarse en la impresión de una Biblia Políglota en la que, dispuestos en tres columnas, se dispongan los textos de las respectivas lenguas. Piénsese que durante toda la Edad Media la única versión de la Biblia (sin contar las variaciones por errores de los copistas) era la Vulgata que San Jerónimo tradujo del griego a finales del siglo IV. Cisneros ni siquiera se planteaba introducir correcciones en el texto latino (lo que le costó que Nebrija, el más notable de los latinistas, abandonara el proyecto) pero el simple hecho de presentar las Sagradas Escrituras en sus versiones previas contenía una carga revolucionaria para el principio de autoridad escolástico. Lo cierto es que la difusión de esta magna obra fue muy escasa. Mucho influyó en ello, además de algunas malas jugadas de la Fortuna (guerra civil de las Comunidades, naufragio de un envío de varios ejemplares a Italia), que Erasmo de Rotterdam publicase en 1516, un año antes de la impresión final de la Políglota, su versión griego-latín del Nuevo Testamento (el Novum Instrumentum), acelerada probablemente a instancias del impresor suizo para ganar por la mano la iniciativa complutense. Al margen de piques "nacionalistas", hay que reconocer que Erasmo da un pasito más que el equipo de Cisneros y "se atreve" a corregir la Vulgata a partir de los textos griegos. De ahí a Lutero, unos añitos después, poco trecho quedaba.

Pero sigo mañana (o pasado), que de lo que quería hablar era de los pre-cartesianos españoles del XVI o, lo que es lo mismo, de la abundante colección de pensadores peninsulares que, antes del francés (y antes de tiempo), anticiparon lo que luego, en la segunda mitad del XVII, se cosecharía. Lástima que sus nombres, opacados por el celo retrógrado de la Contrarreforma, no ocupen similares altares en la Historia. Pero ya adelanto mi tesis: que fue justamente de la teología cristiana (o filosofía que durante tantos siglos venía a ser lo mismo) de donde nació ese otro modo de pensar que sería el punto de partida imprescindible para el desarrollo científico. O sea, que la ciencia occidental es deudora del cristianismo o, la otra cara de la moneda, que si los europeos no hubieran sufrido el estrechísimo corsé dogmático es probable que la ciencia moderna hubiese advenido unos cientos de años antes. O no.


Jesus doesn't want me for a sunbeam- Nirvana (Unplugged in New York, 1993)