Por estas fechas se cumplen treinta y dos años. Era 1981 y el día el 15 de agosto, el de la Virgen aunque ese año cayó en sábado. Es fácil de recordar porque esa noche se jugaba la final del trofeo de Palma y a Quique, culé hasta el tuétano, le apetecía mucho ir al estadio y ver a aquél Barcelona que había ganado la Copa y no la Liga por culpa –según él– del secuestro de Quini. Yo no era barcelonista sino de la Real, así que justamente ese verano, por primera vez, no me afectaban las chulerías de los forofos de los grandes, en especial las de los madridistas que andaban todavía cabizbajos y maldiciendo el gol de Zamora en el último minuto. Pero eso no impedía, por supuesto, que me apeteciera mucho ir al Lluis Sitjar a ver a Migueli, Alexanco, Simonsen, Schuster y también, claro, al propio Quini, que metería nada menos que tres goles. No fuimos, sin embargo. Creo que porque sólo quedaban las entradas más caras que rondaban las mil quinientas pesetas (si lo decimos en euros suena ridículo y también nos da una idea de la inflación porque ahora esas entradas están por los cuarenta, más de cuatro veces más). Total, que esa noche lo vimos en la tele. Un partido de fútbol más de los muchísimos que he visto y del que, como de casi todos, no guardo ninguna imagen en la memoria. Pero, aún así, se convierte en relevante porque su fecha me permite fijar lo que ocurrió esa noche.
Estaba en Mallorca, en la casa de verano de Quique, un chaval dos años menor que yo a quien había conocido ese año en la facultad de Económicas de la Autónoma de Madrid. Él repetía primero y yo me había matriculado en el horario de tarde un poco por hacer algo, mientras esperaba que me convalidaran mi título peruano de arquitecto y asistía a un master de rehabilitación urbana que organizaba el Ministerio de Obras Públicas. La cosa es que al tío le caí en gracia y decidió, pese a ser más joven, convertirse en mi mentor durante ese curso. Yo, la verdad, tampoco es que le hiciera mucho caso, porque al fin y al cabo quienes me interesaban eran las pibitas y Quique no resultaba nada buen socio para los menesteres del ligue. Ya imaginé por entonces que sería homosexual pero, como probablemente ni lo habría asumido ante sí mismo, su presunta orientación se diluía en un carácter que todos calificaban de algo rarillo. Aunque no fuéramos muy amigos, la cosa es que al final del curso me invitó a pasar una semana en la casa de su padres en Port d'Andratx que estaría vacía a nuestra disposición. No había estado nunca en Baleares y el plan se antojaba apetecible, así que acepté.
A los dos días de haber aterrizado en la isla y cuando ya me estaba arrepintiendo del viaje al descubrir que más que rarillo el calificativo que mejor describía a Quique era el de muermo sin paliativos, apareció sin previo aviso su madre, Mercè. Era una mujer de unos cincuenta años y sencillamente preciosa, de una belleza que tenía algo de sobrenatural, de mágico. De hecho, la primera vez que la vi me vino a la cabeza la imagen infantil de un hada. No era alta pero lo parecía por su delgadez y su forma de caminar como si levitase. Tenía una melena ligeramente rizada de un rubio muy claro, con pelos finísimos y rebeldes que constantemente jugueteaban acariciadores por su rostro. Sus ojos eran muy grandes –aunque los fruncía constantemente en su mirada miope– y de cambiantes iridiscencias sobre una tonalidad grisácea predominante. Y la boca siempre entreabierta, como si evitara que los labios se unieran, imantaba muy especialmente mi atención. Para acentuar más su parentesco con criaturas mitológicas, hablaba muy bajo, con frases cortas teñidas de un ligerísimo acento catalán (era de Barcelona, pero llevaba muchos años en Madrid) que les otorgaba un ritmo casi musical. Podría seguir describiéndola por un buen rato porque de ella, de su imagen, sí que me acuerdo.
Fue verla y anonadarme. Irrumpió en la calma chicha y pesada de mi aburrimiento como una borrasca de viento fresco. Venía a descansar unos días, dijo, y me saludó con una espontaneidad desarmante, como si me conociera desde siempre y se alegrara de verme. A su hijo lo trataba como a un hermano menor, con un cariño un tanto burlón. Enseguida decidió integrarse en nuestra cotidianidad y tomar ella las riendas para llenar su vaciedad de contenido, frente a la hosca resistencia de Quique y con todo el entusiasmo por mi parte. Gracias a ella, apasionada de la isla, dejé de estar en un anodino destino del turismo de masas y empecé a descubrir la profunda riqueza histórica de esos parajes mediterráneos. Cómo no has llevado a tu amigo a recorrer Mallorca, le reprochó a su hijo, para inmediatamente extender un mapa enorme sobre la mesa baja de la sala y proponer infinitas excursiones para las pocas jornadas que teníamos. De todas ellas que no llegaron a cumplirse, la que más me apeteció fue la de Dragonera, el pequeño islote perteneciente al municipio de Andraitx. Por aquel entonces pendía la amenaza más que probable de su urbanización y un grupo de jóvenes ecologistas y libertarios llevaba ya algunos años movilizando a la sociedad mallorquina contra tales planes, iniciativas apasionadamente apoyadas por Mercè. Esa batalla se ganó finalmente en los Tribunales, cuando el Supremo, en el 87, ratificó la sentencia de la Audiencia Territorial de Palma que había declarado nulo el plan parcial promovido para crear una urbanización de lujo y que se vendía como modelo de sostenibilidad ecológica. Pocos meses después el Consell de Mallorca compró la isla por 280 millones de pesetas, un poquito menos del precio que PAMESA, una filial del Banco de Bilbao, decía haber pagado a su anterior propietario. Más tarde un colega balear me contaría el rumor de que los urbanizadores nunca habían pretendido invertir un duro y que toda la operación estaba planteada para lograr un pelotazo gracias a esas expectativas urbanísticas, lo que efectivamente ocurrió con cargo al erario público. Precisamente hace justamente un mes se conmemoró el primer cuarto de siglo desde la adquisición del islote y un buen número de los actuales políticos baleares allí se dieron cita para congratularse de la efemérides.
Me desvío del asunto,
as usual. Diré tan solo, para abreviar, que Mercè había llegado el jueves al mediodía, así que para la noche del sábado apenas llevábamos algo más de dos días juntos, tiempo breve pero más que suficiente para que me hubiera colado perdidamente por la madre de Quique, enamoramiento resignadamente platónico, desde luego, porque ni se me pasó por la cabeza que una mujer de esa edad, belleza y carácter me viera de otra manera que como a un chiquillo. Esa tarde, ella había salido a ver a unos amigos en Palma y por unas horas se reinstauró el monótono peñazo previo a su llegada. Vimos el partido en la tele y cuando estaba terminando apareció Mercè, visiblemente excitada (los ojos le brillaban). En un santiamén dispuso un picoteo de quesos y embutidos sobre la mesa de la sala y sustituyó nuestras cervezas por copas de un vino blanco delicioso y fresquísimo. Bien acomodados los tres, la conversación fluyó con una naturalidad asombrosa. En algún momento, no demasiado tarde, Quique nos anunció que se iba a acostar y su madre y yo, agradecidos de que se hubiera ido, seguimos gustosos la charla derivándola cada vez más hacia temas personales, íntimos casi. Puede que aquella fuera la primera ocasión en que estaba muy a gusto desnudando mis pensamientos y emociones; acababa de cumplir veintidós y me encontraba en un estado de absoluta incertidumbre respecto de casi todo. Sentía ante Mercè deseos de mostrarme sin fingimientos, con una sensación de libertad que ni siquiera había experimentado con mis mejores amigos. Probablemente influiría el que fuera mayor y al mismo tiempo tan cercana, que la acabara de conocer y careciera de vínculos con mi vida, pero sobre todo era por ser como era, tan bella, tan agradable, tan receptiva. En fin, que estuve palmariamente encandilado durante las tres horas que no dejamos de conversar y dar cuenta no sé de cuantas botellas de aquel vino blanco. Pero llegó un momento en que el cansancio, que nos provocaba disimulados bostezos, nos obligó a interrumpir tan buen rato y cada uno se fue a dormir a su habitación.
Estaba dormido, así que no sé que hora sería. Me despertaron unas caricias en la espalda y enseguida noté el cuerpo de ella, apretado al mío, quemándome. Pensé que tenía que decir algo, aunque no sabía qué, pero no hizo falta porque Mercè me tapó la boca con su mano y se dedicó a lo suyo, a tocarme morosamente con el tacto que han de poseer las hadas, a sensibilizar cientos de puntos de mi cuerpo que ni sabía que existían, a producirme sensaciones tan placenteras que hasta me asustaban. Pensé también que tenía que emprender alguna iniciativa, pero no tardé nada en darme cuenta de que sería absurdo y contraproducente. Siguió ella decidiendo por mí, prolongando esa sesión de sexo feérico durante un tiempo que se me hizo eterno y a la vez brevísimo. En algún momento pensé en lo inaudito de la situación: estaba haciendo el amor con la madre de Quique, dormido a unos metros, una diosa a la que casi ni conocía. Fue solo un instante, porque en esa vivencia no cabían los pensamientos, la mente se me había derretido en el cuerpo y todo eran sensaciones, éxtasis puro. Así que me abandoné, me deje caer en ese pozo casi alucinógeno de placeres, renuncié a todo amago de voluntad para dejar que fuera mi cuerpo quien respondiera desde la pasividad gozosa. Con la tenue claridad que anunciaba el amanecer Mercé decidió dar por concluido ese maravilloso regalo. Me besó largamente sosteniendo mi cara entre sus dos manos y me sonrió. En ese momento era tan hermosa que dolía mirarla. Duerme un poco, me susurró, y desnuda, con su caminar que era levitar, dejó silenciosa la habitación.
Me dormí, en efecto, y desperté casi a la hora del almuerzo. En la sala estaba Quique, solo. Sí que has dormido, me dijo, ya me advirtió mi madre que te levantarías tarde porque ayer os quedasteis hasta las tantas. Mercè no estaba; había ido a comer con sus amigos de Palma y a media tarde se volvía a Madrid. Nosotros permanecimos un par de días más, como estaba previsto, aunque yo los pasé en un estado parecido al estupor, algo así como de resaca emocional. Una semana después telefoneé a la casa de Quique, con la esperanza de que se pusiera su madre. A mis preguntas indirectas por ella, el chaval se mostró esquivo, pero finalmente pudo sonsacarle que estaba en el hospital, que la iban a intervenir y que era algo serio. Atónito, le dije de ir a visitarla, pero lo rechazó de plano, no quiere ver a nadie. Dos o tres meses más tarde, alguien me dijo que Mercè había muerto. Fue una bofetada brutal, salvajemente inesperada. Llamé de nuevo a Quique y entre sollozos me explicó que llevaba más de un año enferma de cáncer, que cuando estuvo en Mallorca ya sabía que las metástasis se habían desbordado (aunque no le contó nada entonces a su hijo) y que había ido a despedirse de la isla que tanto amaba. La habían incinerado la semana anterior y a toda la familia (el padre y tres hijos) la casa madrileña se les caía encima, tanto que iban a mudarse a Barcelona. Hablamos un rato y quedamos vagamente en vernos, pero no, no volvimos a encontrarnos. Desde entonces nunca más he sabido nada de él. Ahora que soy algo mayor de lo que era Mercè me pregunto si aquel 15 de agosto de 1981 lo que experimenté no fue sino el sueño de una noche de verano.
C'era una strega, c'era una fata - Gianluigi Trovesi (A Midsummer's Dream, 2000)